[… Sigue]
Nos despertamos pronto, a la misma hora que cuando vamos al cole, pero con la pequeña diferencia que estamos de vacaciones y que nuestro destino de hoy son los “Walt Disney Studios”. Así que después de un sabroso petit-déjeuner a base de croissant con leche o café au lait, a las diez en punto, hora de apertura, ya estamos frente a la evocadora reja del segundo parque incluido en el complejo disneylandiano y que aún no existía cuando mi tío y mis padres vinieron por estos lares. Mi madre está especialmente exaltada, recordando los impresionantes “Universal Studios” de Orlando, que visitó hace más de veinte años en compañía de su hermano; según ella, este lúdico recinto será (aún más) atractivo para los mayores ya que mezcla la diversión con el aprendizaje –debo confesar, querido abu, que al oír esas últimas palabras se despertaron ciertas dudas acerca de la meta hodierna, ¡no fuera a ser que acabáramos en una escuela de verdad asistiendo a unas (inoportunas) clases veraniegas!–.
Nada de eso, una vez en el interior del parque, tras acceder al “Front Lot”, respiramos aliviados al comprobar que su estructura nada tiene que ver con la de un colegio.

La fuente ¿(in)animada? de la «Plaza de los Frères Lumières»
Nos encontramos en la “Plaza de los Frères Lumières”, dedicada a los famosos inventores del cine, dominada por una fuente central con un alegre Mickey, aprendiz de brujo, rodeado de escobas, como en la mítica escena de “Fantasía”.
Y allí, frente a esta estatua tan sugerente, esperando que sus protagonistas no cobren vida y nos cubran de agua o, más bien al contrario, deseándolo con todas nuestras fuerzas, se da el pistoletazo de salida a la primera de las sesiones fotográficas “en familia”, previas a nuestro triunfal ingreso al “Disney Studio 1”, entre los bastidores de un increíble viaje cinematográfico.

Exóticos locales

Gasolineras de carretera
Y, de repente, al igual que el día anterior, como si hubiéramos cruzado un portal espacio-temporal, nos encontramos en una impresionante galería principal donde, en la penumbra, bajo los focos de los reflectores, al ritmo del twist o del fox-trot, se suceden tiendas glamurosas, restaurantes “teatrales” y gasolineras de carretera con bólidos a la espera frente a exóticos locales para apasionados de las olas.

Tiendas glamurosas y restaurantes «teatrales»
Nos hemos trasladado a la época dorada de Hollywood, en la ciudad de Los Ángeles, la meca del cine, allí donde los sueños se hacen realidad y nacen las estrellas…
Y esta vez, en lugar de una princesa con corona me convierto en una diva con tiara, en una actriz muy famosa, con gafas de sol bastante vistosas, que intenta pasar desapercibida entre la multitud de admiradores; sin embargo, a la salida del estudio, no puedo evitar posar como una vamp, coqueta y presumida, ante la estatua del genial soñador al cual está dedicado todo el complejo de diversión: ¡Walt Disney!

La bienvenida de Walt Disney y Mickey Mouse
El célebre productor y director nos da la bienvenida en una pintoresca glorieta de la mano de su criatura más famosa, Mickey Mouse, con el célebre letrero hollywoodiense como telón de fondo entre las verdes colinas californianas.
¡Ese sí que es mi reino! ¡El reino de las estrellas! ¡El reino de la fama!
Y mientras me recreo con mi actitud de superstar, centrada en mi misma, la mirada de los demás, en lugar de recaer en mi esplendorosa silueta, se fija en la tenebrosa figura de una destartalada torre-ascensor: “The Twilight Zone Tower of Terror”.
Mi padre, el más atrevido de todos, imitado por mi hermano, que no quiere ser de menos, observa con pasión y con terror el altísimo edificio, deseando subir hasta su última planta para, desde allí, dejarse atraer por la irresistible fuerza de gravedad, envuelto en una cuarta dimensión.
La incredulidad y preocupación se apodera de todos, incluida yo, que abandono por un momento mi actuación estelar para unirme a la calurosa plegaria familiar.

«The Twilight Zone Tower of Terror»
Nadie quiere que lo hagan, nadie quiere que salten al vacío, nadie quiere que afronten el atrevido desafío, y, finalmente, entre rezos convertidos en recomendaciones y luego en reproches, conseguimos disuadirles, proponiéndoles como tranquila (o puede que no tanto) alternativa el cercano “Studio Tram Tour: Behind the Magic”, ubicado al final de un amplio y poco traficado “Hollywood Boulevard” flanqueado por palmeras.
Así que, tras una breve espera –no sé si era debido a la temprana hora o porque era un día entre semana pero, querido abu, me percaté de que en ese parque había mucha menos gente que en el de Disneyland–, subimos en el cómodo y pacífico (o puede que no tanto) tranvía.
Un divertido Jeremy Irons nos da la bienvenida y nos comunica que va a ser él nuestro maestro de ceremonias durante todo el trayecto.
Naves espaciales…
…. coches de época y…
… avionetas cinematográficas
El inusual medio de transporte se adentra así en un bosque donde van apareciendo objetos y criaturas de diferentes decorados cinematográficos: avionetas estadounidenses mimetizadas entre la naturaleza de un bélico “Pearl Harbour”, naves espaciales de un fatal “Armageddon”, listas para despegar, y volátiles gigantescos custodiando un imponente portal que, dando acceso a un “Parque Jurásico” a escala real, estático en su grandiosidad impone tanto como el dinámico de la exitosa película–.

Un impresionante «Parque Jurásico»
Nos alejamos paulatinamente, para mi tranquilidad, de ese lugar “primitivo”, y nos metemos de lleno en la grabación de una escena aún más impresionante…
Nos encontramos en un cañón y contemplamos cómo un camión se está aprovisionando de petróleo recién extraído del subsuelo cuando, improvisamente, una furiosa tormenta se descarga sobre nuestro vagón, cuyo techo a duras penas consigue protegernos.
Truenos y relámpagos nos envuelven con sus sonidos ensordecedores y, como si todo eso no fuera suficiente, un temblor progresivo se apodera del tranvía que, finalmente, se ve obligado a detenerse por culpa de la furia de los elementos, empezando a balancearse peligrosamente, al compás del camión cisterna que, debido a las violentas sacudidas, acaba inflamándose.
La tormenta perfecta de….
… lluvia y llamas
Ráfagas de calor nos invaden el cuerpo y el alma, gritos de terror se lanzan al aire, una histeria al rojo vivo serpentea entre nosotros, hasta que una torrencial, y providencial, cascada de agua cae sobre el escenario en llamas.
La tormenta ha pasado, el cielo recupera su serenidad y la calma vuelve a reinar en este “tranvía llamado deseo…” ¡de huir de ese impactante “Catastrophe Canyon”!

«Catastrophe Canyon»
Sólo hay una persona o, mejor dicho, un personaje que ha permanecido impasible durante el catastrófico acontecimiento… Se trata, como no, de nuestro anfitrión, el hombre (de la máscara) de “hierro(s)”, tal y como revela su propio apellido, que aplaude el espectáculo y nos muestra la sublime perfección de la impactante escena de acción.

Los clásicos double-decker bus londinenses
Tras la subida de adrenalina, los pasajeros respiramos aliviados, aún con la emoción en el cuerpo y, mientras el vehículo retoma su camino, vamos dejando atrás acartonados sacerdotes egipcios, divinidades griegas y emperadores romanos, además de extraños reptiles. Poco a poco nos acercamos a una conocida ciudad, Londres, fácilmente identificable por los rótulos del metro, por los clásicos autobuses rojos de dos pisos y por los inconfundibles taxis negros. Pero a la vuelta de la esquina, el escenario cambia por completo…
Un desastre de dimensiones colosales ha debido golpear la capital del Reino Unido, a juzgar por el estado de sus palacios, demolidos, sus jardines, desaparecidos, y sus museos, aniquilados.

Un desastre de dimensiones colosales
Y como si todo ello no fuera suficiente, entre los escombros divisamos unas tuberías destrozadas, abiertas al cielo, que expulsan amenazadoras ráfagas de humo, o puede que de gas peligroso…
En efecto, a los pocos instantes mis dudas se convierten en realidad: una explosión incontrolable, pero controlada, tiene lugar a pocos metros de distancia, golpeándonos con la intensidad de su calor y amenazándonos con sus altas llamas: ¡Tenemos que irnos de aquí o acabaremos reducidos a cenizas!
Y, por fin, unos eternos segundos después, el tranvía de alta tecnología vuelve a ponerse en marcha, llevándonos de vuelta, sanos y salvos, aunque ligeramente mojados, a la estación principal.
¡Cuántas emociones! ¡Qué interesante ha sido este tour aparentemente relajante! ¡Qué emoción poder ver y vivir una peli desde dentro! –tengo que reconocer, querido abu, que, aunque hubiera preferido sentirme la protagonista absoluta de un romántico film de amor, esos rocambolescos rodajes me encantaron, y lo mismo le pasó a mi “nona-nena” que, para confirmarlo, volvió con su famoso lema: “¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–.
Pero no hay tiempo para el descanso.

El escenario de «Moteurs… Action!»
Falta muy poco para el inicio de “Moteurs… Action!”, así que tenemos que encaminarnos a la carrera hacia el correspondiente recinto que ya está lleno a rebosar. Cada uno de nosotros se sienta donde puede, unos más arriba y otros más abajo, hasta que entra en escena un virtuoso centauro que, sobrevolando el escenario a lomos de una moto, realiza con soltura y seguridad proezas al límite de lo imposible y de la gravedad.

La compenetración perfecta entre el hombre y la máquina
El hombre y la máquina, ambos animados, a su manera, se compenetran a la perfección: sus acrobacias, de altura, en todos los sentidos, fruto de una habilidad alocada y de una pasión desatada, rebosan tal armonía que resulta difícil discernir quién maneja a quién.
La multitud aplaude entusiasmada al motorista habilidoso que, con su medio portentoso, abandona el escenario haciendo gala, una vez más, de su bravura.
Y esto es sólo un aperitivo de lo que está por llegar…
En efecto, a continuación, en el escenario, que reproduce una tranquila plaza de un hermoso pueblo francés –que bien hubiera podido ser, querido abu, uno cualquiera de los que visitamos en familia el año pasado por la bella Provenza–, hacen acto de presencia los directores y ayudantes de cámara, que nos explican, como siempre en inglés y en francés, las escenas que en breve se van a rodar.

Un coche de cuatro… ¡y dos ruedas!
Tras comprobar que todo está en orden, entran en el recinto, a toda velocidad, unos ruidosos vehículos, que se persiguen a pocos centímetros de distancia por las calles secundarias de la tranquila villa, escondiéndose y volviéndose a encontrar, esquivándose con habilidad o flanqueándose con pericia, siempre a punto de chocarse, siempre a punto de estamparse. Todo está perfectamente calculado, cada movimiento, cada giro, cada adelantamiento. Y así, en ese estruendoso rock and roll, asistimos a la danza espectacular de seis furiosos coches negros a la caza de un flamante coche rojo.
Los números y los decorados se suceden a una velocidad de vértigo y los especialistas, a bordo de sus vehículos, de todo género y tipo, incluido un Rayo McQueen bastante despistado, nos deslumbran con auténticos malabarismos sobre cuatro, y en ocasiones dos, ruedas, saltando, frenando, arrancando y desafiando las leyes del equilibrio universal.

Un Rayo McQueen sonriente pero despistado
El resultado final de cada rodaje, cuyos trucos de realización se nos exhiben orgullosamente en una enorme pantalla gigante situada frente a los graderíos, es asombroso, incluido el de la última escena, la más movidita de todas, protagonizada por (los pilotos de) coches, camiones y motos corriendo entre disparos peligrosos, llamas amenazadoras, cristales rotos, caídas espectaculares y, como siempre, sobrecalentamiento de motores.
Fuego…
… persecuciones…
… y sobrecalentamiento de motores
Ahora somos nosotros, los espectadores, los que calentamos nuestras manos con aplausos enfocados, satisfechos e impresionados por el espectáculo rutilante, por ese arte de la conducción y por la genialidad de lo que se oculta tras la fachada cinematográfica –y a pesar de que a mí no me gustan los motores, los sonidos altos y tampoco las películas de acción, no puedo negarte, querido abu, que, una vez más, al igual que con el anterior tram tour, disfruté como nunca de ese sensacional stunt show–.

«Moteurs… Action!»
Sin embargo, las emociones fuertes no se han acabado y, casi sin darme cuenta, confiando en mi valentía, me subo con mis tíos, mi padre y mi hermano a una atracción que, desde fuera, parece bastante inocua, al estar inspirada en la película “infantil” de “Buscando a Nemo”.
Cuán equivocada estaba…
Lo que yo imaginaba un relajante crucero por los plácidos mares de Oceanía se revela todo lo contrario. Nuestra embarcación-caparazón enseguida viene arrastrada por las violentas corrientes oceánicas, empujada furiosamente mar adentro, más allá de la Gran Barrera de Coral, alcanzando una velocidad vertiginosa entre olas gigantescas y espumas rabiosas… Cual Ulises del Tercer Milenio, asisto impotente al remolinante desatarse de un destino adverso que me impide alcanzar la tierra firme, convirtiendo el supuesto viaje de placer en una auténtica pesadilla.

«Crush’s Coaster»
Las acuáticas montañas rusas, tan rápidas y tan mareantes, se me hacen eternas y mientras los demás tripulantes ríen y gritan por la alegría, yo río y grito, y casi lloro, por la histeria. Pero, afortunadamente, todo tiene un final y este diabólico “Crush’s Coaster” no es una excepción –no puedes imaginarte, querido abu, con cuanta emoción volví a pisar “a piedi” el suelo de Marne-la-Vallé; a punto estuve de besarlo, cual Papa femenino, en señal de gratitud por haber sobrevivido a la inesperada aventura–.
Como compensación, para consolarme del susto marítimo, el resto de la compañía decide llevarme a una atracción mucho más sosegada, la que me ha aconsejado calurosamente una de mis mejores amigas y que estoy deseando probar desde que hemos entrado en este parque: “Ratatouille: L’aventure totalement toquée de Rémy”.

«Ratatouille: L’aventure totalement toquée de Rémy»
Pasamos entonces al lado del “circuito circular con circulación viaria en círculos” llamado “Cars Quatre Roues Rallye” e inspirado en la película protagonizada por Rayo McQueen, y nos dirigimos hacia la “Place de Remy”. Conforme voy moviendo mis aún temblorosos pasos hacia aquel destino, me voy tranquilizando y serenando, hasta tal punto que mi anterior estremecimiento por el pánico vivido a bordo del desatado caparazón poco a poco se convierte en una nueva e incontrolable sensación de agitación, esta vez provocada por la emoción de volver a estar en mi ciudad favorita, la misma que he dejado atrás hace solo un día: ¡París, la ville-lumière, la ciudad del amor!
El decorado parisino, tan real y conseguido –¿o es que de verdad habíamos vuelto a la capital?, querido abu–, nos traslada a una pintoresca plaza, con una burbujeante fuente central embellecida con ratoncitos y botellas de champán, sugerentes farolas y edificios elegantes. Todos nos quedamos impactados con esa recreación que supera ampliamente la de la ficción, y mientras saboreamos con la vista cada rincón de ese lugar tan cautivador, nos adentramos en el “augusto” restaurante de Auguste Gusteau. A lo largo de un pasillo bastante oscuro, avanzamos por un estrecho camino subterráneo que lleva a la cocina donde el mismísimo chef estrellado, e injustamente degradado, nos da la bienvenida. Un poco más allá, en unas curiosas canastillas, “nos servimos” unas recién fritas gafas 3D y, tras alcanzar una especie de cueva gigante poblada por ratones danzantes, subimos, en parejas, a lomos de esos simpáticos animalitos, emprendiendo un increíble recorrido, más bien una carrera, “entre fogones” en cuatro dimensiones.
No sé cómo, pero, de repente, hemos menguado y, sin darnos cuenta, hemos acabado en una peligrosa yincana culinaria, sorteando platos, carros y sartenes, perseguidos por el jefe enfurecido de nuestro amigo aprendiz de cocinero, Rémy, escondiéndonos en las esquinas, pasando bajo unos hornos muy calientes o al lado de neveras muy refrigerantes, cayendo en picado sobre bandejas o rodando sin control bajo mesas.
¡Eso ya no es ficción! ¡Eso es increíblemente real!
Metidos de lleno en nuestro papel de roedores, evitando deliciosos obstáculos gastronómicos, entre olores, vistas y sonidos que nos despiertan los otros dos sentidos, el tacto y el gusto, encontramos (desafortunadamente) una vía de escape y nos despedimos de este increíble lugar, acompañados por el húmedo y atrevido descorchado de una botella de champán –¿Qué decir, querido abu? ¡Nada! Nos limitamos a repetir todos juntos, en coro, y hasta el infinito, el lema de la nona, tan conciso como acertado: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–.
Abandonamos la fantástica y rocambolesca cocina, embriagados de dulces emociones y sabrosas sensaciones y presos de un hambre impresionante, alimentada no sólo por los elaborados platos del equipo del difunto Gusteau, sino también por los que, invitantes y tentadores, aparecen a través de los ventanales del refinado “Bistrot Chez Rémy”, estratégicamente ubicado al final de la aventura familiar.
Sin embargo, muy a nuestro pesar, todavía inmersos en esa increíble realidad virtual y estupefaciente experiencia sensorial, tenemos que alejarnos otra vez de París, de Ratatouille y de Rémy, con la esperanza, eso sí, de poder pronto regresar allí.

«Toy Soldiers Parachute Drop»
Desfilamos entonces rápidamente, sin detenernos ni un instante, ante el vertiginoso, y para ninguno de nosotros invitante, “RC Racer”, una especie de enorme scalextric vertical montado en una montaña rusa de medio canal; pasamos al lado del “Slinky Dog Zigzag Spin”, observando ese perro gigantesco que no para de dar vueltas alrededor de unos huesos mordiéndose la cola, y, ante el tamaño desproporcionado de esos seres, animados o inanimados, empezamos a dudar del nuestro, preguntándonos inquietos si no habremos encogido, de verdad y para siempre, en la anterior atracción ratonera…
Pero no hay tiempo para frívolas reflexiones. Al contrario, hay asuntos mucho más urgentes, como los que se están desarrollando en la curiosa base militar llena de torres de vigilancia y soldados verdes con la que acabamos de toparnos. Sin darnos cuenta, hemos sido reclutados para la complicada “Operación Papa Delta”, que consiste en ser lanzados desde veinticinco metros de altura con unos extraños paracaídas miméticos.

Aliapiedi… ¡con las alas en los pies!
Y cuando ya estoy preparada para afrontar la difícil misión, cambio de opinión y me bajo de la atracción, dejando a los demás los fáciles, o difíciles, heroísmos.
Ya he tenido bastante por hoy… ¡y sólo con ver la cara de mi madre me convenzo aún más de mi sabia decisión!
Ella, en efecto, a pesar de su alter ego bloguero Aliapiedi, no ama volar en avión, y menos aún tirarse al vacío con un paracaídas, lo que atestigua su semblante nada relajado… Conforme el medio de transporte aéreo va cogiendo altura, puedo leer en sus ojos una creciente preocupación que se convierte en auténtico terror que trata de mitigar aferrándose a la barrera de protección. Asisto impotente al drama interior y exterior de mi progenitora, cumpliendo las órdenes de un implacable sargento con las emociones a flor de piel –cuánto sufrí por ella, querido abu, viéndola volar no sólo en la fantasía sino también en la realidad, con unas “alas en los pies” ya no tan literarias, ya no tan imaginarias…–.

El monumental Buzz Lightyear
Una vez finalizada por todo lo alto, en todos los sentidos, la bélica aventura del “Toy Soldiers Parachute Drop”, sin honor y sin gloria, sin merito y sin valor, sin medalla y sin condecoración, nos alejamos silenciosa y rápidamente del campo de batalla, dejando atrás para siempre la breve, pero intensa, carrera militar. Pasamos entonces bajo un enorme Buzz Lightyear que domina el ingreso, o la salida, del “Toy Story Playland”, ese extraño territorio en el que hemos quedado reducidos al tamaño de un juguete, y, todos juntos, decidimos tomarnos un respiro en las cómodas butacas del “Animagique Theater” donde, en menos de media hora, va a empezar el espectáculo de “Mickey et le Magicien”.
Después de un frugal almuerzo, nos encontramos en el interior del enorme teatro: se apagan las luces, se abre el telón y, en el romántico escenario de una noche estrellada de luna llena, aparece una buhardilla, un poco desordenada, habitada por un mago y por su simpático ayudante, Mickey Mouse, a quien le viene encomendada la tarea de limpiar y poner todo en orden antes del amanecer.

«Mickey et le Magicien»
Muy a su pesar, el simpático ratón, no parece muy capaz de lidiar con la doméstica tarea, ni siquiera recurriendo a sus (supuestas) dotes mágicas que, por lo visto, no brillan por su excelencia. El pobre está absolutamente desbordado, tanto que casi me dan ganas de subir al escenario para echarle una mano (¡y de paso abrazarlo!).
Afortunadamente, acude en mi lugar una competente hada madrina que, con su baqueta y unos valiosos consejos, da inicio al entretenimiento, más que a la limpieza. Así, en un crescendo de luces, sonidos, y efectos especiales, desfilan por el escenario Cenicienta, huyendo en su carroza, Bella, bailando con su Bestia, el Rey León, a la cabeza de un desfile de animales, el Genio de la lámpara, marcándose un claqué, y, finalmente, la reina más codiciada, la reina más de moda, la Reina de Hielo, Elsa, con sus copos de nieve, sus amigos y, sobre todo, su canción tan famosa.

Los cambiantes y coloridos escenarios
El musical es verdaderamente impresionante y su ritmo contagia a todos los asistentes, de todas las edades, con sus múltiples y cambiantes escenarios que se alternan en un universo de colores, canciones y mutaciones. Todo el mundo participa activamente cantando, riendo, aplaudiendo, danzando y saltando, y paulatinamente un verdadero embrujo, más que placentero, se apodera de nosotros.
Es magia, magia pura, magia real, magia de verdad, para mi y para todos los demás… con la única excepción de un Mickey desesperado que, con el lío de personajes y de números que se han sucedido en la buhardilla, ahora, solo y perdido, se enfrenta con un lugar mucho más desordenado que antes, casi destrozado.
El ratón está desolado: no podrá mantener su promesa y todo se quedará hecho un desastre.
Pero nunca hay que perder la esperanza, y con el regreso del mago del principio y de todos los príncipes, genios, animales y princesas que nos han cautivado con sus exhibiciones, Mickey, por fin, consigue cumplir a la perfección su tarea, confiando en el poder de una mágica baqueta y en la fuerza de su fantasía.

Un mágico y deslumbrante gran final
Y con el menguar de la luna entre las estrellas, escondiéndose tras la cortina del firmamento y llevándose entre ellas a un noble brujo, orgulloso de su digno sucesor, Mickey Mouse Magicien, finaliza el deslumbrante espectáculo acompañado de un coral y familiar «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».
Y después del teatro toca ahora el cine, pero no un cine cualquiera sino, para variar, un cine mágico, el “CinéMagique”.

El «CinéMagique»
La hora de la sesión coincide con la de un tradicional deporte nacional español, la siesta, y mientras que los mayores se entretienen entre risas debatiendo sobre quien será el primero en echarse una furtiva cabezadita a escondidas…
“¡Luces, cámara y acción!”
En la enorme pantalla frente a nuestras cómodas butacas empiezan a sucederse unas simbólicas escenas en blanco y negro de la época del cine mudo que, sin quererlo, sólo contribuyen a que el sueño poco a poco haga mella en los cuerpos de los adultos. Pero, de repente, en la sala suena un móvil, cual inoportuno despertador. Nos miramos un poco desconcertados, algunos con los ojos ya medio cerrados, otros con los ojos ya medio abiertos, y, para nuestro asombro, asistimos impotentes a la desfachatez de un espectador sentado en primera fila que, con el infernal aparato entre sus manos, lejos de avergonzarse, ¡se pone a hablar, como si estuviera en su propia casa!
Mientras asistimos indignados a la escena, nos percatamos de que también los protagonistas de las películas que se están proyectando, distraídos y desconcertados por lo que están viendo y escuchando al otro lado de la pantalla, abandonan su “clásico” papel y se salen del guión…
Confundida por la situación que estamos viviendo, con este repentino intercambio de roles, reales y ficticios, decido limitarme a esperar a que alguien intervenga para amonestar a ese señor tan imprudente, hasta que, como si un genio, un hada o un mago hubiera leído mis pensamientos, un increíble castigo cae sobre el sujeto en cuestión…
El extraño personaje es literalmente atrapado por la pantalla, lanzado dentro de la misma, y convertido en un insólito actor mudo en blanco y negro, incapaz, para su gran desesperación, de comunicarse con su interlocutor telefónico. Y, por si todo ello fuera poco, recibe un certero puñetazo de un jeque enojado por su falta de respeto y educación.
Los asistentes, entre aturdidos y desconcertados por este “show en el show”, presenciamos las rocambolescas vicisitudes del aturdido espectador que ha pasado a estar fuera de lugar, en todos los sentidos, viéndose involuntariamente inmerso en la centenaria historia del cine, en una incesante huida de película a película, de escenario a escenario, de clásico a clásico, en una frenética y cronológica secuencia de acciones. Paulatinamente la concurrencia empieza a solidarizarse con el hombre del móvil y sus vivencias, a sufrir con él y por él, a temer por su vida y a palpitar por su amor platónico con una pálida y muda dama en blanco y negro de la que ha quedado prendado por el (cinematográfico) camino. Con nuestro protagonista que va progresivamente recuperando su original y rosea pigmentación, nos trasladamos a las primeras películas en color, al Lejano Oeste, en compañía de un bueno, un feo y un malo, entre las chimeneas londinenses de Mary Poppins y sus colegas o entre los charcos engañosos de un romántico Paris, donde éste, por fin, después de haber recuperado el habla, logra reencontrarse con su media naranja que le hace entrega de un valioso objeto perdido en una anterior escena… ¡el dichoso móvil!
Las imágenes y las bandas sonoras, tan sugerentes y evocadoras, nos envuelven con su magia y todos sin excepción, abandonado definitivamente el rencor y el resentimiento que nos provocó el principio de la historia, nos convertimos en fans de esa maravillosa pareja de cine, nunca mejor dicho, que, cual Romeo del futuro y Julieta del pasado, parece destinada a permanecer separada, arrasada por los espectaculares y arrolladores eventos cinematográficos que, sin querer, protagonizan, tales como los abismos de un oceánico “Octubre Rojo” o de un catastrófico “Titanic” o de las estelares “Guerras de las Galaxias”.
Cuando parece que, por fin, ha llegado el tan deseado y merecido final feliz para la pareja de película, una flecha envenenada, lanzada por un “príncipe de los ladrones”, y rompecorazones, nunca mejor dicho, alcanza inoportunamente a nuestro “héroe por un día” que, a pesar de su “corazón impávido” y de su noble gesta para defender con su propio cuerpo a su amada, a su particular Lady Marian, yace para siempre tendido en el suelo, como al principio de toda(s) esta(s) historia(s)…
En la sala reina un tenso silencio sepulcral, entre gritos ahogados y respiraciones contenidas: ¿Cómo es posible que la épica aventura amorosa acabe así, de esta forma tan trágica, de esta manera tan realísticamente shakespeariana? Nadie puede creer lo que está viendo, esa muerte tan absurda, esa pérdida tan desgarradora –te puedo asegurar, querido abu, que pude divisar en la penumbra las tristes miradas de mi tía, de mi madre y de mi nona y las furtivas lágrimas de mi tío, de mi padre, de mi hermano y de mi primo–.
La película se ha acabado, el amor no ha triunfado.
Pero de repente, un sonido más que familiar y (esta vez) increíblemente agradable para los oídos de todos los asistentes, empieza a difundirse por la sala. Se trata del dichoso y, más que nunca, providencial móvil, un móvil oportuna e increíblemente resistente, capaz de salvar la vida de la gente.
¡Aquí está el gran final, el final con sorpresa, el final feliz!
Sólo falta un último detalle para que nuestra pareja preferida pueda por fin estar junta y vivir de verdad entre nosotros para siempre… Sin embargo, a pesar de la ayuda de una espada embrujada, capaz de atravesar literalmente la pantalla cinematográfica para que los dos protagonistas puedan compartir dimensión –eso sí, sin teléfono móvil–, ella no consigue abandonar la escena, quedando atrapada en la realidad de una película o en la ficción de una realidad que empieza a perder color, son y ton, devolviéndola al mudo cine en blanco y negro.
La despedida de los dos no puede ser más cruel y escenográfica.
De nuevo, entre suspiros y lágrimas, me pregunto desesperada el porqué de ese destino tan adverso, de esas dos vidas trágicamente separadas. Pero una vez más, como si alguien me hubiera leído el pensamiento, se produce una nueva magia, la mejor de todas, la magia del cine y, sobre todo, la magia del amor, que hace posible lo imposible.
Es él, nuestro héroe, el que decide abandonar su vida real para volver al mundo de ella, de su amada, al mundo de los sueños, a un mundo de película y, una vez allí, abrazando a su princesa, la besa como nunca, como esa increíble sucesión de besos inmortales, de besos inolvidables, de besos sin iguales que discurren ante los húmedos ojos de los entregados espectadores. Una melodía arrolladora subraya la romántica escena mientras que los dos enamorados se alejan al horizonte, corriendo libres y felices hacia un castillo, un castillo de ensueño, un castillo de cuento –¿sería el de Disneyland, querido abu?– para vivir allí juntos y felices, comiendo perdices…
¡Qué grande es el cine!… y ¡qué bonito es el amor!
Tras un aplauso ensordecedor, abandonamos la sala con el corazón encogido, emocionados y satisfechos a la par, tanto que casi todos estamos de acuerdo en dar por concluida esta espléndida jornada de película con este broche de oro.
Pero entre nosotros hay alguien que quiere más: ¿Quién será?
¡La súper “nona-nena”!
Precisamente ella que, haciendo acopio de esa portentosa energía fruto de la combinación entre el gozo y el estupor, se acuerda de que en un rato empieza en el Disneyland Park el desfile que vimos o, mejor dicho, oímos, ayer y nos propone dirigirnos rápidamente allí.
Dicho y hecho, ya estamos otra vez en “Town Square”, al lado del templete central, sentados en una acera a la espera de la inminente llegada de los personajes Disney. Al compás de las pegadizas canciones que todos conocemos, entre la algarabía de grandes y pequeños, por fin divisamos las suntuosas carrozas que recorren “Main Street U.S.A.”, en lo que parece un atípico carnaval brasileño por tierras de Francia.
En esta “Disney Magic on Parade” no falta nada ni nadie.
Alicia en el País de las Maravillas
La suntuosas carrozas…
… de «Disney Magic on Parade»:
Mickey y Minnie
Frozen, la reina de hielo
El libro de la selva
Está Blancanieves con su príncipe azul y Merlín con su gorro puntiagudo, el Rey León con sus amigos y las salvajes criaturas de El Libro de la Selva, Elsa entre hielos y estalactitas y Robin Hood con su amada, Alicia rodeada por unas tazas y Pinocho por marionetas, los juguetes de Toy Story saliendo de un libro y Winny Poo bailando bajo un manzano, Peter Pan y el Capitán Garfio a bordo de una carabela y Mary Poppins en un tiovivo al lado del Big Ben…
Chip y Chop
Goofy
Pato Donald
Girafas
Peter Pan
El Rey León
Y un nutrido cortejo de hadas, damas, reinas, elfos y soldados que acompañan la fastuosa llegada de los reyes absolutos de este universo tan pintoresco: Mickey y Minnie, al resguardo de un templete parecido al nuestro, bajo la luna y las estrellas, de mar y del cielo, entre flores y guirnaldas, unidos a Goofy y Chip y Chop, entre otros, por un colorido “puente de los suspiros” que, efectivamente, nos hace suspirar repetida y profundamente por la alegría y la emoción.
Y con ese insuperable gran final, esta vez todos juntos, sin ninguna exclusión, decidimos dar por concluido de verdad este día de cine, de películas y de ficción muy real…
[Continuará… ]
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