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Parque Juan Carlos I: La Estufa fría y las estaciones (Tercera parte)

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– PRIMAVERA: EL GOZO –

Era primavera.

Un domingo de primavera.

Satisfecha por haber conseguido perder unos trescientos gramos en tres meses, Aliapiedi acababa de tomar la decisión de emprender un plan de paseos cotidianos de aproximadamente una hora de duración para seguir adelante con esa prometedora “operación bikini” en vista del verano, así que, después de una comida no precisamente frugal que exigía unos (pocos) pasos suplementarios para engañar a su conciencia y otros cuantos (muchos) más para satisfacer el despiadado podómetro de su móvil, se encaminó hacia el parque Juan Carlos I, el joven “Gigante Verde” que ella había descubierto tardíamente hasta apreciarlo, casi tanto, como el vecino “caprichoso”, más coqueto y de dimensiones más reducidas.

En esta ocasión, sin embargo, en lugar de perderse adrede, como de costumbre, por el amplio y moderno recinto de casi veinte hectáreas de extensión, fruto de la genialidad de los arquitectos José Luis Esteban Penelas y Emilio Esteras Martín, decidió dirigir sus pasos directamente hacia la Estufa fría, la extraña construcción que había sido el escenario de su anterior e inquietante aventura “Inverná(cu)l(ar)”.

Pero esta vez Aliapiedi, como estratega experimentada que es, se había preparado a conciencia para ese “frío” encuentro, o desencuentro, no en vano se había pasado el trimestre anterior estudiando los puntos fuertes, muchos, y débiles, prácticamente ninguno, de su álgido adversario arquitectónico –a tal fin, le resultaron especialmente útiles los valiosos conocimientos adquiridos en una de las interesantes ponencias organizadas por un comprometido amigo del barrio con ocasión del cuarto siglo de vida del parque en cuestión–. Había llegado el momento de poner en práctica toda esa sabiduría teórica, aprovechando las ideales condiciones climáticas de aquella jornada, de modo que, con paso firme y seguro, se encaminó hacia su objetivo, recorriendo el sendero de siempre que, sin embargo, presentaba un aspecto del todo diferente…

Los elementos vegetales, gracias al milagro de la primavera, habían cambiando su look por completo, rescatando de su fondo de armario atuendos exuberantes y coloridos, y ella misma, víctima de la poderosa belleza de la naturaleza en su apogeo, lo veía todo bajo una perspectiva más invitante y embriagadora: los árboles hace unos meses desnudos le hacían sombra con sus hojas recién estrenadas; los millares de olivares bicentenarios de troncos bífidos, cubiertos en sus extremidades por un denso y verde follaje que les asemejaba a unas atípicas cheerleadears con pompones, la recibían bailando; los almendros en flor, con la ayuda de una leve brisa, aplaudían su visita con el escenográfico lenguaje de los signos; las plantas del amor lanzaban pétalos rosáceos a su paso; el tren eléctrico le sonreía con sus grandes “ojos-faros” delanteros mientras que los pasajeros la saludaban divertidos; los vistosos veleros, hundidos hace un par de meses, le ofrecían cobijo con su renovada tripulación de niños despreocupados que sustituían a los inquietantes piratas del invierno pasado, y la Cuarta Pirámide, hasta entonces un cúmulo deforme y descuidado de tierra y de lodo, se presentaba ante ella con sus mejores galas, cubierta de hierba fresca perfectamente distribuida, lista para abrir el telón de ese teatro natural y descubrirle el grandioso escenario que ocultaba tras su imponente presencia: la Ría y, más allá, la Estufa fría.

Era el tripudio de la primavera, de su poderío y de su magia, y Aliapiedi gozaba como nunca de ese maravilloso y periódico embrujo que lo invadía todo, incluidos los modernos y artificiales elementos arquitectónicos del parque que se fundían armoniosamente con los exuberantes elementos de la naturaleza –las plantas, las flores, los montículos, los senderos…–  y los mismísimos animales.

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La majustuosa Ría…

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… y la Estufa fría

Y así, encantada de la vida, tal y como había hecho en invierno, se encontró a si misma trepando por la dinámica y elegante pasarela de original estructura con forma de arco que salva el canal principal y desde cuya cima se detuvo a contemplar la privilegiada vista de su hipotético enemigo, ese extraño edificio de hormigón y acero de carácter post-industrial, premiado en más de una ocasión a nivel nacional e internacional.

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La escalera hacia la pradera

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La pasarela y su dúplice rampa

Sin embargo, en lugar de bajar por el tramo de siempre que, a través de unos peldaños, llevaba al nivel del suelo, decidió romper con la tradición invernal y descender por una rampa lateral menos empinada, que llevaba a una escalera sabiamente mimetizada entre el verde de una inclinada pradera.

Sin saber lo que le esperaba allí arriba, siguiendo sus instintos y dejándose llevar por las amistosas fuerzas misteriosas del parque como en su primera visita otoñal, alcanzó la Estufa fría desde las alturas.

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El acceso superior de la Estufa fría

Se encontró entonces con lo que suponía que era el acceso principal al botánico conjunto, según rezaba el letrero colgado en la reja en la que se abría hueco una garita jubilada que, huérfana de su empleado, posiblemente añoraba sus primeros años de actividad en calidad de “taquilla-junior” recién nombrada.

Tras superar esa entrada controlada,  no ya por humanos, pero sí por unas cámaras de vigilancia, se topó  con una amplia explanada que, según sus cálculos, debía ser la Plaza central, el corazón y el centro, nunca mejor dicho, de ese parque  “circular”, estructurado en torno a un funcional y simbólico anillo distribuidor de tres kilómetros de longitud.

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La Plaza central y su puerta imaginaria abierta de par en par

Ese amplio espacio elevado que se desplegaba ante sus ojos parecía invitarla a cruzar una puerta imaginaria, al fondo, abierta de par en par y enmarcada por dos autoritarios bloques de hormigón, como si de dos guardianes se tratase. Lejos de asustarse frente a esa gigantesca y dúplice presencia, ella, emocionada, siguió la silenciosa pero autoritaria llamada de la plaza, y, un paso tras otro, se fue asomando al vacío que, desde la lejanía, parecía abrirse tras esa inquebrantable pareja de colosos.

Detrás de ese portal monumental abierto al cielo, se encontró con un curioso e ingenioso juego, un kit de líneas verticales y horizontales que componía una especie de ajedrez suspendido en el aire, un peculiar tablero de casillas transparentes sujetado por unos cuantos pilares cuyos ejes se proyectaban progresivamente hacia el agua transparente de la Ría, hacia el verde escenario de El Capricho y, más allá, al fondo, en el backstage del firmamento de Madrid, hacia otra moderna construcción de líneas curvas y sinuosas que, paulatinamente, se iba imponiendo en ese nuevo horizonte: el futuro Estadio Wanda Metropolitano.

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Un tablero de casillas transparentes proyectado hacia nuevos horizontes

Aliapiedi se quedó sin palabras, conteniendo el aliento y las emociones ante ese superlativo panorama, ante esa superposición de planos, ante ese cuadro infinito que, desde su posición privilegiada, dominaba por completo.

Ya fuera por culpa de la primavera o de sus fantasías, fuera por lo que fuera, allí arriba se sentía poderosa, llena de energía y rebosante de alegría.

Con esa actitud, tras dejar atrás esas vistas tan embriagadoras, se dirigió a su derecha, al camino que llevaba a la parte superior de la zona del Invernáculo, lo que se suponía era la cabeza del  adversario que se protegía con un yelmo más que peculiar cuyo curvilíneo perfil, en ese preciso instante, podía contemplarse a través de los flujos del riego artificial.

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El bosque autóctono y las aromáticas

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Entre «suculentas»…

Se adentró entonces en el bosque autóctono, fijándose por primera vez en las especies aromáticas distribuidas en unas pequeñas superficies a los pies de pinos, robles, hayas, acebos y tejos cuyas ramas, a diferencia del invierno anterior, ya no parecían huesos de esqueletos deseosos de atraparla entre sus garras sino más bien voluminosas y airosas alas de abanicos que, con sus brazos frondosos, casi tapaban los estilizados árboles pintados en el vidrio de los paneles exteriores del edificio; seguidamente, ya en la zona de los umbráculos, fueron unas cuantas compañeras suculentas, yucas, filiferas, rostratas y gloriosas, las que, presentándose una tras otra a lo largo de una pasarela, le dieron la bienvenida con sus tallos, hojas y raíces engrosadas por el agua almacenada y alimentadas por unos rayos de luz que cruzaban las vigas curvadas de acero en voladizo de una cubierta que parecía flotar en el océano del aire, cual blanca pareja de velas ensanchadas por el viento.

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La sugestiva pasarela entre luces y sombras

Intentando no dejarse distraer por esos sublimes detalles, ella siguió adentrándose en campo (que ya no le parecía tan) enemigo y, como temía, tuvo que detenerse ante una complicada bifurcación que conocía a la perfección: si decidía ir a la izquierda se toparía con el (aparentemente) agradable jardín japonés, puede que infestado por unos fantasmas del pasado, mientras que a la derecha le esperaban los demás inquilinos de ese reino botánico protegido.

Aliapiedi, sin dudarlo ni un segundo, eligió la segunda opción, no por cobardía, y tampoco por temor, sino para dejar para el final de su recorrido el “lugar del delito”, el lugar en el que, en una fría tarde invernal, había visto, o puede que imaginado, “algo” o “alguien” inesperado.

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Un sol, o «Espacio México», amaneciendo en el horizonte

Bajó entonces por la sugestiva pasarela situada a su derecha en la que, una vez más, las luces y las sombras jugaban al escondite con los muros, las láminas y los pilares horizontales y verticales del edificio, gracias a la impresionante superestructura mixta de hormigón y acero, abierta, y al mismo tiempo cubierta, al cielo y a su divertida y cerúlea mirada.

Dejando a su izquierda, en la lejanía, la roja y cautivadora figura de una escultura llamada “Espacio México” parecida, según su peculiar interpretación, a un sol al amanecer, giró a su derecha y caminó hasta  alcanzar una poblada zona central donde le esperaban, entre la tierra de los parterres y la gravilla del sendero, diferentes seres vegetales: los vivaces helechos, sin flores ni semillas, brillando, o mejor dicho, “helechando” por sí mismos en la parte menos iluminada; un poco más adelante, como si se tratasen de unos simpáticos duendes, los verdes habitantes del bosque de ribera, o bosque en galería, cuya vegetación formaba bandas paralela a un imaginario y cristalino curso acuático; a renglón seguido, unas dulces acidófilas, enseñando sus mejores ejemplares de brezos, rododendros, hortensias y, sobre todo, de floridas y albas camelias japónicas, todas ellas “acidofilando” a su manera, es decir, tolerando dulcemente su sustrato con pH ácido; al fondo, las imponentes palmeras, acompañadas por unas leñosas plantas cicadáceas de hojas pinnadas que, “palmaceando” y “cicadáceando” al unísono, parecían recrear una selva de Madagascar, y, finalmente, en el muro de gaviones lateral, asomando entre los intersticios, unos helechos colgantes, “colgando” como era debido, y unas atrevidas trepadoras, “trepando” hacia el infinito… ¡y más allá!

Rodeada por esos supuestos adversarios que la amenazaban con un portentoso festival de colores, olores y sensaciones, pletórica y satisfecha por esa lucha sin iguales, se liberó de sus prejuicios del pasado, depuso las armas y, esbozando una sonrisa, en signo de amistad, empezó a disfrutar de verdad de ese lugar, de esa acertada fusión entre el original continente y su exuberante contenido, de esa peculiar Madre Naturaleza Arquitectónica que, en función de las estaciones, gestaba, desarrollaba y traía a la luz nuevas vidas vegetales, al amparo de las gigantescas manos protectoras de los techos curvos de la cubierta.

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La Madre Naturaleza Arquitectónica con sus gigantescas manos protectoras

Con el gozo en el alma y en el cuerpo, se dirigió entonces hacia la sección de los cítricos donde se topó con unos arbolillos perennes que exhibían orgullosos sus vástagos amarillos que, llenos de vitamina C y ácido cítrico, se escondían tímidamente entre las hojas verdes de sus progenitores.

Tras despedirse de esa familia numerosa de la que, además de los vergonzosos limones, formaban parte naranjas, limas y mandarinas, se encaminó hacia la parte inferior del invernáculo, donde se erguían los veteranos bambúes, fortalecidos en sus altos tallos por la experiencia del tiempo vivido, que parecían rememorar sus orígenes y posterior diversificación más de treinta millones de años atrás. Esa especie de tan elevada estatura que siempre le hacía añorar su increíble viaje japonés del anterior verano, la entretuvo bastante rato con su evocadora presencia, antes de emprender un camino flanqueado por estanques en el que se personaron unas frescas plantas acuáticas, entre las que, a pesar de sus escasos, prácticamente nulos, conocimientos prácticos y teóricos de botánica, reconoció una variedad de la romántica nymphaea, musa inspiradora del célebre Monet.

Mientras recorría aquel cuadro tan dinámico que ella misma protagonizaba, se percató de que había llegado al origen de ese pletórico conjunto, al ombligo de ese mundo vegetal, a la fuente de la vida en general y de todas las vidas allí reunidas en particular: la imperiosa cascada, de esa dinámica criatura hídrica que, con su vital poderío, acompañado por el rítmico fluir de las aguas, le provocó, como siempre, un cierto respeto reverencial.

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El original y acuático monumento a la vida, parecido a un templo perdido

En su vis-à-vis con esa escenográfica lámina de agua, Aliapiedi no pudo evitar observar, y a la vez admirar, con la debida devoción y respeto, la grandiosa estructura vertical sobre la cual aquélla se deslizaba entre los oblicuos destellos de luz, mientras que a su lado descansaba su hermana menor, un bloque rígido de inferiores dimensiones pero de líneas geométricas parecidas que permanecía inmóvil, aunque parecía moverse debido a la líquida presencia que recorría su cuerpo cubierto por el musgo, dejándose rasgar por las sombras y las luces proyectadas a través de las lamas de la “cubierta abierta”, lo que le daba un curioso aspecto atigrado, menos formal que el de su vecina.

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Una monumental hermana menor de aspecto «atigrado»

Aunque deseaba permanecer más tiempo ante ese peculiar monumento a la vida que se asemejaba a los templos perdidos de América Central, sabía que había llegado el momento de la prueba de la verdad: el reencuentro con ese “algo” o “alguien” del anterior invierno.

Había vuelto a la Estufa fría no para acobardarse en el último instante sino para enfrentarse, esta vez preparada, documentada e instruida, a sus fantasmas del pasado.

Volvió entonces sobre sus pasos, retornó por la pasarela principal de madera, y allá dónde los caminos se cruzaban, siguió esta vez todo recto, sin vacilar.

Una vez allí, en el patio “zen-budista” de siempre se ruborizó como nunca: el jardín japonés había florecido, el jardín japonés había crecido, el jardín japonés había magníficamente resucitado.

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El chambelán japonés

Fue un árbol no muy bien identificado que, a la par de un ilustre chambelán, la acogió con sus verdes y cargados brazos abiertos, anunciando su llegada a todas las criaturas de flor y hojas que allí descansaban.

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Los colores primaverales-otoñales del rincón «zen-budista»

Y ella, boquiabierta, con sus ojos fuera de las órbitas, como un avestruz, asumiendo esa irracional actitud, tan propia de ella, que contrastaba con el orden y la formalidad de ese lugar tan sagrado, emblema del equilibrio universal, empezó a dar saltos de alegría a la par que gritaba entusiasmada.

En efecto, de todos los espacios fraccionados que, sin embargo, conferían unidad al conjunto arquitectónico, ese era indudablemente el que más había cambiado.

Entre las piedras decorativas y la gravilla rastrillada se erguían ahora con todo su poderío vegetal, con toda su belleza natural, con todo su esplendor sin igual, los nobles anfitriones de ese rincón japonés, recién despertados de su letargo invernal. Esos seres, que se presentaban con sus evocadores títulos en latín que parecían complicados trabalenguas, ahora exhibían deslumbrantes y sin ningún pudor todos sus colores veraniegos que, paradójicamente, parecían más propios del otoño: el amarillo, el rojo, el marrón y el verde y, como superlativo telón de fondo, el omnipresente azul del cielo.

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El jardín japonés en todo su esplendor primaveral

Todo allí era armonía, todo allí estaba en paz, con la única excepción de la propia Aliapiedi que trataba de recuperar la compostura, no sin dificultades.

Faltaba, sin embargo, un último detalle para poner el broche de oro a esa visita tan sorprendente: acercarse una vez más a los ventanales que se abrían en uno de los muros de hormigón que delimitaban ese recinto y comprobar de una vez por todas si la escalofriante visión del invierno pasado había sido solo un espejismo o la cruda realidad.

Sigilosamente, se acercó de puntillas hasta allí pegó su cara al cristal para que los reflejos de la luz no le jugaran una mala pasada y lanzó su mirada hacia ese espacio oscuro…

Entonces lo vio, lo volvió a ver todo, igual que tres meses atrás pero bajo una perspectiva diferente.

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Una dulce-amarga sorpresa: abetos apagados, a la espera de ser rescatados

Tras ese vidrio se escondían en efecto unas extrañas criaturas pero no le parecían tan espantosas como ella las había imaginado.

Se trataba de unos humildes abetos sin copa y sin raíces que ya no iluminaban las Navidades, ni se exhibían al público en una amplia zona cerrada de ese edificio, ni deslumbraban con las ideas y los proyectos que ellos mismos representaban.

Esos seres naturales y a la vez artificiales no eran otra cosa que unos mudos y tristes supervivientes del pasado, testigos y víctimas a la vez de la injusta realidad que el destino les había deparado.

Aliapiedi entonces recordó de repente todo lo que había leído sobre esa, para ella desconocida, Área de Exposiciones de la Estufa fría, sobre ese “bosque de hormigón” cubierto en el que ella se habría perdido a gusto, sobre esos mil quinientos metros cuadrados del “Museo de la Flora y de Clima Mediterráneo” originariamente concebidos para alojar una exposición permanente, además de una tienda, una sala de exposiciones temporales y otra de proyecciones audiovisuales.

De todo ello ya no quedaba nada o, mejor dicho, sólo quedaban esos temblorosos e indefensos arbolillos, adormilados y apagados.

¿Cómo podía ella haberlos confundido con unos monstruos peligrosos, con unos individuos sospechosos, con unos seres misteriosos?

Se avergonzó de sí misma, de su injustificada reacción invernal, de sus miedos sin fundamentos, de su huida sin sentido.

Cara a cara con esos árboles tan asustados como ella en la estación anterior, tuvo el impulso, sólo frenado por la hostil lámina de cristal, de abrazarlos, animarlos y reconfortarlos, de murmurarles al oído que, a pesar de su aparente estado de abandono, nadie los había olvidado, que pronto, al igual que todos los demás seres de la zona de los umbráculos, ellos también iban a despertar de su largo y forzoso letargo y que el vacío que les rodeaba se convertiría en un exitoso espacio de divulgación científica que albergaría interesantes iniciativas culturales.

No eran falsas promesas, no eran palabras sin sustancia, no eran esperanzas de conveniencia.

Aliapiedi, en efecto, sabía que la asociación creada por ese amigo siempre comprometido con el barrio ya había reclamado, y obtenido,  del Ayuntamiento una mayor atención hacia esa joya arquitectónica del galardonado parque Juan Carlos I y que en un futuro no tan lejano, una vez acometidas las necesarias obras de restauración y acondicionamiento, ese edificio y todos los elementos alojados en su interior, incluidos los pobres arbolillos, iban a gozar de una  segunda, y aún más esplendorosa, juventud.

Segura de ello, tras despedirse de  esos silenciosos interlocutores, les dio la espalda, aunque sólo físicamente, y se encaminó confiada hacia la salida, dejando atrás los espectaculares umbráculos que vivían de las vidas que protegían, la cálida y acogedora Estufa fría, y la grandiosa y, provisionalmente, vacía Plaza central, futuro punto de encuentro de millares de entregados visitantes.

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¡La espectacular, y cálida, Estufa fría!

Y así, sonriente, se encaminó hacia el sendero principal del parque, ese peculiar círculo (no vicioso) central, formado por un ancho bulevar a lo largo del cual se sucedían en el tiempo, y también en su vegetación y pavimento, las cuatro estaciones, acompañada por las misteriosas y amistosas fuerzas de ese Gigante Verde embrujado, ahora tan amado.

Alcanzó así, y no por casualidad, el Paseo de Verano.

Empezó a recorrerlo física y simbólicamente y despacito, un paso tras otro, a piedi, como de costumbre, empezó a volar con las alas de su fantasía hacia una nueva aventura veraniega en la mágica Estufa fría y, sobre todo, en sus futuras y renovadas instalaciones, que imaginaba como las apoteósicas protagonistas de una dulce y final sinfonía de las cuatro estaciones…

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Parque Juan Carlos I: La Estufa fría y las estaciones (Segunda parte)

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– INVIERNO: LA INQUIETUD –

Era invierno.

Un domingo de invierno.

Aliapiedi, presa de los remordimientos después de unas tapas “en familia” en el bar de siempre, víctima de sus utópicas promesas, acababa de decidir que tenía que quemar las calorías de esa comida y de todas las que la habían precedido durante el periodo navideño recién finalizado, así que, después de haberse despedido de sus familiares que no tenían necesidad alguna, y tampoco ganas, de seguirla en su marcha forzada, se dirigió sin un itinerario preestablecido hacia el cercano parque Juan Carlos I, dejándose llevar por sus pasos perdidos y por las apremiantes melodías del I-pod que le había prestado su hija.

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Esqueletos de árboles

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La futura Pirámide IV

Era una soleada pero gélida tarde invernal, azotada por un impertinente viento que no invitaba en absoluto a pasear, y menos aún en solitario, pero ella, determinada más que nunca con sus buenos propósitos de principios de año, se adentró sin vacilar en el exterminado espacio verde, enfrentándose al poderoso Eolo.

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Barcos a la deriva

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Paseo fluvial artificial

Recorrió un paseo asfaltado flanqueado por esqueletos de árboles a la espera de ser resucitados por la primavera, bordeó una futura Cuarta Pirámide hecha, por el momento, de escombros y tierra, cruzó un prado ocupado por los charcos y por el barro, dejó atrás unos barcos a la deriva, abandonados por su infantil tripulación, y, finalmente, alcanzó el canal principal del parque cuyas aguas turbulentas, empujadas por violentas ráfagas de viento, parecían lanzarse hacia una cascada monumental.

Ella siguió caminando, a piedi, desafiando los adversos elementos climatológicos y desafiándose a si misma, hasta que, de repente, entre tanta soledad, casi desolación, volvió a encontrarse con la inquietante construcción que había descubierto la estación anterior y de la cual, ahora, ya conocía su nombre tan evocador: “Estufa fría”.

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La Estufa fría, desde el otro lado de la Ría

Allí estaba, observándola, al igual que en otoño, desde el otro lado de la ría, atrayéndola con su siniestro encanto, animándola a acercarse a sus grises y sólidas columnas entre las cuales destacaba, temeraria, una palmera solitaria.

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La tentadora pasarela

Aliapiedi dudó: su curiosidad innata la instigaba a alcanzar ese llamativo edificio a través de una cercana pasarela, sin necesidad de tirarse al agua, como se había planteado la primera vez, pero, al mismo tiempo, unos alarmantes escalofríos, provocados no sólo por el frío exterior sino también por un sexto sentido interior, quizás alimentado por las mismas fuerzas invisibles que la habían llevado hasta allí en la época otoñal, le sugería quedarse donde estaba y regresar a casa a una hora prudente.

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¡Un cartel a lo «Walking dead»!

En esta tesitura, ante la necesidad de tomar una decisión, se sintió sola y perdida, sola ante el peligro, perdida en sus sinsentidos, echando de menos a su marido cuya racionalidad casi siempre conseguía equilibrar sus impulsos disparatados.

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Sombras alargadas y vigas suspendidas

Y así, al cabo de un par de minutos, sin darse cuenta se encontró cruzando la original pasarela peatonal, temiendo y, al mismo tiempo, insensatamente deseando descubrir lo que podía encontrarse tras ella.

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«Sala de Exposiciones»

Se topó entonces con una reja abierta de par en par y un cartel anunciando el horario de apertura y las restricciones para mascotas y ciclistas en ese lugar, y, una vez dentro, con las sólidas columnas de antes que, a través de sus sombras alargadas que se unían a las de unas vigas suspendidas, dibujaban cruces inquietantes en el suelo y en una escalera orientada hacia el cielo; un poco más allá estaba la “Sala de Exposiciones”, según atestiguaba un rótulo de fondo rojo colgado en una desnuda pared de hormigón, decorada con rojizas tiras verticales provocadas por la humedad, que estaba cerrada a cal y canto, en cuyos opacos ventanales se reflejaba la luminosidad exterior y aquella de un pasado esplendor, y, al fondo, la parte más futurista de todo el conjunto, caracterizada por unos techos curvos que, desde la lejanía, permitían intuir su asombroso, o puede que engañoso, contenido.

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Una extraña construcción del futuro: el Invernáculo

Aliapiedi se acercó sigilosamente a la entrada, presidida por una breve escalera, flanqueada por una rampa, sobre la que se deslizaba una especie de barandilla de cristal pintada con figuras estilizadas de árboles de aspecto tenebroso.

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La curiosa, puede que engañosa, entrada

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Las «acuáticas»

Asaltada por un fugaz momento de lucidez final, dudó por un instante, pero ignoró ese nuevo aviso y se lanzó sin más al interior de esa parte de la Estufa Fría, llamada “Invernáculo”, según rezaba el mapa de la entrada que explicaba su función y la distribución de sus doce espacios botánicos.

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Los bambúes y sus fustos esbeltos y robustos

Se encontró entonces, a la derecha, con unas plantas acuáticas, que flotaban en un estrecho estanque en el que se reflejaban las lamas de la cubierta, y, a su izquierda, con unos bambúes de hojas diminutas y fustos esbeltos pero robustos que le trajeron a la memoria las imágenes de los magníficos bambusais disfrutados unos pocos meses antes en el sorprendente país del sol naciente.

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La pasarela invadida por las hojas

Subió entonces por una escenográfica pasarela de madera, casi invadida por las hojas de esas plantas que parecían quererla engullir, como si fuera un templo en la selva…

Esforzándose en no dejarse impresionar por esas fantasiosas visiones de seres vegetales con intenciones no precisamente amigables hacia ella, decidió seguir avanzando en ese reino, puede que perdido, puede que prohibido, alcanzando un sugestivo y amplio espacio central.

Allí unos helechos y, al fondo, unas palmeras, destacaban con sus notas de color verde entre los tonos marrones de un bosque de ribera cuyos árboles levantaban hacia el cielo sus brazos desnudos en busca de sus hijas, sus hojas perdidas, sus hojas caídas, los grises de unos muros de piedra a los que unas supuestas trepadoras no tenían suficientes fuerzas para agarrarse y los amarillos de unas acidófilas que lloraban lágrimas amargas por sus flores muertas.

Ese increíble escenario, rasgado por los cortes de unos rayos que, prepotentes, traspasaban los huecos paralelos de la cubierta, la impresionó profundamente, en todos los sentidos; positivamente por la grandiosidad, originalidad y genialidad del contenedor, pero también en sentido negativo por la soledad, la desolación y la frialdad de su contenido.

Había algo o alguien allí dentro que, en ese preciso momento, le transmitía unas extrañas sensaciones, haciendo saltar todas sus alarmas interiores, impidiéndole disfrutar con la serenidad anhelada de ese lugar que, en otras circunstancias, la habría cautivado sin restricciones.

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Un increíble escenario rasgados por los rayos

Ella, sin embargo, se quitó los cascos que aún llevaba puestos y se internó aún más en ese territorio vegetal hasta que, de repente, entre el escalofriante silencio reinante, empezó a oír un leve y rítmico sonido.

Como una sabuesa, se puso a la escucha, alzando sus antenas imaginarias, afinando la mirada y tratando de identificar esa vibración sonora no muy bien identificada que la atraía como una sirena traicionera de una Odisea “aliapiedesca”; entonces, sin prisa pero sin pausa, mientras trataba lidiar con los pálpitos de su corazón, el jadeo de su respiración y la humedad de su sudor, siguió avanzando hasta llegar a los pies de una cascada cuyas aguas, en un círculo vicioso, se deslizaban autoritarias sobre una obscura y alta pared vertical.

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Un gigante de hormigón y agua, fuente poderosa de la vida

Ese increíble y evocador conjunto que bien podía formar parte del escenario de una película de ciencia-ficción, se le asemejó a una misteriosa puerta hacia un onírico universo paralelo de un “señor de los anillos” o hacia un fantástico reino de un despiadado “juego de tronos”…

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¿Una jaula humana y vegetal?

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Una rampa ahogada entre paredes

Aliapiedi se quedó de piedra, boquiabierta, contemplando ese gigante de hormigón y agua que, como si de un altar se tratara, se elevaba amenazador ante ella y ante esas plantas flotantes que parecían arrodilladas, cual fuente poderosa de las vidas adormiladas allí reunidas y alma fundamental del inminente soplo primaveral.

Y después de unos largos minutos de contemplación, por fin volvió en sí, alejándose de prisa, confundida y desorientada, de ese increíble lugar que se le iba asemejando a una enorme jaula vegetal.

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Los «cítricos»con su acidez

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Las punzantes «suculentas»

Cruzó así una rampa flanqueada, casi ahogada, entre dos paredes; se topó con unos cítricos que desprendían acidez a través de sus pieles; se enfrentó a unas plantas suculentas que intentaban pincharla con sus hojas puntiagudas; y, finalmente, entre tanta hostilidad, encontró la paz en un acogedor jardín japonés.

Allí, en ese rincón zen al aire libre que intentaba imponer su presencia y esencia equilibrada, por fin se tranquilizó y, siguiendo el breve camino sin salida que desfilaba al lado de piedras decorativas entre gravilla rastreada, acabó frente al sólido muro lateral de la mencionada Sala de exposiciones.

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El pacífico y equilibrado jardín japonés

Unos opacos ventanales, golpeados por los despiadados rayos del sol, no dejaban ver lo que se escondía en el interior de esa sólida estructura pero ella, no pudiendo evitar fisgonear, aplastó su cara contra esa superficie casi transparente, dirigiendo su mirada hacia la penumbra hasta que, en un instante, la paz, su paz recién conquistada, se quebró por completo.

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De la paz «zen»…

bosque autoctono

… a la guerra «autóctona»

Entonces, empezó a correr desquiciada, de un lado a otro, como una peonza fuera de control, como un ratón en una ratonera o, peor aún, como una Wendy en el laberinto de “El resplandor”, asaltada por unos temores puede que infundados, presa de unas fantasías engañosas, acorralada por unos fantasmas no bien identificados, hasta que, tras muchas vueltas, después de haber evitado los abrazos indeseados de un bosque autóctono cuyos ejemplares, alargando sus hojas de agujas, empujadas por el viento, parecían querer atraparla y retenerla allí para siempre, como en las peores pesadillas de Blancanieves o de Caperucita Roja, encontró una salida y, a toda prisa, sin mirar atrás, se alejó, puede que para siempre, de una Estufa fría embrujada y de unas inquietantes criaturas divisadas a través de un cristal, probablemente fruto de su locura, que habían puesto el punto final a una escalofriante aventura inverna(cu)l(ar)…

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Un inquietante final «inverna(cu)l(ar)»…

[Continuará…]

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Parque Juan Carlos I: la Estufa fría y las estaciones (Primera parte)

– OTOÑO: LA SORPRESA –

Era otoño.

Un domingo de otoño.

Como de costumbre, los de Aliapiedienfamilia habían ido a tomar el aperitivo a su bar de cañas y tapas favorito y, como casi siempre, aquél se había convertido en un entretenido almuerzo familiar, gracias también a la habitual amabilidad del personal.

Pero después de la devoción gastronómica cada cual tenía que afrontar sus obligaciones: estudiar para el examen del día siguiente, en el caso del hijo mayor; tocar el piano para la inminente clase de la tarde, en el caso de la hija pequeña; ocuparse de los niños sin dejarse seducir por la tentación de Morfeo durante la hora de la siesta, en el caso del padre, y, en el caso de la madre, dar un breve paseo para mitigar, o por lo menos intentarlo, el cargo de conciencia provocado por el contundente tapón de chocolate apenas ingerido aunque, eso sí, compartido “en familia”.

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El islote artificial con cascada

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El reflectante Centro Cultural Gloria Fuertes

Así las cosas, presa de sus remordimientos, decidió recorrer a piedi los aproximadamente dos kilómetros que la separaban del hogar familiar y, tras superar el sugestivo y reflectante Centro Cultural Gloria Fuertes, mientras dejaba a su derecha unos árboles de bronce que destacaban en el medio de un islote artificial con una cascada, se sintió irresistiblemente atraída por la puerta de metal, abierta de par en par, que daba acceso al Parque Juan Carlos I, el mismo que durante muchos años ella misma había ninguneado en favor de su amado Jardín de El Capricho.

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La pasarela hacia el Jardín de las Tres Culturas

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Las silenciosas compañeras de Aliapiedi

Sin oponer la más mínima resistencia a su instinto, comenzó a andar sin rumbo y sin destino por esa exterminada zona verde que, todavía, no dominaba en su totalidad. Dirigió sus pasos hacia el ancho bulevar principal, de forma circular, cuya decoración vegetal y coloración del pavimento evocaban los elementos típicos de las cuatro estaciones y, acto seguido, a la altura del puente que conducía al emblemático “Jardín de las Tres Culturas”, mágicamente invitada por una escenográfica alfombra de hojas amarillentas y naranjadas, tomó el camino, hasta ese momento desconocido, que bordeaba la ría central.

Decenas, puede que centenares, de pacientes tortugas de agua, la escoltaban silenciosamente en su periplo hacia el centro de ese reino verde poblado por innumerables familias de plantas que, a esas tempranas horas de la tarde, respiraban tranquilas con la única compañía de diferentes especies animales, sobre todo aves, y de unos pocos seres humanos.

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Un acuático portal parabólico

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Pasarelas atrevidas

Aliapiedi, disfrutando de esos parajes naturales que, un paso tras otro, la sorprendían con pintorescas estampas otoñales, movedizos reflejos acuáticos de cálidos colores y atrevidas líneas sinuosas de pasarelas peatonales, se dejaba ir, absorta en sus pensamientos, en un déjà-vu casi poético, hasta que su paz interior se vio quebrada por dos altos surtidores acuáticos que dibujaban en el aire un dúplice y parabólico portal tras el cual apareció una extraña estructura, hecha de columnas racionalmente distribuidas que se erguían imperiosas sobre el agua, reflejándose en ella.

Esa “cosa” le pareció el esqueleto de un moderno y estilizado templo de reminiscencias greco-romanas, desprovisto de frontón, de estatuas, de capiteles y, en general, de toda decoración, pero, a pesar de ello, igualmente impactante y sugestivo.

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La «cosa», moderna y estilizada

Mientras lo contemplaba entre sorprendida y cohibida, divisó a su lado “algo” parecido a una futurista nave espacial a punto de despegar, provista de unas alas no tan imaginarias que, sin embargo, en su quietud, componían un original techo curvo repartido en dos niveles. Los lejanos recuerdos de los dibujos animados de su infancia, como “Capitán Harlock”, y los más recientes de las películas de ciencia ficción disfrutadas en compañía de su hijo mayor, la asaltaron con toda su fantasiosa intensidad y, presa de la curiosidad, decidió que, fuera lo que fuera aquello que, emergiendo de las aguas, había tomado cuerpo al otro lado de ese canal, no podía dejarlo pasar por alto, ni conformarse con mirarlo, y admirarlo, desde la lejanía, esforzándose en frenar su impulso de  zambullirse en las frías corrientes de la ría para alcanzar directamente su objetivo, evitando dar muchos rodeos por ese territorio que la estaba desorientando, en todos los sentidos…

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«Algo» parecido a una futurista nave espacial

Las fuerzas misteriosas de antes, invisibles inquilinos del parque, que convivían pacíficamente con su flora y su fauna, la habían llevado adrede hasta allí. No era casualidad y ella lo sabía, de modo que tenía que someterse a su voluntad. Dicho y hecho, cuando estaba a punto de lanzarse hacia una nueva aventura, esta vez en solitario, sin su familia, y más bien “a nado” que “a piedi”, un sonido raro, metálico, no precisamente agradable, empezó a retumbar en el interior de su cuerpo, o puede que de su alma, o, más bien, en el bolsillo de su chaqueta, que albergaba su móvil de penúltima generación. Era un mensaje de Hangouts de su hija, la única preocupada por su retraso, posiblemente porque era la única que no había sucumbido ante Morfeo, ni quedado atrapada entre las garras de un monstruo inglés llamado “Natural Science”.

Fue sólo entonces cuando Aliapiedi reparó en que había transcurrido más de una hora desde que se había separado de su familia y que las luces naturales del cielo de Madrid se iban apagando poco a poco para dejar protagonismo a las estrellas.

Ese aviso de su hija era, sin duda, una nueva, y muy real, señal, así que tenía que alejar rápidamente los pájaros que sobrevolaban su cabeza y abandonar, por el momento, la idea de nadar hacia ese insólito lugar para explorarlo a fondo, por fuera y por dentro.

Y así, después de haber tranquilizado a la pequeña con unos cuantos mensajes acompañados por unas pintorescas fotos tomadas durante su improvisada excursión, aceleró la marcha, siguiendo el curso de la ría y dejando a un lado otros puentes, pasarelas, cascadas, geyser, láminas de agua e islotes artificiales con canoas amarradas a sus rocas, hasta alcanzar nuevamente el anillo central, dejando atrás ese intrigante elemento arquitectónico, puede que fruto de un espejismo, desprovisto, por ahora, de un nombre y de una identidad.

[Continuará…]

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