Mota, Arévalo y Coca: Una aventura medieval… ¿en el Lejano Oeste? (Segunda parte)

[… Sigue] Íbamos para atrás, en muchos sentidos. No sólo en términos geográficos, haciendo el recorrido inverso al de la mañana, sino también en términos temporales, dejando a nuestra espalda la villa que había sido testigo de la muerte de la reina Isabel, Medina del Campo, y enfrentándonos a la que lo había sido de su niñez: Arévalo.En unos veinte minutos llegamos a ese nuevo destino y recorriendo callecitas, callejuelas y callejones en busca de un aparcamiento, encontramos sitio en una plazoleta dotada de unos oportunos columpios donde los niños, despreocupados, se pusieron inmediatamente a jugar mientras que los adultos, ansiosos y cada vez más hambrientos, intentábamos ubicarnos para encontrar el camino más directo hasta la meta establecida para aquella hora: ¡el cochinillo!

No había nadie, ni ninguna indicación, y el mapa de soporte logístico que había impreso el día anterior estaba configurado en una escala tan amplia que los nombres de las calles brillaban por su ausencia; en él sólo había señalado con una flecha la localización del restaurante donde habíamos reservado, y de algunos otros, por si al verlo en la realidad, y no a través de una página web, no nos hubiera inspirado. En esas condiciones no nos quedaba otra que fiarnos de nuestro sentido de la orientación, bastante escaso, la verdad, o bien del sentido del olfato, ¡indudablemente mucho más desarrollado! Así que, uniendo nuestras fuerzas, nos dirigimos a piedi hacia una plaza porticada que habíamos cruzado un par de minutos antes y que por su nombre altisonante, Plaza del Real, parecía estar ubicada cerca del centro o, mejor aún, ser el mismo centro de ese municipio, si es que había un centro -efectivamente, como me di cuenta posteriormente, se trataba de la parte más antigua de la ciudad, donde en su día se encontraba el, ahora desaparecido, Palacio Real, lugar de residencia de todos los miembros de la dinastía Trastámara y, entre otros, de Isabel, futura reina de Castilla, junto con su madre, Isabel de Portugal, y su hermano Alfonso, fallido monarca infante-.

En el medio de aquel espacio había un hermoso quiosco de música, o templete, que enseguida captó la atención de los más pequeños, mientras que uno de sus lados estaba ocupado por el Ayuntamiento y el otro, justo en frente, por un monumental arco, el Arco de Alcocer, única puerta superviviente de las que se alternaban en la antigua muralla medieval, de la cual quedaban sólo unos escasos restos. Lo atraversamos -en realidad, estábamos saliendo de la antigua villa- y, dejando atrás la cerrada oficina del turismo, alojada en su interior, y, justo después, una estatua dedicada a Isabel de Castilla, nos encontramos con otra plaza porticada, la Plaza del Arrabal, situada en la antigua zona de la judería y sede de intensos intercambios comerciales, entonces como ahora (con ocasión del mercado semanal), y cerrada en uno de sus flancos por la iglesia de Santo Domingo de Silos. Mientras la observábamos, nos invadió un olor placentero, embriagador y, sobre todo, ¡revelador! Provenía de una callecita peatonal, oculta detrás de una esquina, donde, aún sin divisarlos físicamente, tenían que estar unos cuantos asadores: su supuesta presencia se olía perfectamente… ¡no había posibilidad de error!

La olorosa calle de los asadores

La olorosa calle de los asadores y los cochinillos

Allí estaba el restaurante que tenía apuntado, cuyo aspecto coincidía afortunadamente con el de la realidad virtual, e imbuidos por una cierta perplejidad por su curiosa decoración interior, una extraña mezcla de estilo castellano-barroco, finalmente nos sentamos a disfrutar no sólo de los típicos, y contundentes, platos de estas tierras, entre los cuales no podía faltar el tan deseado cochinillo, sino también del único momento de relajación previsto en ese día de aventura medieval. Era el merecido reposo del guerrero, antes de que nuevos castillos, con sus batallas, sus damas y sus caballeros, volvieran a emocionar nuestros intrépidos corazones y nuestra ingenua fantasía…

La visita guiada empezaba a las cuatro y cuarto de la tarde y, por muy extraño que pudiera parecer, nos sobraba un poco de tiempo -media hora, es decir unos treinta valiosos minutos- para dar un breve paseo por esta villa, rica de patrimonio histórico-artístico. Al no tener planificado ese inesperado tour urbano, preguntamos al gerente del local hacia donde nos aconsejaba dirigir nuestros pasos, y él con un gesto de la mano indicó el noreste, perdiendo de repente su característico don del habla con el que nos había afablemente acompañado y asesorado a lo largo de la abundante comida -desde el principio nos había parecido muy encantador, demasiado encantador, sospechosamente encantador; una vez pagada la cuenta, con su correspondiente propina, nos dimos cuenta de que nuestras dudas tenían un triste fundamento: su calculado trabajo se acababa allí…-.

La calle, desierta, de Santa María con al fondo la torre-campanario

La vacía calle de Santa María y, al fondo, la torre-campanario

Nos pusimos en camino según sus tácitas indicaciones y, entre calles desiertas donde asomaban ventanas y puertas cerradas de viviendas de ahora, frente a palacios de entonces, como el de Ballesteros Ronquillo o el de Sedeño, con fachadas en ruinas y portales blasonados, mudos testigos de un esplendor que fue -volvía en mi mente la imagen de un pueblo abandonado del lejano Oeste- llegamos finalmente a los pies de una torre-campanario, edificada sobre un arco apuntado que servía de pasadizo inferior de la calle que estábamos recorriendo, la de Santa María, y que en su cima hospedaba unos cuantos nidos de cigüeñas… rigurosamente vacíos.

Perplejos, miramos a nuestra derecha y… ¡sorpresa! Apareció una maravillosa plaza, amplia, luminosa, cuidada y…  ¡absolutamente desierta! Se trataba de la Plaza de la Villa, escenario de festejos, mercados y actos solemnes, durante la época medieval, y, en esas actuales circunstancias, lugar perfecto, en mi imaginación, para un duelo entre vaqueros al estilo de “Mezzogiorno di fuoco” -“Sólo ante el peligro”, en español-.

La desierta Plaza de Santa María

La desierta Plaza de la Villa y la Iglesia de San Martín con sus torres «gemelas» desiguales

No sé si los arevalenses, desconfiados en general hacia los forasteros y, a mayor razón, hacia aquellos que hablaban un idioma distinto al castellano, nos estaban observando ocultos detrás de los visillos de las ventanas, entre las fisuras de las persianas o a través de las rendijas de las puertas,  pero ese silencio y esa soledad no eran normales, eran casi inquietantes…

Arquitectura castellana o ¿del Lejano Oeste?

Arquitectura castellana o… ¿del Lejano Oeste?

La Casa de los Sexmos

La Casa de los Sexmos

Con la esperanza de que no apareciera por sorpresa un malvado forajido junto con su banda de despiadados pistoleros, recorrimos a nuestras anchas ese grandioso espacio, claro ejemplo de arquitectura popular castellana, ocupado no solo por las características casas porticadas con entramado de viguería y ladrillo a vista, supuestamente vacías, o, peor aún, abandonadas, sino también por la Iglesia de San Martín con sus dos torres “gemelas” desiguales, por altura y decoración, la de los “ajedreces” y la “nueva”, por la imponente Iglesia de Santa María la Mayor, de estilo románico mudéjar, cuyo ábside de semitambor parecía querer invadir toda la superficie alrededor disponible, y por la austera Casa de los Sexmos, sede del Museo de la Historia de Arévalo, y futuro Centro de Recepción de Visitantes de la próxima edición de “Las Edades del Hombre”, que podrá visitarse, desde mayo hasta casi finales de año, en las dos iglesias arriba mencionadas y en la de El Salvador, ubicada en la homónima plaza; además, durante este periodo, el castillo, con carácter absolutamente excepcional, abrirá sus puertas al público también los jueves y los viernes, y no solo los fines de semanas-.

Santa María la Mayor con su ábside invasor...

Santa María la Mayor con su ábside invasor…

Transcurrían los minutos y seguíamos gozando en toda paz y tranquilidad de aquel espectacular conjunto monumental; esa situación era irreal… y, finalmente, “algo” real, o mejor, “alguien”, muy real, pasó por allí: ¡una peligrosísima avispa reina!

El tan inoportuno como tenaz insecto interrumpió repentinamente nuestra serena contemplación y, no contento con eso, empezó a perseguirnos enfurecido, como si hubiéramos invadido su territorio y quisiera reclamar su señorío sobre aquel histórico lugar -¿era éste el enemigo que todos temían? ¡No era el momento de encontrar la respuesta!-. Teníamos que alejarnos a toda prisa de aquel feroz animal, así que, sorteando rápidamente laberínticas calles adoquinadas, alcanzamos nuestro coche fantástico, cuyos nerviosos caballos (mecánicos) arrancamos inmediatamente.

Dejando atrás una nube de polvo y tierra, en un par de minutos llegamos al castillo de Arévalo que, solitario e imponente, presidía una amplia explanada.

El castillo de Arévalo

El solitario castillo de Arévalo

Eran casi las cuatro de la tarde cuando por fin descubrimos con alivio que la raza humana no se había inexplicablemente extinguido en favor de la animal y, más concretamente, de la especie himenóptera. No estábamos solos: había más como nosotros. Se trataba de unos seres, reunidos debajo de un frondoso árbol, pertenecientes a la familia de “turistas profesionales”. Iban perfectamente equipados, o mejor dicho, “armados”, para la visita que nos esperaba: cámaras de fotos, videocámaras, teleobjetivos y muchos otros instrumentos de reproducción audiovisual que hacían sombra a nuestros móviles inteligentes, única herramienta de la que disponíamos. Nos unimos a ellos -había casi más niños que adultos-, y todos juntos “avanzamos” hacia el portal de madera del castillo, rigurosamente cerrado -¿iba a abrirse?-. Otra vez nos invadía la sensación de estar perdidos, ya no solos, pero sí perdidos en el medio de la soledad castellana: a nuestra espalda estaba el pueblo fantasma, con su avispa terrorífica, y en frente, detrás de ese histórico edificio, kilómetros y más kilómetros de amarillentas y asoladas tierras llanas.

A la hora en punto el enorme portal se abrió -“¡Apriti Sesamo!”-. Entramos, primero las mujeres y los niños -parecíamos unos náufragos de un inexistente mar castellano- y, en el patio principal, nos encontramos con una curiosa exposición de esculturas de hierro, entre las cuales destacaban, por su aspecto amenazante, unos inquietantes guerreros, dotados de unas temibles armas de destrucción masiva que hacían las delicias de los niños varones -no podía decirse lo mismo de sus padres, o por lo menos de una de ellos, que, al verlos, experimentó el mismo escalofrío que en su día le había invadido en la Nave de Motores de Madrid: ¿Y si esas figuras aparentemente inanimadas despertaran para acabar con todos nosotros, ingenuos sobrevivientes? ¿Habían sido ellos, junto con la avispa maléfica, los culpables de la soledad que reinaba en la villa que habíamos dejado atrás? ¿Eran una nueva generación de Terminators en miniatura? Mejor no saberlo…-.

Unos inquietantes guerreros

Unos inquietantes guerreros

Una voz femenina, avisando de que iba a empezar el tour, me distrajo de esas elucubraciones mentales y nos invitó a reunirnos a su alrededor, presentándose como nuestra guía. Era muy joven, pero no por ello menos preparada, y al darse cuenta de la nutrida presencia de un público infantil, preguntó a los mayores si preferíamos que la visita fuera adaptada a los más pequeños, es decir, menos técnica y un poco más breve; la que suscribe estaba tácitamente deseándolo con todas sus fuerzas, por obvios motivos familiares, además de logísticos -hubiéramos podido llegar puntuales, ¡con un margen de un par de minutos!, a la visita del siguiente castillo- pero evidentemente no deseaba lo mismo un peculiar personaje que, insensible a las tiernas miradas de sus proprios hijos, y de todos los demás niños (¡no tan tiernas, la verdad!), se empeñó con la versión adulta del recorrido, imponiendo su unilateral voluntad -¿era el jefe de aquél grupo? ¿Tenía algún significado especial el insólito gorro de vaquero que llevaba encima?… ¡Era el sheriff del pueblo!… “¡En compañía ante el peligro!”, en una moderna y revisitada versión de la película antes mencionada…-.

Y así, delante de unos restos arqueológicos ubicados fuera del actual perímetro del castillo y correspondientes a una originaria barbacana defensiva desde la cual todavía se podía divisar una cámara de tiro junto con un baluarte, empezaron las explicaciones sobre el estratégico emplazamiento de ese edificio defensivo, con forma de flecha -¡curiosa coincidencia militar!- hacia el norte -es decir, en un altozano y rodeado por dos ríos, el Adaja y el Arevalillo, que creaban una especie de natural foso defensivo-, y sobre los materiales utilizados para su construcción en dos fases diferenciadas -en la segunda mitad del siglo XV con sillares de piedra y a principios del siglo XVI en ladrillo y con estilo mudéjar, como bien podía observarse en sus muros-.

Terminada la visita desde el exterior del castillo, volvimos a entrar en el patio de armas que, al igual que el resto del edificio, había sido completamente restaurado, a mediados del siglo pasado, por su último propietario, el entonces Servicio Nacional del Trigo, convirtiéndolo en un silo de cereales -y efectivamente ese originario espacio principal de planta pentagonal estaba dividido en dos por una estructura central de ladrillo formada por unas celdas donde se alojaba el valioso alimento y unas cuantas maquinarias para su distribución-. Y mientras asimilábamos, un poco sorprendidos, la última función que había tenido este polifacético edificio que, a lo largo de su historia, había pasado a ser de fortaleza a prisión de ilustres personajes, tales como doña Blanca de Borbón, el príncipe de Orange o el duque de Osuna -predecesor del que mandó construir, por voluntad de su mujer, la finca de recreo junto con el jardín de El Capricho al cual está dedicada la portada de este blog- y luego a cementerio, para finalmente acabar saqueado, abandonado y en ruinas, fuimos acercándonos a la Torre del Homenaje, que estaba precedida por una placa con un fragmento de las “Andanzas y visiones españolas” de Miguel de Unamuno.

La visita se estaba alargando desmesuradamente y toda la culpa recaía sobre el misterioso individuo de antes que, no satisfecho con el itinerario para mayores de dieciocho años que él nos había impuesto, no paraba de “bombardear” con preguntas, “atacar” con puntualizaciones o “desmantelar” con aclaraciones los argumentos de nuestra paciente anfitriona. No podía permitir que pusiera en peligro, una y otra vez, a mi elaborada programación posmeridiana, así que, habiendo recibido por la mañana una clase magistral sobre muchos de los temas que él sacaba, decidí desafiarle en términos culturales al igual que él lo estaba haciendo, con su petulancia, en términos logísticos. Como si de un duelo medieval se tratara, empecé a “devolverle el favor” con mis fuertes “golpes” de sabiduría recién adquirida, mientras que él, entre asombrado y sorprendido, “encajaba” mis palabras, empezando a “retroceder”. La pobre guía, en cuya defensa también había intervenido -me sentía como una itálica Juana de Arco de los tiempos modernos- pudo finalmente retomar su discurso, sin más interrupciones, y nos fue llevando a la primera planta de la mencionada torre.

Allí, tras pasar por delante de unas tristes fotos en blanco y negro que representaban el estado de abandono de aquella fortaleza, nos sentamos en círculo en una sala contigua, como si de unos pintorescos caballeros de la mesa redonda se tratara, con excepción del vaquero, y escuchamos (¡por fin!) en riguroso silencio, las historias que escondían esas mudas paredes.

Sala con al fondo el Mirador de la Reina

Sala con al fondo el Mirador de la Reina

Seguidamente subimos a la panta superior para visitar una sala de estar donde el mobiliario brillaba por su escasez y cuyo único elemento decorativo era una hermosa ventana ajimezada conocida como “Mirador de la Reina” -iba a sacar una imagen preciosa de la misma pero de repente apareció, con su gorro de cow-boy, el inquietante personaje, mirando hacia mi objetivo: no dudé ni un segundo, “disparé”… y me salió justo en el centro de la foto: ¡él y la ventana!… así que, por respeto a la privacy, aquí colgaré una instantánea amablemente ofrecida por los responsables de las visitas guiadas-.

Faltaba todavía una planta, la que estaba dedicada al Museo de Cereales, organizado por el actual Fondo Español de Garantía Agraria, y, más arriba aún, la azotea-mirador, desde donde era posible gozar de unas preciosas vistas de las tierras abulenses, sobre todo en ese día tan despejado.

Unos cautivadores escalones...

Unos cautivadores escalones…

Miré al reloj, a mi familia y a mi adversario. Estábamos al límite: si nos quedábamos unos minutos más, hubiéramos irremediablemente perdido la siguiente visita guiada, de modo que, sin remordimiento alguno, lancé un último “golpe maestro” hacia mi contrincante, una mirada entre lo asesina y lo desdeñosa y, a continuación, le dejé subir victorioso por esa invitante escalera. Aliapiedi tenía que seguir fiel a sus planes familiares: el duelo quedaba oficialmente acabado allí, a los pies de unos cautivadores escalones que se perdían en mi imaginación…

Nos despedimos de la amable guía, informada desde el principio de nuestra estricta programación, y deseándole que el resto de la visita le fuera lo más llevadera posible, con permiso del “sabelotodo”, dimos la espalda a esa torre, a ese patio de armas y a ese castillo y, sin mirar atrás, nos fuimos rumbo a Coca.

La aventura seguía.

Nos esperaba un indeseado contratiempo, más allá de la perturbadora presencia del Will Kane español.

El día anterior me habían informado por teléfono de que las visitas guiadas de la tarde empezaban a las horas y media, hecho que me habían confirmado esa misma mañana, y cometí el error de fiarme de esas indicaciones.

Recorriendo una preciosa carretera secundaria, como siempre desierta, que desfilaba entre campos de flores y pueblos agrestes, llegamos a un extenso y verde bosque de pinares, al final del cual apareció la silueta de ese grandioso castillo de ladrillo, de estilo gótico-mudéjar, asentado sobre un terreno escarpado. El reciente, y sufrido, abandono de la fortaleza de Arévalo había merecido la pena: allí estaba nuestra merecida recompensa, con sus dos recintos amurallados, sus torres poligonales y su foso defensivo.

El grandioso Castillo de Coca

El grandioso Castillo de Coca

Cruzamos triunfantes el puente levadizo sobre este último, a las cinco y media de la tarde en punto, y en lugar de ser recibidos con honores militares y vitoreados por una muchedumbre entusiasta -habíamos llevado a cabo una importante hazaña: ¡llegar puntuales!- nos encontramos, una vez más, con una insólita soledad.

Eso empezaba a ser molesto, casi irritante.

En esta tesitura, nos acercamos circunspectos a la oscura taquilla de ese impresionante edificio donde dos empleados, mirándonos sorprendidos, al igual que nosotros a ellos, nos informaron de que la visita había empezado hacía más de un cuarto de hora -¿cómo podía ser? ¡Pero si habíamos llegado en perfecto horario! ¿Por qué habían adelantado la cita programada?… Una infinidad de preguntas, que nunca habrían obtenido respuesta, invadían mi mente, mientras que el tiempo, inexorable, corría en nuestra contra: tenía que salvar lo salvable, es decir, algo de mi planificación ya irremediablemente comprometida-.

Preguntamos a esa pareja si era posible que alcanzásemos el grupo y, afortunadamente, uno de los dos guardianes se ofreció a acompañarnos. Nos llevó a la sobria capilla del castillo, ubicada en la planta inferior de la Torre del Homenaje, y desde allí empezamos a subir por una angosta escalera de caracol desde donde se oía, cada vez más cerca y cada vez más fuerte, un intenso vociferar: esa era la gente que tan inocente e incautamente íbamos buscando… Allí estaban, amasados, apilados, casi aplastados contra los muros de la Sala de Armas, cubierta por unos variopintos mosaicos mudéjares de motivos geométricos. Y en medio de esa muchedumbre se encontraba el presunto guía, cuya única función posible era la de dirigir a esa marea humana por las entrañas del castillo, sin poder detenerse para ofrecer explicación alguna sobre los interesantes lugares que recorríamos que se llenaban enseguida con sólo una décima parte de los asistentes, causando además un ruido casi insoportable.

Siguiendo a nuestro «cicerone», subimos fatigosamente por más escalones, estrechos, altos y tortuosos -que, para las familias con bebés o carritos, se convertían en una peligrosa, o más bien imposible, empresa-, y llegamos a una supuesta Sala Museo a la cual, por el alto riesgo de asfixia o, peor aún, de rotura de alguna pieza valiosa del pasado, nos asomamos tímidamente, sin poder, ni tampoco querer, entrar en ella. Y, como si todo eso no fuera suficiente, empezamos a echar de menos el aire y la luz, elementos que tanto escaseaban en la sucesiva Galería de la torre que, con su amenazante exposición de armas y armaduras de época renacentista, no hacía sino aumentar la sensación de claustrofobia.

Vista desde la azotea

Vista a través de un ojival

Vista desde la azotea

La torre de Pedro Mata

Pero finalmente, más arriba, en lo más alto, alcanzamos el mirador, libre y abierto bajo el cielo cristalino. Respiramos hondo, disfrutando de esas magníficas vistas, relajantes y serenas, que, por un momento, nos hacían olvidar el inminente, e inevitable, descenso empinado, veinticinco metros más abajo.

Después de tomar unas cuantas fotos haciendo auténticos malabarismos y contorsionismos para que en ellas no saliera ningún visitante, nos dirigimos a la galería-norte que, conforme se acumulaba la gente, se iba transformando en una inusual área de descanso para grandes y pequeños que, entre agotados y acalorados, se sentaban donde podían (y también donde no se podía) o directamente se tumbaban en el suelo.

Un sereno panorama

Un sereno panorama de…

La Cauca romana

… la Cauca romana

El espectáculo era casi rocambolesco. Se había creado una especie de colorida alfombra (in)humana que para los pocos asistentes, nosotros cuatro, que no nos unimos a esa forma de relajación colectiva, se transformó en una oportuna alfombra mágica, pudiendo colocarnos a la cabeza del grupo, con la consiguiente reducción del riesgo de ruinosas caídas.

Y en esta privilegiada posición pudimos entrever, adentrándonos en la torre de Pedro Mata, en honor al más cumplido caballero al servicio de los Fonseca, impulsores de ese castillo, la Sala de los Jarros, así llamada por la representación de esos objetos entre sus paredes, y de cuya excepcional acústica no pudimos disfrutar por obvios motivos socio-logísticos.

Teníamos que bajar cuanto antes, manteniendo, en la medida de lo posible, una distancia prudencial con nuestros seguidores, y para que mis pequeños acompañantes descendieran sin miedo por esa nueva escalera empinada, les hice notar que, en comparación con unos guerreros armados hasta los dientes, con sus pesadas armaduras, bajo el calor estacional o, peor aún, el fuego enemigo, eran unos auténticos privilegiados… -¡sus indescriptibles miradas me confirmaron de que la aventura medieval se había acabado en ese preciso instante!-.

En busca de la salida que, paradójicamente, se encontraba unos pocos escalones más abajo de un supuesto lugar de encierro, la mazmorra, que estaba precedida verticalmente por su antesala, y que resultaba más amenazante que nunca dadas las precarias condiciones de deambulación que en ella estábamos viviendo, llegamos finalmente al patio de armas y, desde allí, pudimos abandonar rápidamente esa increíble y estupenda construcción militar que, por lo abarrotada que estaba, nos había parecido más “hostil” que nunca.

La Torre sobreviviente de San Nicolás

La Torre superviviente de San Nicolás

Santa Maria la Mayor

La Iglesia superviviente de Santa Maria la Mayor

Necesitábamos caminar un poquito en terreno llano, así que decidimos dar un paseo por la antigua villa romana de Cauca (Coca), cuyos emblemáticos edificios habíamos divisado desde lo alto del castillo: la torre mudéjar de San Nicolás, perteneciente a una iglesia que ya no existía, la antigua y potente muralla, de la cual sólo quedaba un lienzo, con sus cuatro torres y una puerta solitaria, la de Segovia o Arco de la Villa, y el templo gótico de Santa María la Mayor, en la Plaza Mayor, cerca de la porticada Casa de la Villa, único superviviente de los originarios siete lugares de culto de esta ciudad.

Entramos respetuosamente en él y, mientras admirábamos los impresionantes sepulcros renacentistas de la familia Fonseca, en mármol de Carrara, empezaron a sonar las campanas, cuyos retoques, perdiéndose en el horizonte segoviano, nos anunciaban el regreso a nuestra ciudad, a nuestro hogar y a nuestros tiempos. Así que, volviendo sobre nuestros pasos, nos pusimos en camino hacia el “Cercano Este” capitalino mientras que el sol, cayendo en el Lejano Oeste, iluminaba, con sus colores de atardecer, los merecidos sueños de una dulce dama y un noble caballero…

Una nota final: en esos castillos y villas se han rodado muchas escenas de la serie española “Isabel”, como descubrimos seguidamente al verla en la pequeña pantalla. Así que para encontrar, y mezclar, todos los ingredientes de esta aventura medieval (reyes, príncipes y princesas, además de intrépidos guerreros, dulces damas y nobles caballeros), sin tener que recurrir a la fantasía desenfrenada de los niños, allí está la real ficción cinematográfica para sus padres. ¡Buena visión y buen viaje!

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10 pensamientos en “Mota, Arévalo y Coca: Una aventura medieval… ¿en el Lejano Oeste? (Segunda parte)

  1. Pilar

    La Jefa consorte del jefe de esos «terribles guerreros» que cuidan el Castillo, dice: gracias por esa interesante descripción de las obras, jajaja, nos ha encantado, a pesar del «miedo» que os ha hecho llevaros en el cuerpo, aunque espero que también os hayáis fijado en la princesa jugando al diabolo y de la que cuidan con mucho cariño, , y al servicial butanero subiendo la bombona al piso de arriba.. pero sobre todo deseamos que hayáis pasado un intenso y especial día en nuestra Ciudad. Arévalo. Un saludo.

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  2. ¡Qué honor! Enhorabuena por las esculturas… Efectivamente no solo había esos extraños guerreros sino también figuras mucho menos beligerantes! Y todas muy originales, sin duda. Gracias por leerte el post y, sobre todo, ¡por confirmarme de que no se trataba de una nueva generación de Terminators!

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  3. Pilar Ruiz

    Igual que la primera parte me a encantado. Es muy divertido la forma en que lo cuentas pero al mismo tiempo muy documentado, se nota que estudiaste. Enhora buena. En espera de la siguiente aventura.

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    • Muchísimas gracias Pilar por tu sincero comentarios. Efectivamente se trata de que esos relatos sean divertidos y amenos de leer, para grandes y pequeños…Un afectuoso saludo.

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      • pilar ruiz

        Gracias a vosotros por vuestras historias, pero tirando para mi tierra creo que lo pasasteis mejor en la primera aventura osea por la mañana. je je je SALUDOS

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      • ¡¡¿Quién sabe?!! Pero sin duda en Medina del Campo no había animales salvajes y tampoco personajes inquietantes…Entiendo perfectamente tu preferencia…

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  4. ALEJANDRA MOLINS

    ME ha encantado esta parte casi como la primera…… a ver si un día nos animamos y con vuestra excursión impresa…..la repetimos nosotros con todas vuestras explicaciones…

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    • Muchísimas gracias Alejandra! De verdad es una buena excursión y ahora, desde el mes de mayo y a lo largo del verano, empiezan las Ferias en Medina del Campo (medievales, de cofrades, etc. etc.). Y si coincide además con una visita teatralizada en la Torre del Homenaje… ¡es el plan familiar perfecto! P.S.¡Cuidado con los animales feroces!

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  5. Magnifica excursión Ali. Saludos.

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