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«Aliapiedi… en Madrid» por la muralla árabe: el verdadero kilómetro cero madrileño

¡Empezamos desde cero!

O, mejor dicho, volvemos a empezar desde cero, donde todo inició, donde Madrid nació y donde se sembró la semilla para mi futura pasión hacia esta bella villa y capital de España.

Es aquí, en efecto, en esta empinada Cuesta de la Vega donde un tiempo se abría, o se cerraba, la homónima puerta, donde hace trece siglos Muhammed I, quinto emir omeya de Córdoba, decidió levantar la fortaleza de Magerit, junto con una pequeña medina y una muralla, de la cual sigue resistiendo contra el paso del tiempo este lienzo de ciento veinte metros de longitud y dos y medio de espesor: es lo único que queda del pasado musulmán de Madrid, con exclusión de algún alminar reutilizado como campanario, y es aquí, por ende, donde habría que ubicar el kilómetro cero capitalino o, por lo menos, mi kilómetro cero «aliapiedesco», sin ánimo de quitarle protagonismo a aquel que, a casi un kilómetro (¡!) de distancia, sigue marcando bajo los pies, y las pisadas, de millares de paseantes diarios el punto de salida de las carreteras radiales españolas, aguantando estoicamente las periódicas obras de la Puerta del Sol.

Pero ese es un kilómetro cero moderno y, en cierto sentido, artificial; éste es un kilómetro cero histórico y real. Es aquí donde han empezado la(s) historia(s), y las leyendas, que a lo largo de los siglos han ido formando los «Pilares de la Tierra» madrileña, y es aquí donde, agradecida al mencionado emir, al cual está dedicado el homónimo parque, más bien parquecito, de estilo andalusí que parece abrazar, casi sustentar, este valioso y supérstite trozo de muralla árabe, donde volveré a andar a piedi por el Magerit de entonces, por el Madrid de ahora:

¡Empieza (otra vez) la aventura bloguera “aliapiedesca” y empieza (por primera vez) la aventura literaria del futuro «Aliapiedi… en Madrid»!

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Toledo y sus campus universitarios: En nombre del padre (Primera parte)

Pasaban los años y los pequeños, cada vez más alejados de la niñez y cada vez más cerca de la juventud, seguían sin obtener una respuesta satisfactoria a su eterna pregunta: ¿Dónde trabajaba su padre? ¿Por qué nunca les había llevado a su lugar de trabajo?

Ellos sabían que él, en teoría, era “profe” de un “cole de los mayores”, como el que habían visitado en familia un par de años atrás, la E.T.S.I. de Minas madrileña, pero, en la práctica, el hábitat profesional de su progenitor se mantenía envuelto en un aura de misterio, como si se tratara de un mítico, casi mitológico, lugar…

Todas las mañanas los hijos veían salir de casa a un padre trajeado con una cartera de piel en la mano cargada de libros y papeles, y todas las noches, de la misma forma, le veían regresar cansado, con pocas ganas de responder al cotidiano bombardeo familiar de preguntas sobre exámenes, alumnos y evaluaciones. Él justificaba sus silencios en nombre de una legendaria discreción profesional y de una real afonía después de unas cuantas horas de clase, pero todo ese secretismo no hacía sino que aumentar el interés filial hacia la (hipotética) sede de la (hipotética) universidad del padre, (hipotéticamente) ubicada, durante más de un decenio, en Ciudad Real, y, desde hace un quinquenio, en Toledo. Y si antes la excusa perfecta para que sus hijos y su esposa no le acompañaran al trabajo, aunque fuera una sola y única vez, era la lejanía y el teórico poco atractivo turístico de una “ciudad” dotada de un tan “real” cono engañoso nombre, ahora, sin embargo, a pesar de la proximidad geográfica y de la riqueza artística y cultural de una urbe declarada Patrimonio de la Humanidad y que, a pesar de no tener formalmente una denominación tan altisonante, sustancialmente había sido sede de Reyes e Imperadores, las excusas para aplazar la visita eran diferentes: clases, reuniones, actos académicos…, es decir, constantes compromisos cotidianos.

Así las cosas, los hijos empezaron a dudar seriamente de la veracidad del trabajo de su padre, temiendo que éste estuviera ocultando, o mejor, dicho, disfrazando un ruinoso desempleo, ¡al estilo del mentiroso Gerald de “Full Monty”!

Pero un día, un día de fiesta en Madrid y no en Toledo, la madre de familia, también cansada de la larga espera cuya duración ya superaba la de la paciente Penélope, decidió que había llegado el momento de realizar un tour universitario toledano en familia, costara lo que costara. Esa jornada se había convertido en el día D, el día de la verdad, para ellos, para ella y para él.

Los cuatro de Aliapiedienfamilia se pusieron entonces en camino hacia las cercanas tierras manchegas, cada uno de ellos absorto en sus dudas, temores y pensamientos. En el coche, por muy extraño que pareciera, reinaba un incómodo silencio hasta que, repentina e inesperadamente, unos gritos de asombro rompieron la tensión que se respiraba: desde la lejanía, Aliapiedi había avistado la inconfundible silueta del imperial Alcázar. Una vez informados acerca del significado de aquella palabra de origen mozárabe, los niños empezaron a imaginarse épicas aventuras y gestas memorables entre aquellos muros espesos, completamente ajenos al hecho de que, en la no tan lejana realidad de una cruel guerra civil, ese robusto recinto defensivo había sido efectivamente testigo de acontecimientos terribles, difícilmente olvidables por una madre que, casi veinte años atrás, en el interior de esa originaria fortaleza, había oído la espeluznante grabación de una conversación entre un padre y un hijo, en el nombre de un padre, en el nombre de un hijo…

Eso era sólo el principio.

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El flamante Centro de Congresos de Toletum

Conforme se acercaban al centro de la ciudad, en el medio de una amplia glorieta apareció un majestuoso caballero, a lomos de su fiel corcel, firme y autoritario sobre un rocoso pedestal, con el manto al viento y la espada levantada, gritando su poderío sobre esa antigua civitas fortificada del Imperio Romano, según la descripción de Tito Livio, cuyo nombre, Toletum, escrito con caracteres cubitales, ocupaba los amplios ventanales de un moderno Centro de Congresos: ¿Quién era aquél personaje? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué esa pose tan guerrera?

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El rey Alfonso VI

El jinete era nada más y nada menos que el mismísimo rey Alfonso VI de León, llamado “el Bravo”, conquistador de Toledo en el año 1085.

Mientras escuchaban las explicaciones de su madre, los niños contemplaban abrumados la fuerza plástica de aquel monumento, obra del escultor Luis Martín de Vidales, sin reparar en que a su lado, un poco más allá, se materializaba otro edificio que, desde hace más de un siglo y medio venía siendo sede de épicas batallas, teatro de luchas de sangre y arena, escenario de enfrentamientos de muchas agallas: la plaza de toros.

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La blasonada Puerta Nueva de Bisagra

Y así, uno tras otro, ante los ojos abiertos de par en par de los tres pasajeros –el conductor, por el contrario, acostumbrado al pintoresco paisaje, o puede que preocupado por algo, ni se inmutaba–, entre calles estrechas, muros de piedras y techos de tejas, desfilaron los monumentos y edificios de diferentes épocas esparcidos a lo largo del ascendente camino panorámico hacia el corazón de la “capital de las tres culturas”: el renacentista Hospital de Tavera, la imponente muralla árabe, rota en su continuidad por la blasonada Puerta Nueva de Bisagra seguida por la Antigua, la Puerta del Cambrón, de origen visigodo, reformada por los árabes y reconstruida en estilo renacentista, el Monasterio de San Juan de los Reyes, en estilo isabelino, con las “cadenas de la libertad” de los cristianos escenográficamente expuestas en su fachada, las dos sinagogas del siglo XII, las únicas supervivientes de las diez un tiempo existentes, la de Santa María la Blanca y la del Tránsito, y, finalmente, tras haber superado unos amenazadores bolardos, ¡la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Castilla-La Mancha!, o eso había que suponer a juzgar por la repentina detención del vehículo que hasta aquel momento había sorteado con pericia y soltura, gracias a su hábil conductor, muros, turistas y esquinas, acompañado por el agudo e insistente fondo musical de un incansable detector de obstáculos.

Pero allí, en esa calle de delgadas dimensiones que no hacía honor a su “Gordo” nombre, no había nada ni nadie: ni estudiantes, ni aulas, ni profesores: ¿Qué estaba ocurriendo?

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¡La luz al final del túnel!

El conductor persistía callado, serio y concentrado, quizás disimulando un nerviosismo interior, mientras que su mujer y sus hijos le miraban entre preocupados e incrédulos por lo que se perfilaba como una cruda realidad: el (supuesto) profesor se había perdido en la ciudad donde (supuestamente) iba todos los días; el (supuesto) profesor ya no podía avanzar más; el (supuesto) profesor se había metido de lleno en un dramático camino sin salida…

Y mientras las inquietantes suposiciones rondaban las agitadas mentes de los tres pasajeros, delante de la barrera material, y también psicológica, que se había levantado frente al capó del coche, una tenue luz comenzó a abrirse paso desde el interior de un lugar oscuro: ¡la luz al final del túnel!

Tres de los cuatro de Aliapiedienfamilia no daban crédito a lo que estaban viendo; tres de los cuatro de Aliapiedienfamilia se avergonzaron de inmediato de lo que habían pensado…

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La puerta de acceso al reino del ius divinum et humanum

Una puerta mecánica, hábilmente disfrazada en un muro con retranca, se estaba abriendo lentamente bajo la mirada, ahora divertida, de un padre de familia que, conforme aquella se deslizaba, más se parecía a un ingenioso James Bond o, mejor dicho, en sintonía con la cultura árabe que aún se respira en el aire toledano, a un temerario Alí Babá entrando en su gruta.

Ese lugar secreto que se revelaba sólo a unos pocos afortunados era nada más y nada menos que… ¡el garaje de la facultad!

Un suspiro de alivio rebotó en el habitáculo mientras que el conductor aparcaba el coche en su plaza como si fuera una pieza de un complicado juego de encajes. Cruzaron entonces los cuatro ese sitio subterráneo privilegiado, alcanzando la superficie por una discreta escalera interna y recorrieron un oscuro cobertizo que, en la retorcida y al mismo tiempo romántica mente de Aliapiedi, evocaba por igual crueles asesinatos y besos furtivos.

Una vez arriba, tras caminar unos pasos calle abajo, el padre se detuvo en una esquina, en el “cruce crucial” entre un santo y un rey, Pedro Mártir de un lado, y Alfonso VII del otro. Allí, entre ladrillos de reminiscencia árabe apareció un hueco, una discreta apertura, una especie de puerta secundaria que, en teoría, les iba a llevar al reino del padre, al reino del ius divinum et humanum, ¡al reino del Derecho!

Aunque desde el exterior ese portal que daba acceso a un lugar tan sagrado no resultaba tan solemne como los niños se lo habían imaginado, una vez se adentraron en el recinto, su opinión cambió de inmediato.

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La antigua huerta, ahora patio, del convento de la Madre de Dios

Un pequeño patio ajardinado, perteneciente a un convento fundado a finales del siglo X por las hijas del conde de Cifuentes, el de la Madre de Dios, les dio la bienvenida con su público de estudiantes y profesores que debatían, fumaban o, sencillamente, reflexionaban al aire libre.

El padre de familia, intentando pasar desapercibido, condujo rápidamente a su familia hacia la moderna cafetería, parte del antiguo refectorio junto con la biblioteca, cuyos altos ventanales asomaban a aquel jardín tan animado, y los niños, extrañados por ese primer contacto con el mundo universitario, empezaron a preguntarse si, a diferencia de lo que ocurría en su “cole”, se iba a la “uni” para desayunar, reflexionar y conversar con total libertad, sin prohibiciones ni restricciones. Aquello les pareció un fantástico lugar de trabajo, más aún después de que el amable encargado del bar, tras saludar efusivamente a su padre, les invitara a unos refrescos y unas piruletas.

Tras despedirse de sus colegas de la cafetería –si eran unos actores contratados por él para disipar toda sombra de duda familiar sobre su profesión, merecían un Oscar por tan espontánea y natural interpretación– y, antes de explorar los meandros del “campus alto” de Toledo, así denominado por encontrarse ubicado en la cima de una colina, en pleno casco antiguo, el padre quiso asegurarse una vez más de que el resto de la familia iba a guardar religioso silencio, como correspondía, por motivos profesionales y también históricos, al augusto edificio donde se encontraban.

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El patio del Convento de la Madre de Dios

En efecto, no sólo esa parte del complejo universitario, sino también la que en breve iban a explorar todos juntos, había sido un lugar de paz y reflexión, sede de otro convento, fundado por los dominicos a principio del siglo XV, tras haber obtenido el permiso del regente don Fernando de Antequera para trasladarse desde el primitivo asentamiento extramuros de San Pablo del Granadal en el interior de la ciudad, a unas humildes casas junto a la parroquia de San Román, que acabaron conformando el convento masculino más rico de la urbe, el famoso San Pedro Mártir el Real, compuesto por veintiún edificios en el auge de su expansión, en el siglo XVI, con el establecimiento casi permanente de la corte de Carlos V. Y allí estaban los de Aliapiedienfamilia, con su guía excepcional que se movía entre esas decenas de millares de metros cuadrados como si fuera su propio hogar –una vez más, si todo eso era un engaño, el padre tenía que haberse documentado a conciencia en términos topográficos para orientarse con tanta soltura–, atravesando otro patio, también perteneciente al convento de la Madre de Dios, de planta trapezoidal y, tras su reciente reforma, de dos alturas, caracterizado por vigas de madera y decoración epigráfica en la parte superior del muro del claustro bajo y por pilares ochavados alternándose a pies derechos de madera entre grandes ventanales acristalados.

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Antiguas y nuevas estructuras murarias

Mientras cruzaba esas estancias, Aliapiedi recordó su primera vez allí, casi un decenio atrás, en la celebración universitaria de la festividad del Corpus Christi, cuando había quedado asombrada por la espléndida restauración de los augustos interiores.

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Pasillos suspendidos entre lo moderno y lo antiguo

El armónico connubio entre lo antiguo y lo moderno, la ingeniosa combinación de elementos decorativos de entonces y de ahora, la original mezcla de acabados, texturas y materiales diferentes perfectamente integrados le hizo reflexionar nuevamente acerca de la genialidad y sabiduría de los arquitectos de todos los tiempos, y añorar a la vez, con una pizca de nostalgia, su apasionante experiencia estudiantil y luego profesional en la espléndida Università degli Studi de Milán, la así llamada “Ca’ Granda”, originario “Ospedale Maggiore” fundado por el duque Francesco Sforza y proyectado en el siglo XV por el excelso Filarete.

El edificio en el que estaba, pensaba ella con cierta envidia hacia su marido, podía competir en belleza con su amada Facultad de Derecho milanesa…

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Pasarelas de unión entre el presente y el pasado

Y mientras ella se perdía soñando con los ojos abiertos entre el laberinto de pasarelas, pasillos y escaleras que se abrían paso entre vestíbulos y antiguas estructuras murarias, tales como cajones, verdugadas y aparejos, los demás integrantes de la familia se alejaban cada vez más en el horizonte, perdiéndose entre un mar de estudiantes.

A pesar de las placenteras distracciones arquitectónicas, los cuatro llegaron juntos a destino. Antes ellos estaba una puerta, una puerta similar a todas las demás que asomaban al mismo pasillo, pero que, a diferencia de todas ellas, tenía un rasgo peculiar; esa era “la” puerta: la puerta de San Pedro, la puerta que llevaba al Paraíso o, mejor dicho, la puerta de San Pedro (Mártir) que llevaba al (paradisíaco) despacho del padre…

La emoción estaba a flor de piel; los latidos de los corazones a cien y la ilusión a mil. Él, con aire solemne, extrajo una llave de su bolsillo y despacio, calculando perfectamente la torsión de su muñeca, abrió por fin la caja de Pandora, la habitación (hasta aquel momento) secreta, la ventana (¿indiscreta?) hacia su mundo universitario…

La funcionalidad, orden y sencillez de aquella estancia aparecieron en todo su espartano esplendor, haciendo honor a la originaria función conventual: nada sobraba y nada faltaba. Todo lo esencial para un trabajo silencioso y concentrado estaba entre aquellas paredes desnudas, sólo rotas en un lado por un ventanuco que dejaba entrar la luz de un día maravilloso entre naranjadas tejas toledanas.

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Una discreta ventana (¿indiscreta?) con vistas

Esa simple abertura con vistas a la ciudad de las tres culturas era un auténtico lujo.

Madre e hijos, sin embargo, no se quedaron conformes con la visita del despacho que, se mirara por donde se mirara, estaba dominado por el nombre del padre, un nombre que destacaba en la portada de papeles, carpetas y registros o en los lomos de manuales, tesis y revistas jurídicas. En ese momento, toda duda familiar sobre su estatus se había disipado pero faltaba algo más, una prueba adicional, un último testimonio de su trabajo, de aquél práctico: ¡una clase de su “profe” favorito!

No hubo manera. La negativa del padre fue inamovible por una cuestión de principios. Sin embargo, para compensar las súplicas de su mujer e hijos que inútilmente insistían prometiendo sentarse en silencio y de incógnito entre los alumnos para escuchar sus explicaciones sobre derechos, deberes y libertades, accedió a mostrarles algunas de las aulas en las que él, unas veces de pie, ilustraba, interrogaba o debatía sobre controvertidos y actuales temas jurídicos, y otras veces sentado, libro en mano y con “ojo de halcón” humano, observaba, vigilaba y controlaba el correcto desarrollo de los exámenes escritos. Los tres se conformaron entonces con la inesperada propuesta y, dicho y hecho, se dispusieron a proseguir con su tour universitario “en familia”.

La primera, y gloriosa, etapa fue, nada más y nada menos, que el soberbio Claustro Real –también llamado de los Generales ya que en su época, a mediados del siglo XVI, había albergado un Estudio General de Artes, Teología y Derecho Canónico–. Ese conjunto, ejecutado materialmente por Hernán González de Lara y trazado por Alonso de Covarrubias –el arquitecto autor, entre otros, del patio del Alcázar o del doble claustro del Hospital de Tavera–, era sencillamente espectacular.

Lo que relucía, sin embargo, no era únicamente la solución de la planta baja basada en el dúo columna, de capitel jónico y con basa, y arcos de medio punto, con decoración acanalada en las roscas y espejos en las enjutas, ni tampoco la combinación adintelada de los dos pisos superiores con columnas, también de estilo jónico, y zapatas con rosetas y espejos en el friso, sustituidos en el tercer, y último, piso por una sucesión de triglifos y metopas; lo que relucía y daba aún más esplendor a esa obra arquitectónica era la vida que se respiraba en ella: los estudiantes que, apoyados en sus antepechos, en las barandillas de columna abalaustrada o en las antiguas puertas de celdas convertidas en aulas, departían entre sí haciendo que sus voces animadas se unieran a las silenciosas de sus religiosos predecesores. Ese era el auténtico toque regio de ese claustro tan real: la capacidad de mantener su originaria elegancia adaptándola a los tiempos modernos, la genialidad de exaltar su nobleza arquitectónica haciéndola accesible a todo aquel que quisiera disfrutarla.

Aliapiedi estaba pletórica mientras sus hijos barajaban una vez más, y con mayor determinación, la posibilidad de estudiar en ese lugar tan evocador.

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Una aula de entonces, una aula de ahora

Y como colofón final de ese conjunto de antaño actualizado al tercer milenio, el profesor les enseñó por fin su espacio docente, su territorio de enseñanza, su aula de siempre. Una vez más, el pasado y el presente se presentaban armónicamente: pizarras y ordenadores, techos de artesonado y luces artificiales, parquet de madera y pupitres de diseño.

Las cosas de entonces, las cosas de ahora, las cosas de siempre…

Pero la increíble simbiosis espacio-temporal iba más allá, hasta un nuevo claustro antiguo, el más pequeño de los tres reunidos en el convento de San Pedro Mártir el Real, que posiblemente tuviera un origen civil, como parte de la casa de doña Guiomar: el Claustro del Tesoro o Claustro del Silencio.

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Vista de la torre mudéjar a través de la cristalera del Claustro del Tesoro

Su estructura, también del siglo XVI, hacía honor a su nombre: era un auténtico “tesoro”, un tesoro que imponía el “silencio” contemplativo, un tesoro que se añadía a los que se encontraban esparcidos en el complejo y articulado conjunto universitario. Este claustro, a diferencia de su “regio” compañero, estaba cerrado en su parte superior, protegido por un techo de cristal que dejaba entrever la preciosa silueta de la torre mudéjar, perteneciente a la mencionada iglesia de San Román, con sus típicos arcos de herradura y poliobulados entrelazados ciegos de influencia califal. Las tres plantas del claustro eran progresivamente más bellas, la primera con columnas y capiteles de mármol, la segunda con el mismo ritmo de columna-arco, aunque rebajado en este caso, y, finalmente, la tercera sólo con columnas adinteladas.

Ese lugar era otro remanso de paz: ideal para meditar, ideal para fantasear…

Pero no había tiempo ni para lo uno ni para lo otro.

En efecto, se acercaba la hora de la clase y el padre, para concluir en crescendo esa visita sui generis, quiso enseñarles una última joya arquitectónica, otro fulgido ejemplo de la eterna vitalidad del antiguo complejo conventual.

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El «Aula Catedral» y su fuente de distracción

Y cruzando nuevamente pasillos, escaleras y vestíbulos entre restos arqueológicos de todo tipo y formas, desde murallas hasta frisos, llegaron ante la puerta de acceso a un aula de ensueño, para soñar con los ojos abiertos.

Allí, en teoría, los estudiantes asistían a las clases y realizaban exámenes pero resultaba muy difícil creer que eso fuera así por cuanto desde uno de los laterales de ese espacio tan amplio, sustentado por unas oblicuas vigas de madera que a la madre, quién sabe porque, le recordaban nórdicas estructuras, podía contemplarse “algo” imposible de ignorar, una fuente constante de distracción, una visión celestial: la hermosa silueta del campanario de la Catedral de Toledo.

Y con esa sugerente imagen final de la llamada “Aula Catedral” se concluyó la visita familiar.

El padre tenía que volver a ponerse el traje de profesor, despojándose de su faceta de guía, y los tres, muy a su pesar, tenían que abandonarlo.

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La sorprendente puerta mudéjar

Él les acompañó hasta una nueva puerta, un acceso secundario, como el del inicio del tour universitario, y allí se despidió de ellos, no sin antes llamar su atención para que contemplaran un último detalle que quedaba a sus espaldas.

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Plaza del Padre Juan de Mariana

Y así fue como a ellos les quedó grabada para siempre la imagen más simbólica de ese campus: la de su representante más emblemático, un padre que, guiñándoles el ojo, se dejaba fotografiar enmarcado por una puerta del todo singular, la sorprendente puerta mudéjar descubierta durante la rehabilitación del convento de la Madre de Dios, la puerta con cenefa de azulejos y escudos nobiliarios en la parte inferior, con friso de arquillos ciegos en el cuerpo central y galería de tres arcos sostenidos por columnas de mármol en su parte superior bajo un pronunciado tejaroz, la puerta en la que dejaban atrás a un padre que para ellos era único y especial, para encaminarse hacia a otro padre del todo excepcional, el que presidía y daba nombre a una amena plaza cercana, la del Padre Juan de Mariana, frente a la barroca iglesia de San Ildefonso. [Continuará… ]

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