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Museo de los Caños del Peral: A piedi, y a los pies, de la plaza de Isabel II

¿Te habías fijado alguna vez en unas líneas doradas que recorren el suelo de la plaza de Isabel II?

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Si quieres descubrir algo más, baja a la planta -2 del metro de Ópera y adéntrate en el Museo de los Caños del Peral, después de haberte apuntado a la correspondiente, y gratuita, visita guiada organizada por Metro de Madrid.

Aquí encontrarás los restos de tres importantes estructuras que ocupaban la mencionada plazuela y que salieron a la luz durante los trabajos de instalación del ascensor de este medio de transporte: la mencionada fuente, la Alcantarilla del Arenal y el Acueducto de Amaniel.

Para entender el valor de estas piezas históricas que se ocultan bajo el suelo de Madrid, más precisamente a ocho metros bajo la plaza de Isabel II, hay que retroceder a la época en que la corte se traslada a la villa de Madrid, a mediados del siglo XVI, y a la consecuente necesidad, por evidentes motivos higiénicos, de canalizar el (ahora desaparecido) Arroyo del Arenal que salía de la plaza de la Puerta del Sol y seguía su recorrido hacia la actual calle Arrieta.

Contemporáneamente a este sistema de canalización y de alcantarillado, se levantó también la famosa fuente monumental, de estilo renacentista, larga más de treinta metros y dotada de seis caños, con sus correspondientes pilas, que sirvió para abastecer de agua a la villa, cuya población fue aumentando exponencialmente, hasta nuestros días. De este valioso líquido no sólo se abstecían los vecinos de la zona a través de sus cántaros sino también los «aguadores», unos auténticos profesionales en materia que mantuvieron en activo el oficio de recoger, suministrar y vender el agua de las fuentes a las casas, gracias también a la ayuda de sus burros, hasta principios del siglo XX.

Los Reyes, por el contrario, disponían del Acueducto de Amaniel que, levantado a principio del 1600 y utilizado hasta el 1900, salvaba el barranco del mencionado arroyo y permitía el traslado del valioso líquido hasta (los privilegiados d)el Palacio Real.

Así que la próxima vez que vayas a piedi por la plaza de Isabel II, baja la mirada y ¡fíjate bien en lo que pisas!

 

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I. P. C. E. (Instituto del Patrimonio Cultural de España): el O.V.N.I. (Objeto Volador No Identificado) y sus E.T. (ExtraTerrestres)

Hay lugares en la capital donde trabajan, discreta y silenciosamente, auténticos profesionales, para que, a la luz del sol, o, mejor dicho, a la luz de iglesias, museos o salas de exposiciones, reluzca el fruto de su paciente entrega y dedicación en la sombra. Me refiero, en este caso, a aquellas personas que, casi escondidas, en sordina, realizan sus tareas en el Instituto del Patrimonio Cultural de España.

Mi interés en realizar una visita guiada (gratuita) en este curioso edificio capitalino no estaba, en realidad, motivada por las ganas de descubrir la labor de estos excelsos especialistas, sino, más bien, por el afán de conocer, por fuera y por dentro, su arquitectura –una de mis carreras frustradas, junto con las de Historia o Literatura, en beneficio del Derecho–. Cada vez que recorría la A6, de vuelta de la oficina, camino de Madrid, siempre me llamaba la atención esa extraña figura circular de aire nórdico que, parecida a una tarta Saint-Honoré –aunque popularmente, por su forma peculiar, se la apoda “Corona de espinas”– con sus cándidos pináculos puntiagudos, desafiaba el verde y armonioso panorama de la Casa de Campo y, a su lado, el del cercano Palacio de la Presidencia de Gobierno, de estilo herreriano y tonos anaranjados.

Ese gris edificio, de líneas austeras y graves, se asemejaba en mi fantasía a un inmenso O.V.N.I. averiado, obligado a un aterrizaje forzoso, caído allí por azar. No era precisamente bello de ver, pero, lejos de provocar mi indiferencia, suscitaba mi interés. No tenía ni idea de lo que era y, menos aún, de lo que encerraba: podía ser un estadio, un centro de congresos, un pabellón de feria… pero nunca hubiera adivinado de que se trataba de este peculiar instituto dedicado a la investigación, conservación, restauración y documentación del patrimonio nacional.

Hoy me acabo de enterar.

Después de haber deambulado por la alegre y animada ciudad universitaria en busca de su acceso (casi) secreto, arriesgando mi incolumidad física al bordear repetidamente los muros exteriores de la Moncloa, por fin alcancé la cancela de entrada, en la calle Pintor el Greco 4. Enseñé mi carnet de identidad al amable vigilante y, después de que comprobara que no era una asesina en serie ni una peligrosa narcotraficante en busca y captura por la C.I.A., me indicó el camino a seguir para acceder a ese templo misterioso.

Aquella mole imperial imponía bastante respeto y, viéndola tan de cerca, me convencía aún más de su afinidad con un platillo volante. Tras haber subido una larga escalinata donde, casi al final, parecía esperarme con aire un poco chulesco un bronceo estudiante, o puede que un hombre maduro con aire y vestimenta juvenil, cuya única y estatuaria función era la de demostrar visualmente la proporción entre un ser humano y ese abrumador extraterrestre llamado I.P.C.E. (y no E.T.), una vez dentro me quedé literalmente asombrada por la increíble arquitectura, y decoración, del lugar.

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Un enorme lucernario dejaba pasar la luz natural por un óculo central que, a su vez, a través de una cúpula transparente que se reflejaba virtualmente en él, iluminaba un impresionante tesoro escondido, hecho de millares de libros, revistas y volúmenes que componían la inmensa biblioteca del Instituto, la más grande de España en este especifico ámbito “patrimonial”. Ese vestíbulo principal, ubicado en la primera planta y dominado por esa céntrica estructura de cristal, que representaba simbólicamente su corazón pulsante, era verdaderamente sensacional y una vez más tuve la sensación de encontrarme en una película de ciencia ficción, en un mundo paralelo como el de “Blade Runner”, envuelto, sin embargo, por la luz y no por la oscuridad, en una astronave que nada tenía que envidiar a la de la escena final de “Passengers”, decorada como estaba con escenográficas plantas verticales, que con sus dinámicos tonos verdes intentaban rebajar la seriedad de las formas geométricas de la estructura que las sustentaba.

La guía ya estaba esperando a los visitantes de ese día –puede que ella fuera una “V(isitante)” disfrazada– y después de habernos indicado donde estaban las taquillas para dejar los bolsoshay que tener un euro físico, y no virtual, para cerrarlas– nos llevó a la segunda planta donde, en un rincón, se exhibía una maqueta del anteproyecto de ese colosal y original edificio, presentado por Rafael Moneo y Fernando Higueras, ganador en 1961 del Premio Nacional de Arquitectura de España. Sin embargo, ese primer modelo del originario “Centro de Restauraciones Artísticas” era bastante diferente del que se fraguó sucesivamente de la mano de Fernando Higueras y Antonio Miró –coautores, también, entre otros, del llamativo Ayuntamiento de Ciudad Real o del Edificio Princesa capitalino, en la Glorieta de San Bernardo– ya que, a pesar de mantener la estructura circular, había sido dotado, por ejemplo, en 1985, de la mencionada biblioteca y de la gran claraboya acristalada.

A su lado, en una pared, descansaba también un grabado del celebre pintor Antonio López sobre la fase final del edificio, que, terminado en 1991 después de un parón de doce años, entre 1970 y el 1982, fue declarado Bien de Interés Cultural en 2001, para gran satisfacción de sus artífices que, caso único en España, aún seguían en vida.

En las salas que recorríamos no aparecía nadie, como si estuviéramos solos en esa estructura, encerrados en sus entrañas, atrapados entre sus sólidas paredes de hormigón armado. Nuestra anfitriona nos contaba que, a lo largo de esas tres plantas en superficie, coronadas por una terraza actualmente cerrada por obras, y de las otras dos subterráneas, trabajaban múltiples y diferentes profesionales: arquitectos, arqueólogos, etnógrafos, restauradores, físicos, biólogos, documentalistas, informáticos, archiveros o conservadores, entre otros.

Pero no había rastro de todos ellos: ¿Dónde estaban escondidos? ¿Dónde se habían metido?

La guía nos condujo entonces hacia un enorme montacargas, destinado al traslado de obras pesadas y voluminosas –o de muchas personas, pesadas y voluminosas– sin que hubiera algún tipo de oscilación y movimiento para no dañar su valiosa estructura –en ese momento, víctima de un golpe de patriotismo, me imaginé el David de Miguel Ángel  subiendo y bajando dentro de esa enorme cabina– y alcanzamos el segundo sótano. Se abrieron las puertas del ascensor y nos encontramos en un ambiente verdaderamente inquietante, iluminado por unas frías luces artificiales, entre extraños artilugios-robot para el desplazamiento de las obras y portales cerrados a cal y canto y dotados de alarmantes carteles de peligro de radiación. No sé si todo aquello era una despiadada trampa, si estábamos en un bunker o en un laboratorio secreto de la N.A.S.A. del que cualquier cosa podía haber escapado: una peligrosa criatura, un virus letal o un arma de destrucción masiva.

Nada de todo ello, en realidad.

Se trataba del área dedicada al análisis de las obras, a través de diferentes técnicas, como infrarrojos o radiografías, para su posterior restauración. De sus paredes colgaban, en efecto, reproducciones, más bien vivisecciones, de valiosas piezas de arte, entre que se encontraba una escultura de madera policromada perteneciente a un paso de Semana Santa, el “Sayón de la trompeta” de Gregorio Fernández, realizado entre 1614 y 1615, y que procedía del Museo Nacional de Esculturas de Valladolid. Rodeados de artísticas figuras, literalmente puestas al desnudo, seguían sin embargo brillando por su ausencia seres vivos en carne y hueso como nosotros.

Después de un rato allí abajo, subimos a la planta superior, la primera del sótano, en realidad una entreplanta, para visitar el área de textiles, allá donde se reparaban los tejidos de cualquier obra. Y, por fin, aparecieron más personas, dos para ser exactos. Ambas eran especialistas en ese campo –o alienígenas compinchados con nuestra guía– y nos explicaron la delicada y paciente labor que desarrollaban en esos talleres de ciencia ficción.

Y todas mis alarmantes dudas se vieron confirmadas de repente, nada más escuchar las palabras apasionadas de esas dos mujeres que, indudablemente, no eran unos seres humanos normales y corrientes sino seres de otra dimensión. En efecto la habilidad, paciencia y diligencia que tenían que poseer para restaurar fielmente, sin modificar su auténtica esencia, origen y naturaleza, obras antiguas y valiosas era fuera de lo normal. La dedicación, la entrega y el esfuerzo que conllevaba elegir los tejidos y los colores para seguidamente combinarlos y arreglarlos como unos artesanos de antaño, como unos amanuenses de los tejidos, como unos incunables de los vestidos, no podía ser fruto de la labor de dos sujetos terrestres. Nunca me había parado en pensar en quien estaba, literalmente, detrás de las obras, en perfectas condiciones, de las que todo el mundo disfrutaba en las diferentes sedes expositivas españolas; nunca había imaginado lo que escondía la parte posterior de cualquier pieza artística; nunca había reflexionado sobre anónimo e intenso trabajo que suponía la conservación de cada centímetro cuadrado de una vestimienta de antaño, de un manto o, por ejemplo, de un Martirio de San Jorge, del 1489, tendido ante nuestros ojos.

Una profunda admiración me salió del corazón hacia esos dos ejemplares de mujeres (¿de otro planeta?) que pasaban cada día horas y horas en un sótano escondido de un edificio apartado, tejiendo, confiadas y entregadas como unas penélopes del Tercer Milenio.

Finalizadas sus interesantes explicaciones, todos nosotros, los visitantes de la Tierra, aplaudimos al unísono esa labor paranormal, digna de mención y honor, y, después de las afectuosas despedidas, subimos a la planta cero, al corazón del edificio, al núcleo del Instituto ocupado por esa impresionante y escenográfica biblioteca circular que había entrevisto desde la llamativa cúpula acristalada de la planta de arriba.

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Miles de libros, distribuidos a lo largo de cinco galerías circulares, me rodeaban, nunca mejor dicho, me envolvían y me abrazaban con sus diferentes formas y colores. Hubiera podido quedarme allí horas y horas en estática contemplación, disfrutando de ese panorama literario iluminado por el óculo central que, salvando las debidas y patrióticas distancias, recordaba el del Panteón de Roma. Estaba soñando con los ojos abiertos en ese espacio tan escenográfico y culto, reino del silencio y la sabiduría, donde cualquier interesado en la materia hubiera podido pasar una vida entera leyendo, aprendiendo y disfrutando.

Pero el tiempo de la ensoñación había acabado, como me recordaba la encantadora responsable de ese mundo tan evocador que, muy a su pesar, tuvo que devolverme prepotentemente a la realidad, obligándome a salir de ese lugar espectacular para volver a la planta primera, la del principio, y ahora la del fin, de la visita.

Renuncié entonces a mis historias de ciencia-ficción, saludé a los extraordinarios habitantes de esa pseudo nave espacial llamada I.P.C.E. y volví a la realidad de Madrid, mientras ella, tras de mí, se elevaba silenciosamente hasta el infinito… ¡y más allá!   

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