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Casa-Museo Cerralbo: ¡La fiesta del año! [Tercera Parte]

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Jueves, 15 de junio de 1893

Aliapiedi y su hija, ataviadas con sus mejores galas, luciendo elaborados peinados y las joyas de familia, estaban a punto de llegar a palacio, a bordo de una esplendorosa carroza con forma de calabaza…

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El Zaguán de acceso al Gran Portal

Las dos mujeres no podían contener más sus emociones y contaban los minutos, y también los segundos, que les separaban del Gran Portal, oculto tras las dos enormes puertas gemelas de roble del Zaguán –en el suelo hundido de este dúplice ingreso principal, uno destinado a la entrada y el otro a la salida de los coches de caballos, aún es visible el surco de las ruedas, imborrable huella del pasado–.

Por mucho que el Conde y el Condesito les hubieran descrito, con su típico hermetismo, el esplendor de esa especie de vestíbulo, ellas nunca hubieran llegado a imaginar lo que, en la realidad, estaban a punto de ver.

Y así fue.

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La primera parte de la Escalera de Honor

Con sus esplendorosas tiaras en las cabezas, cuales imaginarias reina y princesa, las dos damas aterrizaron con sus originales zapatos de cristal en el suelo del magnífico palacio y, distraídas por el brillo y la grandiosidad que las rodeaba, empezaron a fijarse en todos los detalles de ese emblemático lugar, repleto de marmóreas esculturas, piezas de cerámicas, pinturas y tapices de diferente origen y proveniencia.

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La segunda parte de la Escalera de Honor

Tras anunciarse oficialmente su llegada, madre e hija subieron por la majestuosa y espectacular Escalera de Honor, apoyándose, primero, en su imperiosa balaustrada de mármol, y, después, en la deliciosa barandilla de hierro forjado, intentando así mantener su equilibrio, físico y psicológico, frente a tal despliegue de suntuosidad, una empresa que les parecía heroica, casi tanto como las que se representaban en los dos enormes y especulares cuadros colgados en esa entrada principal.

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Bustos y tapices por doquier

Culminada la ascensión, reflejo y exaltación del prestigio y linaje de los anfitriones, tal y como atestiguaban el impresionante escudo del matrimonio exhibido en la pared lateral, flanqueado por dos tapices del siglo XVII, uno de Bruselas y otro de Pastrana, que también reproducían las armas de otras ilustres y nobles familias, las dos se sintieron intimidadas ante tanto poderío –en el mencionado escudo, de escayola estucada, se pueden divisar, a la derecha, las armas del Marqués, don Enrique, Grande de España, además de Marqués del Sacro Romano Imperio, de Almarza, y de Campo Fuerte, y Conde de Alcudia, de Villalobos y de Foncalada, y, a la izquierda las de las ascendencia de su esposa, doña Inocencia, Serrano, Soler y Cerver; en las dos obras laterales, hechas de lana y seda, campean los escudos cuartelados de los Carvajal, Padilla, Acuña y Enríquez–.

Pero aquello era solo el principio de un recorrido a piedi marcado por la nobleza, el arte y la riqueza.

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El imperioso y noble escudo de armas familiar

Nada más alcanzar el piso principal, las dos se encontraron cara a cara con los adinerados, pero también cultos, anfitriones que, como reyes medievales en un salón del trono, estaban recibiendo a sus numerosos invitados, dándoles la bienvenida a palacio, en la protocolaria ceremonia del besamanos.

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La «recargada» Armería

Cuando llegó su turno, la Condesa se apresuró a disculparse una vez más por la ausencia de los varones de su familia, recibiendo por toda respuesta un cómplice, y desconcertante, guiño por parte del Marqués, a escondidas de su mujer, y fue invitada a deambular en compañía de su pequeña por esas primeras estancias, como si estuvieran en su propia casa, a la espera de que llegaran el resto de los invitados.

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La coqueta Sala de Baño

Ambas cruzaron entonces esa Armería que, claramente inspirada en la Edad Media, les imponía cierto respeto y, a la vez, terror, con su recargado, oscuro y pesado mobiliario y con todas esas armas y armaduras, como celadas, pistolas o arcabuces, que relucían bajo un imponente techo en escayola, decorado, para variar, con escudos heráldicos.

Siguieron adelante y, tras contemplar con sorpresa una coqueta, aunque poco práctica, Sala de Baño independiente con bañera de mármol con vista al jardín de la casa, edificada ex profeso para demostrar, una vez más, la riqueza de los señores de la casa, se detuvieron en la hermosa Sala Árabe, en la que se exhibían unos exóticos y bélicos ejemplares, tales como una completa armadura de un samurai japonés o una espingarda marroquí o una daga filipina.

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La exótica Sala Árabe

La decoración de esta última estancia trasportó a las dos visitantes, sin que tuvieran que recurrir a su desbordante imaginación, a las tierras del desierto, más bien a una jaima de los nómadas, entre coloridos kilims, cojines y alfombras. Aquello era, en realidad, un fumoir, es decir, un ambiente destinado al consumo del tabaco, y, por eso mismo, de uso principalmente masculino. Aprovechando la posibilidad de contemplar el lugar en ausencia de los molestos olores de pipas o puros en plena actividad, madre e hija se entretuvieron observando los curiosos instrumentos musicales que colgaban de sus paredes, como un violín bicorde chino o una hermosa lámpara-farol con vidrios multicolores cuadrangulares y rectangulares.

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El Salón Estufa

Y, como colofón de esa primera serie de habitaciones, las dos alcanzaron el Invernadero, o Salón Estufa –un espacio que el Marqués convirtió en un gabinete de coleccionista, donde reunía y clasificaba por materia, estilo y época las piezas que adquiría en el comercio de antigüedades: entre sus rojas paredes ,cubiertas por unos soberbios tapices recientemente restaurados por la correspondiente Real Fábrica, destacan una falcata ibérica y unos cuantos vasos griegos áticos e itálicos–.

En ese espacio, tan de moda como el anterior, la condesa y su hija pudieron admirar otros exóticos ejemplares, esta vez vegetales, dado que, en ese lugar acristalado, como si de una estufa fría de reducidas dimensiones se tratara, descansaban plantas de interior de diferente proveniencia. Las dos, amantes de los seres verdes, a pesar de carecer de conocimientos de botánica, se dejaron cautivar por ese pequeño universo natural que les hizo recordar el pabellón de hierro y cristal londinense, construido para la Exposición Universal de 1851, que habían visitado en familia unos pocos meses atrás, y, acompañadas por el dulce aroma de las flores y plantas, no se percataron de que se habían quedado a solas en esa jungla urbana.

Fue un lacayo quien les avisó de que todos los invitados se encontraban ya reunidos en el Comedor de Gala donde, en unos minutos, el Marqués iba a inaugurar oficialmente ese nuevo hogar madrileño.

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La Sala de Columnitas

Siguiendo las indicaciones de ese guía tan inesperado como oportuno, las dos mujeres cruzaron deprisa y corriendo la barroca Sala de Columnitas, que albergaba una imperiosa mesa central sobre la que descansaban una gran variedad de figurillas procedentes de la cultura griega, egipcia, etrusca y romana, y también de la Edad Moderna, sujetadas por otros tantos pilares de dimensiones reducidas en ágata, alabastro, madera y mármoles de diferentes colores.

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El Salón Vestuario

Después se adentraron en el Salón Vestuario, en el que se toparon nada más y nada menos que con don Enrique, el cual, antes de pronunciar su discurso, se había ausentado un momento para comprobar con su ayuda de cámara si la pajarita del valioso esmoquin estaba perfectamente anudada.

Grande fue su sorpresa al ver aparecer en esa especie de tocador masculino a las dos damas, apresuradas y desorientadas, pero, haciendo alarde una vez más de su caballerosidad, lejos de mostrarse importunado por ese encuentro, más bien desencuentro, no protocolario, esbozó una espontánea y afectuosa sonrisa, consciente de lo que había ocurrido: Aliapiedi y su hija se habían perdido, circunstancia que, como le había  comentado su amigo el Conde, era bastante recurrente, con ocasión de esas fantasías que les llevaban a abstraerse por completo de la realidad, como si fueran raptadas por una quinta dimensión.

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La Salita Imperio

Tras una última y coqueta mirada al delicioso espejo veneciano que colgaba encima del lavabo reutilizado como mesa de tocador, el mismísimo Marqués se encargó de acompañarlas hasta el cercano Comedor de Gala, dejando atrás los amenazadores espadines y sables antiguos expuestos sobre la mesa central de esa estancia. Y, después de haber cruzado la puerta con evocadores paneles que representaban alegóricamente las cuatro estaciones, los tres entraron en el alegre, fantasioso y colorido tocador de la Marquesa –la actual Salita Imperio– donde, para variar, también doña Inocencia estaba revisando los detalles del vestido con la ayuda de su doncella.

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El Pasillo de Dibujos

Antes de que su esposa pudiera abrir la boca –las de las dos invitadas ya estaban abiertas de par en par, deslumbradas por el exquisito y curioso mobiliario de esa habitación, decorada con una excelente mezcla de estilo rococó, neoclásico e imperio– el Marqués le explicó brevemente lo que había pasado y, tras las disculpas de rigor –las dos intrusas pensaron al unísono que la marquesa era mucho menos “campechana” que su cónyuge, sin que ello disminuyera su afamado carisma y autoridad–, fueron acompañadas al comedor por el mayordomo, que acababa de dar las últimas instrucciones al personal del servicio apostado en el limítrofe pasillo –actual Pasillo de Dibujos, donde se exhiben ochenta reproducciones de la exterminada colección en materia del Marqués, entre los que destaca “Coche tapado y barato” de Goya y otras obras de artistas españoles, italianos y franceses–.

Aunque ellas se hubieran quedado a gusto en el anterior ambiente, tan suntuoso y femenino, en el que predominaban los relajantes tonos rosas, los serenos diseños florales, en las cortinas, guardamalletas y tapicerías, y los múltiples objetos ornamentales, tales como relojes, jarrones y candelabros de bronce, cristal y porcelana, se adentraron en esta nueva estancia para asistir en unos pocos minutos, en compañía de todos los demás, a la entrada triunfal de los anfitriones.

Sin embargo, el verdadero triunfo era el que representaba esa autoritaria sala.

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El suntuoso Comedor de Gala

Soberbia y sorprendente era la iluminación conseguida a través de unas pioneras ampollas de luz eléctrica que, combinadas con las clásicas y románticas velas de los candelabros, multiplicaban su “esplendorosa” presencia gracias a unos cuantos espejos que se alternaban entre los cortinajes con escudos heráldicos y los bodegones con uvas, sandías, calabazas, dulces y flores cuyo impresionante naturalismo parecía competir con el no menos impresionante realismo de los exóticos y abundantes manjares perfecta y simétricamente dispuestos sobre una larga mesa, vestida con una delicada vajilla en claroscuro azul de Talavera de la Reina, con una reluciente cubertería de plata y una delicada cristalería de Baccarat.

¡No se podía pedir más!

La pareja, sin embargo, no tuvo tiempo de recuperarse de su asombro ya que los responsables de todo ello acababan de hacer acto de presencia.

Los aplausos, los cumplidos y los gestos de aprobación de los asistentes, puede que sinceros, puede que impostados, se multiplicaron y los cónyuges, visiblemente satisfechos, sobre todo ella, les invitaron a sentirse como en su propia casa, recambiando con idéntica aparente sinceridad.

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Detalle de la vajilla

Dicho y hecho, después de un imperceptible y cómplice gesto del Marqués al mayordomo, los camareros empezaron a desfilar con el fresco champán, recién sacado de las neveras alojadas en la gran cocina ubicada dos plantas y medio más abajo. Como soldados perfectamente entrenados, al compás, en impecable sincronía, los criados depositaban las valiosas botellas entre los calculados espacios que se abrían sobre el mantel de lino entre los fruteros, las macerinas y las bandejas rebosantes de exóticas y dulces exquisiteces, mientras que el primer lacayo empujaba una práctica mesa camarera poblada de botellas dominada por una valiosa y exclusiva de Veuve-Clicquot 1811, la mejor añada, hasta entonces, en la prometedora historia de esa casa ya casi centenaria.

Se trataba, sin lugar a duda, del modo más ostentosamente acertado de estrenar oficialmente ese palacete de cuento de hadas que después de esa noche iba a dar mucho que hablar, marcando un antes y un después en el exclusivo firmamento de los inmuebles más impresionantes de la capital.

Fue entonces cuando el Marqués empuñó una de las espadas de samurai reunidas en la Sala Árabe, un sable del periodo Edo en acero, bronce, madera, piel de zapa, laca y textiles, y, con un golpe neto y preciso, cortó el cuello de la afamada botella, declarando oficialmente inaugurada su casa, animando a los invitados a levantar sus copas, ya rellenados por el eficaz servicio, para brindar y dar inicio a la lúdica, gastronómica y danzante celebración.

Tras un atronador, y envidioso, aplauso, los invitados, por fin, pudieron desatarse, a su manera, guardando las formas y reprimiendo los instintos, y se lanzaron delicadamente sobre las raras y exquisitas piezas de frutería y repostería que hasta aquel momento lucían, casi brillaban con luz propia, en la imperial mesa central.

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El Salón Billar con su legendaria mesa

Algunos caballeros, los que tenían menos hambre o los que más guardaban las apariencias, más aún si cabe, siguieron al Marqués hasta el limítrofe Salón Billar, cerrado al público hasta ese momento para permitir al personal de servicio de utilizar ese espacio como lugar de apoyo del comedor –en efecto, entre los divanes altos adosados a una de las oscuras paredes repletas de retratos de reyes, príncipes, damas y caballeros, tales como, entre los primeros, Luis XIV con coraza y Luis I, de sólo cinco años, con el cetro, había una angosta puerta que ocultaba una polea directamente comunicada con la gran cocina del sótano–. Todas las miradas masculinas se centraron así en la fabulosa e histórica mesa de billar central, apta para el juego francés de carambolas, en la que, según las explicaciones del marqués, se había entrenado el mismísimo rey Fernando VII. Poco a poco, la estancia se iba llenando también de esposas curiosas que ocupaban los cómodos canapés con reposapiés escamoteables y el anfitrión, haciendo una excepción a la rígida organización de la fiesta establecida por su mujer, según la cual antes había que entretenerse con los canapés y los bailes y, sólo después, con los juegos y las charlas, tras endosar un guante y extender la tiza en el cuero de la punta del taco, agarró éste y, doblándose con clase y elegancia encima de la banda corta,  golpeó con firmeza y precisión una bola blanca solitaria que, desplazándose suave y rápidamente por el tapiz verde fue a chocar contra las demás, reunidas en un triángulo central.

Como por arte de magia, o como fruto de una gran habilidad, las esferas empezaron a moverse en todas las direcciones, algunas rebotando contra las bandas, o entre sí, y otras introduciéndose en los bolsillos: esa peculiar danza dejó una vez más a todo el mundo sin palabras, provocando nuevamente los aplausos y los gestos de aprobación de todos los asistentes.

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El romántico Salón Chaflán

Tras la improvisada exhibición, la Marquesa tomó las riendas de la situación cogiendo el brazo de su marido y poniéndose a la cabeza del grupo de invitados para dirigirse hacia otra estancia dedicada al esparcimiento: el Salón Chaflán –ubicado en la confluencia de las calles de Ferraz y Ventura Rodríguez–.

Aliapiedi y su hija, al igual que todos los demás, se quedaron impresionadas. Las armoniosas y bucólicas pinturas del techo y las paredes, obra de Máximo Juderías, los relajantes y dominantes tonos turquesas, no sólo de las escenas pictóricas sino también de los elementos decorativos principales, tales como una campana china de bronce con esmalte cloisonné o una exótica pareja de jarrones orientales abalaustrados, eran sólo algunos de los magníficos detalles de esa sala de inspiración francesa con sillería de estilo regencia que invitaba al deporte favorito de las damas: la tertulia, según la definición formal y políticamente correcta de lo que, en la sustancia, no era otra cosa que el vulgar y apasionado cotilleo social.

Sin embargo, según los inflexibles planes de doña Inocencia, no había llegado todavía el momento de disfrutar de esa habitación espectacular desde la cual, a través de una puerta suntuosamente decorada, se divisaba el recargado despacho del Marqués; tocaba, por el contrario, cruzar un acceso gemelo a su izquierda que, cual esplendoroso arco de triunfo, iba a llevar a la noble comitiva a la primera de tres maravillosas estancias sucesivas.

Al cruzar ese acceso, los orgullosos anfitriones pudieron advertir tras ellos, sin verlos, los gestos, las muecas, las sensaciones y los pensamientos de todos los invitados: tres amplias galerías, distribuidas alrededor de un patio interior, repletas de cuadros y antigüedades fueron las que dejaron a la comitiva sin aliento, provocando un vuelco a sus corazones.

Los marqueses, visiblemente satisfechos, por una vez, más él que ella, al haber sido suya la idea de esa configuración arquitectónica que imitaba la de los palacios italianos, disfrutaron como nunca de su momento de apoteosis social y, discretamente, intercambiaron cómplices sonrisas.

Y cuando la gente acababa de recobrar el aliento, los exquisitos anfitriones les mostraron las piezas más valiosas de esa exclusiva y privilegiada exposición, acompañándoles hasta la última sala del atípico tour doméstico.

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La Galería Segunda, con la Piedad de Alonso Cano

Los invitados pudieron así disfrutar, acompañados por una dulce música de fondo, de una sublime “Piedad”, de Alonso Cano, que dominaba casi por completo la única pared disponible de la Galería Segunda, la del medio, decorada con muebles italianos inspirados en el barroco florentino.

Aliapiedi, sin embargo, centraba su nostálgica mirada en una delicada mesa de pino, ébano y marfil, que, como acababan de explicar los anfitriones, había sido artísticamente realizada en su amada ciudad de nacimiento, Milán, y en un grandioso óleo, situado justo enfrente, “Alegoría de la Muerte”, obra del ilustre milanés, Caravaggio, que, con su claroscuro tenebrista, intentaba sin éxito lanzar una sombra de inquietud sobre esa noche tan luminosa –a posteriori, sin embargo, esta pintura ha sido atribuida a Pietro Paolini–.

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El Despacho del Marqués

A continuación, accedieron al suntuoso Despacho del Marqués, que asomaba también a esa galería, en el que, entre los recuerdos carlistas y los innumerables objetos con valor más suntuario que práctico, destacaban, junto a la impresionante chimenea, un retrato de Maria de Medici, del taller de Van Dyck, y otro de Alessandro de Medici, del taller de Bronzino, y, desde allí, a través de un vano de comunicación presidido por un misterioso reloj, desembocaron en la más sobria Biblioteca, en la que Aliapiedi se sintió de verdad como en casa, rodeada de sellos, monedas y medallas, exhibidas en las vitrinas de la estancia, y sobre todo de millares de libros de todo género y tipo.

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El sueño de la Condesa Aliapiedi: la Biblioteca

Esos monumentos hechos de palabras, de historias, verdaderas o inventadas, de letras escritas a mano o impresas, eternamente recordadas, no eran sino vivos testigos de la profunda sensibilidad y cultura de don Enrique.

La Condesa, sin preocuparse de nada ni de nadie, raptada por el contenido literario de esa estancia, intentó con su mirada, y su memoria, retener el mayor número de títulos posibles, entre centenares de obras sobre historia, geografía, literatura, religión, derecho, política y, sobre todo, viajes, su auténtica pasión –de hecho, no descartaba en un futuro más o menos lejano, dedicarse a la redacción de un diario, o puede que más de uno, sobre sus viajes a algunas de las muchas ciudades y países que había visitado con su marido, cuando los niños aún no existían o eran todavía demasiado pequeños para esas intensas aventuras viajeras–.

Fue su hija la que en esta ocasión la devolvió a la realidad para que alcanzaran al resto del grupo, que ya estaba reunido en la Galería Primera, envuelto por los acordes, cada vez más cercanos, de una orquesta.

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La espectacular Galería Primera

En esta sala cobraban protagonismo los retratos de los antepasados y de los señores de la casa, los jarrones de porcelana con “Flores de Mayo”, los omnipresentes relojes y unas magníficas joyas guardadas en una vitrina central, que incluían cruces pectorales, gemelos y broches y que captaron por completo las deseosas miradas de la Condesa y Condesita.

La Galería Tercera era posiblemente la más curiosa de todas, con sus balcones abiertos desde los que podía disfrutarse de una vista panorámica del Gran Portal y de la Escalera de Honor.

Esa estancia albergaba un coqueto aseo de invitados con un curioso cubre bacín de madera y un lavabo de mármol y en ella, para variar, abundaban los bustos, los espejos y los cuadros.

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La curiosa Galería Tercera

Entre ellos destacaba un increíble, y enorme, lienzo en el que, en un papel pintado en la parte inferior del mismo, aparecía la firma de un tal “Domenikos Theotokopulos epoiei”.

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El aseo de invitados

Esa obra central de El Greco titulada “San Francisco en éxtasis” parecía haber sido colocada allí adrede por los marqueses para que sus huéspedes, al admirarla, rodeados de arte por todos los lados, probaran los mismos sentimientos del santo retratado.

Y, en efecto, ante dicha visión, Aliapiedi y su hija empezaron a sentirse diferentes, como si fueran victimas de una confusión progresiva, de un mareo incipiente, de una desorientación galopante. Puede que todo aquello fuera demasiado para ellas… Pero tenían que aguantar el tipo como fuera para alcanzar la última estancia, la que marcaba el gran final de la visita.

Así que, cogiéndose de la mano sin necesidad de hablarse ya que ambas sabían perfectamente lo que les estaba pasando, empujadas por una melodía in crescendo, por unas notas musicales a cada paso más cercanas e imperiosas, en la cola del grupo, llegaron casi temblando al grandioso Salón de Baile.

Una exclamación de estupor colectivo, como un coro improvisado, consiguió por un momento silenciar la música en vivo del cuarteto de cuerdas alojado en una tribuna superior. Era imposible no dejarse vislumbrar por esa sala, la más opulenta y brillante de todas, que parecía haber salido, o puede que no, de un cuento de hadas.

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El magnífico, espectacular e increíble Salón de Baile

La Condesa y su hija casi no se tenían en pie, incrédulas ante la belleza de esa estancia que, además, gozaba de una acústica sin igual.

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Espejos, bustos y arañas de cristal

Entre esas suntuosas paredes, revestidas con sedas y paneles de ágata, con gran profusión de estucos, mármoles y espejos venecianos que, reflejándose entre ellos, y reflejando los destellos dorados de las arañas de cristal, parecían multiplicarse al infinito, sentían que las fuerzas les abandonaban, que estaban a punto de ser mágicamente raptadas por unas emociones tan placenteras como inesperadas.

Ese Salón de Baile, que hacía palidecer los de los cuentos de la infancia, los de Blancanieves, la Bella y la Bestia o la Sirenita, con su embriagadora magnificencia estaba aniquilando su presencia, casi disolviendo su esencia.

Las dos invitadas, al límite de sus sensaciones, sujetándose la una en la otra, tuvieron que acomodarse en uno de los divanes tapizados con sedas de Lyon junto al autoritario busto de un posible filósofo griego, para tratar de recomponerse.

Aquello tampoco funcionó.

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El reloj misterioso, tocando con su saeta las doce horas…

De hecho, la presencia de los dioses y los personajes de la alta sociedad que bailaban sensualmente, casi eróticamente, por encima de sus cabezas, en la bóveda de la sala, y ante sus propios ojos, lanzándose en un desenfrenado y desinhibido galop, no hacían sino empeorar la situación.

No podían más, estaban desorientadas y con la vista, igual que la mente, nublada. Sólo pudieron ver, o les pareció ver, en lo alto de los cielos, en un Olimpo pintado por Juderías Caballero, al anfitrión de siempre, al magnífico Marqués de Cerralbo que, vestido con una levita roja, les estaba observando complacido.

Madre e hija, cada vez más confusas, se abrazaron con dulzura, maravillosamente satisfechas por la sorprendente aventura palaciega allí vivida, mientras que un evocador reloj misterioso, de infinita hermosura y dominado por una neoclásica escultura, iba tocando con su saeta las doce horas, finalizando una increíble historia de cenicientas de entonces, de cenicientas de ahora…

FIN

 

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Casa-Museo Cerralbo: ¡La fiesta del año! [Segunda parte]

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Viernes, 9 de junio de 1893

El Conde y el Condesito de Aliapiedienfamilia ya se encontraban en el moderno barrio de Arguelles, repasando mentalmente la versión acordada para justificar su ausencia a la presentación de la residencia familiar capitalina del Marqués de Cerralbo, aristócrata de alto linaje emparentado con la Casa de Alba, la de Medinaceli y la de Osuna, Senador del Reino desde hace una década –de ahí la ubicación de su nueva morada, a unos pocos pasos, a piedi, del Senado– y, desde hace poco, representante de don Carlos de Borbón y Austria, pretendiente al trono de España.

Conforme iban avanzando hacia la casa de que tanto habían oído hablar en los exquisitos almuerzos del Restaurante Lhardy durante el decenal proceso de edificación, padre e hijo ya no estaban tan convencidos del buen éxito de su (innoble) expedición. Se bajaron de su carruaje a una prudencial distancia del hermoso palacio, obra de los afamados arquitectos Sureda, Cabello y Asó y Cabello Lapiedra, cuya arquitectura, con cuatro fachadas y otros tantos torreones, al estilo de los hôtels particuliers parisinos, imponía ya de por sí un cierto respeto, como si fuera una proyección, en piedra y ladrillo, de la autoridad y poderío de su blasonado propietario, y, de incógnito, decidieron recorrer caminando el perímetro exterior del edificio para admirarlo en su totalidad.

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La primera reja… ¡cerrada!

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La segunda cancela… ¡ abierta!

Mientras paseaban por la calle Juan Álvarez Mendizábal, pudieron divisar a través de una reja los setos cuidados de un jardín de diseño romántico en el que destacaba un evocador templete-mirador, haciendo esquina con la calle Ventura Rodríguez, y, un poco más adelante, se encontraron con otra cancela, abierta de par en par y sin (aparente) vigilancia, que parecía invitarles a descubrir la belleza clásica de ese espacio verde, poblado de bustos de emperadores romanos, protagonistas de un glorioso pasado, que se alternaban entre bancos a la espera de huéspedes afortunados, o de fisgones atrevidos.

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El templete-mirador

Y así fue como los varones de Aliapiedienfamilia, cautivados por la bucólica visión e inexplicablemente empujados por una irrefrenable curiosidad, decidieron ignorar por una vez las sagradas normas sociales, escritas o por escribir, y entraron por ese acceso, sin pedir permiso a nadie.

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El romántico jardín

Aquel lugar era a un auténtico paraíso, un oasis de paz urbano, dominado en el centro por un amplio espacio irregular –el actual Estanque, según la recreación de este ambiente realizada en el 1995– y embellecido por unas marmóreas esculturas, incluida la de un jabalí, en su mayoría de proveniencia italiana, por flores y plantas cuyas hojas y colores celebraban los últimos días de la primavera y por unos serpenteantes senderos que se perdían en la armonía de los clásicos elementos, naturales y materiales.

Ese jardín era una auténtica joya. Tal era su encanto que los dos intrusos, distraídos, no se percataron de que, desde el piso superior del hexagonal templete-mirador, entre las columnas y los bustos que lo decoraban, alguien les estaba observando…

Era don Antonio, el marquesito, el cual, con gran puntería, acababa de lanzar una bellota a la cabeza de su querido amigo, el condesito. Acto seguido, después de haber bajado rauda y silenciosamente desde ese privilegiado belvedere, se personó repentinamente ante los dos visitantes. Después del susto, los tres se saludaron calurosamente, como si hubieran pasado décadas desde su último encuentro cuando, en realidad, sólo habían transcurrido cuatro días desde que coincidieron en la fiesta organizada por el duque de Rivas en el Palacio de Viana.

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La actual Galería

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El Salón Rojo

Tras un agradable paseo por el jardín, se encaminaron hacia los aposentos del joven anfitrión, orientados hacia ese pintoresco espacio verde –un espacio que pocos años después, tras el fallecimiento de don Antonio, fue convertido en el ala de verano del edificio, con diferentes gabinetes y salones–, pero éste, antes de llevarlos ante la presencia de su padrastro, quiso revelar a los huéspedes los secretos del palacio.

Recorrieron así un largo pasillo por el que los criados circulaban sigilosamente –la actual Galería, cuyas paredes están decoradas con cuadros de temática religiosa y con un reloj despertador, del tipo lantern clock, que, con sus más de trescientos años, constituye el más antiguo de entre los setenta diferentes ejemplares de la casa-museo–, dejando atrás los cuartos de diario –ahora conocidos como “salones de colores”, en función del tono de las tapicerías y de los paramentos: el Salón Rojo, que era utilizado por el marqués como despacho, el Salón Amarillo, que servía como comedor de diario y también de gabinete de confianza, el único que presenta en la decoración de la pared el papel pintado original, y la Salita Rosa, recreada como gabinete de la señorita Amelia, hermana de don Antonio–.

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El Salón Amarillo

Bajaron después por una angosta escalera de servicio –a la que se accede desde el actual Pasillo, repleto de recuerdos carlistas del marqués, que conecta también con el austero dormitorio de este último durante su período de viudedad, así recreado a partir del inventario de la casa–, hasta llegar al semisótano, ubicado en la parte más baja del edificio, en términos geográficos, y también sociales, allá donde, sin embargo, se encontraba el verdadero alma de la casa, el epicentro de su vida cotidiana, el corazón de sus actividades diarias.

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El actual Pasillo

En esas estancias en penumbra, de techos bajos y decoración escueta, bajo la atenta mirada de un serio mayordomo y de una impasible ama de llaves, se movían con la gracia de una recurrente danza colectiva camareros uniformados, doncellas impecables y cocineras apresuradas: ese lugar era un verdadero hormiguero, animado por auténticos profesionales que, en el desempeño de sus funciones, se erguían como sólidos cimientos de esa catedral familiar, como imprescindibles pilares de esa vivienda tan espectacular.

Según avanzaba la inesperada y reveladora visita guiada, el conde y el condesito se sentían cada vez más incómodos, y no sólo por la visión de ese mundo subterráneo, de ese universo escondido y opaco que permitía el perpetuo brillo de las estrellas que vivían en el firmamento de las plantas superiores, sino también por la sincera confianza y amistad que les estaba brindando el joven marquesito, mostrándoles lo que normalmente no se podía, o no se quería, ver, en claro contraste con el engaño que ellos estaban a punto de perpetrar.

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Acceso al semi-sótano

Finalizaron el atípico tour recorriendo toda la planta a lo largo y a lo ancho, por fuera y por dentro, con sus cocinas, despensas, guadarneses, cocheras y cuadras –estancias todas ellas desaparecidas en la actualidad y ocupadas por los aseos, los almacenes, los vestuarios del personal y el Aula Didáctica, en el que los fines de semana tienen lugar interesantes y originales talleres familiares– y después se dirigieron hacia el Gran Portal subiendo por una escalera diferente a la anterior.

Una vez allí, los visitantes se quedaron sin palabras…

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El Gran Portal

Ese espacio no era un simple acceso a las plantas superiores, un medio para llegar al nivel del entresuelo y, más arriba, al piso principal. Se trataba de una esplendorosa carta de presentación de un viaje in crescendo hacia la poderosa opulencia, hacia el lujo más desenfrenado, hacia un mundo privilegiado que estaban a punto de emprender.

Padre e hijo ya se estaban imaginando el futuro asombro de su esposa y hermana, respectivamente, con ocasión del venidero evento pero, por el momento, tenían que centrar todos sus pensamientos en su (mezquina) misión, sin permitir que el esplendor y la suntuosidad que les rodeaba les distrajera de su (vil) propósito.

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El primer tramo de la Escalera de Honor

Así que, siguiendo a Don Antonio, subieron el primer tramo de la escenográfica e impresionante Escalera de Honor, con balaustrada y peldaños de mármol, y, a través de un descansillo, accedieron a la parte de la vivienda utilizada a diario por los Marqueses de Cerralbo –futuro ala de invierno del palacio–.

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El Recibimiento

Allí, en el Recibimiento, el joven anfitrión se despidió de ellos con tanto afecto y calor que, una vez más, sus conciencias se tambalearon. Y como si todo ello no fuera suficiente, un gran espejo, un tremó, que dominaba esa sobria sala, les asestó el golpe (casi) definitivo, al permitirles contemplar las imágenes de un padre y un hijo cómplices de una inminente mentira a la cara de un querido amigo.

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«Virgen con el Niño» de Van Dyck

Por mucho que los dos mejoraran su aspecto formal, arreglándose el pelo y retocando los pliegues de sus atuendos, nada de eso podía remediar en lo mínimo la sustancia de su alma. Para más inri, ambos creyeron advertir la presencia de una delicada “Virgen con el Niño” que, desde la limítrofe Capilla, con su mirada levantada hacia el cielo, parecía reprocharles su innoble comportamiento –la obra, recientemente atribuida a Van Dyck, estuvo expuesta en este espacio durante los dos primeros meses de este año–.

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El opaco Salón «de Confianza» (¡!)

Sin embargo, no tuvieron tiempo de averiguar si esa figura tan evocadora había sido fruto de un espejismo provocado por la progresiva frustración puesto que en ese preciso instante el marqués había hecho acto de presencia en la estancia desde el contiguo Salón de Confianza.

Con una sonrisa en los labios y un fuerte apretón de manos, el marqués invitó a sus amigos a acomodarse con él en ese salón de recibir de diario, destinado, como su propio nombre indica, a las visitas íntimas e informales.

Nuevamente, padre e hijo se sintieron avergonzados consigo mismos ante la “confianza” que les estaba brindando el padrastro de don Antonio, y, una vez más, fue un espejo, un coqueto psiqué de estilo Dresde o Sajonia, el encargado de revelarles, cristalina y silenciosamente, que no eran los más hermosos, ni por fuera y ni por dentro, del Reino de España, sino más bien todo lo contrario. Asaltados por la opacidad, casi oscuridad, de una situación en la que la única nota de color la ponía una espectacular lámpara de cristal, de clara proveniencia veneciana.

Los tres hombres se sentaron en la mesa central y, mientras esperaban que les sirvieran el té, empezaron a hablar animadamente de todo un poco, comentando los últimos acontecimientos políticos y también deportivos, acompañados por los acordes de fondo de “Le lac de Côme” de Galos, una pieza de nostálgicas y dulces reminiscencias italianas que a menudo tocaba Aliapiedi en su casa, ejecutada para la ocasión por la Marquesa de Villa-Huerta en el Cuarto del Mirador –así llamado por el balcón volado, cubierto integralmente de hierro y cristal, que da a la calle Ferraz, justo encima de la antigua entrada de servicio, rebautizado posteriormente como Salón de Música, en la que en la actualidad se pueden apreciar, más allá del magnífico piano, de la marmórea chimenea, del gran espejo de felpa o del escritorio de dama, unas llamativas cortinas de Aubusson, las únicas en tonos azules de todo el palacio, y, en una pared, una puerta, aún visible, que, a través de un pasillo, llevaba a un aseo y a las alcobas privadas de los dos hermanos, doña Amelia y don Antonio–.

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El actual Salón de Música

La conversación era fluida y amena y mientras los minutos, más bien las horas, pasaban con una rapidez inusual, tal y como puntualmente recordaban los relojes del marqués, padre e hijo casi estaban olvidando el motivo de su visita. Fue mientras comentaban los resultados de las recientes carreras en el Hipódromo de la Castellana cuando los visitantes, al unísono, se acordaron de las de Longchamps, candidatas el día anterior entre las tres mejores excusas para no comparecer en el que se perfilaba como el gran acontecimiento social del año. En ese momento ambos palidecieron tanto que, en comparación, el blanco roto de las sublimes jarras y jarrones de porcelana de Meissen que les rodeaba parecía haberse convertido en gris oscuro.

Don Enrique, percatándose enseguida de ese repentino cambio en la pigmentación de sus invitados, ordenó inmediatamente a sus criados que trajeran agua y unos cuantos terrones de azúcar, pero, por mucho que el conde y el condesito se hidrataran e ingirieran esa cantidad de glucosa, nada ni nadie podía mitigar ese blancor, ni aliviar los escalofríos que recorrían sus cuerpos y sus almas: el peso de la mentira venidera les estaba aplastando con todas sus fuerzas…

Fue el padre quien, tras recuperar mínimamente la compostura, hizo acopio de todo su valor y expuso sin rodeos ni tapujos el verdadero (falso, en realidad) motivo de su visita, disculpándose a renglón seguido por tamaña mezquindad y deslealtad. El marqués se quedó sin palabras: durante unos eternos segundos pareció ausente, ensimismado en sus pensamientos, mientras que la misma melodía que antes resonaba suavemente entre las augustas paredes del palacio, ahora callaba tristemente…

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El piano de doña Inocencia

El trío, reunido en ese irónico salón, dedicado a una confianza a punto de desaparecer entre ellos para siempre, permaneció unos momentos más en silencio, sin moverse, como si fuera un grupo escultórico, uno más de los que decoraban la casa por doquier, petrificado por el hechizo de una Medusa imaginaria, o no tan imaginaria ya que la mencionada gorgona dominaba las corazas de los bustos masculinos esparcidos por el palacio, hasta que fue interrumpido en su estática y plástica posición por la llegada de la marquesa, doña Inocencia.

La mujer, con su presencia, reanimó como por arte de magia a los nobles personajes y, tras disculparse por no haberles saludado antes alegando que estaba concentrada en sus estudios musicales entre las coquetas paredes con cenefa floral del boudoir, les comunicó que, muy a su pesar, no podía entretenerse con ellos ya que había sido invitada por doña María del Rosario Falcó y Osorio, Condesa de Siruela, a una velada literaria femenina acompañada de un tentempié en el cercano Palacio de Liria.

Tras la fugaz aparición, el aplastante silencio volvió a apoderarse de la estancia durante un brevísimo espacio de tiempo que, a los invitados, abatidos por la traición que acababan de cometer, les pareció eterno…

Fue el marqués quien rompió el hielo estallando en una inesperada carcajada. Perplejos, el conde y el condesito intercambiaron sus   miradas sin entender nada hasta que el anfitrión, con su característica franqueza y nobleza, les reveló lo que le estaba pasando por la cabeza en ese preciso instante: ¡envidia!, ¡sana, profunda y sincera envidia!

Les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, podían escabullirse de ese acto social; les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, no iban a ser el centro de todas las miradas; les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, no tenían que ser los protagonistas de una noche de gala que tanto emocionaba a las mujeres de su casa cuanto les aburría a su hijastro y a él.

El conde y su hijo no podían creerlo: en esa familia, tan distinguida y blasonada, pasaba lo mismo que en la propia.

Fueron entonces ellos los que, desatados, empezaron a reírse de sí mismos, de la situación, tan absurda como reveladora, y, en general, de esa forma de vida, privilegiada pero encorsetada a la vez.

Don Enrique, entonces, con su espléndido talante y su nobleza innata, les invitó a celebrar juntos, esa misma noche, en su recién estrenada morada, el valor de la verdad y el honor de la amistad.

Dicho y hecho, los sirvientes ya estaban añadiendo dos cubiertos en el anexo Salón Comedor para satisfacer los deseos de su señor y, media hora después, los cuatro, incluido el marquesito que, encantado, se había unido a la alegre compañía, se encontraban sentados en la hermosa mesa central, perfectamente vestida, arropados por las cálidas paredes de esa estancia, decorada con sendos bodegones y besada por los cálidos rayos del sol al atardecer.

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El cálido y acogedor Salón Comedor

Y entre risas, bromas y guiños, entre plato y plato, copa y copa, taza y taza, las del consommé y las del café de la sobremesa, servido en el diván de comodidad, los dos amigos y los dos amiguitos disfrutaron como nunca de los placeres de la vida, de la vida verdadera, de la vida más espontánea y más sincera.

[Continuará… ]

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Casa-Museo Cerralbo: ¡La fiesta del año! [Primera parte]

CERRALBO - invitacion

Jueves, 8 de junio de 1893

¡Por fin!

¡Por fin había llegado la invitación!

¡Por fin los de Aliapiedienfamilia irían a palacio!

Aliapiedi y la pequeña de la casa, las más expresivas de la familia, intentaban mantener la compostura pero, incapaces de contener la emoción, empezaron a pegar saltos de alegría, exaltadas por la recepción de la misiva, irrefutable prueba de un secreto a voces que corría desde hace semanas en los círculos más selectos de la capital.

Como de costumbre, los otros dos miembros de la familia, más pausados, no podían evitar contemplar perplejos, más bien resignados, esa inexplicable muestra de entusiasmo, casi euforia, típicamente femenino; para ellos, ese augusto tarjetón, escrito de puño y letra por el marqués con una de sus sublimes plumas, representaba un aburrido plan familiar, a la par de cualquier otro acto social de una comedia de fin de siglo centrada en la ostentación universal.

En efecto, ni el Conde, ni el Condesito de Aliapiedienfamilia compartían ese afán de opulento protagonismo: ellos eran nobles, nobles de verdad, nobles en la forma y nobles en el fondo, y lo que menos les gustaba era actuar, o sobreactuar, forzando sonrisas, besando delicadas manos, más bien guantes de seda o terciopelo, o pronunciando falsos cumplidos mientras se relacionaban con la crème de la crème de la capital. Esa fecha, el 15 de junio de 1893, se había convertido en una auténtica pesadilla, por lo que tenían que encontrar la manera de escurrir el bulto elegantemente sin que nadie se percatara o, peor aún, se ofendiera.

Y así, mientras que la Condesa y la Condesita se centraban en asuntos de vital importancia para esa cita tan ansiada –la vestimenta, el peinado y las joyas que iban a llevar–, ellos empezaron a barajar todas las posibles excusas para disculpar su ausencia –una cacería en Extremadura, las parisinas carreras de Longchamps o una reunión extraordinaria en el londinense Hurlingham Club–.

Cualquiera fuera el pretexto elegido, más o menos razonable, más o menos creíble, el conde y su vástago eran conscientes de que las normas básicas de educación exigían disculparse en persona con don Enrique de Aguilera y Gamboa, XVII Marqués de Cerralbo, su esposa de edad ya avanzada, doña Inocencia Serrano y Cerver, viuda y madre de un querido amigo del marqués, y los dos hijos que esta última había aportado de su primer matrimonio, don Antonio y doña Amelia del Valle y Serrano, Marqueses de Villa-Huerta, de modo que, una vez convenido que el imprevisto más oportuno era el compromiso londinense, el conde, ante la resignada mirada de su mujer y su hija, decidió enviar inmediatamente un mensajero a la flamante demora de los marqueses para anunciarles su intención de visitarles al día siguiente, a fin de comunicarles la tan inminente cuan ficticia partida hacia las tierras inglesas. [Continuará… ]

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La invitación y el menú de gala: la ilusión de Aliapiedi y su hija

 

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