Museo del Romanticismo: El regreso de la niña en la quinta dimensión (Primera parte)

Era verano. La familia de Aliapiedi consumía en las alegres tierras andaluzas sus últimos días de vacaciones mientras que la que suscribe había regresado ya a Madrid por motivos profesionales. Aprovechando esa estancia solitaria por la capital que, en agosto, más que nunca, se ofrece en todo su accesible esplendor, decidí pasar, o mejor dicho, pasear una tarde por uno de mis lugares preferidos: el barrio de Chueca.

Chueca: el barrio elegido por el paseo de Aliapiedi

Chueca: el barrio elegido para el paseo de Aliapiedi

Así que, cámara de fotos en mano, cual eterna turista en mi ciudad de adopción, de camino a mi destino, a piedi, pasé por delante del Tribunal Supremo, más autoritario que nunca, dominando imponente la agradable plaza de la Villa de París -siempre me había preguntado el porqué de ese nombre tan poco madrileño y, una vez más, viendo ondear desde aquel edificio la bandera española esa duda sin resolver asaltó mi mente-, bordeé uno de los numerosos palacios elegantes que adornan esas calles, observando los pintorescos dibujos que decoraban su fachada y que, en otras ocasiones, ya habían llamado la atención de grandes y pequeños -otro interrogante sin respuesta: ¿qué significaban esas artísticas pintadas?- y, finalmente, llegué a la animadísima plaza de Santa Bárbara, con sus agradables terrazas llenas de alegres jóvenes y despreocupadas familias, todos ellos disfrutando de una apetecible tarde de verano a la sombra de unos, cuanto menos atípicos, muros ocupados por reivindicativos grafitis y engañosos trampantojos.

Pintorescas y elegantes fachadas y...

Pintorescas y elegantes fachadas…

Unos muros engañosos y reivendicativos

… y engañosos y reivindicativos muros

En el medio de aquel ameno lugar había un curioso quiosco, una especie de enorme cubo transparente desde cuyos ventanales se entreveían innumerables libros antiguos, la mayoría de ellos sobre Madrid, que componían una más que original librería al aire libre.

Un curioso quiosco-librería

Un curioso quiosco-librería

Un poco más allá, se oía llegar un divertido vociferar procedente de un palacete ubicado entre las calles Fernando VI y Fuencarral.

Un sorprendente patio-terraza

Un sorprendente patio-terraza

Me acerqué a aquel edificio, movida por el canto de aquellas sirenas urbanas, y, después de cruzar su verja, descubrí un hermoso patio, convertido en cafetería, donde unos dinámicos camareros servían a la alegre clientela unos elaborados cócteles, incluidos unos cuantos de fruta natural sin alcohol y mis tan amados, como buscados, Bellini y Rossini -para una italiana como yo, casi abstemia, el hecho de encontrar un oasis callejero madrileño donde se sepa preparar ese tipo de bebida, diferente a la omnipresente cerveza o a las clásicas “copas”, equivale casi a dar con un tesoro, a no ser que se trate de un cruel espejismo-.

El suntuoso ingreso a...

El suntuoso ingreso a…

... la original sede de un mercadillo multicolor

… un original mercadillo multicolor

Y mayor fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que era posible acceder también al interior de aquel palacete que había sido convertido para la ocasión en la original, y suntuosa, sede de un mercadillo multicolor.

El paseo estaba siendo más fructífero de lo esperado: ya tenía algo que enseñar a mi familia de regreso de sus vacaciones.

Seguí por mi camino, empujada por la atractiva arquitectura de las cercanas callejuelas, y, al fondo de una de estas, precedida por unos zapatos que, anudados entre ellos a través de sus cordones, colgaban de unos cables eléctricos, cuales expresión de una nueva, y para mi incomprensible, corriente artística, lo shoefiti, vi asomar la rojiza pared de una vivienda que me resultaba familiar. Me detuve un momento para contemplarla con detenimiento, fijándome en los carteles expuestos en sus paredes, y entonces me acordé. Nada menos que once años antes, recién aterrizada en Madrid, en uno de mis primeros paseos capitalinos, había visitado ese edificio que, por aquel entonces, se llamaba Museo Romántico: aquella maravillosa pareja de candelabros de la Real Fábrica de Porcelana de Sèvres, que custodiaban el vestíbulo del actual, y reformado, Museo del Romanticismo, no eran fáciles de olvidar…

Una inolvidable pareja de candelabros

Una inolvidable pareja de candelabros

Desafortunadamente, era ya casi la hora del cierre y, muy a mi pesar, tuve que renunciar a entrar allí, prometiéndome volver otro día con más tiempo y, a ser posible, en familia.

Y llegó el día.

Fue un domingo por la mañana cuando, en compañía de mi hija, ya que los hombres de Aliapiedienfamilia iban al estadio para asistir a un partido de liga, regresé finalmente a ese prometedor lugar al que puede accederse gratuitamente los sábados por la tarde, domingos y festivos, como en la mayoría de los museos nacionales. Mi emocionada acompañante que, un año atrás, soñaba, con ocasión de la visita al Museo del Traje, con un vestido de princesa, se disponía ahora a ingresar, vestida con sus mejores galas, a una casa… de princesas, según las alentadoras explicaciones introductorias, un poco noveladas, de su madre.

Shoefiti ante la

Shoefiti ante la «planta noble» del Museo

¿Unas sillas voladoras?

¿unas sillas voladoras?

Conforme nos acercábamos a nuestro destino, ella también se percató de aquellos famosos zapatos suspendidos en el cielo, reclamando quizás un poco de libertad, y también de unas extrañas sillas voladoras, que colgaban peligrosamente del balcón de una vivienda que destacaba entre todas las demás por su moderna arquitectura.

Todas aquellas curiosas señales la hacían pensar en el País de las Maravillas: ¿sería posible que en esta ocasión se convirtiera en Alicia -¡y su mamá en el conejo blanco!- para vivir una nueva y fantasiosa aventura “aliapiedesca”?

Inmersa en esos pensamientos, llegaron ambas al número 13 de la calle san Mateo, frente a un palacete de estilo neoclásico cuyo aspecto exterior era bastante más sencillo de lo que mi acompañante se había imaginado. Visto desde fuera, ese edificio de finales del siglo XVIII, construido por Manuel Rodríguez para el marqués de Matallana, con sus tejas naranjas, sus muros rosados y su portal de madera, no dejaba para nada presagiar su rico contenido, gracias a la generosidad del mecenas Benigno de la Vega-Inclán.

Pero, una vez dentro, todo cambió…

Los ojos de la niña empezaron a brillar y la quinta dimensión, la de los cuentos de hadas “virtual-reales”, como el del Castillo-Museo del Traje, volvió a invadirla con su altísima dosis de fantasía. Ese museo ya no era un museo, sino más bien una casa que ella, metida de lleno en el papel de una joven dama, recorrería como si de su mismo hogar se tratara: ¡empezaba el espectáculo!

La pequeña, después de haber observado, curiosa como su madre, a través de una elaborada reja floreal, un romántico patio interior, el llamado patio de la parra -una zona interna por dónde se accede, entre otros, al aula de los talleres didácticos y a la biblioteca– se decidió finalmente, con permiso del mencionado fundador que la miraba atentamente entre lo divertido y lo petrificado desde lo alto de un busto en bronce, a subir por la escalera, rodeada por imponentes retratos de tamaño real.

El marqués de la Vega-Inclán, fundador del Museo

El marqués de la Vega-Inclán, fundador del Museo

Subiendo por la escalera...

Una «noble» escalera

Y mientras accedía de tal forma a la “planta noble”, empezó a oír a lo lejos una suave melodía, tocada por los músicos de una orquesta que, desde la tribuna central de aquella casa, le estaban brindando una original bienvenida musical. Madre e hija, un poco desorientadas, pero al mismo tiempo agradecidas por las notas inesperadas, ya estábamos en el vestíbulo, listas para empezar nuestra visita, cuando de repente, justo allí, apareció, para recibirnos y abrazarnos con el afecto y el cariño de siempre, nuestra eterna amiga de la quinta dimensión: ¡doña María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel, duquesa de Osuna!

Una original caza al tesoro:

Una original caza al tesoro: «Encuéntralos»

La más joven de ese atípico trío femenino, ilusionadísima con aquel reencuentro tan sorprendente como prometedor, renunció enseguida a su propósito de recorrer aquella suntuosa vivienda como si fuera su afortunada propietaria, pasando de inmediato el testigo de anfitriona a aquella noble mujer que no solamente, en su honor y de su madre, había organizado un baile de disfraces, sino también, sólo para ella, la niña de sus ojos, una curiosa caza al tesoro, titulada “Encuéntralos” -para aquellos que no tengan la suerte de recorrer ese lugar en compañía de la duquesa, en la taquilla, ubicada en el zaguán, se puede pedir un folleto, disponible también on-line, donde se propone un entretenido itinerario familiar por esta casa-museo, en busca de aquellas “cosas pequeñas”, objetos extraños o minúsculos, que la hacen tan “grande”…-.

La antecámara, el espejo de la casa

La antecámara, el espejo de la casa

Así que, después de habernos puesto rápidamente al día, expresándole también nuestra añoranza por los amenos conciertos y divertidas visitas teatralizadas que hasta hace un par de veranos se organizaban en su magnífico jardín, El Capricho, nos dispusimos a seguir a nuestro guía sui generis por la antecámara, considerada, como ella misma nos explicaba, el “espejo de la casa” ya que era el inmediato reflejo del nivel social de sus dueños.

Allí dentro, nuestra ilustre amiga, guiñándole el ojo, desafió a la niña que soñaba con ser princesa a dar con la primera pista, la de la “reina niña”, una niña que había llegado a ser reina con solo tres años de edad, a la muerte de su padre, el rey Fernando VII. La joven soñadora, escuchando sorprendida aquel atípico cuento “real”, en todos los sentidos, miró a su alrededor en busca de esta infante, que no infanta, de la época del Romanticismo: Isabel II.

Tardó poco en encontrarla.

La delicada carita de porcelana de la

La delicada carita de porcelana de la «reina-niña»

No lo hizo en el impresionante cuadro de Charles Porion, titulado “Isabel II dirigiendo una revista militar”, y tampoco en uno de los muchos retratos que colgaban de las verdes paredes bajo un techo, bellamente pintado, que simulaba el pabellón de un quiosco oriental, sino más bien representada, con su delicada carita de porcelana, en uno de los dos jarrones colocados sobre una antigua mesa.

La niña miró con atención a su coetánea -ella también, por muchos motivos, perteneciente a otra dimensión- fijándose con una punta de envidia en su suntuoso vestido amarillo, en su valioso collar y, sobre todo, en su coqueta corona, mientras que la reina niña, a su vez, observaba a aquella doncella del tercer milenio envidiando su moderno vestido de flores, sus cómodos zapatos abiertos y su ligera diadema de color rojo: las dos niñas, la reina y la (presumida) princesa (¿o la princesa presumida?), se reflejaban la una en la otra.

Pasados esos mágicos instantes, se sonrieron, se despidieron y volvieron cada una a su época, a su vida y a su dimensión…

La fantástica caza al tesoro acababa de empezar.

El primer antesalón, de estilo fernandino

El primer antesalón, de estilo fernandino

Conseguida la primera pista, la duquesa nos acompañó hasta la siguiente estancia, el primer antesalón, comunicado en enfilada con el gran salón de baile. Desde el primero, hermosamente decorado al estilo fernandino, y en el que destacaba un maravilloso piano de cola en madera de palosanto y marquetería, podíamos ya divisar la grandiosidad y el ostentoso lujo del segundo, en el que nobles damas y valientes caballeros conversaban amablemente al son de un romántico arpa de decoración neogótica.

Esa habitación, la más espaciosa de la casa, y la de mayor lucimiento, decorada con espejos donde brillaban el oro y la seda, de cuyas paredes colgaban retratos de distinguidos personajes, femeninos y masculinos, e iluminada con dos deslumbrantes arañas, era el lugar ideal para un breve descanso, gozando al mismo tiempo del jovial panorama de pintorescos disfraces y misteriosas máscaras.

Pero la joven invitada, en lugar de acomodarse en una de las sillas o canapés de caoba de estilo isabelino adosadas a las paredes, se sentó delante de un maravilloso piano, construido por la casa Pleyel de París justo para aquella reina que había encontrado un par de estancias atrás. Y como quiera que ella, princesa de los sueños o princesa en los sueños, también sabía tocar, emocionada, pero también orgullosa de sí misma, comenzó a deslizar sus finos dedos por aquel delicado teclado para celebrar, armoniosamente y al compás, una cautivante y sobrecogedora “Oda a la alegría”, tan acorde al placentero sentimiento que invadía su tierno corazón.

El gran salón de baile, escenario perfecto para una

El gran salón de baile, escenario perfecto para una «Oda a la alegría»

Después de este improvisado número musical, que concluyó con un fragoroso aplauso del augusto público asistente, nuestra anfitriona, deseosa de enseñarnos los espacios más íntimos y privados del palacete para poder conversar tranquilamente sobre los cotilleos de los últimos trescientos años, nos llevó por el segundo antesalón, el último salón noble, donde algunos amigos suyos se entretenían con unas animadas tertulias sobre la agitada situación política del momento.

El segundo antesalón, sede de animadas tertulias políticas

El segundo antesalón, sede de animadas tertulias

Tras saludar rápidamente a aquellos tertulianos, nos dirigimos, siguiendo a la noble dama, a la primera de las dos habitaciones dedicadas a una corriente artística, el costumbrismo, que se caracterizaba por una visión “pintoresca” de lo popular, en este caso de los usos y tradiciones del sur de España, al tratarse de las salas de los costumbristas andaluces.

Al oír estas palabras la niña se acordó de que la segunda pista del mapa del tesoro que tenía entre sus manos hacía referencia a una de las muchas figuritas “made in Spain” que tanto gustaban, por su exotismo, a los turistas extranjeros: no se trataba de un torero, de un bandolero o de un majo, sino de un saleroso guitarrista que cantaba una copla al oído de su amada (o amante).

Un saleroso guitarrista cantando coplas o serenatas

Un saleroso guitarrista cantando coplas o serenatas

No podía sino estar en una de aquellas dos estancias que, a diferencia de las anteriores, presentaban una decoración mucho más informal. Y, en efecto, entre unas cuantas figuritas de barro policromado, protegidas bajo una urna de cristal, la pequeña encontró, en la segunda sala, este “típico”, y al mismo tiempo “tópico” personaje; éste como premio, le dedicó una dulce serenata, con el beneplácito de la voluptuosa, y sin duda celosa, mujer que, con aire provocativo, se apoyaba sobre su hombro.

La niña, amante de la música y del “bel canto”, escuchando los melódicos acordes y las románticas palabras, dejó volar con ellos sus sueños de inocentes amores…

Y de Andalucía pasamos a Madrid, o mejor, a la salita de los costumbristas madrileños, una pequeña estancia donde, debajo de coquetas cortinas turquesas pintadas, aparecían colgados numerosos cuadros de matiz goyesco.

Entre ellos, la imagen de un curioso “Mono ermitaño”, de Leonardo Alenza, captó enseguida la atención de la joven visitante. La duquesa, percatándose de su estupor, no tardó en explicarle que a los pintores pertenecientes a este género artístico les gustaba representar un mundo al revés en el que todo se confundía y donde, a veces, “se animalizaba” la conducta humana, justo como en aquel cuadro tan extraño.

La

La «salita» de las revelaciones confidenciales

La niña se quedó mirando pensativa a ese animal con facciones humanas que, dentro de una cueva, sujetaba entre sus manos un libro y, sin poder entender el sarcasmo y la crítica hacia el poder religioso que aquella escena escondía, le dio despreocupadamente la espalda y se dirigió serenamente hacia la limítrofe salita, de pesadas cortinas de seda pintada en azul oscuro, donde ya la estaban esperando su madre y su amiga.

Allí las tres hicieron un nuevo alto en el camino y, mientras se aireaban con los abanicos que la duquesa había elegido de la maravillosa colección expuesta en las dos cercanas vitrinas, empezaron a contarse sus secretos -en efecto, aquella estancia, que luego se denominaría “cuarto de estar”, era por definición y por costumbre la más apta para sincerarse-.

«Aliapiedi… a Dublino»

La niña reveló, avergonzándose un poco, que estaba enamorada de un compañero suyo del cole aunque, muy a su pesar, tenía que compartirlo con su mejor amiga, mientras que su madre, divertida por el inocente relato sobre ese atípico harem infantil, manifestaba toda su ilusión y satisfacción porque en unos pocos días recibiría las primeras copias impresas de su primer libro, un diario de viaje sobre Dublín y alrededores, rico de curiosos encuentros e increíbles aventuras, que se titulaba “Aliapiedi… a Dublino”.

La duquesa, asombrada por los relatos, orales y escritos, de la una y de la otra, les confesó a su vez que se había enterado de que muy pronto las autoridades competentes iban a abrir al público el, hasta ahora desconocido, bunker del general Miaja, oculto bajo los frondosos árboles y floridos parterres de su amado jardín de El Capricho.

El trío femenino, unido más que nunca no sólo por la quinta dimensión, sino también por la ilusión de aquellas expectativas, se cogió fuerte de la mano y se encaminó hacia el pasillo donde, entre otros objetos, destacaba un… ¡retrete!, un real y lujoso retrete de caoba, perteneciente a Fernando VII, pero con las mismas funciones de cualquier otro.

La tercera pista:

La tercera pista: «el» cepillo de dientes

Las tres amigas pasaron de largo, sin mostrar interés alguno en las costumbres higiénicas de la época, y mientras se dirigían hacia la siguiente estancia, la más pequeña se detuvo ante otra vitrina, colocada justo a la izquierda de la que exhibía el referido accesorio de un actual, y separado, cuarto de baño, en aquel entonces prácticamente inexistente. Allí, en efecto, entre un estuche de viaje del mencionado monarca y diferentes objetos de aseo, al lado de un juego de agua, estaba la tercera pieza de la atípica caza al tesoro: un pequeño cepillo de dientes, o mejor, “el” cepillo de dientes de Fernando VII: ¡Eureka!

La niña en la quinta dimensión ya estaba a mitad de su camino, disfrutando “a lo grande” de aquella entretenida y original visita a un (teórico) museo, y justo mientras reflexionaba sobre esta situación ideal, sobre la perfecta armonía y acogedora belleza que se respiraba entre aquellas paredes de seda, algo muy molesto empezó a estropear el idílico conjunto: ¡unos, cada vez, más fuertes dolores de estómago!

Su madre y la duquesa, cómplices, se sonrieron recíprocamente, habiendo ya entendido la primera cual era la causa de ese inoportuno malestar, y la segunda, cómo poner remedio a ello… [Continuará]

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5 pensamientos en “Museo del Romanticismo: El regreso de la niña en la quinta dimensión (Primera parte)

  1. julia

    Muchas Gracia, Alia, Me ha gustado mucho el relato , he visionado todo el recorrido,y también lo hacia junto a mi madre.Un saludo

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  2. Roberta

    He tardado casi un mes, esta vez, en leer esta última entrada, pero hoy, por fin, me he tomado mi tiempo para hacerlo disfrutando a tope de la lectura, con Glenn Gould tocando Bach y saboreando un semifreddo de ricotta, ¡algo que recomiendo a todos los fan de Aliapiedi para que puedan disfrutar incluso mejor de lo bien que escribes! Cada vez que leo tus amenos recorridos por Madrid, querida Alia, descubro cosas interesantísimas sobre la ciudad – aún más interesantes por cómo tu las describes – y no sólo sobre la ciudad: no sabes las veces en las que Alma y yo, paseando por las calles de esta estupenda capital, nos hemos preguntado quién habría podido lanzar esos zapatos hasta esos altos cables, y hoy por fin tengo la respuesta, ¡gracias a ti! (¡la verdad es que nunca había oído hablar de «shoefiti»!). Así que ahora tendré que añadir también el Museo del Romanticismo a mi lista de lo que todavía me queda por visitar en Madrid – ¡es decir muchísimo! – y espero hacerlo muy pronto, ya que además está en ese barrio tan especial que es uno de mis favoritos. Enhorabuena por el libro, ¡que tengo el gran privilegio de tener y el gran gusto de haber leído!, espero que sea el primero de una larga serie de publicaciones, ¡y te mereces todo el éxito de este mundo! un abrazo, roberta

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    • Querida Roberta…Eres, como siempre, mi más fiel lectora, además de generosa amiga. ¡¡¡Todo un honor lo de Aliapiedienfamilia junto con Bach y Glenn Gloud!!!…nunca hubiera imaginado ese emparejamiento artístico!!! Gracias, gracias de verdad, por continuar a leer mis relatos, cada vez más largos (a lo mejor demasiado largos), y por seguir comentando sobre ellos de una forma tan positiva: cada vez te superas. Te animo de verdad a visitar este museo y, con un poco de paciencia, dentro de unos días, descubrirás más rincones secretos sobre el mismo que, espero, te empujarán, en compañía de Alma, a pasar una mañana o una tarde o un día entero entre sus paredes… ¡y más allá! (no puedo adelantar nada más…). Un beso, querida amiga.

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