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Había transcurrido ya un año desde el fugaz encuentro, desde ese caprichoso vis-à-vis que había atrapado sus sentimientos por unos largos instantes y Aliapiedi estaba ahora enfrascada en la búsqueda de un nuevo hogar para ampliar su familia lo antes posible.

La Catedral desde la plaza de Canalejas
Embargada por la romántica nostalgia de su amada tierra, se esforzaba inútilmente en encontrar entre los centenares de anuncios del “Segunda Mano” una morada que estuviera ubicada dentro de los límites de su mapa turístico capitalino y, a ser posible, en un barrio que le recordara el suyo milanés. Le encantaba el centro histórico de Madrid, sobre todo la parte del laberíntico entramado de calles, callejuelas y callejones que serpenteaban a la sombra del Instituto Italiano de Cultura y de la cercana Iglesia de San Nicolás de Bari, conocida como la iglesia de los italianos, y soñaba con vivir en un ático con vistas a la Catedral de la Almudena y al Palacio Real en su plaza favorita, la de Canalejas, pero su búsqueda resultó infructuosa dado que la mayor parte de las viviendas disponibles en esa céntrica zona o bien se encontraban en un estado ruinoso o, como mínimo, necesitaban de una profunda reforma.

El majestuoso Palacio de Amboage, sede de la Embajada italiana
En esa tesitura, se vio obligada a reorientar sus preferencias hacia otra zona de la ciudad, el noble Barrio de Salamanca, cuna de la alta burguesía madrileña, que acogía “su” maravillosa embajada, en el suntuoso Palacio de Amboage, además de numerosos escaparates de diseño y firmas italianas. Sin embargo, no tardó en percatarse de que tampoco por esos exclusivos lares podía satisfacer sus melancólicas pretensiones. Pero justo cuando estaba a punto de darse por vencida, apareció providencial un amigo de su marido en busca de una buena inversión, que les invitó a acompañarle a visitar una promoción inmobiliaria en un barrio del que jamás había oído hablar y que, según sus parámetros milaneses, estaba situado en las afueras de la capital.
Aliapiedi afrontó el plan con más curiosidad que interés y se topó con el primer piso piloto de su vida, en el medio de un solar deshabitado. Aunque la vivienda (piloto) en sí le sorprendió gratamente, su situación periférica, próxima al aeropuerto, junto a un campo de fútbol de tierra y un camping destartalado, le espantaba. Era incapaz de imaginarse recibiendo allí a sus estirados amigos milaneses y asistía impávida a la alegre conversación de sus dos acompañantes que, incomprensiblemente para ella, destacaban las bondades de ese prometedor proyecto. Incapaz de unirse al entusiasmo de la pareja, decidió entonces quitarse de en medio y explorar por su cuenta esa tierra de nadie, esos lugares inhóspitos, ese desierto de los tártaros pseudocapitalino.
No había caminado más de un centenar de pasos cuando, levantando la mirada, se topó con un enorme e insólito oasis de rebosante vegetación. Sobreponiéndose al temor a ser atracada en esa cálida tarde veraniega por un fantasma desorientado o por un villano imaginario, escondido en algún rincón de un arbolado paseo solitario, Aliapiedi, atrevida como siempre, se fue acercando con prudencia a esa llamativa zona verde, custodiada por un muro de ladrillo, embellecido por el paso de los años, y vigilada por un coche patrulla de la Policía Municipal. Reconfortada por la cercana presencia de esos ángeles de la guarda y atraída por las hojas casi otoñales de plantas centenarias cuyas ramas, sobresaliendo de románticos barrotes, parecían querer cogerla de la mano y acompañarla por ese insólito reino de la naturaleza, dejó que sus pasos siguiesen a su instinto. Pero conforme se fue acercando a ese lugar, notó como una sensación de progresiva excitación se apoderaba de ella, dejando aflorar unos sentimientos tan intensos como los que, un año atrás, la habían asaltado en otro lugar y que, ingenuamente, creía haber olvidado.

Un elaborado letrero «caprichoso»…
Confundida y desorientada, pero incapaz de renunciar a su curiosidad innata, fuera lo que fuera lo que la estaba atrayendo hacia el interior de ese recinto, recorrió a piedi un breve camino de guijarros, entre flores y árboles seculares, hasta que alcanzó una luminosa plaza circular que, abrazada por la intensa luz solar, la empujó a acercarse a un sombreado sendero principal, escondido tras una elaborada verja presidida por una puerta sobre la cual podía leerse el nombre de ese magnético lugar.
Y así fue como, mientras que los latidos de su corazón golpeaban su pecho de modo cada vez más violento e insistente, como si de una alarma interior se tratase, ella, haciendo caso omiso de esas claras advertencias, cruzó el límite imaginario marcado por esa reja tan hermosa y se dejó llevar por una nueva pasión que anidaría para siempre en su corazón…
[Continuará… ]

¡Una nueva y «caprichosa» pasión, envuelta por los rayos del sol!