Jueves, 8 de junio de 1893
¡Por fin!
¡Por fin había llegado la invitación!
¡Por fin los de Aliapiedienfamilia irían a palacio!
Aliapiedi y la pequeña de la casa, las más expresivas de la familia, intentaban mantener la compostura pero, incapaces de contener la emoción, empezaron a pegar saltos de alegría, exaltadas por la recepción de la misiva, irrefutable prueba de un secreto a voces que corría desde hace semanas en los círculos más selectos de la capital.
Como de costumbre, los otros dos miembros de la familia, más pausados, no podían evitar contemplar perplejos, más bien resignados, esa inexplicable muestra de entusiasmo, casi euforia, típicamente femenino; para ellos, ese augusto tarjetón, escrito de puño y letra por el marqués con una de sus sublimes plumas, representaba un aburrido plan familiar, a la par de cualquier otro acto social de una comedia de fin de siglo centrada en la ostentación universal.
En efecto, ni el Conde, ni el Condesito de Aliapiedienfamilia compartían ese afán de opulento protagonismo: ellos eran nobles, nobles de verdad, nobles en la forma y nobles en el fondo, y lo que menos les gustaba era actuar, o sobreactuar, forzando sonrisas, besando delicadas manos, más bien guantes de seda o terciopelo, o pronunciando falsos cumplidos mientras se relacionaban con la crème de la crème de la capital. Esa fecha, el 15 de junio de 1893, se había convertido en una auténtica pesadilla, por lo que tenían que encontrar la manera de escurrir el bulto elegantemente sin que nadie se percatara o, peor aún, se ofendiera.
Y así, mientras que la Condesa y la Condesita se centraban en asuntos de vital importancia para esa cita tan ansiada –la vestimenta, el peinado y las joyas que iban a llevar–, ellos empezaron a barajar todas las posibles excusas para disculpar su ausencia –una cacería en Extremadura, las parisinas carreras de Longchamps o una reunión extraordinaria en el londinense Hurlingham Club–.
Cualquiera fuera el pretexto elegido, más o menos razonable, más o menos creíble, el conde y su vástago eran conscientes de que las normas básicas de educación exigían disculparse en persona con don Enrique de Aguilera y Gamboa, XVII Marqués de Cerralbo, su esposa de edad ya avanzada, doña Inocencia Serrano y Cerver, viuda y madre de un querido amigo del marqués, y los dos hijos que esta última había aportado de su primer matrimonio, don Antonio y doña Amelia del Valle y Serrano, Marqueses de Villa-Huerta, de modo que, una vez convenido que el imprevisto más oportuno era el compromiso londinense, el conde, ante la resignada mirada de su mujer y su hija, decidió enviar inmediatamente un mensajero a la flamante demora de los marqueses para anunciarles su intención de visitarles al día siguiente, a fin de comunicarles la tan inminente cuan ficticia partida hacia las tierras inglesas. [Continuará… ]

La invitación y el menú de gala: la ilusión de Aliapiedi y su hija