BARRIOS… A PIEDI

Museo de los Caños del Peral: A piedi, y a los pies, de la plaza de Isabel II

¿Te habías fijado alguna vez en unas líneas doradas que recorren el suelo de la plaza de Isabel II?

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Si quieres descubrir algo más, baja a la planta -2 del metro de Ópera y adéntrate en el Museo de los Caños del Peral, después de haberte apuntado a la correspondiente, y gratuita, visita guiada organizada por Metro de Madrid.

Aquí encontrarás los restos de tres importantes estructuras que ocupaban la mencionada plazuela y que salieron a la luz durante los trabajos de instalación del ascensor de este medio de transporte: la mencionada fuente, la Alcantarilla del Arenal y el Acueducto de Amaniel.

Para entender el valor de estas piezas históricas que se ocultan bajo el suelo de Madrid, más precisamente a ocho metros bajo la plaza de Isabel II, hay que retroceder a la época en que la corte se traslada a la villa de Madrid, a mediados del siglo XVI, y a la consecuente necesidad, por evidentes motivos higiénicos, de canalizar el (ahora desaparecido) Arroyo del Arenal que salía de la plaza de la Puerta del Sol y seguía su recorrido hacia la actual calle Arrieta.

Contemporáneamente a este sistema de canalización y de alcantarillado, se levantó también la famosa fuente monumental, de estilo renacentista, larga más de treinta metros y dotada de seis caños, con sus correspondientes pilas, que sirvió para abastecer de agua a la villa, cuya población fue aumentando exponencialmente, hasta nuestros días. De este valioso líquido no sólo se abstecían los vecinos de la zona a través de sus cántaros sino también los «aguadores», unos auténticos profesionales en materia que mantuvieron en activo el oficio de recoger, suministrar y vender el agua de las fuentes a las casas, gracias también a la ayuda de sus burros, hasta principios del siglo XX.

Los Reyes, por el contrario, disponían del Acueducto de Amaniel que, levantado a principio del 1600 y utilizado hasta el 1900, salvaba el barranco del mencionado arroyo y permitía el traslado del valioso líquido hasta (los privilegiados d)el Palacio Real.

Así que la próxima vez que vayas a piedi por la plaza de Isabel II, baja la mirada y ¡fíjate bien en lo que pisas!

 

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«Aliapiedi… en Madrid» por la plaza de la Cebada: con las «alas en los pies» en el Centro Deportivo Municipal

En el barrio popular y equivocadamente llamado de “La Latina” – que no existe administrativamente ya que, en realidad, pertenece al de “Palacio” –, sobre las cenizas de un ambiguo, y a la vez pintoresco, “Campo de Cebada” autogestionado, donde entre huertos urbanos, fumo (¿sexo?) y rock and roll, tenían lugar proyecciones, eventos y exposiciones de todo género y tipo, se levanta ahora un flamante centro deportivo municipal que sustituye a aquél que en este mismo solar se construyó a finales de los años sesenta del siglo pasado y que fue derribado casi cuarenta años después. Su original estructura exterior, de dominantes tonos claros, parece desafiar los colores animados de las cúpulas del cercano y renovado mercado de La Cebada, obra de Boa Mistura, mientras que sus ventanales acristalados, a pie de calle, parcialmente cubiertos por unas grises bandas horizontales, atraen sutilmente las miradas indiscretas de los atentos paseantes. Esas antipáticas barreras visuales, en efecto, dejan entrever una piscina cubierta donde voluntariosos nadadores, de día y de noche, realizan decenas de largos con alegría y pasión – o así me los imagino yo, obligada a nadar casi todos los días por prescripción médica y no por puro disfrute personal –, provocando a sabiendas las ganas de cualquiera o, por lo menos, las mías, de observar más de cerca ese lugar.

Así fue como una mañana cualquiera, después de haber preguntado inocentemente en recepción si podía acceder a esa zona, me entretuve paseando a piedi por todas las plantas de este gimnasio en compañía de un amable monitor y de otra fisgona como yo – o puede que fuera una verdadera deportista interesada en el tema –, visitando sus pabellones y las múltiples y relucientes salas de fitness y musculación, repletas de unas extrañas máquinas de tortura de última generación que, con solo verlas en acción, me provocaban a la vez miedo y sudor. Pero máxima fue mi sorpresa cuando, en la azotea del edificio en cuestión, me topé con una escenográfica y curvilínea pista de atletismo que, con sus tonos azules, serpentea encima de la plaza de la Cebada. Desde allí arriba, donde sólo entrenaban dos atrevidos atletas, desafiando las intemperies de un soleado pero gélido día invernal, tomé unas cuantas “fotos de altura” de los edificios que rodean este peculiar gimnasio urbano: el mencionado y popular mercado, el teatro La Latina – donde siguen cantando los maravillosos “chicos de oro” de “Los chicos del coro” – , un palacio imperioso a su lado, y la recién inaugurada plazoleta dedicada a Lina Morgan -en realidad, un trozo de espacio robado a la mencionada plaza principal-. No pude disfrutar mucho de ese peculiar e inesperado panorama no sólo por el riesgo de congelación sino también porque aún me esperaba mi verdadero (y olvidado) objetivo del día: la piscina que durante tanto tiempo había intentado evitar mi mirada acosadora. Allí estaba ella, flanqueada por otra de menor tamaño, llena de agua salada a una temperatura correcta para cualquiera, casi unos 27º, pero inaguantable para una friolera como yo – la de mi barrio, afortunadamente, para mi cuerpo y mi mente, ronda los 28º -. Ya no era tan inalcanzable como antes: la tenía literalmente a mis pies y ya no me interesaba.

Salí del original centro deportivo municipal “La Cebada”, entré en el metro de “La Latina” y me topé con una nueva sorpresa: un mural de más de dos mil piezas de cerámica pintadas a mano que, como un mapa temático ilustrado, enseña todos los sitios frecuentados por Lina Morgan, la célebre actriz que nació y pasó gran parte de su vida en este barrio madrileño, ¡el de Palacio, y no el de La Latina! 

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Tercera parte)

[Continua… ]

Aquí estoy por tercera vez en mi querido Carabanchel.

Es un domingo, nublado y frío, nada apetecible para pasear, un día en el que después de tanto sol y sequedad por fin amenaza lluvia en la capital. Después de mis dos anteriores excursiones por “Puerta Bonita” sólo me quedan unos pocos lugares para conocer este barrio por completo o, por lo menos, para creérmelo.

El primer objetivo de hoy que tengo apuntado en mi mapa virtual es el Real Conservatorio Profesional de Danza Mariemma, ubicado al lado de la Comisaría de Carabanchel. El acceso, tras el cual se abre un espacio inmenso, está protegido por una rígida barra y un amable guardián que, al toparse con mi expresión de estupor y con mi acento de italiana desorientada, me deja pasar sin rechistar, explicándome a donde tengo que ir para no perderme, convencido de que puedo despistarme fácilmente, y razón no le falta.

El camino, según sus indicaciones, es fácil: todo recto hasta el final. Será fácil para él, pienso para mí, porque mis cinco sentidos ya están en pleno funcionamiento y, mientras doy tumbos sin parar, no puedo evitar observar todo lo que me rodea.

Hay un aparcamiento enorme, vacío en este día festivo, y, al fondo, una construcción monumental que ya me está atrayendo hacia ella; al otro lado, una especie de torreón o depósito de agua que sobresale de un espeso muro mientras que frente a mí hay un jardín donde, tímidamente, empiezan a asomar las flores de unos almendros, o puede que cerezos, solitarios.

20220213_121737Tengo que ir en esa dirección, hacia esos árboles, sin distraerme más y sin prestar atención, por ejemplo, a una especie de fuente, o lo que queda de ella, que intenta sobreponerse al paso del tiempo y de la vegetación. Me pregunto qué será ese monumento, huérfano de una placa, de una descripción y de todo cariño y, mientras me acerco, lo contemplo más detenidamente, sin encontrar pista alguna que pueda ayudarme a dar con una respuesta racional; me limito entonces a sacarle una foto por si algún amigo virtual carabanchelero pudiera echarme una mano para revelar este misterio y, volviendo sobre mis pasos perdidos, un poco más allá, me topo con el imponente y autoritario edificio “musical”.

20220213_121914No hay nadie aquí y, entre la soledad y el tiempo un poco espectral, mi fantasía empieza a trabajar a toda velocidad, imaginando el set perfecto para una película de miedo. El lugar, sin alumnos, sin profesores y sin música que llene de armonía y serenidad el ambiente, es verdaderamente inquietante y bien se prestaría hoy para ese terrorífico fin cinematográfico.

La escalera de acceso a la puerta principal impone bastante con sus dimensiones y las banderas oficiales que la decoran parecen subrayar la importancia de ese lugar.

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Un escalofrío, mezcla de miedo y de frío, recorre mi cuerpo mientras, metida de lleno en mi papel de atrevida exploradora, rodeo el edificio para observar también su parte trasera, esperando dar con una inesperada sorpresa que no consista en encontrarme con un asesino en serie. Pero tras esta estructura, una vez más, no hay nada ni nadie, ninguna escultura o monumento digno de interés, sólo un campo de futbol con el suelo arrugado y rasgado por las inclemencias de los inviernos pasados.

Vuelvo rápida sobre mis pasos –mejor no tentar mucho la suerte–, paso delante de unos bancos, sillas y mesas que, si estuvieran ocupadas, tendrían un aspecto mucho más placentero y menos fantasmal, a la par de las rosas que, pronto, renacerán de sus actuales cenizas, y me dirijo hacia el primer edificio que divisé nada más entrar en este recinto, cuya grandeza y belleza compite con la del conservatorio.

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Tengo la sensación de estar en un campus americano, con tanto espacio y tanta vegetación a mi alcance, y, a piedi, un paso tras otro –y no son pocos– me acerco sin saberlo al “I.E.S. Puerta Bonita”, centro para la formación gráfica y audiovisual, según reza el letrero que campea en una moderna estructura de cristal, cerrada a cal y canto, que hace las veces de vestíbulo.

20220213_12271520220213_122605Mi primer pensamiento va dirigido a la cantidad de colegios que hay en este distrito -como, por ejemplo, el cercano Antiguo Colegio Santo Ángel de la Guarda- y que no son, precisamente, pequeños, mientras que mi primer impulso es el de acercarme sigilosamente a lo que parece una iglesia y que, en realidad, es el teatro Txetxo Sada, tal y como atestigua una placa al lado de su puerta. No hay forma de entrar allí y, a pesar de ello, ya estoy satisfecha con todo lo que he descubierto en este recinto inmenso. Puedo salir de aquí para cumplir con mi segundo objetivo: la colonia Torres Garrido.

20220213_123419Está muy cerca y enseguida encuentro otra placa en la que se explica que ha sido inaugurada en el 1955 siendo Franco caudillo, aunque, según narra la leyenda, fue una condesa la que cedió ese terreno en los años cincuenta a una cooperativa de obreros. Para variar, aquí no hay nadie, con exclusión de unos grises nubarrones que, con unas ráfagas de viento en aumento, se acercan amenazantes al horizonte. Las condiciones meteorológicas no animan a seguir explorando, pero, si he llegado hasta aquí, ya no puedo detenerme.

Y magna es mi sorpresa cuando descubro una hermosa plazoleta ajardinada, rodeada de casitas bajas, de techos de tejas, patios con flores y plantas, puertecitas de madera y ventanitas con rejas, que parecen sacadas de un cuento de hadas, como el de Blancanieves.

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Es un conjunto muy peculiar, con un estilo especial, que no deja a nadie indiferente.

20220213_123651En una esquina hay una especie de pasaje, de esos que recuerdan aquellos toledanos, protegido por una Virgen.

Esa santa imagen, que puede que me vaya a proteger de posibles desaventuras, me anima a cruzar esa especie de portal para adentrarme aún más en esa colonia misteriosa y silenciosa.

Y, dicho y hecho, entre diminutos callejones y bancos perdidos entre ellos, se materializan más casitas, cada una de ellas con su peculiar decoración, con columnas en las puertas de entrada, colores más o menos chillones en las fachadas o macetas y flores en los patios exteriores.

A sus espaldas, chocando abiertamente con la curiosa uniformidad de este conjunto liliputiense, se levanta una mastodóntica urbanización sin alma, ansiosa por deglutir esas indefensas y pequeñitas construcciones de ladrillo visto y humildes vidas operosas -¿Cuántas se habrán ya llevado por delante unas crueles y despiadadas excavadoras, en el nombre del (supuesto) desarrollo inmobiliario y de la cómoda modernidad?-.

Un par de gotas, puede que lágrimas de un cielo que añora la colonia de un tiempo, con sus antiguos patios y sus espacios comunes, me animan a alejarme de allí para finalizar mi itinerario, antes de que caiga la tormenta perfecta.

20220213_125230Me dirijo entonces hacia el centro del barrio, hacia la plaza principal del originario pueblo de Carabanchel Bajo, no sin antes inmortalizar el famoso “Mural del Derbi”. No es que yo sea una apasionada del futbol –¡de hecho les regalaría una pelota a cada jugador de los equipos contrincantes para que no se pelearan entre ellos!–, pero sí soy forofa del arte callejero en general.

El mural aparece de repente, con su tamaño enorme, en el muro lateral de un edificio de viviendas que, precisamente, no destacan por su belleza, pero sí por las vivencias que se respiran entre cuerdas tendidas con olor a detergente, balcones convertidos en terrazas cerradas para, a lo mejor, jugar a las cartas, y “aparatosos aparatos” de aire acondicionado para refrescar las charlas veraniegas. La obra, que regala una nota de color especial a la estructura que lo aloja, recita a los pies de unas manos que se estrechan en honor a la deportividad, “En cada derbi #Celebramos lo que nos une”, y su mensaje, más allá de los protagonistas merengues y colchoneros, es indudablemente universal.

Otro par de gotas me obligan nuevamente a apresurarme para alcanzar mi último objetivo de la mañana: la plaza de Carabanchel.

20220131_13553920220213_130309Aquí están la iglesia de San Sebastián Mártir, que destaca con su chapitel de pizarra, y el originario Ayuntamiento de Carabanchel Bajo, de estilo neomudéjar, actual sede de la Junta Municipal del Distrito. La sensación, en esta antigua plaza Mayor, es de verdad la de estar en un pueblo. Esta zona, afortunadamente, no ha perdido su identidad. Me gustaría entrar en el edificio religioso, así como en el cercano edificio institucional, pero en el primero se está celebrando la misa, y el segundo, para variar, está cerrado, así que, recurriré a mi imaginación para visualizar mentalmente la decoración interior de ambos. Sin embargo, lo que más me llama la atención en este céntrico espacio es una curiosa escultura, ubicada casi en frente de la Junta Municipal, que representa a un niño que trata de escribir algo con una tiza en una esfera de considerables dimensiones. No hay una placa o un cartel que explique la presencia de esa obra, así que tengo que recurrir inmediatamente a la Red para averiguar que se trata de “El buzón de las palabras”, metáfora de la igualdad y la tolerancia, y que el infante está apuntando fragmentos de “La Historia Interminable” de Michael Ende –¿Por qué será?–. Me quedo con la duda del motivo de su presencia justo en ese punto geográfico del planeta Tierra, y, fácil y rápidamente, llego a una cómoda respuesta: se trata de una señal, de una señal especial, de una señal particular dirigida hacia mi persona. Esa curiosa escultura me está metafóricamente sugiriendo que ponga fin a mi aventura carabanchelera, que deje atrás esta Puerta Bonita pero sin olvidarla, más bien, homenajeándola con una “historia terminada” aliapiedesca.

¡Y aquí está su inicio y su final!

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Segunda parte)

[Sigue…]

He vuelto una segunda vez a Carabanchel.

Me he documentado a conciencia, me he inscrito en diferentes grupos virtuales “carabancheleros” para descubrir más sitios de interés cultural, y también gastronómico, de los que ya tenía anotados y, después de haber recibido decenas de afectuosas e interesantes sugerencias por parte de sus patrióticos habitantes, ya tengo perfectamente planificada mi segunda visita a ese distrito, limitándola, por ahora, a uno de sus siete barrios, el de Puerta Bonita, puesto que siendo tanto y tan variado el patrimonio de los originarios municipios de Carabanchel Bajo y Carabanchel Alto, anexionados a la capital en 1948 para después repartirse entre los distritos de Latina, Carabanchel y Usera en 1971, resulta absolutamente imposible abarcarlo todo en tan poco tiempo.

Así que aquí estoy, un domingo por la mañana, al lado de la estación de metro “Oporto” (línea 5), lista para cumplir mi recorrido a piedi in crescendo, y no lo digo sólo porque el camino sea levemente en pendiente. Mi primer objetivo está en el número 159 de la calle General Ricardos, esa calle tan larga y ancha que en su día fue bautizada como la carretera de los Carabancheles, en cuyas aceras campean ahora los carteles de la 40ª edición de la “Semana del Cine Español de Carabanchel”, antesala de los premios Goya.

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Aquí se encuentra ese edificio en ruinas que divisé el otro día desde la ventanilla del coche. Se trata de la antigua Fundación Goicoechea e Isusi o, mejor dicho, lo que queda de ella. El palacete, decadente, más bien en ruinas, con sus ventanas sin cristales, sus puertas tapiadas, sus paredes descolchadas y su letrero consumido parece que está pidiendo a gritos ser rescatado de ese estado de abandono, que lo devuelvan a su antiguo esplendor, que lo rehabiliten para que su viejez no sea tan dura y cruel.

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Lo miro, más bien lo admiro, imaginándome como tenía que ser hace más de un siglo cuando, de originario hotel para la aristocracia, se convertía en un asilo para trabajadoras, gracias a los herederos de Ramona Goicoechea e Isusi – ¿Qué diría ella viéndolo así, sucio y avergonzado, necesitado de cuidados, huérfano de mimos, como un niño abandonado a su destino?-. Con el corazón encogido saco unas cuantas fotos de sus sólidos muros violados por los grafiteros, de su cancela, doblada por el paso, y el peso, del tiempo, de su cornisa tristemente decorada con varillas de hierro que parecen pincharla como agujas e, inútil e impotente, le doy la espalda: sólo podré dedicarle estas breves y tristes palabras…

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Sigo adelante y me detengo en dos sitios que me han recomendado algunos de mis amigos virtuales carabancheleros: la Pulpería Botafumeiro y el Astral. Fuerte es la tentación de probar, en el primero, alguna especialidad gallega, como el pulpo o las filloas, y, en el segundo, unos huevos estrellados o unas croquetas caseras, ya que, al no ser de carne, no me interesa su famoso cochinillo. Y mientras me frustro por no tener el don de comer a todas horas sin engordar, me limito a fotografiar sus escaparates y a seguir adelante hasta alcanzar la protagonista “formal” del barrio: la puerta bonita.

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Bonita es bonita, aunque sea una réplica de la originaria Puerta de Madrid, realizada por una fundición inglesa y arrasada accidentalmente por una grúa. Estoy en frente de su verja elaborada, flanqueada por dos pequeños pabellones, también restaurados a principio del nuevo milenio por el Ayuntamiento de Madrid, y que puede que en su día servían como garitas de una antigua finca de la aristocracia madrileña. Ahora, tras ella, ya no hay ninguna casa de cuento de hadas sino una sencilla plazoleta, la de los Cuatro Chorros, por la que corretean despreocupados niños perseguidos por sus padres o abuelos que, empujados irracionalmente por el amor, intentan evitar que se ensucien o chupen todo los que se cruza en su pequeño camino de pasos inciertos y perdidos.

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Cerca de esa puerta bonita, de esa reja abierta o cerrada al vacío de una entrada desaparecida, se encuentra también un edificio de grandes dimensiones, custodiado por una cancela y una garita que siguen en pleno funcionamiento, impidiendo que los fisgones, como yo, accedan al recinto para explorar la imponente Residencia Militar de Estudiantes “San Fernando”. Desde allí, entre los barrotes, puedo identificar la presencia de un cañón, unos amplios jardines, una roja cruz de Santiago en su fachada y poco más. Tomo nota y sigo adelante, puesto que lo que ahora me importa es llegar hasta la protagonista sustancial de este barrio: la finca Vista Alegre y sus jardines, reciente y parcialmente restaurados y reabiertos al público.

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Una nueva puerta, monumental, más bien “real”, que se impone a la vista con su inocente blancor, me espera con sus curvilíneos brazos abiertos, como si quisiera abrazarme y empujarme dulcemente hacia su interior para enseñarme su tesoro escondido que, hasta ahora, he vergonzosamente ignorado.

Así que después de recibir unas rápidas explicaciones sobre la visita por parte de una amable empleada -no pisar el césped, no tocar el cedro secular, escanear los códigos QR al lado de cada edificio-, ya estoy dentro de la finca, paseando entre arboles desnudos, impacientes por engordar con la llegada de la primavera, entre ramas esqueléticas, deseosas de sacar sus hojas, y entre jardines embarazados, a punto de engendrar flores de todo tipo y colores. Tras unos pocos pasos, ya me doy cuenta de que tendré que volver a ese precioso espacio, cuando este templado invierno madrileño deje paso a su colorida e inspiradora sucesora. La finca que, paciente e inteligentemente, me ha esperado hasta ahora, ya me ha enamorado perdidamente.

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Aquí todo parece perfecto. El día soleado, con un cielo azul que no se puede más, el aire fresco y salubre, puede que tanto como hace un par de siglos, cuando la nobleza y la aristocracia madrileña, dada la proximidad a la Corte, eligió este pueblo como zona privilegiada de retiro. Con mis auriculares, que emiten unos temas soft de Enya, me encuentro absolutamente encantada de disfrutar de este oasis (casi) verde que quiere enseñarme su cuerpo exuberante, rebosante de cultura, belleza e historia. Una sana envidia se apodera de mí al leer en una gigantesca lona las sabias palabras de José Navarrete, “yo conozco bien a Vista Alegre […] razón por la cual, las descripciones […] las hago con la memoria puesta en la de Carabanchel”. A diferencia de él, me veo obligada a sacar una foto del mapa que aparece justo debajo de sus palabras para no perderme: no conozco bien Carabanchel, no conozco bien Vista Alegre y, en realidad, no conozco bien nada de nada…

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Avanzo, serena y feliz, y me topo con la Estufa Grande. Tras un infructuoso intento de escanear el correspondiente código QR –en realidad, sólo consigo fotografiar ese extraño ajedrez de casillas blancas y negras–, me detengo en contemplar el espacio que me rodea. Entre sus blancos muros exteriores puedo ojear una desnuda rotonda central con sabor a fría remodelación, donde ya no queda nada del aroma y los colores de las plantas exóticas que se alojaban en sus alas laterales.

A continuación, se materializa uno de los antiguos pabellones, el Baño de la Reina, que, con otras edificaciones, componían el extenso recinto de este originario establecimiento público de recreo adquirido en el 1832 por María Cristina de Borbón, esposa del rey Fernando VII.

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A su lado está también el imponente Palacio Viejo que, en su día, contaba con salas para el baño, casino, salones, estufas y jardines -actualmente aloja el Centro Regional de Innovación y Formación Las Acacias-, pero no hay ningún acceso abierto tras su tríplice orden de columnas y su fachada de tonos amarillentos, así que tendré que recurrir a mi imaginación desenfrenada para visualizar sus suntuosas estancias de un tiempo. Dicho y hecho, ya me he convertido en doña Aliapiedi de Alameda de Osuna, así que, metida de lleno en mi papel, me encuentro en la segunda mitad del siglo XIX, a bordo de una carroza-calabaza y vestida con mis mejores galas para acudir a la Fiesta de la Primavera organizada por el popular Marqués de Salamanca que, hace poco, ha adquirido esta finca de las hijas de María Cristina, la reina Isabel II y su hermana Luisa Fernanda.

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Las preciosas farolas iluminan mi figura esplendorosa; las rosas, que trepan en los arcos del coqueto jardín en frente del palacio, me envuelven con sus aromas, mientras las diez esculturas en mármol de la Plaza de las Estatuas –de las cuales ahora solo quedan los pedestales– me miran con una pizca de envidia a través de sus ojos de piedra.

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Estoy tan asombrada por todo el lujo y esplendor que me rodea que, de repente, a pesar de que ya ha sido anunciada mi presencia, decido saltarme el protocolario saludo al ilustre señor de la casa para acercarme a una pequeña cascada que, brotando de una curiosa montaña artificial, me llama con el dulce y rítmico sonido de sus aguas.

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Desde allí nace la sinuosa Ría y es justo aquí donde ahora quiero estar, sentada en un banco con mi vestido de gala ya arrugado y mis zapatos Luis XV de seda ensuciados, respondiendo a la llamada de la naturaleza. Ese romántico rincón es mi pequeño paraíso en tierra y ya no tengo ganas de codearme con la burguesía, ni con la mismísima realeza, ni de sonreír falsamente a gente inconsistente, ni de cumplir un absurdo código de etiqueta; sólo quiero divertirme a mi manera, sola, disfrutando como más me apetezca de ese lugar al que finalmente he sido invitada gracias a la intermediación de una buena amiga, Manuela Inocencia Serrano y Server, marquesa consorte de Cerralbo.

Y después de ese rato de descanso, empiezo a correr, sin ataduras sociales, libre y feliz, sin que nadie me vea, a lo largo y a lo ancho de esa enorme finca.

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Alcanzo la cercana Galería, con sus dos corredores y su soportal de columnas pareadas; paso delante de la Casa de Bella Vista – que en la actualidad acoge el Centro de Educación de Personas Adultas Vista Alegre-, divisando a través de sus ventanas los libros y las diferente colecciones que componen la biblioteca y el gabinete de ciencias; me detengo a contemplar los esplendidos carruajes y coches descubiertos alojados en las Caballerizas

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; flanqueo la Casa de Oficios

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, de la que actualmente sólo quedan unos restos de la antigua fábrica de jabón que luego fue reconvertida en zona de apoyo y de servicio de los palacios de la quinta, hasta que, agotada, tras atravesar el Parterre, embellecido por setos y fuentes circulares, me tumbo literalmente a la sombra de un ancho y alto cedro secular.

Necesito un momento para reponer fuerzas antes de enfrentarme a una nueva sorpresa que acaba de materializarse antes mis ojos, ya abiertos de par en par.

Se trata de un príncipe azul –más bien blanco, por el color de la vestimenta de sus sólidos muros–, suntuoso y elegante, llamado Palacio Nuevo, más conocido como el Palacio del Marqués de Salamanca, en honor al anfitrión de esta romántica velada, que ha sido quien lo ha completado hace poco, llevando a buen puerto las obras iniciadas por la reina María Cristina en las originarias naves de almacenes y calderas de la ya mencionada fábrica de jabón.

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Enseguida me siento increíblemente atraída por él, por su belleza y hermosura, por sus cuatros sólidas columnas, por sus escaleras majestuosas, por su elegante fachada, por sus robustas puertas de madera, por sus lámparas leves y ligeras, por su vestíbulo y cúpula impresionante, decorados con frescos y mármoles, y por las coquetas farolas que le vigilan –lo admito, tengo debilidad por las farolas–.

Allí, con él, más bien dentro de él, entre sus salones llenos de antigüedades, que incluyen un exótico fumoir, con frescos en el techo y en las paredes e iluminados con las primeras luces eléctricas, podría detenerme horas y horas, imaginándome muchas más historias sobre la disoluta aristocracia y la humilde clase trabajadora, sobre los ricos y los pobres, de entonces y de ahora, sobre la gente privilegiada y la que nunca ha sido ayudada…

Pero en el aire ya suenan los retoques de la medianoche –¿Cómo han podido pasar tan deprisa estas dos horas?– y, a la par de Cenicienta, despistada y enamorada, me despido con un arrivederci de mi príncipe-palacio, perdiendo un zapato imaginario para poder volver a verlo en el futuro, o en el pasado…

El sueño con los ojos abiertos se ha acabado, doña Aliapiedi ha desaparecido, el siglo XXI, y su día soleado, ha regresado.

Aturdida y desorientada me quedo unos cuantos minutos en estática contemplación de ese precioso edificio, testigo silencioso de una riqueza de antaño que, pronto, según los proyectos de restauración en vigor, debería de volver a su antiguo esplendor –sería un delito desperdiciar una joya con tanto potencial– y, mientras me dirijo hacia la salida de la Puerta Real, me detengo ante unos cuantos letreros que, colgados en sus muros curvilíneos, indican la presencia de diferentes edificios pertenecientes a la Comunidad de Madrid. Todos ellos están custodiados por una cancela y una garita que impiden el paso a los coches que no están autorizados… ¡pero no a una fisgona como yo!

Emprendo entonces ese invitante camino –sólo por el hecho de tener acceso limitado, ya me resulta interesante– y, bajo los rayos del sol, me topo con unas cuantas construcciones de grandes dimensiones y

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un número no indiferente de personas mayores, acompañadas y arropadas por sus familiares. En este enorme espacio que estoy recorriendo, y que puede que en su día albergase más fincas y villas de la clase alta, se erigen en la actualidad residencias de mayores, o de menores, institutos de educación secundaria o conservatorios de músicas y danza, centros de innovación o de formación, pero, siendo un día festivo, la mayoría de ellos no están abiertos. Me llama sobre todo la atención la imponente cúpula de una iglesia, ubicada en el recinto de la Residencia Las Acacias, cerrada a cal y canto, y me quedo con las ganas de visitarla mientras tomo una foto robada, rasgada por las rejas.

Sigo con mis pasos perdidos hasta chocarme frontalmente con una nueva cancela que protege un centro ocupacional para personas con discapacidad intelectual. Allí tengo que parar, allí tengo que reflexionar. Y, acompañada por un velo de tristeza y, a la vez, por una profunda admiración hacia todos los que cuidan de los que desafortunadamente lo necesitan, doy por concluida mi incursión en ese territorio sagrado, lleno de vida y de vidas que luchan heroicamente contra la adversidad…

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Regreso por donde he venido y, a lo lejos, diviso la cúpula del Palacio Vista Alegre Arena que, como un OVNI ocupado por marcianos (afortunadamente) amigos, parece estar vigilando un precioso conjunto de palacios que, a lo mejor destinados a los funcionarios de la realeza, me habían llamado la atención en mi primera visita carabanchelera, con sus techos de tejas, sus coquetas terrazas retranqueadas, sus elegantes soportales y sus verdes venecianas, que me recuerdan los edificios de mi dulce y siempre amada patria italiana…

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Paso delante de ellos y, poco a poco, un paso tras otro, me voy acercando a la curiosa Puerta de los Osos, que actualmente da acceso al ya mencionado Centro de Educación de Personas Adultas Vista Alegre y al Centro Regional de Innovación y Formación las Acacias.

Los dos animales, petrificados, cada uno de ellos en una pose diferente, parecen querer bajarse del pedestal donde han sido colocados en el 1987 por voluntad del alcalde Juan Barranco Gallardo, en conmemoración del centenario de la donación del parque de Vista Alegre a la beneficencia, durante el reinado de Alfonso XIII, siendo regente su madre María Cristina de Austria.

La reja y las dos columnas puntiagudas que apuntan hacia el cielo, como si fueran unos cohetes a punto de despegar, bien merecen una foto, al igual que la extraña pareja de mamíferos con ganas de bajar y corretear por los jardines de la finca que se abre detrás de ellos.

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Recorro ahora la calle Eugenia de Montijo –aquí todas las calles son muy “nobles”– y me topo con un curioso edificio que hace esquina con la calle Francisco Romero. Tiene un aspecto neomudéjar, con azulejos y arcos en su fachada y muros de ladrillo. No hay ninguna placa que explique su razón de ser y, una vez más, me quedo con la curiosidad de saber la historia de esa vivienda tan peculiar que parece caída en ese cruce por casualidad, cuando, en realidad, son las demás que “han caído” allí después de ella. Siguiendo por esta calle, a mi izquierda puedo contemplar más casitas bajas y de dos plantas, ya con una cierta edad, algunas con puertas y letreros de madera, que se reflejan imaginariamente en las de enfrente, mucho más modernas pero que, afortunadamente, han respetado la altura de sus predecesoras.

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Flanqueo los imponentes muros de piedra del Colegio de Santa Rita, antigua “Escuela de Reforma Santa Rita”, que en su día destacó por ser el primer centro de reinserción de España, gracias al admirable esfuerzo y empeño de Francisco Lastres, su fundador, y a la donación del Marqués de Casa-Jiménez de la originaria finca “Santa Rita”, en memoria de su difunta mujer, entonces ubicada en Carabanchel Bajo, y, muy a mi pesar, me veo obligada a parar y a finalizar mi itinerario “aliapiedesco”.

Se ha hecho tarde, pero tarde de verdad, y mi familia y mi hogar ya me están esperando en la otra punta de la capital: tengo que abandonar este barrio tan “bonito”, un poco menos desconocido para mí, que en cada esquina esconde algún edificio peculiar, algún monumento especial, algún elemento inusual. Pero pronto volveré una tercera vez para visitar los demás sitios de interés que tengo apuntados en mi mapa virtual:

A presto, Carabanchel!

[Continuará… }

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Primera parte)

¡¿Carabanchel?!

En mi entorno poquísimas veces había oído hablar de ese distrito que, ya de por sí, por su ubicación, en el sur de Madrid y, para más inri, fuera de la M-30, merecía poca consideración. Desde que aterricé aquí procedente de mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a menudo había oído decir que todo lo que estaba al norte de la capital era “bueno”, mientras que todo lo que estaba al sur era “malo”. Por eso, en casi dos décadas de vivencia en mi querida ciudad de adopción, nunca se me había ocurrido ir a Carabanchel y a nadie se le había ocurrido llevarme hasta allí. Ni siquiera sabía la ubicación geográfica precisa de este lugar perdido en la parte meridional de la capital; su presencia se escapaba de todos mis mapas y su nombre sólo me resultaba familiar por la existencia de una famosa cárcel -que, según conocí posteriormente, fue mandada construir justo después de la Guerra Civil, por orden de Franco, y había sido derruida en el 2008, después de cincuenta y cinco años de funcionamiento-.

Sin embargo, con el paso de los años el centro de Madrid se me quedó cada vez más pequeño, así que, cuando hace poco más de un mes se cruzó en mi camino un provocador cartel publicitario que rezaba “¡Hay vida más allá de la M-30!”, decidí aceptar el reto y embarcarme en la aventura de descubrir todos los barrios periféricos de la capital y de dedicarles unas líneas a cada uno de ellos, empezando por la Alameda de Osuna, que se encuentra fuera de los límites de la M-40, al tratarse del que mejor conocía, por haber habitado felizmente en él durante más de una década, después de un inicial momento de temor y desorientación.

El objetivo de mi nueva incursión en el extrarradio madrileño era la Colonia de la Prensa, un lugar que tenía apuntado desde hace tiempo en mi práctico mapa virtual que, poco a poco, había ido sustituyendo los de papel.

¡Y así, por primera vez, me fui, sola y temeraria, a Carabanchel!

Decidí desplazarme hasta allí en coche, ya que con el metro hubiera tardado casi tres veces más, y una mañana cualquiera de un día entre semana, después de haber recorrido kilómetros de oscuros e infinitos túneles a lo largo de la M-30, esa circular muralla imaginaria que protege lo que (erróneamente) se considera como el centro de Madrid, por fin vi la luz al fondo, desembocando como por arte de magia en una ancha y soleada avenida.

Se trataba de la calle del General Ricardos, que no encajaba para nada en mi apriorístico esquema mental, condicionado por las leyendas urbanas que no auguraban nada bueno. Allí no había casas destartaladas, locales de dudosa reputación o edificios en ruinas, sino más bien todo lo contrario. Viviendas más nuevas se alternaban con otras de mayor edad, calles limpias y cuidadas se cruzaban con esta arteria principal y tiendas y bares de los de toda la vida daban paso a locales y franquicias más modernas y llamativas. Estaba tan asombrada por esa calle -que nada tenía que envidiar, por ejemplo, a la más céntrica y teóricamente “señorial” del Príncipe de Vergara-, que, mientras conducía, no podía evitar distraerme continuamente, intentando retener en mi retina cada uno de los edificios, iglesias, conventos y colegios que la decoraban.

Las paradas del metro se sucedían una tras otra: Marqués de Vadillo -¡qué glorieta más bonita!-; Urgel -a qué se debía el nombre?-; Oporto -mi ciudad portuguesa favorita, con su decadente y melancólico aroma-. Y nada más superar esta última estación, que parecía haber oído mis nostálgicas reflexiones sobre Portugal, un edificio decadente de verdad, más bien en ruinas, apareció a mi izquierda, captando toda mi atención y obligándome a aflojar el acelerador -¿Qué había pasado allí?-. Ese antiguo palacete parecía haber sido víctima de un ataque militar, de una bomba nuclear o, más sencillamente, de una negligencia humana ejemplar. No podía evitar observarlo más detenidamente y, al mismo tiempo, traté de memorizar el mayor número posible de referencias urbanas para luego poder encontrarlo en Google Maps.

Un poco perturbada, seguí adelante y, unos metros más allá, una nueva sorpresa aguardaba mi despistada conducción. Se trataba de una verja preciosa, flanqueada por dos garitas que sugerían la presencia de una solemne entrada a alguna mansión ya perdida que, ignoro el motivo, me recordaron a las del originario El Ramal, actual Paseo de la Alameda de Osuna, que lleva al palacio de los duques de Osuna y a su maravilloso jardín El Capricho. Una vez más, trataba de grabar en mi memoria visual su ubicación aproximada, cuando captaron nuevamente toda mi atención un cercano y autoritario edificio, rodeado de jardines que se entreveían entre los barrotes de una alta cancela, y, a continuación, una majestuosa puerta, de cándidos colores. Quería detener mi coche inmediatamente, bajarme enseguida, lanzarme a piedi hacia allí y acercarme cuanto antes a ese sitio tan llamativo -en esos momentos añoraba la presencia de un chofer en mi vida o, más simplemente, de mi marido como conductor- pero, muy a mi pesar, tenía que continuar.

Las dudas y los interrogantes asaltaban mi mente conforme avanzaba en el camino marcado por el navegador, donde me topaba con amplios jardines, elegantes palacios, enormes colegios y edificios institucionales y hasta unos osos trepadores -¿Qué estaba pasando allí?-. Parecía que había entrado en una nueva ciudad, una ciudad señorial donde se respiraba un aire diferente… Esta vez mi inexplicable comparación mental me trasportó a las construcciones que rodean los Reales Sitios, destinadas a alojar a los dignitarios y servidores de la Corte.

¿Era eso Carabanchel de verdad o, como de costumbre, me había perdido, ensimismada en mis pensamientos y aturdida por el estupor? El navegador, sin embargo, me confirmaba que, a pesar de mis múltiples distracciones, iba por buen camino… ¡Y qué camino más bueno!

No había alcanzado todavía mi objetivo y ya estaba planeando una segunda visita para disfrutar más detenidamente, y menos peligrosamente, de todos esos sitios tan atractivos. Y después de unos pocos minutos, por fin llegué a destino.

20220131_125656Aparqué muy cerca de la glorieta García Plaza, una coqueta placa así lo anunciaba, y mi mirada ya se perdía entre las modernistas fachadas, torres y cancelas de unos cuantos chalés que, discretamente, me rodeaban con su presencia. Mis pies, deseosos de pisar tierra firme, y no un acelerador, bramaban por activarse a la mayor brevedad posible y los dedos de mis manos ya estaban calentando sus músculos diminutos para disparar con vigor y entusiasmo centenares de fotos.

Empecé a recorrer sin ningún criterio establecido las callecitas de esa colonia tranquila y silenciosa, donde sólo se oían los cantos de los pajaritos y solo se olían los aromas de una impaciente primavera -no era de extrañar que esa parcela, a principios del siglo pasado, hubiera sido elegida por el gremio periodístico como zona de retiro o vacacional, convirtiéndola en la primera ciudad de periodistas de España-.

Eso no parecía Madrid sino un feliz oasis de paz, un pueblecito de cuento de hadas, una insólita colonia de “hoteles”, la primera de la capital, que competían entre ellos en hermosura y originalidad decorativa. Después de haberlos fotografiados todos, incluso los que necesitaban urgentemente unas manos de pintura (y algo más), y haber añorado la ausencia de los que habían sido derrumbados durante la Guerra Civil o, más tarde, por las despiadadas excavadoras de la especulación inmobiliaria, satisfecha, decidí explorar un poco más ese distrito que, generosa y gratuitamente, me estaba regalando tanta belleza.

20220131_131327Tomé una última foto de la imponente entrada principal, escenográficamente anunciada por una enseña que campeaba entre dos torretas, que originariamente fueron utilizadas también como portería, locutorio telefónico y hasta apeadero del tranvía, y me dispuse a consultar todos los sitios de interés cerca de mí que me sugería el “infalible” Google Maps… ¡Y descubrí que había un yacimiento romano!

¡No podías ser! ¡No me lo creía! Al igual que San Pedro, tenía que verificarlo con mis propios ojos, tocarlo con mis propias manos y pisarlo con mis propios pies.

Arranqué el motor del coche y rápidamente alcancé ese punto geográfico, en el Parque Ingenieros, donde, teóricamente, hubiera tenido que encontrar ese tesoro arqueológico, pero, una vez más, mis propósitos de Indiana Jones se vieron frustrados por otro monumento que captó toda mi atención. En efecto, al final de un camino empinado que se abría paso entre tristes y secos descampados, en busca de un aparcamiento, como por arte de magia había aparecido una iglesia, más bien una ermita solitaria. Ya se me había olvidado el verdadero motivo de mi expedición en esos lares perdidos, entre baches y terreno no asfaltado. Lo que estaba ahora ante mis ojos era, para mí, como el Santo Grial… -¿Qué hacía allí ese precioso edificio religioso de muros inclinados que se erguía tímido y discreto al lado de un silencioso cementerio?-.

20220131_122258Un cartel en su alta torre de ladrillo explicaba que “aquí estuvo la iglesia de Santa María Magdalena a la que venía a rezar San Isidro cuando trabajaba en estos campos y en ellos tuvo lugar el milagro del lobo”. Tenía que entrar allí y descubrir algo más. Empujé confiada su pequeña puerta de madera, pero ésta, sólida y testaruda, se me resistió: Santa María la Antigua, así se llamaba esa ermita, la más antigua de la Comunidad de Madrid, estaba claramente cerrada, puede que abandonada a su destino, rodeada de campos sin alma y al lado de un camposanto con muchas de ellas… -de vuelta a casa descubrí, no sólo que el cercano e inmenso solar alojaba la famosa cárcel de Carabanchel, sino también que, bajo sus escombros, incluso sobre el mismo suelo que estaba pisando, así como en el cercano parque Eugenia de Montijo, estaban, y siguen estando, los restos arqueológicos de la antigua villa agrícola romana que iba buscando, a la espera de ser rescatados cuanto antes de su inmerecido olvido…-.

Desconcertada entré en el pequeño cementerio. No era el mejor lugar para buscar respuestas sobre la ermita, pero, paseando entre esas tumbas con vistas al horizonte, no sólo encontré paz (no eterna, afortunadamente, pero sí la suficiente para tranquilizarme) sino también, a la salida, una puerta, fuerte y robusta, que, a diferencia de la anterior, se abrió fácilmente, sin oponer resistencia. Entré sigilosamente, con respeto y prudencia, en una oficina oscura, casi un bunker, sólo iluminada por la presencia de una amable encargada que, asediada por mis preguntas sobre la pequeña joya solitaria y disculpándose profundamente por no podérmela enseñar, me explicó que sólo podía visitarse los fines de semana cuando se celebraba una misa en memoria de los que ya no estaban…

Y con esas palabras di por concluida mi excursión mañanera en las afueras de la M-30.

Era inútil seguir en ese distrito perdida y desorientada, sin ningún conocimiento, sin ningún criterio, sin ninguna preparación. Tenía que volver allí con más información; tenía que documentarme previamente; tenía que planificar mis visitas, organizarlas mejor y no dejar nada al azar.

Se lo debía a ese Carabanchel, desconocido y sorprendente, que, hasta ahora, había ninguneado imperdonablemente…

[Continuará… ]

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«¡Hay vida más allá de la M-30!»: A piedi… por la Alameda de Osuna

“¡Hay vida más allá de la M-30!”

Esa frase, tan provocadora y a la vez prometedora, que campeaba en un enorme cartel publicitario de un famoso portal inmobiliario, despertó todas mis alarmas “aliapiedescas”: ¡Claro que hay vida más allá de la M-30! ¡Y más allá de la M-40, también! ¡Y cuanta vida (y calidad de vida)!

Por lo tanto, ahora que, (des)afortunadamente, tengo más tiempo para mi (y menos para el trabajo), he decidido dedicar (o, por lo menos, intentarlo) una parte de mi (nuestro) pequeño gran blog familiar a los barrios menos céntricos de Madrid, empezando, por razones sentimentales, por el primero del último distrito capitalino, la Alameda de Osuna.

Este breve paseo “alamediense” está entonces dedicado a todos los que «se atreven» a superar el limite imaginario marcado por la primera, y segunda, circunvalación capitalina, para descubrir «a piedi» los sitios de este barrio periférico que, según mi opinable y fantasioso criterio, merecen la pena ser descubiertos, y no sólo por su valor cultural o arquitectónico.

El punto de salida es la parada del metro «El Capricho» (línea 5), así llamada en honor a este magnífico, único y extraordinario jardín histórico-artístico de finales del siglo XVIII, que sólo está abierto los fines de semana y días festivos.

20220127_175623El camino que lleva a este mágico lugar cruza un parquecito donde se encuentra la huerta comunitaria más alegre de Madrid, “La alegría de la huerta” -a la cual, en sus inicios, yo también me apunté con mis hijos, con buena voluntad, pero nulas capacidades botánicas- donde, en función de las estaciones, asoman desde el terreno, para mi como por arte de magia, diferentes frutas y hortalizas, ecológicas obviamente. Pero el verdadero protagonista «vegetal» de este recorrido es el mencionado jardín, del cual me enamoré perdidamente nada más aterrizar en Madrid y al cual, inspirada por el amor y la pasión, he dedicado algunos de mis relatos «aliapiedescos«.

Aquí, en función de vuestro nivel de romanticismo, y de imaginación, podréis pasar horas y horas deambulando entre sus curiosas y “caprichosas” edificaciones, tales como la Casa de la Vieja, el Abejero, el Casino de Baile, la Ermita, el Fortín, el Templete de Baco o el mismísimo Palacio de los duques de Osuna -cuyo interior albergará, esperemos que en breve tiempo, un espacio expositivo centrado en la figura de mi querida y admirada duquesa de Osuna, doña María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, mujer muy adelantada a sus tiempos y mecenas de muchos artistas, como bien explicaban, y escenificaban, unos paseos teatrales que, hace años, se organizaban en esta antigua finca de recreo y con los cuales yo soñaba con los ojos abiertos-. Mientras deambuláis tranquilamente por este encantador oasis verde, si afináis la vista, entre la rebosante vegetación podréis también descubrir las chimeneas y puertas de acceso al aterrador bunker del general Miaja, construido durante la Guerra Civil y que, afortunadamente, nunca se llegó a utilizar -se pueden realizar visitas guiadas, gratuitas, en su interior, pero hay que reservarlas con mucha antelación o, en alternativa, modesti a parte, descubrirlo a través de mis palabras-.

A la salida del jardín, os sugiero dar una vuelta por el curioso camping que está a su lado.

20220127_173441No es que yo sea fan de los campings -de hecho debo confesar que la primera vez que lo vi tuve un reflejo espontaneo de repulsa hacia él, como si el curvilíneo muro exterior que lo delimitaba se prestara para ocultar degradantes noches de borrachera, sexo, droga y rock and roll: no me equivocaba sobre este último punto ya que, como aprendí posteriormente, allí tenían lugar exitosos conciertos de bandas emergentes que siguen añorando muchos lugareños- pero, poco a poco, le he cogido mucho cariño, y no sólo por los aperitivos que tomábamos en familia o con amigos en la originaria terraza, de estilo surfero, ubicado a su lado, que te trasladaba de verdad a una playa en plena ciudad -ahora, con la nueva gestión, la decoración es más «urbana»-, sino también por la nueva zona de ocio de este aparcamiento de caravanas, que tiene vista a las seculares plantas y edificios de El Capricho.

20220127_17362520220127_173946Aquí se encuentra una acogedora sala-cafetería-supermercado, con aire alpino, donde en invierno, entre paredes de madera, dan lo mejor de sí las chimeneas, y una curiosa terraza exterior, de estilo country -hay también una futurista versión tubular cubierta- donde en primavera/otoño/verano cobran protagonismo, entre food trucks y mobiliario vintage, unas amarillentas balas de heno con función de rústicas sillas y mesas.

20220201_13024720220201_130526Después de haber repuesto fuerzas en uno de estos dos sitios, os animo a recorrer la larga avenida de Logroño que bordea mi parque -que no jardín- favorito de Madrid, el Juan Carlos I, hasta llegar al cruce con la calle Rambla, una de las calles más románticas de la capital, sobre todo en primavera, gracias a sus coquetas farolas, a sus muros de piedra cubiertos de hiedra y a la antigua fachada de la Iglesia de Santa Catalina de Alejandría, del siglo XVI -por cierto, si es domingo, que seáis ateos o fieles, no os perdáis la misa de las 11.30: el coro es sublime y, cantando y tocando, ¡lo da todo!-.

20220201_13174420220201_131022Superado el mencionado edificio religioso y la Escuela de Música municipal, alojada en la antigua Casa de Oficios del palacio de los duques de Osuna, a la izquierda, a través de una callecita, subiendo una cuesta, llegaréis al Castillo de la Alameda, o, mejor dicho, al castillo de los Zapata, señores de Barajas y La Alameda, del siglo XV, recientemente restaurado y convertido en museo, en cuyo recinto se puede también observar un nido de ametralladoras de la Guerra Civil, la parte posterior del panteón de los duques de Fernán Núñez y restos de asentamientos antiguos, desde la Edad del Bronce hasta la época romana, como relaté hace años en esta historia -cuidado: al igual que El Capricho, sólo abre los días festivos y fines de semana-.

20220127_181711Después de la visita, gratuita, podréis ya encaminaros de vuelta hacia la estación “Alameda de Osuna”, no sin antes parar en una coqueta y pequeña librería, “Las letras embrujadas, cuyo encanto reside no sólo en la amabilidad de su propietario, Jose, sino también en la conseguida decoración a base de arcos y ladrillos a vista que asoman entre juguetes y libros -por cierto, entre tantas joyas, lúdicas y literarias, custodian también unas de las últimas copias en circulación de un increíble, y muy recomendable, best seller: «Aliapiedi… en Dublín«, escrito… ¡por mi!-.

20220127_182749Y si os ha entrado un poco de hambre o queréis hacer una nueva pausa antes de tomar el metro de vuelta a vuestro hogar, acercaros a la panadería “La 28”, donde podréis degustar o adquirir alguna de las delicias dulces o saladas de su obrador, como recompensa, o souvenir, de este paseo por la Alameda de Osuna… ¡más allá de la M-30 (y 40)!       

P.S. Si os apetece realizar un fin de semana este recorrido a piedi por el barrio de la Alameda de Osuna, he aquí el correspondiente mapa:

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