Museo de los Caños del Peral: A piedi, y a los pies, de la plaza de Isabel II

¿Te habías fijado alguna vez en unas líneas doradas que recorren el suelo de la plaza de Isabel II?

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Si quieres descubrir algo más, baja a la planta -2 del metro de Ópera y adéntrate en el Museo de los Caños del Peral, después de haberte apuntado a la correspondiente, y gratuita, visita guiada organizada por Metro de Madrid.

Aquí encontrarás los restos de tres importantes estructuras que ocupaban la mencionada plazuela y que salieron a la luz durante los trabajos de instalación del ascensor de este medio de transporte: la mencionada fuente, la Alcantarilla del Arenal y el Acueducto de Amaniel.

Para entender el valor de estas piezas históricas que se ocultan bajo el suelo de Madrid, más precisamente a ocho metros bajo la plaza de Isabel II, hay que retroceder a la época en que la corte se traslada a la villa de Madrid, a mediados del siglo XVI, y a la consecuente necesidad, por evidentes motivos higiénicos, de canalizar el (ahora desaparecido) Arroyo del Arenal que salía de la plaza de la Puerta del Sol y seguía su recorrido hacia la actual calle Arrieta.

Contemporáneamente a este sistema de canalización y de alcantarillado, se levantó también la famosa fuente monumental, de estilo renacentista, larga más de treinta metros y dotada de seis caños, con sus correspondientes pilas, que sirvió para abastecer de agua a la villa, cuya población fue aumentando exponencialmente, hasta nuestros días. De este valioso líquido no sólo se abstecían los vecinos de la zona a través de sus cántaros sino también los «aguadores», unos auténticos profesionales en materia que mantuvieron en activo el oficio de recoger, suministrar y vender el agua de las fuentes a las casas, gracias también a la ayuda de sus burros, hasta principios del siglo XX.

Los Reyes, por el contrario, disponían del Acueducto de Amaniel que, levantado a principio del 1600 y utilizado hasta el 1900, salvaba el barranco del mencionado arroyo y permitía el traslado del valioso líquido hasta (los privilegiados d)el Palacio Real.

Así que la próxima vez que vayas a piedi por la plaza de Isabel II, baja la mirada y ¡fíjate bien en lo que pisas!

 

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I. P. C. E. (Instituto del Patrimonio Cultural de España): el O.V.N.I. (Objeto Volador No Identificado) y sus E.T. (ExtraTerrestres)

Hay lugares en la capital donde trabajan, discreta y silenciosamente, auténticos profesionales, para que, a la luz del sol, o, mejor dicho, a la luz de iglesias, museos o salas de exposiciones, reluzca el fruto de su paciente entrega y dedicación en la sombra. Me refiero, en este caso, a aquellas personas que, casi escondidas, en sordina, realizan sus tareas en el Instituto del Patrimonio Cultural de España.

Mi interés en realizar una visita guiada (gratuita) en este curioso edificio capitalino no estaba, en realidad, motivada por las ganas de descubrir la labor de estos excelsos especialistas, sino, más bien, por el afán de conocer, por fuera y por dentro, su arquitectura –una de mis carreras frustradas, junto con las de Historia o Literatura, en beneficio del Derecho–. Cada vez que recorría la A6, de vuelta de la oficina, camino de Madrid, siempre me llamaba la atención esa extraña figura circular de aire nórdico que, parecida a una tarta Saint-Honoré –aunque popularmente, por su forma peculiar, se la apoda “Corona de espinas”– con sus cándidos pináculos puntiagudos, desafiaba el verde y armonioso panorama de la Casa de Campo y, a su lado, el del cercano Palacio de la Presidencia de Gobierno, de estilo herreriano y tonos anaranjados.

Ese gris edificio, de líneas austeras y graves, se asemejaba en mi fantasía a un inmenso O.V.N.I. averiado, obligado a un aterrizaje forzoso, caído allí por azar. No era precisamente bello de ver, pero, lejos de provocar mi indiferencia, suscitaba mi interés. No tenía ni idea de lo que era y, menos aún, de lo que encerraba: podía ser un estadio, un centro de congresos, un pabellón de feria… pero nunca hubiera adivinado de que se trataba de este peculiar instituto dedicado a la investigación, conservación, restauración y documentación del patrimonio nacional.

Hoy me acabo de enterar.

Después de haber deambulado por la alegre y animada ciudad universitaria en busca de su acceso (casi) secreto, arriesgando mi incolumidad física al bordear repetidamente los muros exteriores de la Moncloa, por fin alcancé la cancela de entrada, en la calle Pintor el Greco 4. Enseñé mi carnet de identidad al amable vigilante y, después de que comprobara que no era una asesina en serie ni una peligrosa narcotraficante en busca y captura por la C.I.A., me indicó el camino a seguir para acceder a ese templo misterioso.

Aquella mole imperial imponía bastante respeto y, viéndola tan de cerca, me convencía aún más de su afinidad con un platillo volante. Tras haber subido una larga escalinata donde, casi al final, parecía esperarme con aire un poco chulesco un bronceo estudiante, o puede que un hombre maduro con aire y vestimenta juvenil, cuya única y estatuaria función era la de demostrar visualmente la proporción entre un ser humano y ese abrumador extraterrestre llamado I.P.C.E. (y no E.T.), una vez dentro me quedé literalmente asombrada por la increíble arquitectura, y decoración, del lugar.

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Un enorme lucernario dejaba pasar la luz natural por un óculo central que, a su vez, a través de una cúpula transparente que se reflejaba virtualmente en él, iluminaba un impresionante tesoro escondido, hecho de millares de libros, revistas y volúmenes que componían la inmensa biblioteca del Instituto, la más grande de España en este especifico ámbito “patrimonial”. Ese vestíbulo principal, ubicado en la primera planta y dominado por esa céntrica estructura de cristal, que representaba simbólicamente su corazón pulsante, era verdaderamente sensacional y una vez más tuve la sensación de encontrarme en una película de ciencia ficción, en un mundo paralelo como el de “Blade Runner”, envuelto, sin embargo, por la luz y no por la oscuridad, en una astronave que nada tenía que envidiar a la de la escena final de “Passengers”, decorada como estaba con escenográficas plantas verticales, que con sus dinámicos tonos verdes intentaban rebajar la seriedad de las formas geométricas de la estructura que las sustentaba.

La guía ya estaba esperando a los visitantes de ese día –puede que ella fuera una “V(isitante)” disfrazada– y después de habernos indicado donde estaban las taquillas para dejar los bolsoshay que tener un euro físico, y no virtual, para cerrarlas– nos llevó a la segunda planta donde, en un rincón, se exhibía una maqueta del anteproyecto de ese colosal y original edificio, presentado por Rafael Moneo y Fernando Higueras, ganador en 1961 del Premio Nacional de Arquitectura de España. Sin embargo, ese primer modelo del originario “Centro de Restauraciones Artísticas” era bastante diferente del que se fraguó sucesivamente de la mano de Fernando Higueras y Antonio Miró –coautores, también, entre otros, del llamativo Ayuntamiento de Ciudad Real o del Edificio Princesa capitalino, en la Glorieta de San Bernardo– ya que, a pesar de mantener la estructura circular, había sido dotado, por ejemplo, en 1985, de la mencionada biblioteca y de la gran claraboya acristalada.

A su lado, en una pared, descansaba también un grabado del celebre pintor Antonio López sobre la fase final del edificio, que, terminado en 1991 después de un parón de doce años, entre 1970 y el 1982, fue declarado Bien de Interés Cultural en 2001, para gran satisfacción de sus artífices que, caso único en España, aún seguían en vida.

En las salas que recorríamos no aparecía nadie, como si estuviéramos solos en esa estructura, encerrados en sus entrañas, atrapados entre sus sólidas paredes de hormigón armado. Nuestra anfitriona nos contaba que, a lo largo de esas tres plantas en superficie, coronadas por una terraza actualmente cerrada por obras, y de las otras dos subterráneas, trabajaban múltiples y diferentes profesionales: arquitectos, arqueólogos, etnógrafos, restauradores, físicos, biólogos, documentalistas, informáticos, archiveros o conservadores, entre otros.

Pero no había rastro de todos ellos: ¿Dónde estaban escondidos? ¿Dónde se habían metido?

La guía nos condujo entonces hacia un enorme montacargas, destinado al traslado de obras pesadas y voluminosas –o de muchas personas, pesadas y voluminosas– sin que hubiera algún tipo de oscilación y movimiento para no dañar su valiosa estructura –en ese momento, víctima de un golpe de patriotismo, me imaginé el David de Miguel Ángel  subiendo y bajando dentro de esa enorme cabina– y alcanzamos el segundo sótano. Se abrieron las puertas del ascensor y nos encontramos en un ambiente verdaderamente inquietante, iluminado por unas frías luces artificiales, entre extraños artilugios-robot para el desplazamiento de las obras y portales cerrados a cal y canto y dotados de alarmantes carteles de peligro de radiación. No sé si todo aquello era una despiadada trampa, si estábamos en un bunker o en un laboratorio secreto de la N.A.S.A. del que cualquier cosa podía haber escapado: una peligrosa criatura, un virus letal o un arma de destrucción masiva.

Nada de todo ello, en realidad.

Se trataba del área dedicada al análisis de las obras, a través de diferentes técnicas, como infrarrojos o radiografías, para su posterior restauración. De sus paredes colgaban, en efecto, reproducciones, más bien vivisecciones, de valiosas piezas de arte, entre que se encontraba una escultura de madera policromada perteneciente a un paso de Semana Santa, el “Sayón de la trompeta” de Gregorio Fernández, realizado entre 1614 y 1615, y que procedía del Museo Nacional de Esculturas de Valladolid. Rodeados de artísticas figuras, literalmente puestas al desnudo, seguían sin embargo brillando por su ausencia seres vivos en carne y hueso como nosotros.

Después de un rato allí abajo, subimos a la planta superior, la primera del sótano, en realidad una entreplanta, para visitar el área de textiles, allá donde se reparaban los tejidos de cualquier obra. Y, por fin, aparecieron más personas, dos para ser exactos. Ambas eran especialistas en ese campo –o alienígenas compinchados con nuestra guía– y nos explicaron la delicada y paciente labor que desarrollaban en esos talleres de ciencia ficción.

Y todas mis alarmantes dudas se vieron confirmadas de repente, nada más escuchar las palabras apasionadas de esas dos mujeres que, indudablemente, no eran unos seres humanos normales y corrientes sino seres de otra dimensión. En efecto la habilidad, paciencia y diligencia que tenían que poseer para restaurar fielmente, sin modificar su auténtica esencia, origen y naturaleza, obras antiguas y valiosas era fuera de lo normal. La dedicación, la entrega y el esfuerzo que conllevaba elegir los tejidos y los colores para seguidamente combinarlos y arreglarlos como unos artesanos de antaño, como unos amanuenses de los tejidos, como unos incunables de los vestidos, no podía ser fruto de la labor de dos sujetos terrestres. Nunca me había parado en pensar en quien estaba, literalmente, detrás de las obras, en perfectas condiciones, de las que todo el mundo disfrutaba en las diferentes sedes expositivas españolas; nunca había imaginado lo que escondía la parte posterior de cualquier pieza artística; nunca había reflexionado sobre anónimo e intenso trabajo que suponía la conservación de cada centímetro cuadrado de una vestimienta de antaño, de un manto o, por ejemplo, de un Martirio de San Jorge, del 1489, tendido ante nuestros ojos.

Una profunda admiración me salió del corazón hacia esos dos ejemplares de mujeres (¿de otro planeta?) que pasaban cada día horas y horas en un sótano escondido de un edificio apartado, tejiendo, confiadas y entregadas como unas penélopes del Tercer Milenio.

Finalizadas sus interesantes explicaciones, todos nosotros, los visitantes de la Tierra, aplaudimos al unísono esa labor paranormal, digna de mención y honor, y, después de las afectuosas despedidas, subimos a la planta cero, al corazón del edificio, al núcleo del Instituto ocupado por esa impresionante y escenográfica biblioteca circular que había entrevisto desde la llamativa cúpula acristalada de la planta de arriba.

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Miles de libros, distribuidos a lo largo de cinco galerías circulares, me rodeaban, nunca mejor dicho, me envolvían y me abrazaban con sus diferentes formas y colores. Hubiera podido quedarme allí horas y horas en estática contemplación, disfrutando de ese panorama literario iluminado por el óculo central que, salvando las debidas y patrióticas distancias, recordaba el del Panteón de Roma. Estaba soñando con los ojos abiertos en ese espacio tan escenográfico y culto, reino del silencio y la sabiduría, donde cualquier interesado en la materia hubiera podido pasar una vida entera leyendo, aprendiendo y disfrutando.

Pero el tiempo de la ensoñación había acabado, como me recordaba la encantadora responsable de ese mundo tan evocador que, muy a su pesar, tuvo que devolverme prepotentemente a la realidad, obligándome a salir de ese lugar espectacular para volver a la planta primera, la del principio, y ahora la del fin, de la visita.

Renuncié entonces a mis historias de ciencia-ficción, saludé a los extraordinarios habitantes de esa pseudo nave espacial llamada I.P.C.E. y volví a la realidad de Madrid, mientras ella, tras de mí, se elevaba silenciosamente hasta el infinito… ¡y más allá!   

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«Aliapiedi… en Madrid» por el Spa del hotel Pestana Plaza Mayor: una mañana de capricho

Hay días en los que quieres, y debes, desconectar; hay días en los que quieres, y debes, olvidarte de las tareas, y preocupaciones, cotidianas; hay día en los que quieres, y debes, pensar sólo en ti misma, por el motivo que sea.

Hoy ha sido el día.

Desde hace tiempo tenía fichado un SPA madrileño en pleno centro, no un SPA cualquiera, sino un SPA especial, peculiar y original, alojado, casi oculto, en los bajos de un hotel, el Pestana Plaza Mayor, que más castizo no puede ser ya que se encuentra ubicado en esta celebre, y principal, plaza del Madrid de los Austrias. Hoy, entonces, ha sido el día para descubrirlo y disfrutarlo en compañía de una buena amiga mía, impecable madre, esposa y mujer que, a la par de la que suscribe, quería evadirse de la cotidianidad, aunque fuera sólo por un día, aunque fuera sólo por una mañana…

Así que, casi sobre la marcha, aparcando repentinamente, y sin arrepentimiento, nuestros compromisos familiares y profesionales en nombre de una amistad que no necesita una frecuentación diaria, ya estábamos las dos, felices y emocionadas, frente al mencionado hotel, inaugurado casi cuatro años atrás, cuya deslumbrante fachada se reflejaba en la de la celebre Casa de la Panadería – que aloja actualmente en su Salón de Columnas un renovado y acogedor Centro de Turismo–. Después de las fotos de rigor entramos, sin saberlo, por el que, en realidad, es el acceso posterior del hotel, el que da a la histórica plaza mayor capitalina y. después de unos minutos de inevitable desorientación, alcanzamos finalmente la recepción, tras  bajar por una imperiosa escalera y cruzar un coqueto patio interior, cubierto por un techo de cristal, donde las pintorescas mesas y sillas ya estaban bellamente preparadas para recibir a los futuros comensales del mediodía. Allí preguntamos por nuestro destino, el tan deseado SPA, mientras que un aroma, dulce y embriagador, nos envolvía silenciosamente.

Nos indicaron un pasillo, elegante y oscuro, con muros de ladrillos y espejos antiguos en la pared, en forma de L, que era imposible adivinar a donde conducía. Pero daba igual. Las dos, empujadas por ese magnífico olor que nos atraía y nos llamaba, como si se tratara de las engañosas y despiadadas sirenas de una Odisea ítalo-española, nos lanzamos encantadas hacia esa cautivadora oscuridad, hacia ese escenográfico túnel al final del cual encontraríamos la luz, la luz del bienestar, la luz de un paraíso terrenal. Y así fue.

Tras unos pocos pasos, a piedi, se materializó ante nosotras la preciosa, y cuidada, recepción del SPA. Adrián, uno de los masajistas, nos esperaba con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios y, amablemente, nos mostró las instalaciones de este fantástico lugar: los vestuarios, con ducha incorporada, impolutos y relucientes, a la par de los lavabos de enfrente, las taquillas, los baños y, más allá, el verdadero reino de la paz y del placer: el Spa propiamente dicho.

20230307_112025Allí estaba la sauna, con los clásicos interiores de madera, protegida por una cristalera e iluminada con unos relajantes tonos violetas; a continuación, una ducha, con agua fría y caliente, en función del contraste térmico que se quería experimentar, y, finalmente, la auténtica joya de la corona: la piscina climatizada, envuelta en una mágica y fantástica atmosfera de mil y unas noches.

Pero antes de disfrutar o, mejor dicho, de meternos de lleno en ese tesoro acuático casi escondido, casi prohibido, nuestro anfitrión nos enseñó también un par de curiosas y llamativas salas, más bien salitas, de estar, donde, entre cómodas almohadas, era posible descansar y, literalmente, encerrarnos en nuestros pensamientos a través de unas preciosas y evocadoras celosías de estilo árabe. Al otro lado, se encontraba también un pequeño y precioso gimnasio, con unas cuantas máquinas (de tortura) relucientes, cuyo uso descartamos enseguida a pesar de la belleza inspiradora del espacio que lo alojaba, parecido al de la piscina, con techo abovedado y rodeado de los originarios muros de ladrillo visto pertenecientes a la antigua carbonera, que anteriormente ocupaba el lugar del SPA. Y a su lado, escondida tras otra sugerente celosía, una hermosa y sugerente estancia, exótica y cautivadora, destinada a los tratamientos corporales, individuales o en pareja, como en nuestro caso.

El conjunto de esas salas y la piscina era verdaderamente fascinante, igual, sino mejor, de cómo aparecía en las fotos, y, encantadas, nos dejamos atrapar por ese estilo oriental tan peculiar, por esos estudiados tonos oscuros, por esa cálida iluminación, por esas alfombras elaboradas, por esas sillas de mimbre y mesillas de madera y, en general, por esa decoración tan exquisita, de árabe remembranza, sencilla pero acertada.

20230307_113946Después del obligado reportaje, con la paciente e inestimable ayuda de mi “compañera de fatigas”, llegó, por fin, el momento de sumergirnos de lleno, nunca mejor dicho, en ese templo de la Salus Per Aquam.

Las dos solas, por el momento, listas, mental y físicamente, para enfrentarnos a nuestros deseos de desconectar y distraernos, después de una ducha caliente –en ningún momento contemplamos la posibilidad de utilizar el agua fría– nos tiramos (casi) literalmente a la piscina. Abrazadas por los sólidos arcos y contrafuertes en piedra del originario y antiguo edificio y por una especie de ventanas (in)discretas que dejaban traspasar un halo de luz natural –y que antes servían para la descarga del carbón desde la superficie de la plaza Mayor–, la paz y tranquilidad se apoderó de nosotras. No hacía falta nada más.

La presencia de esa mágica agua subterránea –que me recordaba el embrujo de la Cisterna Basílica de Estambul–, el sugestivo entorno y nuestra amistad era todo lo que se necesitaba para que nos relajáramos poco a poco, para que fluyeran lentamente las palabras, para que se alejaran plácidamente los pensamientos negativos y para que la falta de gravedad levantara nuestros cuerpos, y nuestras almas…

Y tras un buen rato en este místico y catártico estado, fue el calor seco de la sauna el que nos abrazó ardientemente con sus ochenta grados. Los minutos pasaban, las charlas pausadas seguían, las sonrisas se sucedían y las miradas se endulzaban. No notábamos ni siquiera el calor, y la sequedad, en aumento, centradas en pensar egoístamente solo en nosotras y en nuestro momento… Fue sólo gracias a, o por culpa de, nuestro atento anfitrión, anunciándonos que había llegado nuestra hora… ¡de (más) placer! que nos despertamos del catatónico ensimismamiento.

Un masaje nos esperaba en esa cabina tan original que habíamos visto antes y que, en realidad, parecía una romántica y evocadora cueva, decorada con aceites corporales y toallas suaves. Nos cambiamos una vez más, nos tendimos las dos boca abajo en dos camillas flanqueadas, sin parar de agradecer la suerte de ese día, y, al cabo de unos minutos hicieron acto de presencia en la original estancia dos masajistas. Se apagaron las luces, ya de por sí tenues, la sugestiva oscuridad volvió a hacer acto de presencia y una música celestial, de puro y total relax, empezó a sonar. Fueron entonces los hábiles y entregados profesionales los que se encargaron de exaltar el encanto de una aromaterapia sensacional.

20230307_111846Sus manos empezaron a deslizarse por nuestros cuerpos, desde los pies hasta la cabeza y viceversa; sus manos, delicadas pero firmes, y con un calor progresivo, relajaban todos nuestros músculos, nervios, tendones, y también michelines; obnubilándonos el cuerpo y la mente; sus dedos, fuertes y ligeros, descontracturaban cada una de las vértebras de nuestra columna fatigada; las toallas, a diferentes temperaturas, nos envolvían en cálidos y escalofriantes abrazos; los diferentes aceites impregnaban la piel de un dulce aroma, y el silencio, imperioso y potente, se imponía en el fantástico ambiente…

Ninguna de las dos hablaba, cada una disfrutando de su masaje, cada una gozando de ese viaje. El tiempo se había parado. Estábamos en otra dimensión, en un universo paralelo, con los ojos cerrados y los corazones abiertos. El sueño de una mañana de invierno se acababa de realizar: la fantasía, desenfrenada, había volado, la alegría, interior, se había desatado.

Pero el gran final también había llegado.

Los dos profesionales, discretos y respetuosos, nos murmuraron al oído la (triste) noticia mientras que las dos, tendidas en las mágicas camillas que nos habían trasladado a otro mundo, esa cabina que no teníamos ninguna gana de abandonar para regresar a la realidad, así que nos resistíamos a incorporarnos, esperando un milagro que nos permitiera quedarnos allí el resto del día, y también de la noche, para probar todos los múltiples tratamientos, masajes y rituales que se ofrecen en el SPA.

Pero hoy no era el día para otro sueño (prohibido) de amigas y mujeres (¡¿desesperadas?!), de modo que, con mucho esfuerzo, las dos, “en plan zen”, felizmente desorientadas, casi adormiladas, después de tomar un hidratante té y una infusión, nos despedimos de nuestros ángeles de la guarda, más bien unos magos del deleite, y salimos finalmente del hotel, esta vez por el acceso principal, el que da a la calle Imperial 8, allá donde un tiempo se encontraba una estación de bomberos. Nos dirigimos hacia la Plaza Mayor, sin caer en la tentación de un típico, y tópico, bocadillo de calamares madrileño, y, bajo la luz del sol que ahora invadía la plaza y su gente, mirando una última vez con nostálgico placer la fachada posterior del hotel, nos dirigimos al aparcamiento, camino de nuestras tareas, compromisos y responsabilidades, familiares y profesionales, cotidianas…

– “¿Y si huimos a lo Thelma y Louise?” – me preguntó ella entre risas. Nuestras cómplices miradas, y unas cuantas sonrisas, se cruzaron, el coche arrancó, nos cogimos de la mano y nos lanzamos por las calles del centro de Madrid… ¡hasta el infinito y más allá!

Pero esta ya es otra historia…

P.S. Este relato también se incluirá en el futuro libro «Aliapiedi… en Madrid» (work in progress!)

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«Aliapiedi… en Madrid» por la Real Academia de Medicina: el conserje-guía y la italiana (Segunda parte)

[… Sigue] Él, desconsolado, me juraba y perjuraba, que, muy a su pesar, no podía hacer nada al respecto, que dependía de la voluntad del bibliotecario y que éste, con toda probabilidad, no me dejaría acceder, dada la presencia de eruditos y sabios estudiosos del mundo de la medicina.

Pero ¿por qué no intentarlo? le pregunté yo guiñándole el ojo.

Y tras recorrer una preciosa escalera de antaño y cruzar una antesala donde, custodiados por unas vitrinas, se exhibían valiosos documentos relacionados con el mundo de la medicina, ya me encontraba en la planta de arriba, siempre a su lado, ante una imperiosa puerta de madera, cerrada a cal y canto. Él la abrió sigilosa y delicadamente, con esa prudencia que tanto le caracterizaba, y murmullando desde la lejanía al bibliotecario, le pidió humildemente si podía dejarme pasar para tomar unas fotos. El serio y autoritario guardián de ese reino escondido, tras haberme rápidamente observado de los pies a la cabeza, con un solemne gesto de la cabeza… ¡asintió!

¡No me lo podía creer!

Accedí a ese lugar sagrado dando cabezazos de alegría y conteniendo mis ganas de gritar y dar saltos de júbilo, mientras que mi conserje favorito, volvía a sus tareas, despidiéndose de mí. Centenares, miles, de libros me envolvieron con las letras doradas de sus títulos, con sus lomos antiguos, con sus hojas amarillentas de escritos del pasado. Un par de valiosas mesas, rodeadas de sillas, de antaño, unas lámparas de latón y tonos verdes y un simpático reloj de madera encima de ellas constituían el evocador mobiliario que complementaba el de las espectaculares estanterías, dotadas de una elaborada reja en el segundo nivel. Al encanto y calor decorativo de esa habitación se sumaba el de unos radiadores de época y un parqué de verdad, que crujía a cada uno de mis emocionados pasos. Intentando mantener la compostura, frenando mi euforia, realicé un nutrido reportaje sin molestar a la única persona allí presente, hasta que, pletórica, abandoné esa exclusiva biblioteca, dando las gracias a su valioso guardián.

Y como si no fuera suficiente todo lo que ya había visto y disfrutado, ya que estaba sola en esa primera planta, de puntillas aproveché para explorarla, como si fuera un ladrón de guante blanco. Entré en una nueva sala, más pequeña que la anterior, dedicada a José Botella Llusiá, parte del Museo de Medicina Infanta Margarita, donde, tras unas vitrinas, se exhibían decenas, puede que un centenar, de microscopios; accedí a una habitación contigua, desde cuya ventana indiscreta se podía espiar el imperioso patio central, y, volviendo sobre mis pasos, me colé en el Salón de Gobierno, también decorado con centenares de libros, enciclopedias y revistas de antaño, protegidas en nobles estanterías de madera que rodeaban una larga mesa central iluminada por un par de lámparas de cristal que recordaban, con sus dimensiones reducidas, a la de la planta baja.

Podía haber estado allí todo el tiempo que me hubiera apetecido, pues no había nadie y las pocas, y autoritarias, personas que se cruzaban en mi camino me saludaban como si fuera de la casa. Respetuosa y educada devolvía los saludos con afecto y simpatía hasta que decidí regresar a la planta baja para despedirme ya de una vez, y de verdad, del verdadero amo de esa casa, el conserje de la Real Academia de Medicina.

Le agradecí su amabilidad y cortesía, le felicité por su sabiduría y le abracé imaginariamente con mis sonrisas y palabras italianas.

“Grazie, complimenti e a presto, amico mio!”, no te olvidaré.

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Detalle de la Biblioteca

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«Aliapiedi… en Madrid» por la Real Academia de Medicina: el conserje-guía y la italiana (Primera parte)

Hay días más afortunados y menos afortunados: éste fue uno de los primeros.

Estaba en Callao, a la salida de un conocido centro comercial “inglés”, y aún disponía de buena parte de la mañana para pasear a piedi por el centro de Madrid. Abrí mi Google Maps personalizado y vi que, entre los múltiples sitios de interés “aliapiediesco” virtualmente apuntados, a unos pocos centenares de metros se encontraba la Real Academia de Medicina.

A pesar de que en los días anteriores había sido claramente ignorada mi petición por email de visitarla, ahora, teniéndola tan cerca, no podía dejar escapar la ocasión de intentarlo en persona. Llegué entonces al número 12 de la calle Arrieta y ante mi apareció este edificio, enredado, nunca mejor dicho, por unas obras de mejora de su fachada de estilo neoclásico. El imperial portal, impresionantemente embellecido por dos columnas en forma de Hércules, ya de por sí, prometía y, después de la foto de rigor, más bien una decena, con paso firme y decidido entré allí o, por lo menos, esa fue mi intención.

Un obrero, uno de los muchos que con soltura entraban y salían de allí como si se tratara de su casa, me detuvo justo en el zaguán, explicándome que el acceso estaba prohibido por los (evidentes) trabajos en curso. Le miré perpleja y desconcertada: ¿No sabía ese hombre con quien estaba hablando? ¿No sabía que mi clara e irrenunciable voluntad era la de acceder a ese sitio? ¿No sabía que no hubiera aceptado un no por respuesta? Así que, sin inmutarme, le repliqué que necesitaba pedir una información y él, advirtiendo mi firmeza, me dejó pasar sin rechistar e indicándome a quién tenía que dirigirme. Dicho y hecho retomé mi camino hacia delante, con paso aún más firme, como si fuera una verdadera, autoritaria y “real” académica de la Medicina.

Mi siguiente interlocutor, el veterano conserje del edificio, educada y pacientemente escuchó mi deseo de realizar tan inoportuna cuan improbable visita guiada mientras que alrededor de nosotros se alternaban empleados de todo tipo llevando escombros, alfombras, papeles y más enseres no bien identificados. El amable, muy amable, señor, con tono avergonzado, me respondió que durante la pandemia tales visitas habían sido suspendidas y que, muy a su pesar, aún no habían sido reanudadas. Pero, y una vez más, hoy no iba a rendirme tan fácilmente, no iba a aceptar resignadamente un no por respuesta, no iba a volver sobre mis pasos tan fácilmente.

A sus espaldas, en efecto, entre la mudanza en curso, había entrevisto un suntuoso patio, con una enorme alfombra central y una impresionante lámpara de cristal: esos dos elementos eran demasiados invitantes para dejarlos allí donde estaban, a unos pocos pasos de mi mirada fisgona. Le pregunté entonces si, por lo menos, podía acercarme a ese sitio para tomar unas fotos y él, delicadamente, como si sufriera al negarse, asintió con la cabeza. Dicho y hecho mi dulce escolta-cicerone me llevó a ese suntuoso Patio de Honor, coronado por una espectacular vidriera y enmarcado por arcos y columnas, como si de un magnífico templo se tratara. Y mientras tomaba fotos desde todas las perspectivas posibles, intentando no chocar con los obreros en plena acción, me percaté de que al fondo de éste había una puerta entreabierta que dejaba suponer una nueva sorpresa. Mi detector de tesoros escondidos se había activado y, con delicada desfachatez, pregunté nuevamente a mi acompañante si podía acercarme también a esa sala. El hombre, incapaz de decir(me) que no, me acompañó entonces hasta el impresionante Salón de Actos, que se estaba engalanando para la solemne sesión inaugural del curso académico 2023 de esa misma tarde.

Llena de entusiasmo y gratitud, con los ojos abiertos de par en par, me encontré en una especie de suntuoso teatro -de hecho su modelo de referencia fue el antiteatro de la Escuela de Medicina de Londres-, con sillas de madera y telas rojas, decorado con medallones de médicos y enriquecido por una sinuosa balconada en voladizo y una nueva y espectacular vidriera, engalanada con las cabezas de Hipócrates y Galeno, que competía en belleza con un enorme arco central dominado por la cabeza de una diosa.

Rodeada por ese hermoso panorama, no daba crédito a mi suerte.

Satisfecha, siempre escoltada por mi fiel amigo, le agradecí esa improvisada visita guiada -con todo lo que él sabía y me contaba parecía un auténtico guía, tal y como le hice saber-, interrogándole ambigua y maliciosamente sobre los demás espacios incluidos en las visitas guiadas del pasado. El hombre, tembloroso ante esta nueva pregunta con retintín -listo él, ya había entendido cual iba a ser mi siguiente petición-, con un hilo de voz me contestó que los de la primera planta, donde había una exposición permanente y una biblioteca. Apenas pronunciadas esas palabras, percibí su instantáneo arrepentimiento, consciente de que se había metido en otro lío, y utilicé todos los recursos a mi alcance, sonrisas, lágrimas y dulces palabras en italiano para que me dejara acercarme allí… [Continuará… ]

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El suntuoso Patio de Honor

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«Aliapiedi… en Madrid» por San Nicolás de Bari: el museo más pequeño de la capital

En mi post sobre la muralla árabe, el histórico “punto cero” madrileño, comenté que es lo único que queda del pasado musulmán de Madrid, con exclusión de algún alminar reutilizado como campanario. Es éste el caso de San Nicolás de Bari de los Servitas, la iglesia más antigua de la capital, parroquia de la comunidad italiana en España, y por ello apodada “la iglesia de los italianos”, a la cual tengo mucho cariño por obvias razones patrióticas y también materno-familiares.

El domingo pasado, después de muchos años, volví a acercarme a piedi a este templo del siglo XII que intenta pasar desapercibido en el entramado de callecitas y plazoletas que conforman el sugestivo Madrid de los Austrias. Llegué a la tranquila plaza del Biombo, con su coqueta fuente de cinco caños adosada a los muros posteriores de un edificio de viviendas que, entre antiestéticas escaleras de emergencias, no se avergonzaba de enseñar la ropa tendida, y, unos pocos pasos más allá, en la esquina con la Travesía del Biombo, apareció el ábside de esta iglesia y su histórica torre, discreta y reservada. Después de haberla fotografiada en su totalidad haciendo alarde de mis dotes de (frustrada) contorsionista, crucé el pasaje medieval de la mencionada travesía y me acerqué a la puerta de entrada, en la plaza de San Nicolás, que, abierta de par en par, quería invitarme a entrar para recordar aquellos tiempos lejanos cuando, con los niños pequeños, alumnos de la Scuola statale italiana de Madrid, veníamos aquí a oír la misa de Navidad, en italiano, por supuesto.

Aceptada la invitación, crucé el pórtico de entrada de granito bajo la mirada del mismísimo San Nicolás, obra del escultor Luis Salvador Carmona, y, después de haber esperado que finalizara la función religiosa, me puse a deambular por la iglesia de la cual había olvidado por completo la decoración interior, fruto, como el resto de la estructura, de una reforma del siglo XVII. Al fondo del templo, justo en frente de la capilla de la Dolorosa que, coronada por una cúpula circular con linterna, conservaba tras unas rejas del siglo XVII, un retablo neoclásico, unas tallas y un busto en terracota policromada del siglo XVIII, me fijé en su hermana gemela que, en lugar de custodiar la imagen santa de una Virgen, atesoraba una pequeña y simbólica exposición permanente, puede que una de las más pequeñas de la capital. Se trataba de un sorprendente micro-museo dedicado al pasado musulmán de Madrid y a la mirable labor de los alarifes y albañiles mudéjares que, en época cristiana, habían construido, según una teoría, el alminar de una vieja mezquita o, según otra, la torre mudéjar muy primitiva de esta iglesia. Entre los documentos y objetos expuestos destacaba, en el centro, una maqueta de la famosa torre, cuyo chapitel herreriano es un añadido del siglo XVIII, especificándose no solo que su interior se mantiene intacto, sino que también conserva un espléndido basamento de sillares de pedernal. Inútil decir que mientras leía esa información a través de los barrotes de una despiada reja me entraron unas ganas irrefrenables, primero, de visitar los sótanos de la iglesia y, después, de subirme a la torre para verificar lo que acababa de aprender. Pero el cura estaba ocupado en una charla con un par de fieles y no había nadie más a quien preguntar sobre esa (im)posible visita que se me acababa de antojar.

Dejé entonces atrás ese altar sui generis que rendía homenaje a la labor de los artífices musulmanes, salí de San Nicolás, eché una última mirada a su antigua torre, símbolo de la unión, por lo menos a nivel profesional, de árabes y cristianos, y me despedí de ella con un “arrivederci”, ¡orgullosa de mi italianidad y de mi iglesia!

P.S. Esta historia «aliapiedesca» se incluirá también en el futuro libro «Aliapiedi… en Madrid» (work in progress!)

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«Aliapiedi… en Madrid» por la plaza de la Cebada: con las «alas en los pies» en el Centro Deportivo Municipal

En el barrio popular y equivocadamente llamado de “La Latina” – que no existe administrativamente ya que, en realidad, pertenece al de “Palacio” –, sobre las cenizas de un ambiguo, y a la vez pintoresco, “Campo de Cebada” autogestionado, donde entre huertos urbanos, fumo (¿sexo?) y rock and roll, tenían lugar proyecciones, eventos y exposiciones de todo género y tipo, se levanta ahora un flamante centro deportivo municipal que sustituye a aquél que en este mismo solar se construyó a finales de los años sesenta del siglo pasado y que fue derribado casi cuarenta años después. Su original estructura exterior, de dominantes tonos claros, parece desafiar los colores animados de las cúpulas del cercano y renovado mercado de La Cebada, obra de Boa Mistura, mientras que sus ventanales acristalados, a pie de calle, parcialmente cubiertos por unas grises bandas horizontales, atraen sutilmente las miradas indiscretas de los atentos paseantes. Esas antipáticas barreras visuales, en efecto, dejan entrever una piscina cubierta donde voluntariosos nadadores, de día y de noche, realizan decenas de largos con alegría y pasión – o así me los imagino yo, obligada a nadar casi todos los días por prescripción médica y no por puro disfrute personal –, provocando a sabiendas las ganas de cualquiera o, por lo menos, las mías, de observar más de cerca ese lugar.

Así fue como una mañana cualquiera, después de haber preguntado inocentemente en recepción si podía acceder a esa zona, me entretuve paseando a piedi por todas las plantas de este gimnasio en compañía de un amable monitor y de otra fisgona como yo – o puede que fuera una verdadera deportista interesada en el tema –, visitando sus pabellones y las múltiples y relucientes salas de fitness y musculación, repletas de unas extrañas máquinas de tortura de última generación que, con solo verlas en acción, me provocaban a la vez miedo y sudor. Pero máxima fue mi sorpresa cuando, en la azotea del edificio en cuestión, me topé con una escenográfica y curvilínea pista de atletismo que, con sus tonos azules, serpentea encima de la plaza de la Cebada. Desde allí arriba, donde sólo entrenaban dos atrevidos atletas, desafiando las intemperies de un soleado pero gélido día invernal, tomé unas cuantas “fotos de altura” de los edificios que rodean este peculiar gimnasio urbano: el mencionado y popular mercado, el teatro La Latina – donde siguen cantando los maravillosos “chicos de oro” de “Los chicos del coro” – , un palacio imperioso a su lado, y la recién inaugurada plazoleta dedicada a Lina Morgan -en realidad, un trozo de espacio robado a la mencionada plaza principal-. No pude disfrutar mucho de ese peculiar e inesperado panorama no sólo por el riesgo de congelación sino también porque aún me esperaba mi verdadero (y olvidado) objetivo del día: la piscina que durante tanto tiempo había intentado evitar mi mirada acosadora. Allí estaba ella, flanqueada por otra de menor tamaño, llena de agua salada a una temperatura correcta para cualquiera, casi unos 27º, pero inaguantable para una friolera como yo – la de mi barrio, afortunadamente, para mi cuerpo y mi mente, ronda los 28º -. Ya no era tan inalcanzable como antes: la tenía literalmente a mis pies y ya no me interesaba.

Salí del original centro deportivo municipal “La Cebada”, entré en el metro de “La Latina” y me topé con una nueva sorpresa: un mural de más de dos mil piezas de cerámica pintadas a mano que, como un mapa temático ilustrado, enseña todos los sitios frecuentados por Lina Morgan, la célebre actriz que nació y pasó gran parte de su vida en este barrio madrileño, ¡el de Palacio, y no el de La Latina! 

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«Aliapiedi… en Madrid» por la muralla árabe: el verdadero kilómetro cero madrileño

¡Empezamos desde cero!

O, mejor dicho, volvemos a empezar desde cero, donde todo inició, donde Madrid nació y donde se sembró la semilla para mi futura pasión hacia esta bella villa y capital de España.

Es aquí, en efecto, en esta empinada Cuesta de la Vega donde un tiempo se abría, o se cerraba, la homónima puerta, donde hace trece siglos Muhammed I, quinto emir omeya de Córdoba, decidió levantar la fortaleza de Magerit, junto con una pequeña medina y una muralla, de la cual sigue resistiendo contra el paso del tiempo este lienzo de ciento veinte metros de longitud y dos y medio de espesor: es lo único que queda del pasado musulmán de Madrid, con exclusión de algún alminar reutilizado como campanario, y es aquí, por ende, donde habría que ubicar el kilómetro cero capitalino o, por lo menos, mi kilómetro cero «aliapiedesco», sin ánimo de quitarle protagonismo a aquel que, a casi un kilómetro (¡!) de distancia, sigue marcando bajo los pies, y las pisadas, de millares de paseantes diarios el punto de salida de las carreteras radiales españolas, aguantando estoicamente las periódicas obras de la Puerta del Sol.

Pero ese es un kilómetro cero moderno y, en cierto sentido, artificial; éste es un kilómetro cero histórico y real. Es aquí donde han empezado la(s) historia(s), y las leyendas, que a lo largo de los siglos han ido formando los «Pilares de la Tierra» madrileña, y es aquí donde, agradecida al mencionado emir, al cual está dedicado el homónimo parque, más bien parquecito, de estilo andalusí que parece abrazar, casi sustentar, este valioso y supérstite trozo de muralla árabe, donde volveré a andar a piedi por el Magerit de entonces, por el Madrid de ahora:

¡Empieza (otra vez) la aventura bloguera “aliapiedesca” y empieza (por primera vez) la aventura literaria del futuro «Aliapiedi… en Madrid»!

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Torre Loizaga: El Reto (Segunda parte)

[Sigue… ] María, siempre a nuestro lado, nos llevó por el extenso parque, tan extenso que los cuatro habíamos perdido por completo la orientación, y de repente, entre las plantas frondosas y la hiedra trepadora, como en un sueño o en un cuadro romántico, apareció una muralla y una puerta flanqueada por dos torres.

20220831_113517Estábamos acercándonos poco a poco a la torre, al corazón palpitante de ese lugar, al centro de la colección y a un jardín aún más cuidado que el del recinto anterior, donde la hierba, perfectamente cortada y embellecida por una fuente pintoresca, parecía el green de un campo de golf.20220831_121617

Ese sitio era el perfecto decorado para centenares de historias –ya no delictuosas–, que empezaban a rondar a toda velocidad en mi cabeza: cuentos de mil y una noches, intrépidas y trepidantes aventuras de amor o épicas películas de ciencia ficción –por ejemplo, como escenario de uno de los fabulosos Reinos de Juego de Tronos–.

20220831_115443Sin embargo, la propia realidad, sin necesidad de recurrir a mi desenfrenada imaginación, ya nos estaba preparando una nueva e intensa emoción…

Un mágico y cuarto pabellón, cubierto por láminas de madera, apareció entre la vegetación y, una vez más, se nos cortó la respiración.

Una nueva y larga fila de Rolls Royce de diferentes décadas hizo acto de presencia y un silencio sepulcral, mezcla especial de admiración y respeto reverencial, se apoderó del ambiente. María, acostumbrada desde siempre a ese esplendor, nos guiaba con facilidad y soltura en ese mar de relucientes coches de diferentes tipo y colores que componían una armoniosa ola de carrocerías.

20220831_114123Abría las danzas como una cautivadora sirena un Bentley 3,5 Saloon del 1934, gris metalizado, que, si no hubiera sido por el diferente emblema y la diferente orientación de las parrillas del radiador, bien se hubiera podido confundir con todos los ejemplares “rollsroycianos” que le seguían –no en vano Bentley fue adquirida por la rival Rolls Royce en el 1931 y entre el 1949 y el 2002 las dos marcas siguieron la misma línea de fabricación en la nueva planta de Crewe–.

Tras él, en esa construcción dedicada al periodo «entreguerras», se presentaban en pompa magna los magníficos colegas de la doble R entrelazada: unos Silver Wraith de los años cincuenta, entre los cuales destacaban dos limusinas que habían pertenecido a la flota de vehículos de la mismísima Familia Real británica y que, por ese mismo motivo, ostentaban unos rasgos particulares, como los asientos tapizados en tela, la ausencia de cromados en las puertas o de las placas de las matrículas, un soporte en el techo para lucir el escudo de Armas Real y un foco de color azul para el uso de las dignidades durante las visitas en las colonias; un negro Silver Dawn con carrocería estándar de acero y un “Espíritu del Éxtasis” arrodillado en su radiador, como en los anteriores Silver Wraith, elemento que se había introducido en el mercado al finalizar la segunda Guerra Mundial; unos Silver Cloud, serie I-II-III, que hacían las delicias de todos nosotros, y, en  su día, también las del rey Raniero de Mónaco que utilizó el primero de ellos para su espectacular boda monegasca-hollywoodiana, y, para finalizar, unos más “modestos” “Baby Rolls” de los años Treinta, modelos 20HP, 20/25 HP y 25/30 HP, así llamados porque, en la dura época de la recesión que siguió a la postguerra, estaban destinados a unos “humildes” conductores propietarios, y no a sus chóferes.

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Y si todo ello fuera poco, al lado de ese pabellón, comunicado con el mismo, estaba otro, el quinto, puede que el más exclusivo de todos, o así creíamos nosotros, dedicado a la increíble serie “Phantom”, a la cual se unían cuatro ejemplares de Silver Ghost de los años Veinte del siglo pasado. Nuestra guía nos comentó que esa era una de las pocas salas en el mundo donde se exhibían estos modelos, desde el I al VI, que decidí compartir inmediatamente por WhatsApp con mi hermano, apasionado de los coches desde sus años mozos, hasta el punto de ser capaz de identificarlos con sólo escuchar el ruido de un motor.

20220831_115001 Era inmensa la emoción que me provocaba ver desfilar todos esos ejemplares ante mis ojos: un Phantom VI del 1970 que había pertenecido al productor de cine estadounidense Sam Spiegel, un modelo que había desfilado por las calles londinense durante el Jubileo de Plata de la Reina Isabel; un  Phantom III, versión Limousine, del 1936; un Landualette, del 1937, que tenía la misma disposición de las ruedas y los mismos colores, negro y amarillo, que el utilizado por el villano Goldfinger en la homónima película de James Bond

20220831_114915Y más y más… El despliegue parecía no tener límites.

Había también un Phantom IV del 1956, de cobre dorado y plata, cuyo originario propietario había sido el Emir de Kuwait –había encargado “sólo” tres ejemplares–, y por ello dotado de una protección especial para evitar que entrara la arena en el interior o en el motor –no en vano ese modelo era el favorito de jefes de Estado y casas reales, como la Reina de Inglaterra, el Shá de Persia o el Aga Khan–.

20220831_114944También había un Phantom V Touring Limousine negro del 1961, de seis metros de longitud, que recordaba al de John Lennon, con ese aspecto psicodélico de color amarillo y dotado, en la parte posterior, de una cama doble, en lugar del asiento trasero, y de telvisión, heladera, teléfono, sistema de sonido y, por supuesto, reproductor de discos… ¡extravagancias de los ricos!

20220831_115207Y, para finalizar en belleza y originalidad, un vistoso Phantom II Cabrio del 1930, en aluminio pulido e interior en cuero rojo, flanqueado por otro, más “sobrio”, modelo Limousine, de color negro y típico aire inglés. ¿Qué más se podía pedir? ¿Quién podía imaginar que existía alguien de verdad que, en la realidad, tuviera una colección de coches, a escala real, igual a la de menores dimensiones, con la que jugaba mi hermano mayor de pequeño? Admito que, anta semejante belleza, yo misma, que nunca me había interesado en el mundo del motor, empezaba a apasionarme y a fantasear con la idea de asistir, en familia, a competiciones, concursos y exhibiciones de coches de época, con la intención de aprender algo más, y disfrutar, de ese mundo tan glamouroso y especial…

20220831_121409Pero no podía entretenerme con mis sueños: la visita, a pesar de todo lo que ya habíamos gozado, seguía adelante, más adelante que nunca, camino de una imponente puerta de madera, que, decorada con un noble escudo, parecido, en mi imaginación, al de la flor de lis medicea, iba a llevarnos al sexto y último pabellón.

María, reina sin corona, pero con mucho brillo, de esa mágica torre-castillo, abrió fácilmente ese sólido portal y una espectacular cueva de Ali Babá nos alumbró.

Ese pabellón, que en realidad era una sala monumental de aire medieval, de espesos muros de piedra, lujosas alfombras, imperiales lámparas y techos de madera, atesoraba las auténticas joyas de la corona, las preciosas, luminosas y esplendorosas joyas de una increíble corona decorada con unos diamantes, seis para ser exactos, llamados Silver Ghost, más valiosos que los rubies por su alta fiabilidad también en territorios inhóspitos como el desierto, según las palabras del mismísimo Lawrence de Arabia.

Ese increíble lugar, acertadamente bautizado por el historiador y escritor inglés John Fasal como “Hall Baronnial”, era el templo dedicado a la esencia, pureza, arte y elegancia de la originaria fábrica inglesa…

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A pesar de que a lo largo del recorrido ya nos habíamos ido acostumbrando al lujo y al esplendor, esa parte de la colección, y el impresionante cofre que la custodiaba, nos dejó a todos sin palabras, con excepción de María que, sin darle mucha importancia, nos comentaba que, si su tío hubiera vivido más tiempo, hubiera intentado convertir también los anteriores pabellones en (suntuosos) salones como aquél. El espacio era ideal para proteger esos últimos modelos que, como auténticas estrellas hollywoodiana, desfilaban uno tras otro sobre alfombras rojas y persas, bajo los reflectores de antorchas artificiales.

El primer Rolls-Royce que se prestó a posar para nuestras cámaras fue un espectacular Silver Ghost Open Fronted Limousine, con más de ciento diez años de antigüedad. Sus formas exteriores recordaban ya sea las de los primeros vehículos de motor, con un techo plano para alojar la rueda de repuesto y un espacio abierto para el conductor, que a las de los carruajes, con las luces traseras de freno parecidas a los antiguos focos, que a las de los coches de caballos, con sus peculiares manillas de las puertas, mientras que su ropa interior, de lujosa tapicería, maqueta y maderas nobles, traía a la memoria la imagen de un salón de la época eduardiana. No era de extrañar que, con esta histórica figura, tan coqueta y redondeada, esta magnífica creación de Barker&co. hubiera conquistado los corazones de todos los apasionados del mundo del motor, empezando por el de su primer propietario, el alcalde de Melbourne. Difícil nos resultaba quitarle los ojos de encima para fijarlos en la cercana estrella, el Silver Ghost Style Colonial del 1914, que se presentaba sin la famosa estatuilla frontal, lo que obedecía al hecho que, al tratarse de un coche deportivo destinado a competir en las pruebas alpinas, tenía que adaptarse a las normas de estos concursos que obligaban a sellar el capó de aluminio y el radiador para evitar que se añadiera agua o aceite durante la competición.

20220831_115844Sin que pudiéramos tomar aliento, también se personaban ante nosotros un lujoso “Roi des Belges” del 1910, el Rolls-Royce más antiguo de toda la colección, así llamado por el pedido realizado en su día por el rey belga Leopoldo II al carrocero Rothschild, que llevaba una capota de lona negra abatible, unos asientos en cuero rojo y una carrocería azul, exquisita, y exclusiva, y desprovisto, por su antigüedad, de la famosa estatuilla; a su lado, un colega del 1913, destinado al palacio de Blenheim, lugar de nacimiento del ilustre Winston Churchill, que había participado en el 1907 en la larga carrera Pekín-París y, por ende, dotado de unos anacrónicos frenos de disco acoplados a sus ruedas delanteras, y, finalmente, para concluir por todo lo alto este desfile único e inimitable, hacía acto de presencia, con su vestimenta negra y su capota color hueso, un “Springfield Cabrio20220831_120023” del 1922, fabricado en la mencionada localidad estadounidense, donde se había implantado una nueva fábrica para suplir a la creciente demanda americana de los modelos Silver Ghost, que estaba flanqueado por un “Springfield Limousina Sedanca”, del 1926, de cuerpo granate y aletas y capotas negras, con chasis americano, a la par del anterior, pero carrozado por la antigua compañía francesa J. B. Belvalette.

Y con ese último modelo, la visita se acabó… ¡o no!

20220831_120841Un elegante piano de cola, al fondo de esa “sala del trono”, parecía estar esperando al mismísimo Cole Porter para que tocara una de sus célebres composiciones en honor de la doble R entrelazada y, mientras me imaginaba en ese espacio tan evocador y sugestivo recepciones de ensueño, María, cariñosa y despiadada al mismo tiempo, sin permitir que retomáramos aliento ante tanto y tan portentoso poderío, nos asestó un último golpe de efecto, abriéndonos aún más las puertas de ese increíble hogar o, mejor dicho, abriéndonos un portal lateral de madera de ese espectacular Hall Baronnial.

20220831_120155Y así fue como apareció ante nosotros, improvisa y mágicamente, la imponente y altiva Torre que había sido motivo y origen de toda aquella colección, símbolo de un desafío, o, mejor dicho, del “Desafío”, y de una misión (casi) imposible, rodeada por un foso cubierto de hierba verde, abrazada por una muralla románticamente revestida por hiedra trepadora, embellecida por unos rústicos edificios de piedra y tejas rojas y enriquecida por una sugestiva piscina central

¡No se podía pedir más!

Ese fantástico lugar, uno más que parecía haber salido de un cuento de hadas, se dejó mirar, fotografiar y admirar sin rechistar, orgulloso de enseñarnos su belleza y grandeza extraordinaria que se aprovechaba y explotaba sólo y excepcionalmente para eventos exclusivos, bodas fabulosas o rodajes de películas –aunque esto último lo descubrimos a la vuelta, cuando, llenos de nostalgia, decidimos visionar la serie “Intimidad”, rodada integralmente en Bilbao y sus alrededores, y comprobamos que una de las escenas finales había sido rodada en este magnífico lugar–.

La hermosura de ese sitio tan peculiar, que no está abierto al público en general y no se incluye en la visita del museo, era imposible de explicar con palabras, y mis hijos, sobre todo la pequeña de la casa, soñadores y llenos de ilusión, al igual que su madre, ya estaban planificando fiestas de futuras nupcias imaginarias, millonarias y multitudinarias –yo misma, a pesar de haber disfrutado de una magnífica celebración en mi amada Milán, ¡soñaba con volver a casarme una y otra vez sólo por el gusto de organizar allí fantásticos banquetes y recepciones! –.

Nuestra anfitriona, sin dar mayor importancia a nuestro asombro, nos dejó allí, a nuestro aire, en ese magnifico entorno como si, una vez más, estuviéramos en nuestra casa, y se fue al encuentro de unos amigos que también querían disfrutar del sueño hecho realidad de su tío: ¡Ojalá nos hubiéramos quedado encerrados allí, a la sombra de la mítica, casi mitológica, Torre Loizaga! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese paraíso terrenal, entre jardines, piscinas y mesas que estaban preparadas para centenares de comensales! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese sueño de verano de mil y una noches! ¡Ojalá!…

Pero había que poner el punto final a esa fantástica aventura familiar.

20220831_120245Así que, muy a nuestro pesar, volvimos sobre nuestros pasos, nos despedimos de la Hall Baronnial, nos encontramos con María y sus amigos, nos presentamos y, para variar, volvimos a hablar en italiano y de mi amada Italia ya que la ilustre pareja, española, llevaba años viviendo en Nápoles y codeándose con la jet set partenopea. Cualquier excusa valía para no alejarnos de allí, para no dejar atrás a esa fantástica Torre Loizaga, para no cruzar esa fantástica cancela del principio que, una vez más, se abría automáticamente ante nosotros.

20220831_122049Nos despedimos entonces con un “arrivederci” y, después de haber lanzado una última y nostálgica mirada a mi coche favorito, el Isotta custodiado en el pabellón de la entrada, dejamos atrás ese recinto embrujado, exclusivo y, afortunadamente, apartado que jamás íbamos a olvidar.

La realidad nos esperaba con toda su vitalidad, la de los chicos haciendo planes sobre su futuro para conseguir algo parecido, a través de un invento revolucionario, de una lotería o, más sencillamente, de sus estudios; la del padre que, conduciendo ensimismado en sus pensamientos, repasaba los increíbles momentos que acabábamos de vivir, juntos y revueltos, y la de la que suscribe que, con su mente inquieta, ya estaba pensando, con una sonrisa en los labios, en el próximo reto: ¡conseguir el Isotta, aunque fuera solo por un día, para su 50º aniversario!

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Torre Loizaga: El Reto (Primera parte)

Todo empezó con un desafío.

Una vez más había conseguido arrancarle a mi marido un último viaje veraniego familiar antes de la vuelta al cole, al trabajo, a la rutina y a todos los buenos propósitos de inicio año escolar –que, en mi caso, se quedaban siempre y sólo en ello: en buenos propósitos… ¡fallidos!–. El destino elegido era Bilbao, una ciudad donde él había vivido parte de su infancia y que los dos ya habíamos visitado y disfrutado en el pasado en un par de ocasiones. Sin embargo, yo no me iba a conformar con volver a ver con nuestros hijos los clásicos sitios de interés cultural; quería algo más, algo más peculiar, algo más original y así, tras un buen rato navegando por la página oficial de turismo de la ciudad, me topé con Torre Loizaga: ¡eso era justo lo que buscaba!

Sólo tenía que encontrar el momento más adecuado para plantear esta posible visita a mi consorte. Él, sin embargo, con sólo oír el término “visita” ya dio por zanjada la conversación, más bien un monólogo por mi parte, que no encajaba para nada con la doble finalidad del inminente viaje “robado”: alejar a nuestros hijos adolescentes de una viciosa y cotidiana espiral de salidas veraniegas con sus amigos en Madrid y relajarnos y disfrutar libremente de la capital vizcaína, dejándonos llevar por los acontecimientos, y no por mis múltiples y agotadores planes “aliapiedescos”. Pero, en el mismo momento en que él afirmaba tajantemente su postura, ya sabía perfectamente que me saldría con la mía y que nada más pisar por tercera vez el suelo bilbaíno, le propondría, más bien impondría, decenas de planes cotidianos. Torre Loizaga ya era uno de ellos y ambos los sabíamos sin necesidad de expresarlo. De hecho, no tardé ni siquiera diez minutos en retomar el tema tan bruscamente interrumpido para explicarle lo que significaba ese nombre, lo que representaba esa torre, lo que custodiaba ese recinto. Mi marido, paciente y resignado, me escuchó, mostrando un progresivo interés en el lugar, hasta que finalmente me concedió programar esa única excursión en los alrededores de Bilbao, consciente también de que muy probablemente, a nuestros hijos a les encantaría ese plan familiar.

Dicho y hecho, móvil en mano, empecé a investigar ansiosa los horarios de apertura de ese museo y un jarro de agua fría cayó sobre mí: Torre Loizaga, reservada y recelosa, sólo se ofrecía al público los domingos y días festivos… ¡y nuestra estancia bilbaína iba a ser justo entre semana! ¿Cómo podía ser? ¿Por qué? ¡Qué pena! ¡Que mala suerte! Los interrogantes y exclamaciones de desesperación se sucedían en mi mente a una velocidad de vértigo mientras que mi marido, tímida y silenciosamente, emitía suspiros de alivio. Pero yo no iba a parar; no iba a renunciar tan fácilmente a algo que ya se había metido, y bien metido, en mi mente; no iba a renunciar a mi objetivo. Se lo dije a él y su respuesta, acompañada de una dosis de ironía, fue: “Inténtalo, a ver si consigues que abran la torre para ti”.

Y la torre se abrió… ¡y como si se abrió!

Me había desafiado con una misión (casi) imposible y yo, orgullosa y tozuda, optimista y esperanzada, como de costumbre, conseguí a los pocos días una exclusiva visita guiada privada para el miércoles a primera hora de la mañana, después de haber escrito un mail al contacto que aparecía en la página web del lugar. Estaba pletórica, con la autoestima por las nubes, y sabía que él también, aunque no es muy dado a mostrar sus emociones, se alegraba, y no poco, por mí y por mi reto conseguido.

¿Pero qué era Torre Loizaga?, preguntaban los chichos, entre desorientados y asustados, conocedores de mis intensos y alocados planes familiares. Torre Loizaga, les explicaba, era no sólo un museo dedicado al mundo del automóvil, lo que no me hubiera interesado ni de lejos, puesto que el coche, en mi humilde opinión, es sólo una herramienta a mi servicio que por unas extrañas y recurrentes coincidencias o alineaciones planetarias arranca y se mueve cada vez que giro la llave, sino también, y sobre todo, un escenográfico museo, casi único en el mundo, donde los coches, clásicos y antiguos setenta y cinco, en total, entre los cuales destaca la mayor colección de Rolls-Royce de Europa, formada por 45 unidades –, reposaban al reparo de la intemperie y, en su día, de peligrosos ojos indiscretos, en una antigua fortaleza rescatada de su estado ruinoso por el empresario Miguel de la Vía. De hecho, la Torre, tras un esfuerzo material más que decenal, no sólo se había convertido gracias a este visionario hombre, originario de Galdames, en el refugio ideal para su impresionante colección sino también, con el paso del tiempo, en una de las joyas del patrimonio cultural de Vizcaya.

De camino a nuestro destino, el barrio Concejuelo, en el mencionado municipio de Galdames, a media hora de distancia de Bilbao, mientras nos adentrábamos en el bucólico paisaje de la comarca de Las Encartaciones. les contaba esta historia a los chicos que, sin rechistar, se habían pegado un “auténtico madrugón” de verano para la ocasión –en esta época del año, y con la adolescencia a flor de piel, es otro reto impresionante conseguir que, en plenas vacaciones, se despierten a las nueve de la mañana–.

Nos acompañaba una lluvia débil, casi delicada, que no sólo echaba de menos yo –en mi soleada ciudad de adopción, Madrid, a veces añoro las lluviosas jornadas milanesas de mi infancia y juventud–, sino también, y sobre todo, la Madre Naturaleza con su cortejo de bosques, praderas, colinas y montes vascos que, sedientos por un cálido y atípico verano, pedían a gritos que se les devolviera su característica vestimenta de color verde brillante. La carretera, cada vez más estrecha y empinada, discurría entre vacas y caseríos, alejándonos del bullicio de la ciudad y lanzándonos de lleno en el paisaje aquel, silencioso y placentero, de aldeas tranquilas y aisladas que parecían sacadas de un cuento de hadas…

Conforme subíamos el txirimiri empezó a remitir y la mañana, gris pero no triste, fresca pero no fría, desnuda pero acogedora, intentó sin éxito enseñarnos algo del azul, de la luz y del sol que nos había deslumbrado en los anteriores días bilbaínos. Según el infalible Google Maps ya estábamos a punto de llegar, no obstante un par de leves errores de “co-pilotaje” por mi parte, pero más allá de la omnipresente vegetación que nos rodeaba, no aparecía nada más. Hasta que de repente, como por arte de magia, justo detrás de una curva pronunciada apareció un espeso muro de piedra y, a continuación, unas flechas de madera indicando los diferentes accesos a la Torre Loizaga.

Habíamos llegado: ¡allí estaba el tesoro, más bien los tesoros, escondidos!

Sólo nos quedaba encontrar, según las instrucciones recibidas por mi interlocutora virtual, una tal María, la puerta número 1 de ese amplio recinto, embrujado y misterioso. Y tras mi enésimo error de navegación, nos topamos por fin con una cancela, cerrada a cal y canto, que asombrosa y automáticamente se abrió nada más situarnos ante ella: ¿Puede que ese lugar estuviera, de verdad, hechizado, habitado por hadas, duendes y magos?

En realidad, la mano invisible que estaba detrás de esa apertura tan oportuna como providencial era la de un hombre en carne y hueso, un empleado que no sólo nos invitó amablemente a aparcar el coche donde quisiéramos –espacio no faltaba entre los centenares de hectáreas de terreno–, sino también a visitar el primer pabellón del museo, ubicado casi al lado del taller donde él estaba trabajando, a la espera de que llegara nuestra guía. No nos preguntó quienes éramos ni que hacíamos allí, en esa esa zona privada y reservada donde, aparte de él, no había ningún otro ser humano, pero sí unos perros “peligrosos”, según rezaban unos carteles que habíamos visto en el exterior del recinto; nos trató como si fuéramos de la casa –¡ojalá hubiera sido así!–, con sencillez y espontaneidad y, sin añadir nada más, volvió sonriente a su trabajo manual. ¿Puede que estuviera meditando un crimen perfecto, después de habernos encerrado en ese maravilloso espacio abierto? ¿Puede que fuera una nueva versión de Jack Nicholson de El Resplandor? ¿Puede que nunca saliéramos vivo de ese sitio misterioso? Mi cabeza fantasiosa, como de costumbre, empezó a imaginar centenares de escenarios de crimen mientras que los demás, serenos y despreocupados, se dirigían confiados hacia el primero de los seis pabellones que atesoraban la impresionante colección de Miguel de la Vía, y, a pesar de mis recelos, en nombre de la solidaridad familiar, decidí seguirlos: si algo malo iba a pasar, por lo menos, que estuviéramos todos juntos.

Pero nada más cruzar la puerta de ese lugar, una exclamación colectiva de estupor salió de nuestro corazón.

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Frente a nosotros, relucientes por sí mismos, y también por el esmerado cuidado humano, perfectamente alineados como soldados experimentados, aparecieron orgullosos, “Los Veteranos”, es decir, los coches más antiguos de la historia de la humanidad, los de principios del siglo XX, y también unos vehículos no motorizados, tales como carruajes, carrozas y diligencias.

20220831_110039-2Pasear a piedi entre esos históricos medios de transportes era un auténtico lujo, en todos los sentidos, y mientras nos frotábamos los ojos para comprobar que todo ese patrimonio fuera de verdad, desde el exterior oímos el ruido de un motor.

20220831_11135420220831_111341Supuse que se trataba de María –o, a lo mejor, de un asesino en serie motorizado–, así que salimos a su encuentro: la vi bajar de su coche –un utilitario normal y corriente–, vestida sencilla pero elegantemente con unos vaqueros, una camisa blanca y zapatillas de deporte. Se acercó a nosotros para presentarse, se disculpó por el leve retraso y se preparó para ejercer su papel de Cicerone.

Entramos entonces nuevamente con ella en el primer pabellón, esta vez libres de todo temor, para escuchar de su boca las características y anécdotas de los ejemplares allí expuestos, como, por ejemplo, la de un Hispano-Suiza K6 del 1936, favorito del general De Gaulle. o de un francés Delaunay Belleville 10 HP «Roi des Belges» del 1908, el denominado «Rolls de los franceses», que tanta pasión había levantado entre los zares.

Pero toda mi atención fue captada por un espectacular o, mejor dicho, stupendo, según el titular de la revista “The Automobile” del 1997, Isotta Fraschini de color azul, fabricada en el 1925 por la célebre fábrica de mi amada ciudad de nacimiento, Milán. Ese iba a ser mi coche favorito, aunque solo estuviéramos al principio de la larga exposición. Me había enamorado: un auténtico coup de foudre entre ella, Isotta, y yo.

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Cautivada, casi hipnotizada por su lujosa y elegante figura, no podía quitarle los ojos de encima mientras que mis hijos y mi marido se entretenían hablando con María sobre la historia de esa fantástica colección. Ella, prudente y discreta, pero a la vez apasionada, nos contó la (casi) leyenda de, Miguel de la Vía, emprendedor reservado, que, enamorado de estos lugares donde solía veranear en una casa familiar, emprendió también la faraónica obra de restauración de la torre abandonada que conocía desde su niñez: la había alzado de veinticinco metros, la había dotado de troneras, vanos y almenas, la había rodeado con una muralla, barbacana y puente levadizo y, finalmente, la había convertido en una joya romántica destinada sólo y exclusivamente a custodiar, más bien abrazar cálidamente, su creciente colección de coches antiguos y de Rolls-Royce. Y, para más inri, todo ello casi en secreto, en sordina, con discreción, a la par de su vida, celosamente custodiada, no sólo por su actitud vital sino también movido por la delicada situación política de la época: ¡Eso sí que había sido un verdadero Reto, con la R mayúscula, arquitectónico y cultural, y también político y social!

Un vehículo tras otro, María nos entretenía con sus relatos, alabando esos primeros coches que, a pesar de su “veterana” edad, seguían funcionando perfectamente – casi mejor que los actuales –, y mimándolos con sus afectuosas palabras como si los hubiera vivido y disfrutado en primera persona, como si hubieran crecido a su lado, como si la hubieran acompañado hasta hoy desde el pasado.

¡Y, más o menos, así había sido!

En efecto, en un momento de la amena conversación, en passant, sin querer, se le escapó que el ilustre fundador de ese imperio abrumador había sido ¡nada más y nada menos que su tío! Nos quedamos asombrados por el descubrimiento y, tratando de mantener la compostura ante semejante revelación, sobre todo los más pequeños, seguimos adelante con la visita, que se había tornado aún más exclusiva, acompañados por esa sobrina de Miguel de la Vía que, sencilla pero no simple, elegante pero no ostentosa, era la mejor representante de todos esos coches que, con iguales características, tanto fervor habían suscitado en su familia.

En unos pocos pasos alcanzamos entonces el segundo pabellón, que, al igual que el anterior, parecía casi mimetizarse con la vegetación del extenso jardín, más bien parque, como si se quisiera ocultar a los ojos de los demás. Aquí, descansaban tranquilamente, pero listos para volver a rugir y dar batalla en cualquier momento con sus potentes motores, todos los coches que le habían gustado al tío de María en su juventud: BMW, Porsche, Mercedes, MG, Austin Healey, Jaguar…

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Esa era, y sigue siendo, la crème de la crème de los coches de lujo.

Era difícil fijar la mirada solo en uno de ellos, era difícil centrarse en un ejemplar frente a tanta abundancia, era difícil no desorientarse ante ese despliegue tan abrumador.

20220831_111858Pero, afortunadamente, para reconducir nuestros pasos perdidos, estaba nuestra eficaz anfitriona, que nos detenía, por ejemplo, ante el coche más largo no sólo de la colección, sino de todos los existentes en esa época, un Cadillac DeVille Cabrio del 1965, que mucha gente confundía con el Lincoln del asesinato de J.F. Kennedy, o ante un original Lancia Aprilia Berlinetta del 1940, de formas sinuosas, casi voluptuosas, y diseño aerodinámico, fruto del ingenio del ilustre diseñador italiano Pininfarina, o ante un impresionante camión de bomberos Merryweather del 1939, el único existente en el mundo junto con aquel que pertenecía a la colección de la siempre eterna Reina Isabel II, en la residencia de Sandringham House.

20220831_112032La conversación vertió así sobre esa soberana y su grandeza inmortal, mientras que, un paso tras otro, llegando al final de ese pabellón, entrevimos el taller de los coches, es decir, el mismo lugar donde se había retirado el sospechoso responsable de la apertura inmediata de la cancela de la entrada –en realidad, María y su presunto cómplice parecían gente más que honrada, no asesinos en serie que se dedicaban a enterrar los cuerpos en esa landa apartada y solitaria… ¡de ser así, ya lo hubieran hecho, me consolaba yo!–.

El mencionado taller era, para variar, otra impoluta y enorme sala-garaje donde en ese momento se dejaban mimar cuatro coches diferentes, entre los cuales divisé un Porsche y un magnífico Rolls-Royce, el primero de los que íbamos a ver.

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María, atenta como siempre, después de haber captado mi furtiva mirada indiscreta, antes de que la asaltara con mis preguntas, nos comentó no solo que las piezas de repuesto de todos los exclusivos modelos de la doble R se traían directamente del Reino Unido, sino también que en su día la famosa fábrica solo entregaba el chasis, motor, radiador y capó de los mismos, dejando el acabado en manos de maestros carroceros elegidos por los ilustres compradores. Cada especificación, cada detalle, cada puntualización nos llevaba a una época dorada, a historias y personajes de antaño, tales como actores y actrices hollywoodianos, reyes, príncipes y princesas de todos los países, que, como en un cuento de hadas, coronaban el embrujo del contenido de la Torre Loizaga. Conforme íbamos avanzando por esa inmensa extensión, más hablábamos de temas que se escapaban al mundo del motor y que ella dominaba por completo.

Poco a poco me fui enterando de que María solía viajar mucho, por placer o por trabajo, que había estado repetidas veces en Italia –en los lugares más selectos, por supuesto– y que, para variar, al día siguiente tenía un vuelo para Venecia. Y mientras me contaba su vida viajera –¡que sana envidia me daba!– y glamourosa –o así, por lo menos, me la imaginaba yo–, me conquistaba por completo con sus gustos y experiencias exquisitas –reconozco que cuando alguien nombra mi amada tierra patria, fácilmente me derrito ¡y si encima me hablan de ella con conocimiento de causa y competencia, caigo totalmente rendida! –. Los coches, para mí, ya habían pasado en un segundo plano, centrada como estaba en conversar sobre dulces y nostálgicas vacaciones italianas, pero fue llegar al tercer pabellón, el que estaba dedicado a los “Deportivos”, y darme cuenta de mi craso error.

Nuestro diálogo de repente se cortó y Sus Majestades los Rolls-Royce, en todo su esplendor, volvieron a cobrar todo el protagonismo de mi vista y pensamientos.

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Allí estaban los Coches, con la C mayúscula, que habían hecho, y seguían haciendo, no sólo la Historia, con la H mayúscula, de la mecánica y del motor –del cual no tenía ningún conocimiento– sino también la Historia, con la H mayúscula, del arte y del diseño –de la que algo entendía y mucho me apasionaba por haber nacido y vivido en una de las ciudades más emblemáticas de este universo: Milán–.

20220831_112517Admirábamos y nos frotábamos los ojos ante esas obras de valor incalculable que se presentaban silenciosamente a través de unas refinadas “tarjetas de visitas” a sus ruedas.

El primero de ellos era un Silver Spirit del 1984, con su inconfundible radiador en acero inoxidable, embellecido, más bien ennoblecido, por la célebre estatuilla de bronce del “Espíritu del Extásis” –en este caso retráctil, el primero en su género, ya que podía desaparecer en el capó en caso de impacto–; a continuación un Silver Wraith II del 1980, en cuyo amplio y lujoso habitáculo los pasajeros, separados del espacio del chofer por una ventana eléctrica, podían disfrutar del sonido de un sofisticado equipo de radio; y, a su lado, un espectacular Silver Shadow II del 1979 flanqueado por un lujoso Corniche descapotable del 1972, dotado de unos preciosos acabados en nogal y cuero, de una delicada moqueta en el maletero y de unos futuristas cierres eléctricos para la elevalunas y capotas.

20220831_112530Y más y más Rolls-Royce, de todo género y tipo, que protagonizaban ese increíble viaje al pasado: Camargue, Silver Spur, Silver Wraith II. Paseábamos ante ellos mientras escuchábamos los comentarios de María, sin creer, en realidad, en lo que estábamos viendo, en esa histórica y peculiar colección de la cual muy pocas personas en el mundo podían disponer. Es frecuente, pensaba para mí, ver a jeques o una estrellas del fútbol exhibir, y hasta ostentar, coches deportivos carísimos pero, no debió ser nada sencillo conseguir esos ejemplares verdaderamente exclusivos para el disfrute propio y por el simple placer de conservar para siempre un trozo de historia del motor y de la humanidad.

Ensimismada en mis sentimentales pensamientos, fueron entonces las exclamaciones y comentarios de mis hijos los que me obligaron a volver a esa increíble realidad para asombrarme, al final del pabellón, con dos modelos que iban a hacer temblar mi recién nacida pasión para el Isotta del principio de la visita: un espectacular Lamborghini Countach amarillo del 1982, dotado de unas vistosas sirenas en su parte superior, que había sido utilizado como safety car en el Gran Premio de Mónaco del mismo año, y un no menos espectacular Ferrari Testarossa del 1984 con su característica e inimitable pintura de color rojo que recubría hasta los cilindros del motor –de allí su llamativo nombre “cabeza roja”–.

20220831_112704Quedamos los cuatro paralizados ante esos dos monumentos de la automoción que simbolizaban no sólo la excelencia italiana gracias a la genialidad de sus diseñadores, Marcelo Gandini, en un caso, y Sergio Pininfarina, en el otro, sino también la supremacía en el mercado mundial de esas dos fábricas que, a través de sus célebres fundadores, Ferruccio Lamborghini, de un lado, y Enzo Ferrari, del otro, se disputaban el cetro para sentarse en el trono de Su Señoría la Velocidad: la elegancia del caballo frente a la potencia del toro, en esa maravillosa contienda del siempre ingenioso y novedoso made in Italy.

20220831_112724Por lo que a mí respecta, tengo debilidad por el Cavallino Rampante, y, en particular, por ese  modelo en concreto que, después de que marcara los sueños de mi infancia con sus líneas futuristas, sus revolucionarios extractores laterales y sus originales branquias en los costados, como los de los coches de la Fórmula 1, seguía siendo tan actual y provocador como en el año de su estreno, treinta y ocho años atrás; sin embargo, debo admitir que su competidor, el Lamborghini, con su vestimenta angulosa y afilada, su opcional alerón trasero y sus peculiares puertas de coleóptero que recordaban las del fantástico DeLorean de “Regreso al futuro”, tampoco se quedaba atrás… No sé porque, pero en ese preciso momento me acordé del eslogan de un icónico y revolucionario anuncio publicitario de Pirelli, del 1994, que recitaba “La potenza è nulla senza controllo” y que protagonizaba el mítico “hijo del viento” Carl Lewis que calzaba unos tacones de aguja, listo para despegar desde unos tacos de salida.

20220831_112607Cerca de esos bólidos estaba también un precioso y deportivo Jaguar E-Type biplaza del 1970, que, para llamar aún más la atención, se había disfrazado con un colorido vestido pop art llamado “swinging London”, obra de la artista francesa Anne Mondy, para desfilar con la cabeza bien alta en el Concurso de Elegancia de Biarritz de 2021.

En su capó desplegable hacia delante, entre caras de famosos actores y actrices de los años sesenta y setenta, asomaba una inconfundible bandera británica mientras que en sus caderas aerodinámicas aparecían otros iconos y personajes del siglo pasado, tales como The Beatles o Twiggy.

20220831_112931Su cercano compañero de aventuras, un Jaguar XK 120 Roadster del 1953, de formas más redondeadas, cándidos colores y largo capó, que recordaba al que conducía Clark Gable y que había ganado un premio en el Concurso de Elegancia de Pebble Beach del 2012.

Parecía que con esos coches fantásticos se había acabado la visita, pero, en realidad, ese era solo el principio de un recorrido triunfal.

[Continuará… ]

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Martinica: Pasión italiana y cocina fusión

A pesar de vivir en una ciudad tan acogedora, dinámica y bella, como Madrid, siempre añoro mi amada tierra patria, Italia. Así que cada vez que se cruza por mi camino algún elemento italiano, ya sea un local, una exposición o un evento, no puedo evitar emocionarme y hacer todo lo posible para ser parte de ello. Esto es lo que me pasó con “Martinica” o, mejor dicho, con su chef, Marcello Salaris, compatriota mío, que, después del éxito cosechado en Salamanca con su céntrico y homónimo gastro-bar y el restaurante “María y el Lobo”, hace un año, decidió probar suerte en Madrid con un nuevo templo gastronómico dedicado a la cocina fusión con base mediterránea pero en el que siempre destaca el tan deseado (por mí) toque italiano.

No podía dejar escapar esta itálica ocasión así que, como de costumbre, me las ingenié para ir cuanto antes a este restaurante arrastrando, como siempre, a mi marido en mi enésimo capricho patriótico. Obviamente, antes de reservar, me había documentado a conciencia sobre este local, pero, a pesar de todo lo que ya había visto y leído en otros blogs, en la página web y en los comentarios en la red, este lugar me sorprendió mucho más en su aspecto real que en el virtual.

El día elegido para cenar allí no podía haber sido peor acertado por mi: un martes por la noche, pero no un martes cualquiera, sino el martes que precedía la inauguración de la cumbre de la OTAN en la capital. Madrid estaba prácticamente blindada, cerrada a cal y canto, y no sólo en los alrededores de IFEMA, sede de este evento de fama mundial, sino también por la zona donde está ubicado este restaurante, en la calle Pinar 6, en un discreto, elegante y silencioso oasis de paz que, como un espejismo, se deja ver entre Serrano y la Castellana, a la altura de la plaza Emilio Castelar, casi al lado de la Embajada-fortaleza de los Estados Unidos.

20220628_210023-1Las calles, en esa noche tan especial, estaban vacías, sólo pobladas por centenares de agentes de policías, como en el peor momento del duro confinamiento de hace un par de años: parecía que había vuelto esa real pesadilla, pero fue suficiente divisar la coqueta y animada terraza de este local para olvidarse de todo lo demás y volver a la realidad de un encierro provisional y, afortunadamente, excepcional.

Nos paramos un momento a admirar el ingreso del restaurante, flanqueado por dos enormes y diferentes macetas desde las cuales sobresalían unas plantas, o puede que fueran unas hojas gigantescas, no muy bien identificadas. A su lado un amplio ventanal, enmarcado por unos azulejos del color del mar ­-sardo, por supuesto- que, abierto al aire fresco de la noche, daba a la terraza de antes, como si la intención fuera (en mi imaginación) que los comensales de los dos espacios, el interior y el exterior, interactuaran y conversaran entre ellos­

IMG-20220630-WA0001-1Ensimismada en mis fantasiosas reflexiones, después de que mi marido me sacara un par de fotos en la entrada, por fin entramos en el famoso “Martinica”.

Ante nuestros ojos apareció una enorme sala, ocupada por refinados sillones de terciopelo, con detalles de latón, que bien hubieran podido lucir en un sofisticado ambiente de la afamada serie “Mad Men”, ambientada en los años setenta del siglo pasado; en un lateral, una amplia barra donde, perfectamente alineadas, brillaban decenas de botellas y centenares de diferentes copas deseosas de ser llenadas; lámparas disfrazadas de plantas -o puede que fuera al revés- colgaban con sus plumas llamativas encima de las mesas mientras que unos árboles huérfanos de hojas, pero cargados de románticas luces y rosas, se fundían con las paredes de un espacio inspirado a un estilo art déco modernizado gracias a la intervención del estudio de arquitectura Lauzan.

IMG-20220630-WA0003-1Unos amables, y profesionales, camareros, nos dieron la bienvenida mientras que un paso tras otro, nos adentrábamos aún más en el territorio de Martinica, empujados por la llamativa presencia de una cristalera central que abrazaba una hiedra, o puede que fueran unas algas, alojadas en su interior que se asemejaban, en mi mente desenfrenada, a los tentáculos de una peligrosa medusa vegetal.

IMG-20220630-WA0005-1Un poco más allá, al final de esa extensa sala principal -hay otra, más apartada y recogida, con diferente decoración, aunque igual de escenográfica– “in sordina”, discreta y silenciosamente sentado en una mesa, la mente y el brazo de la belleza formal y, en breve, también sustancial, de este restaurante: el Chef Marcello, con la C mayúscula, ganador de diferentes premios en certámenes nacionales e internacionales.

Obviamente tenía(mos) que conocerle, así que nos acercamos a él, nos presentamos, intercambiamos opiniones sobre Madrid, sobre Italia y nuestras respectivas regiones -él es originario de un pueblo de Cerdeña, isla que puede ampliamente presumir del mar más espectacular del Mediterráneo… ¡sino del mundo mundial!-.

IMG-20220630-WA0007-1Después de que nos enseñara una colorida vidriera ubicada en una pared lateral de la sala, que había hecho traer expresamente desde el salamantino Museo de Art Déco y Art Nouveau Casa Lis, y que me tomara una foto de los dos, por fin llegó el momento de probar sus creaciones culinarias, apartando mis ganas de seguir hablando de nuestra tierra y de todo un poco. Nos sentamos entonces cerca del amplio ventanal de la entrada y nos preparamos para disfrutar del festival de olores, sabores y colores de su cocina ítalo-internacional.

IMG-20220630-WA0000-1Abrió el baile gastronómico un cocktail literalmente explosivo, una “Flor de Caña Passion”, a base de ron, canela y fruta de la pasión, que, servido “en llamas”, con su espectacular presentación vegetal evocaba la imagen de exóticas playas: la pasión no sólo de su Autor sino también de la fruta que llevaba en su interior se apoderó enseguida de nuestro paladar.

20220628_211503-1El aperitivo, a base de unos sencillos, y nostálgicos, “grissini” italianos -una especie de colines, muy difíciles de encontrar aquí y que tanto me recuerdan mi país- con un poco de pan con el cual acompañar una salsa de mantequilla, un poco de aceite y unas cuantas aceitunas ya nos había conquistado por completo pero una fresca y saludable ensalada de tomate, piparras, gambones a la parrilla, queso curado y salmorejo, presentada en un precioso plato de color rojo-rosado que parecía fusionarse con su rico contenido, nos cautivó aún más.

IMG-20220630-WA0015-1Fue después una berenjena a la parmesana ítalo-japonesa la que me hizo avergonzar de la “parmigiana di melanzane” que a veces, en mi casa, humildemente, ofrecía a mis comensales: el vegetal, con los demás misteriosos ingredientes, se derretía suavemente en la sartén y en nuestras bocas abiertas de par en par.

IMG-20220630-WA0013-1Una fresca copa de Godello para mí y una cerveza 8/70 aún más fresca para mi consorte acompañaron una premiada albóndiga de rabo de toro, anguila ahumada, berenjena y yema curada -segundo mejor plato de rabo de toro de España de 2019, según recitaba la carta-.

IMG-20220630-WA0011-1Mi marido, carnívoro de profesión, muchísimo más que yo, devoraba ávidamente ese manjar, celebrando en cada bocado su delicada bondad, mientras que yo disfrutaba con una exquisita lubina salvaje a la brasa con puntalette con salsa de txangurro a la donostiarra y una crema de esa albahaca -“basilico”, en mi idioma- que, tan presente en Italia, tanto echo de menos aquí en España.

IMG-20220630-WA0010-1Y, por si todo ello no hubiera sido suficiente para satisfacer nuestros pecados de gula, una carrillera de ternera al curry rojo con yogur de calabaza y cremoso de zanahoria consiguió despertar nuevamente los instintos básicos de los dos.

IMG-20220630-WA0009No se podía pedir más… sólo un exótico “viaje a Marruecos”, en honor a la mujer marroquí del Chef, donde a una impresionante base de chocolate blanco se añadían, en un pintoresco, dinámico y colorido arcoíris de colores, arenas de frambuesa, galletas, canela, menta y curry con leche fusionada de jengibre y limón: una auténtica obra de arte gastronómica que, adrede y a gusto, no pudimos evitar destrozar con cada bocado.

20220628_222817-1Faltaba poner el punto final a esa cena tan rica, y enriquecedora, con una de las mejores bebidas de mi tierra: un frío limoncello, servido helado y rigurosamente sin hielo y en un vaso pequeño, alto y fino, como es debido, que con su poder digestivo parecía borrar mágicamente todas las calorías ingeridas despreocupadamente hasta aquel momento. Pero daba igual: Marcello, el local, la cena y esa noche tan original merecían que se apartaran, por ese día, todos los propósitos de una operación bikini espectacular.

Tomamos un último sorbo, brindamos por España y por Italia y ¡gozamos hasta el final de ese Martinica tan especial!

P.S. Si queréis acercaros a este restaurante al mediodía, de lunes a viernes tienen un interesante menú gastronómico a 30 € que incluye dos entrantes, pescado, carne, postre y una bebida… ¡más que suficiente para satisfacer los paladares más hambrientos y exigentes!

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El misterioso «quintoelemento»: ¡un lugar fuera de lo normal, una experiencia excepcional, un estreno triunfal!

Me encanta salir, cada vez más; me encanta vivir Madrid, de noche y de día; me encanta descubrir sin solución de continuidad todo lo que ofrece esta grandiosa capital que, en mi humilde opinión, se está convirtiendo paulatinamente en un imprescindible referente a nivel europeo, como si se tratara de una Gran Manzana del Viejo Continente.

Con los hijos ya adolescentes y (presumidamente) autosuficientes -o, por lo menos, así lo creen ellos- dispongo de más tiempo no sólo para recorrer a piedi los múltiples y diferentes barrios madrileños, en busca de sus lugares menos conocidos y más peculiares, sino también para frecuentar locales, restaurantes, tabernas y bares que, desafiando las pandémicas adversidades, resisten o se multiplican por doquier. Llevaba tiempo deseando reflejar en mi blog esta abundancia cultural y también gastronómica de la capital, este bullicioso y estimulante fermento que hacen de Madrid la mejor ciudad del momento, pero nunca encontraba el sitio ideal para estrenar a lo grande un apartado “aliapiedesco” dedicado al sector de la restauración. Quería que mis primeros pasos blogueros en el universo culinario estuvieran a la altura de los de Neil Armstrong en la Luna y de sus míticas palabras, “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad” -las comparaciones son odiosas, soy consciente de ello, y, en este caso, muy pretenciosas, ¡pero no puedo evitar pensar humildemente a lo grande!- y, para ese fin, tenía que dar con un lugar que fuera peculiar, excepcional y fuera de lo normal, casi de ciencia ficción. Así que cuando en mi camino virtual se cruzó el nombre, las fotos y la descripción de un evocador y futurista “quintoelemento”, enseguida me di cuenta de que éste era la tan buscada ocasión y que tenía que ingeniármelas para conocerlo, saborearlo y, eventualmente, difundirlo.

Reconozco que, en general, teniendo más debilidad por la forma, es decir, por los aspectos estéticos de las cosas, lo que más me llamó la atención, fue su rebuscada decoración, su llamativa estructura, su ingeniosa arquitectura, mientras que mi marido, amante de la sustancia de las cosas, sólo tenía ojos y oídos, mientras le hablaba de este restaurante, para su carta, para su largo listado de platos elaborados, para sus exóticos productos que ya estaba mentalmente pregustando.

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Así que un miércoles cualquiera, a la hora de comer, cada uno de nosotros con sus preferencias y motivaciones, nos acercamos al número 125 de la calle Atocha, allá donde, a unos pocos pasos del Museo Reina Sofía, se levantaba un edificio bastante austero en cuya fachada destacaba el letrero de “Teatro Kapital”, anunciando la presencia de esta emblemática discoteca capitalina, en la que diferentes ambientes y géneros musicales se distribuyen verticalmente, en las primeras cinco plantas del mismo.

20220504_141455Un majestuoso guardián, que custodiaba ese lugar (¿sagrado?) nos acompañó en el interior y, de repente, nos encontramos en un vestíbulo obscuro y llamativo; parecía que la noche había caído improvisamente, una noche estrellada y resplandeciente, deseosa de reflejarse en los centenares de cristales de una clásica bola de discoteca que colgaba de su techo, deseosa de animarse en un elegante red carpet a nuestros pies, deseosa de ostentarse en una luminosa zona de photocall.

Planta 6- bodega (2)Pero la auténtica sorpresa se encontraba al final de esta sala donde, casi oculto en la pared, se abría un mágico ascensor…

Allí nos dejó nuestro amable acompañante, después de haber pulsado la tecla con el número sietela sexta planta está destinada a eventos más íntimos y acoge una bodega que atesora más de ciento cincuenta referencias de selectos vinos– y, de repente, después del breve ascenso, apareció “quintoelemento” en todo su esplendor: habíamos llegado a otra dimensión, a otro universo, a un Edén prohibido, o puede que no tanto…

20220504_142930El extraño “quintoelemento”, que se añadía a la tierra, al aire, al agua y al fuego, se personó en decenas de flores y plantas que se unían a las que aparecían en diferentes macropantallas; el indefinido “quintoelemento” se materializó en una soberbia decoración donde, entre sofás y sillas, mesas altas y bajas, destacaba una marmórea barra central, repleta de copas impolutas, botellas de diferentes marcas y cocteleras a la espera de ser agitadas; el increíble “quintoelemento” tomó cuerpo en una impresionante cúpula que, dotada de unas pantallas cóncavas retráctiles de casi doscientos metros cuadrados de extensión donde se proyectaba contenido en la máxima resolución, se abría al cielo de Madrid, fusionando armoniosamente los elementos reales y virtuales de ese paraíso terrestre celestial.

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“Quintoelemento” nos rodeaba, nos envolvía y nos abrazaba para dejarnos sin aliento…

Para mis preferencias “formales” esa puesta en escena, esa peculiar arquitectura, esa impresionante estructura de este asombroso sky restaurant era ya de por sí suficiente para quedarme satisfecha con la visita, pero para él, es decir, para “quintoelemento” todo esto no era suficiente. Él quería despertar nuestros cinco sentidos, y no sólo el de la vista; él quería que nuestros ojos y nuestras mentes fueran más allá de las relajantes imágenes de la naturaleza que discurrían ininterrumpidamente en unos dinámicos videomapping y en unas pantallas led interactivas que animaban y daban vida a las paredes revestidas con mosaicos de madera de roble y pino; él quería que también el gusto, el tacto, el oído y el olfato padecieran el impetuoso y maravilloso encanto de su presencia.

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Nos vimos entonces “obligados” a sentarnos y, gracias a un impecable servicio de mesa, empezamos a experimentar y probar en nuestra piel toda la potencia, esencia y sustancia de “quintoelemento” -¡para alegría de mi marido!-.

20220504_14322920220504_143133Fueron primero unas grandiosas ostras ponzu acompañadas por caviar de arenque, maridadas con champan, que nos sugirió y sirvió Adolfo, el cordial y profesional jefe de sala, las que provocaron un tsunami de sensaciones en el paladar, trasladándonos a dulces recuerdos de agua, sal y mar; seguidamente unos brioches croissants con berenjena, tartar de toro y trufa de rey20220504_144502, que aunaban los sabores más delicados del monte, el mar y la huerta, nos dejaron con la boca abierta de par en par; un fresquísimo y delicadísimo tiradito de salmón, ligeramente marinado, nos robó el gusto y el corazón; IMG-20220504-WA0038un exótico y singular taco hindú, que se comía con las manos, nos hizo literalmente chuparnos los dedos; pero el chili crab del señorito, con bogavante, cangrejo real y una sabrosísima salsa con toque picante nos enamoró perdidamente.

IMG-20220504-WA0042Esa valiosa obra de arte culinaria enmarcada en una rústica cazuela hubiera podido ser el colofón final de nuestra espectacular experiencia sensorial, pero “quintoelemento” nos sorprendió una vez más con una escenográfica presentación, con una cortina de humo, calor y vapor desde el cual surgió una espléndida hacha de ternera lechal, cuya carne, a pesar de la escasa cocción, se deshacía levemente en la boca mientras que un dulce amargo aroma de barbacoa envolvía delicadamente ese manjar.

IMG-20220504-WA0040No se podía comer ni pedir más.

IMG-20220504-WA0037Las copas de vino, tinto y blanco, que se habían sucedido en un dulce vals a lo largo de toda la comida, bajo la armoniosa batuta de Adolfo, dejaban por fin paso a los cafés -ellos también a la altura de la situación, con mi gran asombro, como exigente italiana que soy, en constante, desesperada, y la mayoría de las veces, infructuosa búsqueda de un buen ejemplar de esta bebida en la capital-, acompañados por un chocolate en tres texturas que nos cautivó con su dulzura…

20220504_142555Fue entonces, cuando, al final de este festín, de este grandioso homenaje, los dos entendimos plenamente el significado de “quintoelemento”: se trataba de una soberbia exaltación de los cinco sentidos, de una impecable fusión de cocina asiática y latinoamericana, pero con una sólida base mediterránea, gracias al arte y a la experiencia del afamado chef Juan Suárez de Lezo, de un inolvidable viaje gastronómico a través de una experiencia inmersiva en continua evolución, de una increíble satisfacción y emoción para la comida y la alegría de la vida…

La visita, más bien la experiencia, “quintoelemental”, había merecido la pena. Mi blog “aliapiedesco” ya tenía su primer post gastronómico, especial y triunfal: ¡toca(ba) brindar!

P.S. A los pocos días de nuestra comida, se le ocurrió a Sergio Ramos traer aquí al amigo Mbappé para que, creo yo, se enamorara perdidamente de Madrid, (¿del Real Madrid?) y, también, de la exquisita oferta gastronómica capitalina. En cualquier caso, aunque no seáis futbolistas o, en general, millonarios, “quintoelemento” ofrece también entre semana, al mediodía, un interesante menú ejecutivo, cuya relación calidad-precio es más que correcta. No os perdáis esta innovadora y vanguardista experiencia sensorial: ¡es un lujo para nada irracional del que todo el mundo debería de gozar!

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Tercera parte)

[Continua… ]

Aquí estoy por tercera vez en mi querido Carabanchel.

Es un domingo, nublado y frío, nada apetecible para pasear, un día en el que después de tanto sol y sequedad por fin amenaza lluvia en la capital. Después de mis dos anteriores excursiones por “Puerta Bonita” sólo me quedan unos pocos lugares para conocer este barrio por completo o, por lo menos, para creérmelo.

El primer objetivo de hoy que tengo apuntado en mi mapa virtual es el Real Conservatorio Profesional de Danza Mariemma, ubicado al lado de la Comisaría de Carabanchel. El acceso, tras el cual se abre un espacio inmenso, está protegido por una rígida barra y un amable guardián que, al toparse con mi expresión de estupor y con mi acento de italiana desorientada, me deja pasar sin rechistar, explicándome a donde tengo que ir para no perderme, convencido de que puedo despistarme fácilmente, y razón no le falta.

El camino, según sus indicaciones, es fácil: todo recto hasta el final. Será fácil para él, pienso para mí, porque mis cinco sentidos ya están en pleno funcionamiento y, mientras doy tumbos sin parar, no puedo evitar observar todo lo que me rodea.

Hay un aparcamiento enorme, vacío en este día festivo, y, al fondo, una construcción monumental que ya me está atrayendo hacia ella; al otro lado, una especie de torreón o depósito de agua que sobresale de un espeso muro mientras que frente a mí hay un jardín donde, tímidamente, empiezan a asomar las flores de unos almendros, o puede que cerezos, solitarios.

20220213_121737Tengo que ir en esa dirección, hacia esos árboles, sin distraerme más y sin prestar atención, por ejemplo, a una especie de fuente, o lo que queda de ella, que intenta sobreponerse al paso del tiempo y de la vegetación. Me pregunto qué será ese monumento, huérfano de una placa, de una descripción y de todo cariño y, mientras me acerco, lo contemplo más detenidamente, sin encontrar pista alguna que pueda ayudarme a dar con una respuesta racional; me limito entonces a sacarle una foto por si algún amigo virtual carabanchelero pudiera echarme una mano para revelar este misterio y, volviendo sobre mis pasos perdidos, un poco más allá, me topo con el imponente y autoritario edificio “musical”.

20220213_121914No hay nadie aquí y, entre la soledad y el tiempo un poco espectral, mi fantasía empieza a trabajar a toda velocidad, imaginando el set perfecto para una película de miedo. El lugar, sin alumnos, sin profesores y sin música que llene de armonía y serenidad el ambiente, es verdaderamente inquietante y bien se prestaría hoy para ese terrorífico fin cinematográfico.

La escalera de acceso a la puerta principal impone bastante con sus dimensiones y las banderas oficiales que la decoran parecen subrayar la importancia de ese lugar.

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Un escalofrío, mezcla de miedo y de frío, recorre mi cuerpo mientras, metida de lleno en mi papel de atrevida exploradora, rodeo el edificio para observar también su parte trasera, esperando dar con una inesperada sorpresa que no consista en encontrarme con un asesino en serie. Pero tras esta estructura, una vez más, no hay nada ni nadie, ninguna escultura o monumento digno de interés, sólo un campo de futbol con el suelo arrugado y rasgado por las inclemencias de los inviernos pasados.

Vuelvo rápida sobre mis pasos –mejor no tentar mucho la suerte–, paso delante de unos bancos, sillas y mesas que, si estuvieran ocupadas, tendrían un aspecto mucho más placentero y menos fantasmal, a la par de las rosas que, pronto, renacerán de sus actuales cenizas, y me dirijo hacia el primer edificio que divisé nada más entrar en este recinto, cuya grandeza y belleza compite con la del conservatorio.

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Tengo la sensación de estar en un campus americano, con tanto espacio y tanta vegetación a mi alcance, y, a piedi, un paso tras otro –y no son pocos– me acerco sin saberlo al “I.E.S. Puerta Bonita”, centro para la formación gráfica y audiovisual, según reza el letrero que campea en una moderna estructura de cristal, cerrada a cal y canto, que hace las veces de vestíbulo.

20220213_12271520220213_122605Mi primer pensamiento va dirigido a la cantidad de colegios que hay en este distrito -como, por ejemplo, el cercano Antiguo Colegio Santo Ángel de la Guarda- y que no son, precisamente, pequeños, mientras que mi primer impulso es el de acercarme sigilosamente a lo que parece una iglesia y que, en realidad, es el teatro Txetxo Sada, tal y como atestigua una placa al lado de su puerta. No hay forma de entrar allí y, a pesar de ello, ya estoy satisfecha con todo lo que he descubierto en este recinto inmenso. Puedo salir de aquí para cumplir con mi segundo objetivo: la colonia Torres Garrido.

20220213_123419Está muy cerca y enseguida encuentro otra placa en la que se explica que ha sido inaugurada en el 1955 siendo Franco caudillo, aunque, según narra la leyenda, fue una condesa la que cedió ese terreno en los años cincuenta a una cooperativa de obreros. Para variar, aquí no hay nadie, con exclusión de unos grises nubarrones que, con unas ráfagas de viento en aumento, se acercan amenazantes al horizonte. Las condiciones meteorológicas no animan a seguir explorando, pero, si he llegado hasta aquí, ya no puedo detenerme.

Y magna es mi sorpresa cuando descubro una hermosa plazoleta ajardinada, rodeada de casitas bajas, de techos de tejas, patios con flores y plantas, puertecitas de madera y ventanitas con rejas, que parecen sacadas de un cuento de hadas, como el de Blancanieves.

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Es un conjunto muy peculiar, con un estilo especial, que no deja a nadie indiferente.

20220213_123651En una esquina hay una especie de pasaje, de esos que recuerdan aquellos toledanos, protegido por una Virgen.

Esa santa imagen, que puede que me vaya a proteger de posibles desaventuras, me anima a cruzar esa especie de portal para adentrarme aún más en esa colonia misteriosa y silenciosa.

Y, dicho y hecho, entre diminutos callejones y bancos perdidos entre ellos, se materializan más casitas, cada una de ellas con su peculiar decoración, con columnas en las puertas de entrada, colores más o menos chillones en las fachadas o macetas y flores en los patios exteriores.

A sus espaldas, chocando abiertamente con la curiosa uniformidad de este conjunto liliputiense, se levanta una mastodóntica urbanización sin alma, ansiosa por deglutir esas indefensas y pequeñitas construcciones de ladrillo visto y humildes vidas operosas -¿Cuántas se habrán ya llevado por delante unas crueles y despiadadas excavadoras, en el nombre del (supuesto) desarrollo inmobiliario y de la cómoda modernidad?-.

Un par de gotas, puede que lágrimas de un cielo que añora la colonia de un tiempo, con sus antiguos patios y sus espacios comunes, me animan a alejarme de allí para finalizar mi itinerario, antes de que caiga la tormenta perfecta.

20220213_125230Me dirijo entonces hacia el centro del barrio, hacia la plaza principal del originario pueblo de Carabanchel Bajo, no sin antes inmortalizar el famoso “Mural del Derbi”. No es que yo sea una apasionada del futbol –¡de hecho les regalaría una pelota a cada jugador de los equipos contrincantes para que no se pelearan entre ellos!–, pero sí soy forofa del arte callejero en general.

El mural aparece de repente, con su tamaño enorme, en el muro lateral de un edificio de viviendas que, precisamente, no destacan por su belleza, pero sí por las vivencias que se respiran entre cuerdas tendidas con olor a detergente, balcones convertidos en terrazas cerradas para, a lo mejor, jugar a las cartas, y “aparatosos aparatos” de aire acondicionado para refrescar las charlas veraniegas. La obra, que regala una nota de color especial a la estructura que lo aloja, recita a los pies de unas manos que se estrechan en honor a la deportividad, “En cada derbi #Celebramos lo que nos une”, y su mensaje, más allá de los protagonistas merengues y colchoneros, es indudablemente universal.

Otro par de gotas me obligan nuevamente a apresurarme para alcanzar mi último objetivo de la mañana: la plaza de Carabanchel.

20220131_13553920220213_130309Aquí están la iglesia de San Sebastián Mártir, que destaca con su chapitel de pizarra, y el originario Ayuntamiento de Carabanchel Bajo, de estilo neomudéjar, actual sede de la Junta Municipal del Distrito. La sensación, en esta antigua plaza Mayor, es de verdad la de estar en un pueblo. Esta zona, afortunadamente, no ha perdido su identidad. Me gustaría entrar en el edificio religioso, así como en el cercano edificio institucional, pero en el primero se está celebrando la misa, y el segundo, para variar, está cerrado, así que, recurriré a mi imaginación para visualizar mentalmente la decoración interior de ambos. Sin embargo, lo que más me llama la atención en este céntrico espacio es una curiosa escultura, ubicada casi en frente de la Junta Municipal, que representa a un niño que trata de escribir algo con una tiza en una esfera de considerables dimensiones. No hay una placa o un cartel que explique la presencia de esa obra, así que tengo que recurrir inmediatamente a la Red para averiguar que se trata de “El buzón de las palabras”, metáfora de la igualdad y la tolerancia, y que el infante está apuntando fragmentos de “La Historia Interminable” de Michael Ende –¿Por qué será?–. Me quedo con la duda del motivo de su presencia justo en ese punto geográfico del planeta Tierra, y, fácil y rápidamente, llego a una cómoda respuesta: se trata de una señal, de una señal especial, de una señal particular dirigida hacia mi persona. Esa curiosa escultura me está metafóricamente sugiriendo que ponga fin a mi aventura carabanchelera, que deje atrás esta Puerta Bonita pero sin olvidarla, más bien, homenajeándola con una “historia terminada” aliapiedesca.

¡Y aquí está su inicio y su final!

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Segunda parte)

[Sigue…]

He vuelto una segunda vez a Carabanchel.

Me he documentado a conciencia, me he inscrito en diferentes grupos virtuales “carabancheleros” para descubrir más sitios de interés cultural, y también gastronómico, de los que ya tenía anotados y, después de haber recibido decenas de afectuosas e interesantes sugerencias por parte de sus patrióticos habitantes, ya tengo perfectamente planificada mi segunda visita a ese distrito, limitándola, por ahora, a uno de sus siete barrios, el de Puerta Bonita, puesto que siendo tanto y tan variado el patrimonio de los originarios municipios de Carabanchel Bajo y Carabanchel Alto, anexionados a la capital en 1948 para después repartirse entre los distritos de Latina, Carabanchel y Usera en 1971, resulta absolutamente imposible abarcarlo todo en tan poco tiempo.

Así que aquí estoy, un domingo por la mañana, al lado de la estación de metro “Oporto” (línea 5), lista para cumplir mi recorrido a piedi in crescendo, y no lo digo sólo porque el camino sea levemente en pendiente. Mi primer objetivo está en el número 159 de la calle General Ricardos, esa calle tan larga y ancha que en su día fue bautizada como la carretera de los Carabancheles, en cuyas aceras campean ahora los carteles de la 40ª edición de la “Semana del Cine Español de Carabanchel”, antesala de los premios Goya.

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Aquí se encuentra ese edificio en ruinas que divisé el otro día desde la ventanilla del coche. Se trata de la antigua Fundación Goicoechea e Isusi o, mejor dicho, lo que queda de ella. El palacete, decadente, más bien en ruinas, con sus ventanas sin cristales, sus puertas tapiadas, sus paredes descolchadas y su letrero consumido parece que está pidiendo a gritos ser rescatado de ese estado de abandono, que lo devuelvan a su antiguo esplendor, que lo rehabiliten para que su viejez no sea tan dura y cruel.

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Lo miro, más bien lo admiro, imaginándome como tenía que ser hace más de un siglo cuando, de originario hotel para la aristocracia, se convertía en un asilo para trabajadoras, gracias a los herederos de Ramona Goicoechea e Isusi – ¿Qué diría ella viéndolo así, sucio y avergonzado, necesitado de cuidados, huérfano de mimos, como un niño abandonado a su destino?-. Con el corazón encogido saco unas cuantas fotos de sus sólidos muros violados por los grafiteros, de su cancela, doblada por el paso, y el peso, del tiempo, de su cornisa tristemente decorada con varillas de hierro que parecen pincharla como agujas e, inútil e impotente, le doy la espalda: sólo podré dedicarle estas breves y tristes palabras…

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Sigo adelante y me detengo en dos sitios que me han recomendado algunos de mis amigos virtuales carabancheleros: la Pulpería Botafumeiro y el Astral. Fuerte es la tentación de probar, en el primero, alguna especialidad gallega, como el pulpo o las filloas, y, en el segundo, unos huevos estrellados o unas croquetas caseras, ya que, al no ser de carne, no me interesa su famoso cochinillo. Y mientras me frustro por no tener el don de comer a todas horas sin engordar, me limito a fotografiar sus escaparates y a seguir adelante hasta alcanzar la protagonista “formal” del barrio: la puerta bonita.

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Bonita es bonita, aunque sea una réplica de la originaria Puerta de Madrid, realizada por una fundición inglesa y arrasada accidentalmente por una grúa. Estoy en frente de su verja elaborada, flanqueada por dos pequeños pabellones, también restaurados a principio del nuevo milenio por el Ayuntamiento de Madrid, y que puede que en su día servían como garitas de una antigua finca de la aristocracia madrileña. Ahora, tras ella, ya no hay ninguna casa de cuento de hadas sino una sencilla plazoleta, la de los Cuatro Chorros, por la que corretean despreocupados niños perseguidos por sus padres o abuelos que, empujados irracionalmente por el amor, intentan evitar que se ensucien o chupen todo los que se cruza en su pequeño camino de pasos inciertos y perdidos.

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Cerca de esa puerta bonita, de esa reja abierta o cerrada al vacío de una entrada desaparecida, se encuentra también un edificio de grandes dimensiones, custodiado por una cancela y una garita que siguen en pleno funcionamiento, impidiendo que los fisgones, como yo, accedan al recinto para explorar la imponente Residencia Militar de Estudiantes “San Fernando”. Desde allí, entre los barrotes, puedo identificar la presencia de un cañón, unos amplios jardines, una roja cruz de Santiago en su fachada y poco más. Tomo nota y sigo adelante, puesto que lo que ahora me importa es llegar hasta la protagonista sustancial de este barrio: la finca Vista Alegre y sus jardines, reciente y parcialmente restaurados y reabiertos al público.

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Una nueva puerta, monumental, más bien “real”, que se impone a la vista con su inocente blancor, me espera con sus curvilíneos brazos abiertos, como si quisiera abrazarme y empujarme dulcemente hacia su interior para enseñarme su tesoro escondido que, hasta ahora, he vergonzosamente ignorado.

Así que después de recibir unas rápidas explicaciones sobre la visita por parte de una amable empleada -no pisar el césped, no tocar el cedro secular, escanear los códigos QR al lado de cada edificio-, ya estoy dentro de la finca, paseando entre arboles desnudos, impacientes por engordar con la llegada de la primavera, entre ramas esqueléticas, deseosas de sacar sus hojas, y entre jardines embarazados, a punto de engendrar flores de todo tipo y colores. Tras unos pocos pasos, ya me doy cuenta de que tendré que volver a ese precioso espacio, cuando este templado invierno madrileño deje paso a su colorida e inspiradora sucesora. La finca que, paciente e inteligentemente, me ha esperado hasta ahora, ya me ha enamorado perdidamente.

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Aquí todo parece perfecto. El día soleado, con un cielo azul que no se puede más, el aire fresco y salubre, puede que tanto como hace un par de siglos, cuando la nobleza y la aristocracia madrileña, dada la proximidad a la Corte, eligió este pueblo como zona privilegiada de retiro. Con mis auriculares, que emiten unos temas soft de Enya, me encuentro absolutamente encantada de disfrutar de este oasis (casi) verde que quiere enseñarme su cuerpo exuberante, rebosante de cultura, belleza e historia. Una sana envidia se apodera de mí al leer en una gigantesca lona las sabias palabras de José Navarrete, “yo conozco bien a Vista Alegre […] razón por la cual, las descripciones […] las hago con la memoria puesta en la de Carabanchel”. A diferencia de él, me veo obligada a sacar una foto del mapa que aparece justo debajo de sus palabras para no perderme: no conozco bien Carabanchel, no conozco bien Vista Alegre y, en realidad, no conozco bien nada de nada…

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Avanzo, serena y feliz, y me topo con la Estufa Grande. Tras un infructuoso intento de escanear el correspondiente código QR –en realidad, sólo consigo fotografiar ese extraño ajedrez de casillas blancas y negras–, me detengo en contemplar el espacio que me rodea. Entre sus blancos muros exteriores puedo ojear una desnuda rotonda central con sabor a fría remodelación, donde ya no queda nada del aroma y los colores de las plantas exóticas que se alojaban en sus alas laterales.

A continuación, se materializa uno de los antiguos pabellones, el Baño de la Reina, que, con otras edificaciones, componían el extenso recinto de este originario establecimiento público de recreo adquirido en el 1832 por María Cristina de Borbón, esposa del rey Fernando VII.

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A su lado está también el imponente Palacio Viejo que, en su día, contaba con salas para el baño, casino, salones, estufas y jardines -actualmente aloja el Centro Regional de Innovación y Formación Las Acacias-, pero no hay ningún acceso abierto tras su tríplice orden de columnas y su fachada de tonos amarillentos, así que tendré que recurrir a mi imaginación desenfrenada para visualizar sus suntuosas estancias de un tiempo. Dicho y hecho, ya me he convertido en doña Aliapiedi de Alameda de Osuna, así que, metida de lleno en mi papel, me encuentro en la segunda mitad del siglo XIX, a bordo de una carroza-calabaza y vestida con mis mejores galas para acudir a la Fiesta de la Primavera organizada por el popular Marqués de Salamanca que, hace poco, ha adquirido esta finca de las hijas de María Cristina, la reina Isabel II y su hermana Luisa Fernanda.

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Las preciosas farolas iluminan mi figura esplendorosa; las rosas, que trepan en los arcos del coqueto jardín en frente del palacio, me envuelven con sus aromas, mientras las diez esculturas en mármol de la Plaza de las Estatuas –de las cuales ahora solo quedan los pedestales– me miran con una pizca de envidia a través de sus ojos de piedra.

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Estoy tan asombrada por todo el lujo y esplendor que me rodea que, de repente, a pesar de que ya ha sido anunciada mi presencia, decido saltarme el protocolario saludo al ilustre señor de la casa para acercarme a una pequeña cascada que, brotando de una curiosa montaña artificial, me llama con el dulce y rítmico sonido de sus aguas.

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Desde allí nace la sinuosa Ría y es justo aquí donde ahora quiero estar, sentada en un banco con mi vestido de gala ya arrugado y mis zapatos Luis XV de seda ensuciados, respondiendo a la llamada de la naturaleza. Ese romántico rincón es mi pequeño paraíso en tierra y ya no tengo ganas de codearme con la burguesía, ni con la mismísima realeza, ni de sonreír falsamente a gente inconsistente, ni de cumplir un absurdo código de etiqueta; sólo quiero divertirme a mi manera, sola, disfrutando como más me apetezca de ese lugar al que finalmente he sido invitada gracias a la intermediación de una buena amiga, Manuela Inocencia Serrano y Server, marquesa consorte de Cerralbo.

Y después de ese rato de descanso, empiezo a correr, sin ataduras sociales, libre y feliz, sin que nadie me vea, a lo largo y a lo ancho de esa enorme finca.

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Alcanzo la cercana Galería, con sus dos corredores y su soportal de columnas pareadas; paso delante de la Casa de Bella Vista – que en la actualidad acoge el Centro de Educación de Personas Adultas Vista Alegre-, divisando a través de sus ventanas los libros y las diferente colecciones que componen la biblioteca y el gabinete de ciencias; me detengo a contemplar los esplendidos carruajes y coches descubiertos alojados en las Caballerizas

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; flanqueo la Casa de Oficios

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, de la que actualmente sólo quedan unos restos de la antigua fábrica de jabón que luego fue reconvertida en zona de apoyo y de servicio de los palacios de la quinta, hasta que, agotada, tras atravesar el Parterre, embellecido por setos y fuentes circulares, me tumbo literalmente a la sombra de un ancho y alto cedro secular.

Necesito un momento para reponer fuerzas antes de enfrentarme a una nueva sorpresa que acaba de materializarse antes mis ojos, ya abiertos de par en par.

Se trata de un príncipe azul –más bien blanco, por el color de la vestimenta de sus sólidos muros–, suntuoso y elegante, llamado Palacio Nuevo, más conocido como el Palacio del Marqués de Salamanca, en honor al anfitrión de esta romántica velada, que ha sido quien lo ha completado hace poco, llevando a buen puerto las obras iniciadas por la reina María Cristina en las originarias naves de almacenes y calderas de la ya mencionada fábrica de jabón.

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Enseguida me siento increíblemente atraída por él, por su belleza y hermosura, por sus cuatros sólidas columnas, por sus escaleras majestuosas, por su elegante fachada, por sus robustas puertas de madera, por sus lámparas leves y ligeras, por su vestíbulo y cúpula impresionante, decorados con frescos y mármoles, y por las coquetas farolas que le vigilan –lo admito, tengo debilidad por las farolas–.

Allí, con él, más bien dentro de él, entre sus salones llenos de antigüedades, que incluyen un exótico fumoir, con frescos en el techo y en las paredes e iluminados con las primeras luces eléctricas, podría detenerme horas y horas, imaginándome muchas más historias sobre la disoluta aristocracia y la humilde clase trabajadora, sobre los ricos y los pobres, de entonces y de ahora, sobre la gente privilegiada y la que nunca ha sido ayudada…

Pero en el aire ya suenan los retoques de la medianoche –¿Cómo han podido pasar tan deprisa estas dos horas?– y, a la par de Cenicienta, despistada y enamorada, me despido con un arrivederci de mi príncipe-palacio, perdiendo un zapato imaginario para poder volver a verlo en el futuro, o en el pasado…

El sueño con los ojos abiertos se ha acabado, doña Aliapiedi ha desaparecido, el siglo XXI, y su día soleado, ha regresado.

Aturdida y desorientada me quedo unos cuantos minutos en estática contemplación de ese precioso edificio, testigo silencioso de una riqueza de antaño que, pronto, según los proyectos de restauración en vigor, debería de volver a su antiguo esplendor –sería un delito desperdiciar una joya con tanto potencial– y, mientras me dirijo hacia la salida de la Puerta Real, me detengo ante unos cuantos letreros que, colgados en sus muros curvilíneos, indican la presencia de diferentes edificios pertenecientes a la Comunidad de Madrid. Todos ellos están custodiados por una cancela y una garita que impiden el paso a los coches que no están autorizados… ¡pero no a una fisgona como yo!

Emprendo entonces ese invitante camino –sólo por el hecho de tener acceso limitado, ya me resulta interesante– y, bajo los rayos del sol, me topo con unas cuantas construcciones de grandes dimensiones y

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un número no indiferente de personas mayores, acompañadas y arropadas por sus familiares. En este enorme espacio que estoy recorriendo, y que puede que en su día albergase más fincas y villas de la clase alta, se erigen en la actualidad residencias de mayores, o de menores, institutos de educación secundaria o conservatorios de músicas y danza, centros de innovación o de formación, pero, siendo un día festivo, la mayoría de ellos no están abiertos. Me llama sobre todo la atención la imponente cúpula de una iglesia, ubicada en el recinto de la Residencia Las Acacias, cerrada a cal y canto, y me quedo con las ganas de visitarla mientras tomo una foto robada, rasgada por las rejas.

Sigo con mis pasos perdidos hasta chocarme frontalmente con una nueva cancela que protege un centro ocupacional para personas con discapacidad intelectual. Allí tengo que parar, allí tengo que reflexionar. Y, acompañada por un velo de tristeza y, a la vez, por una profunda admiración hacia todos los que cuidan de los que desafortunadamente lo necesitan, doy por concluida mi incursión en ese territorio sagrado, lleno de vida y de vidas que luchan heroicamente contra la adversidad…

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Regreso por donde he venido y, a lo lejos, diviso la cúpula del Palacio Vista Alegre Arena que, como un OVNI ocupado por marcianos (afortunadamente) amigos, parece estar vigilando un precioso conjunto de palacios que, a lo mejor destinados a los funcionarios de la realeza, me habían llamado la atención en mi primera visita carabanchelera, con sus techos de tejas, sus coquetas terrazas retranqueadas, sus elegantes soportales y sus verdes venecianas, que me recuerdan los edificios de mi dulce y siempre amada patria italiana…

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Paso delante de ellos y, poco a poco, un paso tras otro, me voy acercando a la curiosa Puerta de los Osos, que actualmente da acceso al ya mencionado Centro de Educación de Personas Adultas Vista Alegre y al Centro Regional de Innovación y Formación las Acacias.

Los dos animales, petrificados, cada uno de ellos en una pose diferente, parecen querer bajarse del pedestal donde han sido colocados en el 1987 por voluntad del alcalde Juan Barranco Gallardo, en conmemoración del centenario de la donación del parque de Vista Alegre a la beneficencia, durante el reinado de Alfonso XIII, siendo regente su madre María Cristina de Austria.

La reja y las dos columnas puntiagudas que apuntan hacia el cielo, como si fueran unos cohetes a punto de despegar, bien merecen una foto, al igual que la extraña pareja de mamíferos con ganas de bajar y corretear por los jardines de la finca que se abre detrás de ellos.

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Recorro ahora la calle Eugenia de Montijo –aquí todas las calles son muy “nobles”– y me topo con un curioso edificio que hace esquina con la calle Francisco Romero. Tiene un aspecto neomudéjar, con azulejos y arcos en su fachada y muros de ladrillo. No hay ninguna placa que explique su razón de ser y, una vez más, me quedo con la curiosidad de saber la historia de esa vivienda tan peculiar que parece caída en ese cruce por casualidad, cuando, en realidad, son las demás que “han caído” allí después de ella. Siguiendo por esta calle, a mi izquierda puedo contemplar más casitas bajas y de dos plantas, ya con una cierta edad, algunas con puertas y letreros de madera, que se reflejan imaginariamente en las de enfrente, mucho más modernas pero que, afortunadamente, han respetado la altura de sus predecesoras.

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Flanqueo los imponentes muros de piedra del Colegio de Santa Rita, antigua “Escuela de Reforma Santa Rita”, que en su día destacó por ser el primer centro de reinserción de España, gracias al admirable esfuerzo y empeño de Francisco Lastres, su fundador, y a la donación del Marqués de Casa-Jiménez de la originaria finca “Santa Rita”, en memoria de su difunta mujer, entonces ubicada en Carabanchel Bajo, y, muy a mi pesar, me veo obligada a parar y a finalizar mi itinerario “aliapiedesco”.

Se ha hecho tarde, pero tarde de verdad, y mi familia y mi hogar ya me están esperando en la otra punta de la capital: tengo que abandonar este barrio tan “bonito”, un poco menos desconocido para mí, que en cada esquina esconde algún edificio peculiar, algún monumento especial, algún elemento inusual. Pero pronto volveré una tercera vez para visitar los demás sitios de interés que tengo apuntados en mi mapa virtual:

A presto, Carabanchel!

[Continuará… }

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1, 2, 3… ¡Carabanchel otra vez! (Primera parte)

¡¿Carabanchel?!

En mi entorno poquísimas veces había oído hablar de ese distrito que, ya de por sí, por su ubicación, en el sur de Madrid y, para más inri, fuera de la M-30, merecía poca consideración. Desde que aterricé aquí procedente de mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a menudo había oído decir que todo lo que estaba al norte de la capital era “bueno”, mientras que todo lo que estaba al sur era “malo”. Por eso, en casi dos décadas de vivencia en mi querida ciudad de adopción, nunca se me había ocurrido ir a Carabanchel y a nadie se le había ocurrido llevarme hasta allí. Ni siquiera sabía la ubicación geográfica precisa de este lugar perdido en la parte meridional de la capital; su presencia se escapaba de todos mis mapas y su nombre sólo me resultaba familiar por la existencia de una famosa cárcel -que, según conocí posteriormente, fue mandada construir justo después de la Guerra Civil, por orden de Franco, y había sido derruida en el 2008, después de cincuenta y cinco años de funcionamiento-.

Sin embargo, con el paso de los años el centro de Madrid se me quedó cada vez más pequeño, así que, cuando hace poco más de un mes se cruzó en mi camino un provocador cartel publicitario que rezaba “¡Hay vida más allá de la M-30!”, decidí aceptar el reto y embarcarme en la aventura de descubrir todos los barrios periféricos de la capital y de dedicarles unas líneas a cada uno de ellos, empezando por la Alameda de Osuna, que se encuentra fuera de los límites de la M-40, al tratarse del que mejor conocía, por haber habitado felizmente en él durante más de una década, después de un inicial momento de temor y desorientación.

El objetivo de mi nueva incursión en el extrarradio madrileño era la Colonia de la Prensa, un lugar que tenía apuntado desde hace tiempo en mi práctico mapa virtual que, poco a poco, había ido sustituyendo los de papel.

¡Y así, por primera vez, me fui, sola y temeraria, a Carabanchel!

Decidí desplazarme hasta allí en coche, ya que con el metro hubiera tardado casi tres veces más, y una mañana cualquiera de un día entre semana, después de haber recorrido kilómetros de oscuros e infinitos túneles a lo largo de la M-30, esa circular muralla imaginaria que protege lo que (erróneamente) se considera como el centro de Madrid, por fin vi la luz al fondo, desembocando como por arte de magia en una ancha y soleada avenida.

Se trataba de la calle del General Ricardos, que no encajaba para nada en mi apriorístico esquema mental, condicionado por las leyendas urbanas que no auguraban nada bueno. Allí no había casas destartaladas, locales de dudosa reputación o edificios en ruinas, sino más bien todo lo contrario. Viviendas más nuevas se alternaban con otras de mayor edad, calles limpias y cuidadas se cruzaban con esta arteria principal y tiendas y bares de los de toda la vida daban paso a locales y franquicias más modernas y llamativas. Estaba tan asombrada por esa calle -que nada tenía que envidiar, por ejemplo, a la más céntrica y teóricamente “señorial” del Príncipe de Vergara-, que, mientras conducía, no podía evitar distraerme continuamente, intentando retener en mi retina cada uno de los edificios, iglesias, conventos y colegios que la decoraban.

Las paradas del metro se sucedían una tras otra: Marqués de Vadillo -¡qué glorieta más bonita!-; Urgel -a qué se debía el nombre?-; Oporto -mi ciudad portuguesa favorita, con su decadente y melancólico aroma-. Y nada más superar esta última estación, que parecía haber oído mis nostálgicas reflexiones sobre Portugal, un edificio decadente de verdad, más bien en ruinas, apareció a mi izquierda, captando toda mi atención y obligándome a aflojar el acelerador -¿Qué había pasado allí?-. Ese antiguo palacete parecía haber sido víctima de un ataque militar, de una bomba nuclear o, más sencillamente, de una negligencia humana ejemplar. No podía evitar observarlo más detenidamente y, al mismo tiempo, traté de memorizar el mayor número posible de referencias urbanas para luego poder encontrarlo en Google Maps.

Un poco perturbada, seguí adelante y, unos metros más allá, una nueva sorpresa aguardaba mi despistada conducción. Se trataba de una verja preciosa, flanqueada por dos garitas que sugerían la presencia de una solemne entrada a alguna mansión ya perdida que, ignoro el motivo, me recordaron a las del originario El Ramal, actual Paseo de la Alameda de Osuna, que lleva al palacio de los duques de Osuna y a su maravilloso jardín El Capricho. Una vez más, trataba de grabar en mi memoria visual su ubicación aproximada, cuando captaron nuevamente toda mi atención un cercano y autoritario edificio, rodeado de jardines que se entreveían entre los barrotes de una alta cancela, y, a continuación, una majestuosa puerta, de cándidos colores. Quería detener mi coche inmediatamente, bajarme enseguida, lanzarme a piedi hacia allí y acercarme cuanto antes a ese sitio tan llamativo -en esos momentos añoraba la presencia de un chofer en mi vida o, más simplemente, de mi marido como conductor- pero, muy a mi pesar, tenía que continuar.

Las dudas y los interrogantes asaltaban mi mente conforme avanzaba en el camino marcado por el navegador, donde me topaba con amplios jardines, elegantes palacios, enormes colegios y edificios institucionales y hasta unos osos trepadores -¿Qué estaba pasando allí?-. Parecía que había entrado en una nueva ciudad, una ciudad señorial donde se respiraba un aire diferente… Esta vez mi inexplicable comparación mental me trasportó a las construcciones que rodean los Reales Sitios, destinadas a alojar a los dignitarios y servidores de la Corte.

¿Era eso Carabanchel de verdad o, como de costumbre, me había perdido, ensimismada en mis pensamientos y aturdida por el estupor? El navegador, sin embargo, me confirmaba que, a pesar de mis múltiples distracciones, iba por buen camino… ¡Y qué camino más bueno!

No había alcanzado todavía mi objetivo y ya estaba planeando una segunda visita para disfrutar más detenidamente, y menos peligrosamente, de todos esos sitios tan atractivos. Y después de unos pocos minutos, por fin llegué a destino.

20220131_125656Aparqué muy cerca de la glorieta García Plaza, una coqueta placa así lo anunciaba, y mi mirada ya se perdía entre las modernistas fachadas, torres y cancelas de unos cuantos chalés que, discretamente, me rodeaban con su presencia. Mis pies, deseosos de pisar tierra firme, y no un acelerador, bramaban por activarse a la mayor brevedad posible y los dedos de mis manos ya estaban calentando sus músculos diminutos para disparar con vigor y entusiasmo centenares de fotos.

Empecé a recorrer sin ningún criterio establecido las callecitas de esa colonia tranquila y silenciosa, donde sólo se oían los cantos de los pajaritos y solo se olían los aromas de una impaciente primavera -no era de extrañar que esa parcela, a principios del siglo pasado, hubiera sido elegida por el gremio periodístico como zona de retiro o vacacional, convirtiéndola en la primera ciudad de periodistas de España-.

Eso no parecía Madrid sino un feliz oasis de paz, un pueblecito de cuento de hadas, una insólita colonia de “hoteles”, la primera de la capital, que competían entre ellos en hermosura y originalidad decorativa. Después de haberlos fotografiados todos, incluso los que necesitaban urgentemente unas manos de pintura (y algo más), y haber añorado la ausencia de los que habían sido derrumbados durante la Guerra Civil o, más tarde, por las despiadadas excavadoras de la especulación inmobiliaria, satisfecha, decidí explorar un poco más ese distrito que, generosa y gratuitamente, me estaba regalando tanta belleza.

20220131_131327Tomé una última foto de la imponente entrada principal, escenográficamente anunciada por una enseña que campeaba entre dos torretas, que originariamente fueron utilizadas también como portería, locutorio telefónico y hasta apeadero del tranvía, y me dispuse a consultar todos los sitios de interés cerca de mí que me sugería el “infalible” Google Maps… ¡Y descubrí que había un yacimiento romano!

¡No podías ser! ¡No me lo creía! Al igual que San Pedro, tenía que verificarlo con mis propios ojos, tocarlo con mis propias manos y pisarlo con mis propios pies.

Arranqué el motor del coche y rápidamente alcancé ese punto geográfico, en el Parque Ingenieros, donde, teóricamente, hubiera tenido que encontrar ese tesoro arqueológico, pero, una vez más, mis propósitos de Indiana Jones se vieron frustrados por otro monumento que captó toda mi atención. En efecto, al final de un camino empinado que se abría paso entre tristes y secos descampados, en busca de un aparcamiento, como por arte de magia había aparecido una iglesia, más bien una ermita solitaria. Ya se me había olvidado el verdadero motivo de mi expedición en esos lares perdidos, entre baches y terreno no asfaltado. Lo que estaba ahora ante mis ojos era, para mí, como el Santo Grial… -¿Qué hacía allí ese precioso edificio religioso de muros inclinados que se erguía tímido y discreto al lado de un silencioso cementerio?-.

20220131_122258Un cartel en su alta torre de ladrillo explicaba que “aquí estuvo la iglesia de Santa María Magdalena a la que venía a rezar San Isidro cuando trabajaba en estos campos y en ellos tuvo lugar el milagro del lobo”. Tenía que entrar allí y descubrir algo más. Empujé confiada su pequeña puerta de madera, pero ésta, sólida y testaruda, se me resistió: Santa María la Antigua, así se llamaba esa ermita, la más antigua de la Comunidad de Madrid, estaba claramente cerrada, puede que abandonada a su destino, rodeada de campos sin alma y al lado de un camposanto con muchas de ellas… -de vuelta a casa descubrí, no sólo que el cercano e inmenso solar alojaba la famosa cárcel de Carabanchel, sino también que, bajo sus escombros, incluso sobre el mismo suelo que estaba pisando, así como en el cercano parque Eugenia de Montijo, estaban, y siguen estando, los restos arqueológicos de la antigua villa agrícola romana que iba buscando, a la espera de ser rescatados cuanto antes de su inmerecido olvido…-.

Desconcertada entré en el pequeño cementerio. No era el mejor lugar para buscar respuestas sobre la ermita, pero, paseando entre esas tumbas con vistas al horizonte, no sólo encontré paz (no eterna, afortunadamente, pero sí la suficiente para tranquilizarme) sino también, a la salida, una puerta, fuerte y robusta, que, a diferencia de la anterior, se abrió fácilmente, sin oponer resistencia. Entré sigilosamente, con respeto y prudencia, en una oficina oscura, casi un bunker, sólo iluminada por la presencia de una amable encargada que, asediada por mis preguntas sobre la pequeña joya solitaria y disculpándose profundamente por no podérmela enseñar, me explicó que sólo podía visitarse los fines de semana cuando se celebraba una misa en memoria de los que ya no estaban…

Y con esas palabras di por concluida mi excursión mañanera en las afueras de la M-30.

Era inútil seguir en ese distrito perdida y desorientada, sin ningún conocimiento, sin ningún criterio, sin ninguna preparación. Tenía que volver allí con más información; tenía que documentarme previamente; tenía que planificar mis visitas, organizarlas mejor y no dejar nada al azar.

Se lo debía a ese Carabanchel, desconocido y sorprendente, que, hasta ahora, había ninguneado imperdonablemente…

[Continuará… ]

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«¡Hay vida más allá de la M-30!»: A piedi… por la Alameda de Osuna

“¡Hay vida más allá de la M-30!”

Esa frase, tan provocadora y a la vez prometedora, que campeaba en un enorme cartel publicitario de un famoso portal inmobiliario, despertó todas mis alarmas “aliapiedescas”: ¡Claro que hay vida más allá de la M-30! ¡Y más allá de la M-40, también! ¡Y cuanta vida (y calidad de vida)!

Por lo tanto, ahora que, (des)afortunadamente, tengo más tiempo para mi (y menos para el trabajo), he decidido dedicar (o, por lo menos, intentarlo) una parte de mi (nuestro) pequeño gran blog familiar a los barrios menos céntricos de Madrid, empezando, por razones sentimentales, por el primero del último distrito capitalino, la Alameda de Osuna.

Este breve paseo “alamediense” está entonces dedicado a todos los que «se atreven» a superar el limite imaginario marcado por la primera, y segunda, circunvalación capitalina, para descubrir «a piedi» los sitios de este barrio periférico que, según mi opinable y fantasioso criterio, merecen la pena ser descubiertos, y no sólo por su valor cultural o arquitectónico.

El punto de salida es la parada del metro «El Capricho» (línea 5), así llamada en honor a este magnífico, único y extraordinario jardín histórico-artístico de finales del siglo XVIII, que sólo está abierto los fines de semana y días festivos.

20220127_175623El camino que lleva a este mágico lugar cruza un parquecito donde se encuentra la huerta comunitaria más alegre de Madrid, “La alegría de la huerta” -a la cual, en sus inicios, yo también me apunté con mis hijos, con buena voluntad, pero nulas capacidades botánicas- donde, en función de las estaciones, asoman desde el terreno, para mi como por arte de magia, diferentes frutas y hortalizas, ecológicas obviamente. Pero el verdadero protagonista «vegetal» de este recorrido es el mencionado jardín, del cual me enamoré perdidamente nada más aterrizar en Madrid y al cual, inspirada por el amor y la pasión, he dedicado algunos de mis relatos «aliapiedescos«.

Aquí, en función de vuestro nivel de romanticismo, y de imaginación, podréis pasar horas y horas deambulando entre sus curiosas y “caprichosas” edificaciones, tales como la Casa de la Vieja, el Abejero, el Casino de Baile, la Ermita, el Fortín, el Templete de Baco o el mismísimo Palacio de los duques de Osuna -cuyo interior albergará, esperemos que en breve tiempo, un espacio expositivo centrado en la figura de mi querida y admirada duquesa de Osuna, doña María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, mujer muy adelantada a sus tiempos y mecenas de muchos artistas, como bien explicaban, y escenificaban, unos paseos teatrales que, hace años, se organizaban en esta antigua finca de recreo y con los cuales yo soñaba con los ojos abiertos-. Mientras deambuláis tranquilamente por este encantador oasis verde, si afináis la vista, entre la rebosante vegetación podréis también descubrir las chimeneas y puertas de acceso al aterrador bunker del general Miaja, construido durante la Guerra Civil y que, afortunadamente, nunca se llegó a utilizar -se pueden realizar visitas guiadas, gratuitas, en su interior, pero hay que reservarlas con mucha antelación o, en alternativa, modesti a parte, descubrirlo a través de mis palabras-.

A la salida del jardín, os sugiero dar una vuelta por el curioso camping que está a su lado.

20220127_173441No es que yo sea fan de los campings -de hecho debo confesar que la primera vez que lo vi tuve un reflejo espontaneo de repulsa hacia él, como si el curvilíneo muro exterior que lo delimitaba se prestara para ocultar degradantes noches de borrachera, sexo, droga y rock and roll: no me equivocaba sobre este último punto ya que, como aprendí posteriormente, allí tenían lugar exitosos conciertos de bandas emergentes que siguen añorando muchos lugareños- pero, poco a poco, le he cogido mucho cariño, y no sólo por los aperitivos que tomábamos en familia o con amigos en la originaria terraza, de estilo surfero, ubicado a su lado, que te trasladaba de verdad a una playa en plena ciudad -ahora, con la nueva gestión, la decoración es más «urbana»-, sino también por la nueva zona de ocio de este aparcamiento de caravanas, que tiene vista a las seculares plantas y edificios de El Capricho.

20220127_17362520220127_173946Aquí se encuentra una acogedora sala-cafetería-supermercado, con aire alpino, donde en invierno, entre paredes de madera, dan lo mejor de sí las chimeneas, y una curiosa terraza exterior, de estilo country -hay también una futurista versión tubular cubierta- donde en primavera/otoño/verano cobran protagonismo, entre food trucks y mobiliario vintage, unas amarillentas balas de heno con función de rústicas sillas y mesas.

20220201_13024720220201_130526Después de haber repuesto fuerzas en uno de estos dos sitios, os animo a recorrer la larga avenida de Logroño que bordea mi parque -que no jardín- favorito de Madrid, el Juan Carlos I, hasta llegar al cruce con la calle Rambla, una de las calles más románticas de la capital, sobre todo en primavera, gracias a sus coquetas farolas, a sus muros de piedra cubiertos de hiedra y a la antigua fachada de la Iglesia de Santa Catalina de Alejandría, del siglo XVI -por cierto, si es domingo, que seáis ateos o fieles, no os perdáis la misa de las 11.30: el coro es sublime y, cantando y tocando, ¡lo da todo!-.

20220201_13174420220201_131022Superado el mencionado edificio religioso y la Escuela de Música municipal, alojada en la antigua Casa de Oficios del palacio de los duques de Osuna, a la izquierda, a través de una callecita, subiendo una cuesta, llegaréis al Castillo de la Alameda, o, mejor dicho, al castillo de los Zapata, señores de Barajas y La Alameda, del siglo XV, recientemente restaurado y convertido en museo, en cuyo recinto se puede también observar un nido de ametralladoras de la Guerra Civil, la parte posterior del panteón de los duques de Fernán Núñez y restos de asentamientos antiguos, desde la Edad del Bronce hasta la época romana, como relaté hace años en esta historia -cuidado: al igual que El Capricho, sólo abre los días festivos y fines de semana-.

20220127_181711Después de la visita, gratuita, podréis ya encaminaros de vuelta hacia la estación “Alameda de Osuna”, no sin antes parar en una coqueta y pequeña librería, “Las letras embrujadas, cuyo encanto reside no sólo en la amabilidad de su propietario, Jose, sino también en la conseguida decoración a base de arcos y ladrillos a vista que asoman entre juguetes y libros -por cierto, entre tantas joyas, lúdicas y literarias, custodian también unas de las últimas copias en circulación de un increíble, y muy recomendable, best seller: «Aliapiedi… en Dublín«, escrito… ¡por mi!-.

20220127_182749Y si os ha entrado un poco de hambre o queréis hacer una nueva pausa antes de tomar el metro de vuelta a vuestro hogar, acercaros a la panadería “La 28”, donde podréis degustar o adquirir alguna de las delicias dulces o saladas de su obrador, como recompensa, o souvenir, de este paseo por la Alameda de Osuna… ¡más allá de la M-30 (y 40)!       

P.S. Si os apetece realizar un fin de semana este recorrido a piedi por el barrio de la Alameda de Osuna, he aquí el correspondiente mapa:

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Puy du Fou y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Tercera parte)

[Sigue… ] Los dos viajeros, en efecto, sólo tenían pensado escaparse unas horitas a Toledo, a Toledo de verdad, antes de enfrentarse al último espectáculo de Puy du Fou, el de las diez de la noche, dedicado a esta ciudad.

Aparcaron así en pleno casco antiguo, en un aparcamiento ubicado debajo de la plaza de Valdecaleros, junto a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, soberbia y sabiamente alojada en el antiguo convento de San Pedro Mártir, y, nada más salir de allí, de ese garaje escondido, casi secreto, que en el pasado había hecho temblar a su mujer y a sus hijos –v. el relato aliapiedesco “En nombre del padre”– se toparon con un turista desorientado, un hombre de mediana edad, que, con otro par de compañeros de aventuras, iba buscando desesperadamente las así llamadas “Cuevas de Hércules”: ¿Qué era aquello? ¿Qué se escondía detrás de ese nombre mitológico tan cautivador como evocador? ¿Cómo era posible que ella nunca hubiera oído pronunciar ese lugar tan peculiar?

El visitante les explicó brevemente que se trataba de un espacio subterráneo de la época romana que servía como depósito de agua y que sus míticas paredes estaban impregnadas por relatos de leyenda y de magia, y Aliapiedi, al oír esas palabras que despertaron enseguida todas sus ambiciones frustradas de Indiana Jones femenina, se dispuso enseguida a ayudar a esos hombres. Ella, esperando encontrar ese sitio y, a lo mejor, algún tesoro más, empezó a investigar por el suelo, por si había alguna apertura oculta entre los adoquines o el alcantarillado, por los muros del monasterio universitario, por si había algún botón o mecanismo secreto parecido al que daba acceso a la biblioteca prohibida de «El nombre de la Rosa«, y hasta por el mismo cielo, por si alguna paloma mensajera quería entregarle un mapa con crípticas indicaciones… Pero por mucho que lo intentara, nada ni nadie aparecía, ni la cueva ni su hercúleo personaje…

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El campanario de la Catedral y…

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… el Archivo Municipal

Ella se vio entonces obligada a renunciar a esa empresa improvisada –Chronos, como de costumbre, apremiaba con su ritmo imparable– y, decepcionada, deseando suerte a esos caballeros, en compañía de su marido emprendió su camino a piedi por el laberinto urbano toledano.

Allí estaba la gótica Catedral, asomando su cabeza-campanario entre muros milenarios; un poco más allá un par de hermosas plazoletas, enmarcadas por nobles palacios y rústicos casones, y, por todos los lados, portales blasonados, iglesias y museos muy afamados materializándose por sorpresa entre calles, pasajes y callejones embrujados…

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Plazoletas y palacios blasonados

La ciudad, con razón nombrada Patrimonio de la Humanidad, seguía de pie con todo su impresionante y abundante tesoro cultural, huérfana, sin embargo, de miles y miles de admiradores, de todas las nacionalidades, que, en el pasado, parecían unos auténticos invasores. Ya no estaban todos esos turistas que, por su cuenta o en grupo, a las órdenes de expertos guías, ocupaban las calles principales, los restaurantes y los bares, las tiendas de recuerdos o los locales de oficios artesanales: ¿Dónde estaban los asiáticos o los americanos? ¿Los árabes o los europeos? ¿Dónde se había metido toda esa muchedumbre que, con sus idiomas, sus cámaras y sus vestimentas diferentes llenaban de color y caótica alegría la antigua capital toledana? Los dos, que a veces habían lamentado ese constante factor de sobrepoblación, ahora, mientras paseaban casi solos entre escaparates provisional o definitivamente cerrados, lo añoraban…

Toledo en esa tarde de un sábado cualquiera parecía triste y solitaria, despojada de las voces de sus visitantes, de los olores de sus mesones siempre abiertos, de la variedad de los productos locales, de las tiendas de recuerdos olvidados… El invisible y letal enemigo llamado Coronavirus se los había (temporalmente) arrebatado.

Ensimismados en esas reflexiones, Aliapiedi y su marido, después de haber cruzado un Zocodover muy poco animado, encontraron finalmente, calle abajo, una zona llena de gente. Eran jóvenes, muchos jóvenes, puede que estudiantes universitarios, alegres y despreocupados, que, tomando el aperitivo, planeaban el futuro y olvidaban el pasado, deseando recuperar un ritmo de vida al que durante tantos meses habían renunciado, intentando volver a una nueva, puede que incierta, normalidad, en un mundo aún enfermo…

Aliapiedi y su marido, encantados con aquella imagen prometedora, se sentaron en la primera mesa disponible, al aire libre, y, después de haberse quitado las mascarillas, con una sonrisa en los labios, brindaron a gusto con un vino y una cerveza por la salud de la humanidad. Y mientras ellos disfrutaban de ese rato de relax, una ligera brisa empezó a levantarse, las luces del día fueron apagándose y a pasos agigantados se les fue acercando, una vez más, la cita con la Historia o, mejor dicho, con la Madre de toda(s) la(s) Historia(s).

Ninguno de los dos se había percatado de la hora hasta que el hambre hizo acto de presencia. Buscaron, sin éxito, un sitio donde tomar algo rápidamente, pero los bares de toda la vida, con o sin turistas, seguían (afortunadamente) viento en popa, con largas colas en las entradas, así que, (casi) felices por ese (bienvenido) imprevisto, decidieron volver sobre sus pasos, por las calles silenciosas y vacías del casco antiguo. Entonces, de repente, una música, una sinfonía, una dulce melodía de aire flamenco resonó por esos céntricos lugares. Los dos se miraron sorprendidos: ¿Estaban de verdad escuchando ese cante o era un espejismo auditivo compartido? ¿Eran unas sirenas engañosas las que les estaban llamando con sus notas o eran auténticas personas las que las tocaban? Siguieron entonces ese hilo musical que les acercaba a la respuesta y, un paso tras otro, llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Allí, en ese sugestivo escenario, arropado por palacios majestuosos, un pintoresco cuerpo de baile flamenco estaba ensayando bulerías, tangos y fandangos; allí, en esa plaza tan hermosa, decenas de sillas perfectamente alineadas ansiaban para ser ocupadas; allí, tras unas barreras y un cordón policial, centenares de personas escuchaban, y a la vez hacían la cola, para disfrutar de la inminente y original velada musical; allí, en ese emblemático lugar, acariciado por las últimas frescas horas de la tarde, Toledo volvió a deslumbrar.

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«Las Noches Toledanas»

Aliapiedi y su marido se acercaron a un policía para preguntar que era lo que allí se celebraba y el oficial, orgulloso, les contestó que “Las Noches Toledanas”. Ella se sorprendió una vez más por su ignorancia en materia: ¿Cómo podía haber pasado por alto esa noticia? ¿Cómo podía haber ignorado, sin querer, ese nutrido programa de eventos musicales y culturales? ¿Cómo podía haber involuntariamente dejado de lado a esa kermesse, que, con todas las medidas y restricciones necesarias, intentaba ganarle la partida al fantasma de la pandemia, luchando contra la soledad de los meses pasados y contra las tristes historias de esa maldita enfermedad?

Y, al lado de su marido, empezó a (ad)mirar ese inspirador ensayo general. Los pases, las expresiones y los gestos tan profundos e intensos de los bailaores exaltaban ese regreso a una diferente normalidad, a una nueva y arrolladora normalidad, y Toledo, como por arte de magia, volvió a despertar.

Ya no era la ciudad fantasma que Aliapiedi y su marido habían recorrido una hora atrás; ya no era una antigua capital triste y apagada, deseosa de visitantes y de vida; ya no era un nostálgico recuerdo de su turístico esplendor. Toledo había vuelto, con su duende y su gente, empeñada en regresar al estrellato como imperdible destino manchego para todos aquellos, residentes y extranjeros, que, poco a poco, en función del progreso de la vacunación, se animasen a retomar la costumbre de viajar, visitar y disfrutar sin miedo y en total seguridad del patrimonio nacional.

Toledo, definitivamente, había resurgido: sus calles, sus plazas y sus palacios se fueron llenando de personas y las notas musicales les iban acompañando. En cada rincón surgían cantes y bailes; en cada rincón se escuchaban dulces acordes; en cada rincón se levantaba, firme y desafiante, una arrasadora “oda a la alegría” colectiva.

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El puente de Alcántara: la imperdible postal

Los dos viajeros en el tiempo, felices y sorprendidos, arrepentidos por sus iniciales y erróneos pensamientos, volvieron así al aparcamiento, proponiéndose en otra ocasión disfrutar de esa curiosa noche toledana, hecha de danzas y conciertos y de monumentos excepcional y gratuitamente abiertos. Arrancaron el coche y, con energías renovadas, listos para un nuevo y final salto en el tiempo, pusieron rumbo a Puy du Fou España. Pero la ciudad, la ciudad de verdad, no quería que se fueran tan rápidamente y, una vez más, les paró los pies, más bien las ruedas, con la intención de retenerles con un nuevo regalo: el puente de Alcántara, observado desde lo alto por el castillo de San Servando, admirado desde abajo por el Tajo y envuelto en sus costados por el manto azul oscuro de la incipiente nocturnidad.

Aliapiedi, seducida inmediatamente por esa postal, obligó a su marido a pararse casi en mitad de la carretera, se lanzó a través de ella a la desesperada, capturó con su móvil de última generación esa histórica construcción y, satisfecha, se dio la vuelta, encontrándose cara a cara con un policía. Un sudor frio recorrió su cuerpo y su alma, y la alegría de esa foto recién conquistada desvaneció enseguida: ¿Puede que el ilustre agente hubiera visto que el coche estaba aparcado en un lugar prohibido de La Mancha? ¿Puede que el ilustre agente la hubiera pillado cruzando a la desesperada esa ronda toledana? ¿Puede que el ilustre agente quisiera, y con razón, amonestarla o, peor aún, ponerles a los dos una multa?

Ella, asaltada por las dudas, decidió tomar la iniciativa y, anticipándose a su interlocutor, con la mejor de sus sonrisas y explotando la dulzura de su acento italiano, recurriendo hábilmente al arte dramático propio de su tierra, admitió entre (falsas) lágrimas toda su culpa, exagerando la intensidad de los sentimientos que la habían impulsado a fotografiar esa maravilla sin pensar en el peligro, apelando a un enamoramiento repentino por ese puente y, en general, por toda la ciudad, y proclamando también su infinito amor por España y su gente. El policía, visiblemente satisfecho, tocado en su fibra sensible y en sus raíces toledanas, no resistió a su asalto y, dándole la razón, le sugirió otro lugar donde, en unos pocos minutos, podía disfrutar de la hermosura embriagadora de esa antigua capital. Ella, agradecida, se despidió así de su nuevo y valioso amigo, se subió al coche que estaba dificultando el tráfico de un sábado por la noche e indicó a su chofer el destino sugerido.

Allí fueron los dos, a ese mirador privilegiado, ubicado al lado de un quiosco muy concurrido, y, bajándose del coche, se quedaron sin aliento…

Toledo apareció en todo su esplendor, con su Catedral, su Alcázar, su Seminario Mayor, sus iglesias, sus mezquitas y sus miles de casas bajas de techo de tejas que, como súbditos fieles, a los pies de esos monumentos que destacaban sobre todos los demás, rendían homenaje a su señora ciudad. Para más inri el sol, al ocaso, envolvía ese increíble panorama y sus luces naturales, anaranjadas, se fundían armoniosamente con las artificiales de la antigua capital. Ese cuadro, enmarcado por unas escenográficas nubes que anunciaban la llegada de la oscuridad, no parecía de verdad.

Toledo, grandiosa y cautivadora, bella y deslumbrante, embrujada y brillante, asentada en su emplazamiento impresionante, abrazada dulcemente por el Tajo y sujetada por tres históricas culturas, parecía de mentira: ¿Era un sueño o era una realidad?

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¿La Realidad de Toledo o «El Sueño de Toledo»?

Fuera lo que fuera, los dos, muy a su pesar, tenían que despedirse de esa ciudad, onírica o real, que, en breve, iba a acostarse bajo el manto de la noche para, al cabo de una media hora, volver a despertarse con “El Sueño de Toledo”.

Aliapiedi y su marido, sin embargo, a pesar de estar listos para un nuevo, y final, salto en el tiempo, ahora empezaban a dudar de ese último espectáculo “puydufouesco”, el más grande de España, del cual todo el mundo les había hablado en términos extasiados: ¿Qué podía haber de más bello de lo que acababan de ver? ¿Cómo se podía competir con la hermosura de esa ciudad que acaban de dejar atrás? ¿Cómo estar a la altura de ese Toledo, puede que de mentira, puede que de verdad?

Y, acompañados por sus dudas y sus preguntas, se cogieron de la mano y saltaron una vez más hacia atrás.

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A piedi, de noche, por Puy du Fou España

Ya estaban de camino hacia un Arrabal adormilado, casi encantado, huérfano del bullicio mañanero de herreros, leñadores o tintoreros, pero enriquecido del silencio nocturno de las estrellas.

El Castillo de Vivar, iluminado, observaba silenciosos los dos viandantes apresurados que, como dos hidalgos perdidos, un paso tras otro, acercándose poco a poco a su destino final, intentaban alcanzar en el horizonte de los Montes toledanos un molino cuyas palas rompían la uniformidad del cielo naranjado.

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La Puerta del Sol… ¡caído!

La Puerta del Sol, de un sol ya caído, falto de descanso, les abría sus brazos para que accedieran a la Puebla Real, mientras que la Luna, jugando al escondite con las nubes, intentaba imponer su presencia entre ellas.

Los dos llegaron así a los pies de un mastodóntico anfiteatro al aire libre, que, sustentado por unas imponentes torres de vigía de madera, se elevaba majestuoso en el medio del territorio del parque. Por un momento, y por una extraña comparación mental, esa estructura tan imperiosa le recordó a ella la del inquebrantable Muro de hielo de Juego de Tronos, y por un instante dudó en cruzar los inmensos portales que se abrían de par en par en ese impresionante edificio para engullir a centenares, puede que millares, de noctámbulos visitantes. Su marido, sin embargo, sin pensárselo dos veces, ya había entrado allí dentro y ella no tuvo más remedio que lanzarse tras de él, dejando de lado sus absurdos pensamientos. Ante sus ojos, en ese increíble Coliseo manchego, apareció una vez más Toledo, envuelto por las sombras, arropado por la nocturnidad…

El gigantesco escenario de cinco hectáreas que, por el momento, tenía como telón de fondo el cielo abierto y como hilo musical el canto de miles de cigarras, hacía honor a su característica de ser el más grande de España, mientras que las gradas –que, en condiciones normales pueden alojar hasta cuatro mil personas– se iban poco a poco llenando de espectadores que, por culpa de una ligera brisa in crescendo, se veían obligados a abrigarse con sus capas.

Aliapiedi y su marido, expectantes, casi en tensión, nerviosos, se pegaban el uno al otro, intentando protegerse de ese clima tan extremo, pero de repente toda su atención y sus sentidos se centraron en un punto específico del escenario. En el silencio de la oscuridad acababa de aparecer un hombre mayor que caminaba encorvado acompañado por un burro fiel; sin prisa, pero sin pausa, iba cruzando un Tajo que, de verdad o, quizás, de mentira, discurría plácido ante la somnolienta ciudad. Se trataba del viejo y humilde azacán de Toledo, testigo y guardián de muchos siglos, que llevaba en sus hombros toda la carga invisible del pasado de la humanidad; a su lado, sentada a la sombra de un olivar, se personó también una joven lavandera, María del Sagrario, que, alegre y despreocupada, le animó a relatar todas sus vivencias.

Y con esa imagen tan sencilla y delicada, propia de un belén, todo el mundo empezó a soñar…

La Historia o, mejor dicho, la Madre de todas las Historias se materializó con su fuerza y poderío, y guerreros, reyes y caballeros, galopando al compás de sus caballos, a las órdenes de ilustres hidalgos, despiadados conquistadores o monarcas ilustrados, aparecieron uno tras otro sin descanso.

Los siglos de España empezaron a volar, y conquistados y conquistadores, desde los primeros reyes visigodos hasta los emperadores, pasando por califas musulmanes y reyes católicos, a desfilar, más bien deslumbrar, con sus acciones: Recaredo I, el rey Don Rodrigo, Tariq el Bereber, la reina Isabel o el emperador Carlos V, eran sólo algunos de los mayores representantes de los tiempos pasados que, con sus trajes elaborados y sus gestas inmemorables, escenificaban decenas, a lo mejor centenares, de hechos históricos españoles.

Toledo, telón de fondo de miles de aventuras, desaparecía y volvía a aparecer, se incendiaba y resurgía de sus cenizas, se teñía de cal y arena y se volvía a iluminar, se hundía y se volvía a levantar.

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Toledo en llamas…

Las luces, los colores, las pirotecnias, los juegos de agua acompañaban a centenares de jinetes y actores –doscientos en su totalidad– y sus acrobáticas y artísticas actuaciones se alternaban soberbiamente en ese viaje espectacular.

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Toledo musulmana: Tulaytula…

Aliapiedi y su marido, aturdidos, asombrados, impresionados, asistían o, mejor dicho, vivían entusiasmados ese intenso e instructivo recorrido por el pasado que, como un auténtico milagro, les llevaba de la mano, y de los ojos, a través de los siglos de los siglos…

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Toledo de las tres culturas…

Los efectos especiales, que nada tenían que envidar por su cantidad y versatilidad a los de otros shows de fama internacional, como los de Dubái, Las Vegas o Shangái, se multiplicaban como por arte de magia, y las iglesias, torres, castillos y monasterios toledanos, y también los principales monumentos españoles, se transformaban, se iluminaban y se movían en función de las historias: ora surgía de las aguas, entre danzas leves de doncellas, el elegante y deslumbrante Palacio de Cristal de Al-Mamún, como, al rato, la carabela de Colón con toda su tripulación; ora se incendiaban las murallas toledanas como se erguía, brillante y luminoso, la Iglesia del Cristo de la Luz; ora se celebraba un concilio toledano como una boda musulmana; ora aparecía la católica Reina Isabel como unos cautivos cristianos colgando sus cadenas en el Monasterio de San Juan; ora se personaban entre humos los franceses invasores como los llamativos vagones de una legendaria y pionera locomotora Mataró

La Madre de todas las Historias, impertérrita, seguía su camino a lo largo de quince siglos, mientras que una épica, dramática, suave o marchosa banda sonora “stornettiana” exaltaba con sus notas las gestas de la Humanidad.

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El Palacio de Cristal de Al-Mamun: ¿Toledo, Dubai, Las Vegas o Shangai?

El tiempo pasaba rápidamente y Aliapiedi y su marido, mágica y maravillosamente raptados por ese histórico milagro no se daban cuenta de que su largo e intenso viaje en el tiempo estaba desafortunadamente acabando, que su aventura estaba finalizando, que Puy du Fou se estaba despidiendo…

Y en efecto, después de 1500 años y setenta frenéticos minutos, con un gran final espectacular, entre vítores y aplausos, fuegos artificiales y efectos especiales, la Madre de todas las Historias, con todos sus ilustres personajes, se alejó elegantemente del escenario, retirándose una vez más en el pasado y dejando todo el protagonismo al asombro, estupor y admiración del pueblo allí reunido.

Toledo, y su sueño hecho realidad, seguían allí, ahora en silencio, arropados por los tonos azules embrujados de la oscuridad, pero listos para volver a despertar y asombrar cada noche, en primavera, verano, otoño y ¡hasta en Navidad!

Aliapiedi y su marido, agotados, enmudecidos, embriagados, aturdidos por todo lo que habían vivido, no sabían exactamente lo que (les) había pasado; sólo sabían que, muy a su pesar, ahora estaban obligados a regresar definitivamente a su tiempo real, a su vida de verdad. Se sonrieron entonces emocionados, se cogieron como siempre de la mano, se prepararon para un último salto temporal y, dicho y hecho, se despertaron en la actualidad:

¿Había sido una realidad de Toledo hecha un sueño o un Sueño de Toledo hecho realidad?

Sólo Puy du Fou sabía la verdad.

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¿»El Sueño de Toledo» hecho realidad o la realidad de Toledo hecha un sueño?

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Puy du Fou y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Segunda parte)

[… Sigue]

En efecto, unos pocos pasos más allá, entre la dura tierra y las rocas, los dos se toparon con un penitente dirigido a Santiago que, descansando de su camino, con sus relatos de “El vagar de los siglos” les llevó una vez más hacia el pasado.

Ella y él se vieron así trasladados como por arte de magia, o de sus palabras, al año 1492, listos para embarcarse, sin darse cuenta, en “Allende la Mar Océana”.

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La residencia granadina de la reina Isabel en «Allende la Mar Océana»

La mismísima reina Isabel desde su residencia granadina acababa de anunciar a Colón que iba a financiar su expedición hacia Oriente por Poniente, y cuando Aliapiedi y su marido se dieron cuenta de que iban a zarpar desde Palos hasta un mundo desconocido se pusieron a temblar.

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Colón, «hundido» en sus estudios

Pero ya era tarde para volver atrás, para volver a la actualidad, y, muy a su pesar, ya estaban metidos de lleno en esta misión (¿imposible?), participando en los últimos preparativos de ese peligroso viaje, a lo mejor, de solo ida.

Compartiendo a bordo de la nao Santa María comida y espacio con el resto de la tripulación, codo a codo con marineros revoltosos y, a veces, borrachos, sin poder lavarse como era debido, después de una primera etapa en Canarias, se lanzaron en el medio de la mar, de una mar sin explorar, de una mar extensa y aparentemente ilimitada que, violenta y hostil, se desahogaba contra ellos con todo su acuático vigor.

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La nao Santa María golpeada por el agua (Foto: Puy du Fou)

La carabela, duramente golpeada por el agua, la de arriba, de la lluvia tempestuosa, y la de abajo, del Océano iracundo, oscilaba vertiginosa y peligrosamente mientras que la tripulación, ya de por sí bastante enfadada, hambrienta y sedienta por los muchos días de alocada travesía, caía víctima de múltiples mareos y auténticos quebraderos de cabeza. Aliapiedi y su marido, pasando de camarote en camarote, intentando esquivar los polémicos y conflictivos marineros, empezaban también a perder toda esperanza de bajar con vida de ese barco maldito, pero justo cuando todo el mundo estaba a punto de rendirse, por fin escucharon ese grito tan deseado:

“¡Tierra! ¡Tierra!”.

Por muy increíble que pudiera parecer habían llegado sanos y salvos a algún lugar del planeta, a un Nuevo Mundo desconocido, a un placentero paraíso en tierra firme que el audaz Almirante, compatriota de Aliapiedi, bautizó enseguida, y con razón, con el nombre de San Salvador.

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¡San Salvador en todo su espelendor!

Playas de fina y blanca arena, palmeras que con el viento jugaban con las olas y frescas aguas cristalinas eran los alentadores ingredientes de esa isla, perdida por Océana, que, con su belleza y naturaleza, salvaje y no contaminada, ponía el colofón final a una aventura que ellos dos nunca iban a olvidar.

Y tanto era así que ella, en efecto, seguía físicamente con el recuerdo de esa arriesgada experiencia, notando en el cuerpo el continuo meneo de la nao Santa María, a pesar de haber vuelto a poner los pies en tierra firme. Por ello, para retomar la compostura, ella a gusto se hubiera quedado allí, en ese sitio tan encantador, para, quizás, refrescarse con un oportuno chapuzón antes de enfrentarse a una nueva historia, pero, como siempre, el tiempo apremiaba y no había forma de detenerse: el viaje espacio-temporal seguía su curso, llevándoles ahora, un paso tras otro, a piedi, caminando hacia atrás a través de los siglos, hasta el siglo IX, en pleno apogeo de Al-Ándalus, a pesar de la derrota en la batalla de Simancas de la Campaña de la Omnipotencia creada por Abderramán III.

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El lujoso Askar andalusí (Foto: Puy du Fou)

Allí estaba el campamento militar de ese gran califa de Córdoba, el Askar Andalusí, para demostrar que la victoria de las tropas cristianas encabezadas por el rey de León Ramiro II, y apoyadas también por los condes castellanos Fernán González y Ansur Fernández, no habían afectado para nada su vida fastuosa: jaimas y tiendas de campaña de preciosos cortinajes verdes sobre las cuales brillaban estrellas doradas, exóticas lámparas que colgaban de los amplios y pesados mantos interiores de color rojo, cojines de seda, teteras de plata, perfumes y esencias refinadas, hummus y dulces, flores y frutas en abundancia reflejaban claramente no sólo el poderío de ese hombre sino también los lujos a los cuales estaba acostumbrado en su esplendorosa ciudad palatina de Medina Azahara.

Aliapiedi y su marido no podían creer lo que sus ojos estaban viendo en esa asolada meseta castellana y, como si todo ello no fuera suficiente para deslumbrarles, un poco más allá, al aire libre, bajo los despiadados rayos del sol, ya les estaba esperando con sus brazos abiertos un inmenso recinto, parecido a un coliseo morisco, donde en breve, con la venia del califa, iban a poder asistir a una “Cetrería de Reyes”.

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El inmenso recinto de «Cetrería de Reyes»

Al cabo de unos pocos minutos, en efecto, ante el nutrido público de los plebeyos, sentados en las gradas, y de los nobles, acomodados casi en el centro del anfiteatro, empezó un acto solemne y oficial, marcado como siempre por una grandiosa y exótica banda musical: Fernán Gonzalez y su rival Abderramán III estaban a punto de sellar una histórica tregua, una diplomática amistad, aunque fuera sólo temporal…

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Los servidores-cetreros

El conde de Castilla, le regalaba, en señal de paz, un soberbio ejemplar de águila real y el califa, para no ser de menos, le enseñaba sus azores.

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Una atenta y peculiar centinela

Empezaba así una nueva lucha, una contienda muy peculiar, sin armaduras y sin espadas sino con aves y con alas. Los dos protagonistas, con la ayuda de sus numerosos servidores, perfectamente entrenados desde hace siglos en el complicado arte de la cetrería de alto vuelo, se desafiaban en el aire, enfrentándose disimuladamente con sus múltiples rapaces.

Como si de una guerra pacífica se tratara, de un lado, entre las filas aéreas cristianas, despegaban búhos, águilas y milanos, y del otro, las huestes musulmanas liberaban halcones, serpentarios y grullas.

Cada uno de esos ejemplares se exhibía lo mejor que sabía, volando a ras del suelo o del público asombrado, danzando al compás de sus cetreros, aterrizando en las cabezas de los invitados o, simplemente, enseñando la envergadura de sus alas, en un impresionante crescendo de tamaño.

Aliapiedi y su marido, a pesar de que no nutrían especial simpatía para el mundo de los volátiles, asistían a esa contienda sin (aparentes) rivales con creciente interés y, poco a poco, fueron disfrutando de esa exhibición de arte y maestría, admirando a ese centenar de  soldados de plumas y alas de veinticinco especies diferentes, que, rigurosos y obedientes, con soltura y elegancia no fallaban ningún movimiento, al son de una música que, como siempre muy sugerente, acompañaba sus idas y sus vueltas, sus subidas y sus bajadas, sus gestas aéreas en una ligera danza de “Mil y unas noches” toledanas.

Y aún faltaba el gran final de esa impresionante exhibición volante: la aparición por todos los lados de ese recinto descubierto que parecía encantado de innumerables aves blancas del Ebro y del Guadalquivir, dibujando en el cielo azul, toledano-andalusí, un dinámico e inmaculado arcoíris monocromo. Era ese el último, y mejor regalo, para la “boda aérea” del joven príncipe con su amada mora y para todos los afortunados espectadores allí reunidos que habían disfrutado de ese duelo de esplendores y de esas nupcias tan peculiares.

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La Venta de Isidro (Foto: Puy du Fou)

Los dos viajeros en el tiempo, agotados por tantas emociones, decidieron entonces hacer un alto en el camino para reponer fuerzas y, a pesar de los exquisitas viandas y productos que se ofrecían a un precio muy razonable en los cuatro pueblos de época repartidos por las treinta hectáreas “puydufouescas” – El Arrabal, La Puebla Real, El Askar Andalusí y La Venta de Isidro -, decidieron volver por unas horas al 2021 para disfrutar de una comida en un restaurante cercano que les habían calurosamente sugerido.

Llegaron entonces a Layos, un pueblecito ubicado a diez kilómetros de distancia de Puy du Fou España, que, a pesar de sus reducidas dimensiones, albergaba unos cuantos restaurantes afamados. Su destino era una conocida “higuera” que, escondida entre humildes casitas, algunas de ellas cerradas o directamente abandonadas, destacaba con su cuidado muro de piedra exterior y por la cantidad de coches aparcados fuera, en una angosta callecita. Los dos cruzaron un pequeño patio, ocupado en su totalidad por mesas, sillas y felices comensales, y, sin detenerse, se dirigieron directamente hacia el salón interior. El lugar no les defraudó: rústicas paredes de ladrillo, vigas a vista y columnas de madera se alternaban con las mesas del amplio comedor.

Enseguida fueron atendidos por un amable camarero que les llevó a la mesa que tenían reservada, y los dos, agotados por el viaje a lo largo de la historia, sin remordimientos eligieron cada uno un (abundante) menú. El almuerzo fue estupendo, delicado y gustoso, y entre risas y copas, incluido un limoncello final al cual fueron invitados por el personal tan encantador, alegres y satisfechos abandonaron tan acogedor local.

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El embalse del Guajaraz

En ese estado, sin embargo, no podían emprender otra vez el viaje tan intenso en el tiempo así que, razonablemente, decidieron dar un paseo hasta el cercano embalse del Guajaraz –que, gracias a las lluvias de los días anteriores, aún albergaba una cierta cantidad de agua–. Su propósito no era solo el de bajar un poquito la comida sino también el de encontrar un sitio donde rendir homenaje al “reposo del guerrero”. Llegaron así al sinuoso espejo de agua que, con su líquida presencia, intentaba imponer su húmeda presencia a la inexorable y futura llegada de la sequedad veraniega, pero entre la maleza, los árboles y las piedras de la manchega naturaleza no encontraron ningún sitio apto para una buena siesta. Saludaron a una familia que, mucho mejor organizada, había montado su propio chiringuito a pie del agua, con mesas, sillas y sombrillas, y, con una punta de envidia, volvieron decepcionados sobre sus pasos, duramente azotados por los rayos del sol.

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El antiguo castillo de Polán

Apartado así el deseo de un merecido descanso, Aliapiedi, previsora como de costumbre, propuso rápidamente un plan B que ya tenía preparado, por si acaso. Su marido, altruista y generoso como siempre, cedió inmediatamente a su proposición indecente (por las horas que eran) y en menos de un cuarto de hora ya estaba ella delante del castillo de Polán para sacar unas fotos de sus torres y de los restos de esa antigua estructura militar medieval. Finalizado el reportaje sin haberse desmayado, ella se subió otra vez al coche donde la esperaba su chófer particular, intentando sin éxito echar una furtiva cabezadita con la ayuda del aire acondicionado, y le sugirió –es decir, le impuso– otra visita antes de volver a Puy du Fou España: Guadamur.

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El altivo castillo de Guadamur

El motivo de esa petición era otro castillo, aún más majestuoso y mejor conservado que el anterior, que, como manda la tradición, estaba asentado en lo alto de un cerro, dominando el territorio a su alrededor. Rápidamente llegaron los dos a sus pies, pero su puerta de acceso estaba cerrada a cal y canto, y por mucho que Aliapiedi se esforzara en encontrar a alguien en ese pueblo fantasma para que la ayudara a conseguir su objetivo, a entrar en ese recinto y visitar el altivo castillo, actualmente habitado, a esa cálida hora de la tarde, las cinco en punto, nada ni nadie parecía tener ganas de hacer acto de presencia.

Desesperada, enfadada y decepcionada como una niña pequeña, o, mejor dicho, como una princesa despojada de su casa, ella le dio la espalda, no sin antes inmortalizar, con una sonrisa amarga, ese noble complejo cuya arquitectura se inspiraba en la de su amada patria, y, después de haber alcanzado nuevamente su fiel conductor, que la esperaba una vez más en la frescura del coche, como un auténtico profesional, dejaron atrás ese castillo, a lo mejor embrujado, que, atrevido, la había desafiado.

En solos quince minutos, volvieron una vez más al pasado; cruzaron nuevamente el pintoresco y colorido Arrabal y la Puerta del Sol, y accedieron a la Puebla Real, que ya les sonaba mucho más familiar. Y mientras él se entretenía fisgoneando entre la mercancía expuesta en los diferentes puestos y talleres, ella, agotada no sólo por las emociones sino también por los últimos coletazos de un fuerte lumbago de los días anteriores, intentó descansar un poquito a la sombra de un edificio que custodiaba unos inquietantes escudos, yelmos y espadas. Pero el tan deseado descanso duró sólo unos pocos minutos: la llamada del Cid con “El Último Cantar” ya les estaba reclamando…

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El imponente Castillo de Rodrigo Diaz de Vivar, el Cid Campeador

Y así fue como la cansada guerrera y el fresco chófer-caballero emprendieron una vez más el camino hacia esa nueva aventura que, como bien sospechaban, ni de lejos iba a ser tranquila o despreocupada. Los dos se unieron entonces a los demás viandantes que, al igual que ellos, querían escuchar las vivencias de ese emblemático personaje del siglo XI, cuyo nombre oficial correspondía a Rodrigo Díaz de Vivar, y, con paso firme, pero temblando en su interior, se adentraron en el imponente castillo construido por su mesnada.

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El engañoso escenario natural

Cruzaron un amplio vestíbulo, desde el cual colgaban inmensos tapices y retratos de nobles y valientes guerreros –o, por lo menos, eso era lo que ella se figuraba– y, acto seguido, accedieron a un espacio enorme, circular, ocupado en su casi totalidad por unas cuantas gradas, y rodeado, más bien abrazado, por un panorama de temática natural. Pero, como siempre, las apariencias engañaban…

Las luces se apagaron, el pueblo calló y Rodrigo Díaz de Vivar apareció en todo su esplendor, iluminado, exaltado, celebrado desde el principio hasta el apoteósico final por un decorado espectacular.

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El Cid Campeador, legendario caballero (Foto: Puy du Fou)

El escenario, más bien los múltiples escenarios envolventes, se sucedían, se deslizaban, se movían mágicamente uno tras otro, y, en el centro de la acción siempre estaba él, ese caballero innato que vivía con honor en una Castilla recién conquistada y sobrevivía a su fatal destino como el famoso Campeador. Aliapiedi y su marido, metidos, o, mejor dicho, sumergidos de lleno en esa trepidante historia “circular” de hace veinte siglos, sufrían, se alegraban, exaltaban, se hundían, gozaban o se entristecían con las diferentes hazañas de ese hombre que, un paso tras otro, una contienda tras otra, una gesta tras otra iba poco a poco, con sangre y sudor, escribiendo su leyenda.

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El fiel caballo Babieca (Foto: Puy du Fou)

Allí estaba él ora domando su altivo caballo blanco, Babieca, ora bailando en un suntuoso palacio con su dulce amada, Jimena; allí estaba él, ora peleando con los sarracenos, ora peregrinando con sus fieles compañeros; allí estaba él, ora agonizando en una playa acariciada por las olas, ora resurgiendo de sus cenizas para una última conquista.

Eran tantas y tan intensas las historias que se desenvolvían, literalmente, alrededor de los dos viajeros en el tiempo que ella y él casi no conseguían retenerlas todas en sus pupilas.

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Jimena, dulce esposa (Foto: Puy du Fou)

Los colores del vestuario, los juegos de luces, los temas de la banda sonora, los movimientos de las coreografías… todo ello les sobrepasaba.

Y, como temían, esa rocambolesca aventura les dejó una vez más sin energías, sin fuerzas y sin palabras, con los ojos llorosos y los corazones rotos, añorando las infinitas emociones que les había brindado ese héroe nacional.

No podían pedir más. Ese viaje en el tiempo tenía que acabar ya: de no ser así, la Historia, con todas sus historias, iba a acabar con ellos, atrapándoles para siempre en sus agitados siglos pasados, reteniéndoles irreversiblemente en ese universo paralelo tan intenso. Decidieron entonces alejarse de ese rocambolesco mundo “puydufouesco” y volver al moderno y evolucionado Tercer Milenio, sin belicosos desafíos literarios, sin alocados atrevimientos marineros, sin combates tan sangrientos y violentos…

Pero ese adiós, en realidad, era un “hasta luego”.

No era una despedida sin vuelta atrás, era un simple y prometedor “arrivederci”.

[Continuará… ]

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Puy du Fou España y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Primera parte)

Después de tantos meses de incertidumbre y múltiples confinamientos, estatales, regionales o perimetrales, ella, Aliapiedi, a pesar de haber gozado en la capital española de una libertad del todo excepcional, con el alargarse de las horas de luz y la llegada de la primavera con sus colores alentadores, notaba en su cuerpo un progresivo deseo, casi necesidad, de escapar de la gran ciudad, de evadirse y de viajar, de viajar a cualquier lugar, de viajar aunque fuera sólo por unas pocas horas, de viajar con él, su marido, como hacían en el pasado, antes de la aparición del virus maldito. Y a la primera ocasión que se le presentó, nada más levantarse el estado de alarma y las restricciones de las zonas básicas de salud capitalinas, ella se las ingenió para huir ir más allá de la invisible frontera de la Comunidad de Madrid, para disfrutar de una mañana, una tarde y una noche a solas con su compañero de miles de aventuras.

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Puy du Fou España

El destino era “casi” desconocido: Puy du Fou, un lugar nacido en los Montes de Toledo, a las afueras de la capital de Castilla-La Mancha, del cual habían oído hablar en una cena de terraceo con buenos amigos, entre tapas y copas, brindando por el regreso de la vida, de una vida “casi normal”, de una vida aún más especial. En esa lúdica ocasión los dos aprendieron que esas tres mágicas palabras, de sabor francés, y toledano a la vez, se referían a un parque temático que, nacido en los años ochenta del siglo pasado, a la sombra de un castillo olvidado, en un pueblo de los Países del Loira llamado Les Epesses, había sido inaugurado en España poco antes del inicio del drama mundial del Milenio actual.

Aliapiedi, nerviosa y desconcertada, sorprendida por no haberse enterado antes de esa novedad, al igual que su marido que, por motivos de trabajo, pasaba casi la mitad de los días de la semana en la antigua capital del Reino de España, googleó enseguida ese nombre, y, rápidamente, con sólo leer una cascada de opiniones positivas, acompañadas por una lluvia de cinco estrellas, se dio cuenta de que tenía que colmar a la mayor brevedad ese vacío cultural y emprender cuanto antes ese viaje “puydufouesco” para expiar ese (casi) imperdonable pecado de ignorancia.

Así fue como, después de haber contactado con un responsable del parque, ese sábado soleado de mayo, elegido adrede en función de las previsiones meteorológicas que anunciaban unas temperaturas no demasiado calurosas –unos 25º como máxima– Aliapiedi y su marido, felices y despreocupados, libres, sin ataduras pandémicas de límites geográficos y sin saber exactamente lo que podían encontrarse en ese sitio, ya que su “contacto virtual” les había sugerido de dejarse llevar por el “efecto sorpresa” –ella, sin embargo, fisgona como de costumbre, a pesar de la recomendación, no había podido evitar documentarse “un poquito”, mirando fotos y videos, leyendo comentarios, consultando las redes sociales, escuchando entrevistas…– pusieron rumbo hacia el sur de Madrid, camino de la A42, casi contando los sesenta minutos que les separaban de su destino tan extraño y a la vez tan deseado.  

Conforme iba avanzando por la carretera, los pueblos y las casas se iban disipando y los campos exterminados de grano, sudor y tierra labrada bajo el sol cobraban protagonismo. Tanto era así que cuando tuvieron que desviarse por una carretera comarcal, una CM40 impoluta, cuidada y casi olvidada por los coches, les invadió una inquietante sensación de soledad, como si fueran los únicos seres vivos que recorrían ese llano horizonte infinito, a lo mejor entre muertos vivientes escondidos. Y, por fin, al cabo de unos cuantos minutos, apareció uno de esos estimulantes carteles de fondo marrón que, con su característico color, anunciaban un lugar de interés cultural: ¡Puy du Fou!

Los dos, reconfortados, siguieron fielmente esa indicación y a los pocos metros se toparon con una fuerte empalizada de madera que, similar a la de Hilltop en Walking Dead, como si estuviera custodiando un tesoro muy valioso, no les permitía llevar la mirada más allá del parabrisas. Tenían la sensación de estar entrando en un campamento de antaño, estratégicamente protegido de posibles ataques externos –como los asentamientos galos de Astérix y Obelix, pensó ella con la mente más libre de apocalípticas visiones – y, recorriendo ese camino flanqueado por la alta muralla, llegaron a una enorme zona de aparcamiento, gratuita, donde ya descansaban los caballos de millares de vehículos de cuatro ruedas que habían venido del futuro, del lejano siglo XXI.

En efecto, nada más llegar allí, Aliapiedi y su marido, como si al recorrer cada metro de esa palizada estuvieran acercándose paulatinamente al pasado, se vieron de repente trasladados a un sugestivo ambiente medieval, dominado por un impresionante castillo y poblado por unos nobles hidalgos que, amablemente, les indicaban donde poder dejar a buen recaudo su medio de transporte. Aturdidos por el repentino cambio espacio-temporal los dos se unieron a los demás viandantes que, disciplinadamente, con las mascarillas de rigor, se dirigían hacia la entrada principal de ese complejo monumental. 

Ella y él, sin embargo, antes de dar el salto definitivo hacia el pasado, pararon un momento en la primera de muchas e impolutas áreas de servicio, perfectamente mimetizadas con la árida naturaleza alrededor de ellas, y, después de haberse refrescado vigorosamente la cara para comprobar que todo aquello no era un sueño, listos para ese viaje peculiar, se encaminaron por el ancho y asolado camino principal, deleitado afortunadamente en ese día por una fresca brisa de poniente.

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La Guía del Visitante con los horarios de los espectáculos

A cada paso que daban –y no eran pocos, la verdad– iban percibiendo a su lado la presencia de una invisible figura, la Historia, que, recta y sabia, con su cálido abrazo, cargado de milenios de experiencias, les llevaba afectuosamente hacia sus entrañas, hacia su viejo y antiguo corazón, hacia sus muchos siglos de vida y vivencias. Unas agradables y sonrientes doncellas, con rigurosos atuendos de época, les dieron la bienvenida mientras que un más que amable caballero, cuyas credenciales coincidían con las del misterioso contacto virtual “aliapiedesco”, después de las debidas presentaciones, con una Guía del Visitante en una mano y los horarios de los espectáculos en la otra, les explicó cómo vivir de la mejor forma posible ese viaje a través del tiempo que acababa de empezar.

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El pintoresco Arrabal

En ese momento ellos se encontraban en un llamativo Arrabal, en un lugar extramuros donde, entre tascas, ventas, llagares, tahonas, corralillos y hogares, se estaban paulatinamente reuniendo villanos, forasteros y mercaderes. Los olores a brasas, a hogazas recién horneadas, a parrillas en plena actividad, a cerveza y sidra invadían ese pintoresco y colorido sitio al aire libre que, cada vez más animado, hacía de proscenio a la aún más bulliciosa Puebla Real, la villa custodiada por la imponente fortaleza que habían visto al principio del recorrido.

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La monumental Puerta del Sol

Él y ella se hubieran quedado de buen grado allí, tomando por ejemplo un gustoso desayuno en La Tasca del Capataz, donde una cuadrilla ya estaba avituallándose abundantemente para enfrentarse al duro día de labor, pero, a pesar de tener todo el día por delante, tenían que cruzar cuanto antes la monumental Puerta del Sol de estilo andalusí, ubicada en mitad de una nueva muralla, más sólida y robusta que la anterior de madera, para poder acceder a la mencionada villa y escuchar, a las once en punto, el Pregón de la Puebla de Gregorio Bartolomé Hidalgo de la Hidalguía.

El mencionado Alguacil, en efecto, de pie encima de un barril, justo en frente de la Hospedería de Santiago, ya estaba declamando para todos los ciudadanos las buenas nuevas y también las normas y las medidas de seguridad vigentes en esa antigua ciudad para que, en ese año de pandemia, todo el mundo pudiera desplazarse libremente en su interior, y el pueblo, después de haber escuchado el edicto del día, se fue dirigiendo, en su mayoría, hacia la cercana fortaleza. Ellos dos, sin embargo, siguiendo las indicaciones de su noble anfitrión, del cual se habían despedido unos minutos antes, se fueron más allá, hacia la Pradera del Valle, siguiendo un tortuoso camino desde el cual, entre juncos y espigas, ya podían divisar la imponente mole del Gran Corral de Comedia toledano donde, en breve, iba a estrenarse “Fuenteovejuna”, obra, en teoría, de don Fernán Gomez, corregidor de aquella ciudad.

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El Gran Corral de Comedias toledano

Esa estructura, al menos por fuera, con sus dimensiones y su bella arquitectura, de balcones de madera y techos de tejas que sobresalían de la blanca fachada, nada tenía que envidiar a la del austero castillo-fortaleza de la entrada, y los dos, emocionados, accedieron al edificio (erróneamente) convencidos de que (simplemente) iban a asistir en vivo y en directo a la ya nombrada pieza “fuenteovejunesca”.

La entrada no pudo ser más triunfal. Una enorme platea, de largos bancos de madera, precedía al impresionante escenario que, ocupado por un laberinto de vigas, pasarelas, puertas, ventanas y mucho más, admirable entresijo de ambientes de diferentes alturas fundidos entre ellos armoniosamente, exaltaba la ingeniosidad y el poderío de aquella estructura teatral. Y eso era sólo el principio, ya que la función aún no había comenzado.

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La ingeniosidad y poderío de la estructura teatral

Después de un cuarto de hora de trepidante espera, mientras que el aforo iba llenándose paulatinamente, empezó el espectáculo dentro del espectáculo llamado “A Pluma y Espada”.

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El intrépido Lope de Vega y… (Foto: Puy du Fou)

Hicieron así acto de presencia los protagonistas, las comparsas y, en general, unos cuantos actores cuyos llamativos vestidos de colores se alternaban con los elegantes atuendos de los escritores. Todo ellos, juntos y revueltos, se mezclaban, se hablaban y se enfrentaban en un magnífico carrusel de danzas y acrobacias.

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… un desconocido Miguel de Cervantes (Foto: Puy du Fou)

El intrépido Lope de Vega con sus gestas y sus palabras, haciendo honor a la verdad, se encaraba con el mismísimo y augusto corregidor de Toledo, acusándolo de plagio teatral y también de posibles actos violentos contra su amada y Su Majestad, mientras que el público expectante –el del escenario y el de la platea– no podía sino que solidarizarse con las rocambolescas aventuras de ese literato-espadachín que se desenvolvía con destreza y habilidad entre frágiles tejados toledanos, olas impetuosas o prisiones aterradoras.

Las hazañas del Fénix de los Ingenios, marcadas por una música única y grandiosa, se complicaban cada vez más, y entre curiosos encuentros, como el que tuvo con un desconocido Miguel de Cervantes, y numerosos desencuentros, con las tropas de don Fernán Gomez, por ejemplo, los escenarios se sucedían a una impresionante y abrumadora velocidad, a la par de las olas de una arrolladora tempestad que se abatía sobre un imponente barco de la Gran Armada, incapaz de sortear la fuerza y el poderío del mar.

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El imponente barco de la Gran Armada

Los actores se multiplicaban y se diversificaban, aparecían soldados, doncellas, literatos y también corceles blancos de elegantes movimientos; los artificios se alternaban en un impresionante crescendo de música, baile e interpretación, y, entre aguas borrascosas, fuegos, plumas y espadas, el ingenioso dramaturgo, a la par de un Zorro no enmascarado, por fin conseguía salvar al rey de un complot “explosivo” y conquistar el corazón de su Laurencia.

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«A Pluma y Espada»: un impresionante crescendo de música, baile e interpretación (Foto: Puy du Fou)

Aliapiedi, centrada, cautivada, raptada por esas múltiples escenas de valor y acción, por las innumerables transformaciones de esa caja mágica teatral cuya versatilidad le recordaba, salvando las distancias, la de su amada Scala milanesa, no conseguía centrarse en las rocambolescas aventuras del impetuoso e impávido Lope de Vega. Sus ojos y su mente se centraban sólo y exclusivamente en las ingeniosas coreografías, y sus oídos, incapaces de prestar atención a los diálogos de los diferentes personajes, sólo querían escuchar las grandiosas, épicas y esplendorosas, melodías que acompañaban las meticulosas puestas en escenas: ¿Quién podía haber escrito todos esos acordes que, alegres y amenos, al principio de la historia, se convertían en una tormenta de notas turbulentas y animadas, a la par de las olas agitadas? ¿Qué maravilloso artista del siglo XXI, a la par de los del Siglo de Oro que desfilaban en el escenario, había sido capaz de crear esa increíble sinfonía, de encadenar todas esas variantes sobre un ingenioso tema principal, de mezclar armoniosamente, con un fondo de violines, esos evocadores sonidos de aire árabe y flamenco, hechos de taconeo, panderetas, guitarras y castañuelas –a los pocos días, gracias a su especial interlocutor “puydufouesco” descubrió que el prolífico Ennio Morricone del Tercer Milenio se llamaba Nathan Stornetta, un hábil compositor suizo, y ella empezó a escucharlo sin parar, dejándose llevar cada noche y cada día con los ojos cerrados a ese arrollador pasado… ¡y más allá!–.

Y atrapada de esta forma por la magnífica obra desde el principio hasta el final casi no se dio cuenta de que los aplausos acalorados de los villanos allí reunidos, así como los de su marido, estaban celebrando no sólo el triunfo de la verdad sobre “Fuenteovejuna”, sino también la belleza de ese original espectáculo de esgrima escénica… ¡y mucho más!

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La zona de los Alijares, poblada por…

Aliapiedi y su marido, aún aturdidos por todo lo que en ese mágico corral habían visto y vivido, salieron de allí un poco desorientados, y, a pesar del mapa que tenían entre las manos, de muy fácil consulta, y de estar rodeados por múltiples flechas de madera que indicaban claramente la ubicación de cada sitio que tenían que explorar, sus pasos perdidos les llevaron sin rumbo por ese territorio todavía inexplorado.

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… perezosos animales

Recorrieron entonces la zona de Los Alijares, poblada por unos perezosos animales, tales como burros, bueyes, cabras y ovejas, la Plazuela de los Cercados, con zonas de picnic y recreo para todos aquellos forasteros que preferían descansar un rato y disfrutar del avituallamiento que traían desde sus propias casas, cruzaron la Plazuela de los Cuatro Vientos y, sin darse cuenta, volvieron a la Puebla Real, aún mas animada y poblada que a primera hora de la mañana, con sus mesones y casonas que iban llenándose de gente hambrienta o sedienta y sus puestos y talleres, decorados con un gusto exquisito, en plena actividad artesanal.

Ella se hubiera quedado allí un rato para explorar todos esos sitios, para curiosear entre los diferentes productos a la venta, tales como bélicos escudos, espadas y alhajas, dulces mieles, mazapanes y licores, pintorescos objetos de cerámica, juguetes, sedas o candelas, pero una nueva aventura les esperaba en ese mundo tan fantástico llamado Historia.

[Continuará… ]

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La acogedora Puebla Real

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Madrid. Abril 2020: «¡Que vaya todo bien!»

Advertencia: Escribí este relato, que se sale de la temática «aliapiedesca» del blog, en la Semana Santa del 2020, en plena pandemia, cuando lo de ir «a piedi», «en familia», por la capital (¡y más allá!) no sólo estaba absolutamente prohibido sino parecía una empresa casi imposible de realizar en un futuro cercano… 366 días después, me permito compartir aquí esta historia real, que se publicó hace un año en la sección «La mirada de Aliapiedi» del periódico digital «InfoBarajas», para que no olvidemos lo que sufrimos, nos alegremos de los progresos alcanzados y nunca perdamos la esperanza:

«¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”.

Buona lettura a tutti!

Hoy me he atrevido: hoy he salido de mi refugio.

contenedor vidrioDespués de casi un mes de confinamiento, sin ir al trabajo, al colegio o al supermercado –siempre va él: mi marido–, hoy me he atrevido a salir de mi refugio para alcanzar, a unos cincuenta metros de mi piso, el socorrido contenedor del vidrio. Hacía un día demasiado bonito para dejar escapar esta ocasión, demasiado soleado para renunciar una vez más en favor de mi hijo, actual encargado de tirar papel, cartón y cristal, demasiado luminoso para renunciar a una dosis, gratis, de Vitamina D natural.

Así que, egoístamente, hoy he salido de mi refugio, dejando atrás las agotadoras, pero también catárticas y liberadoras, tareas cotidianas de orden, limpieza y desinfección del hogar, abandonando a los demás, entretenidos con whatsapp, recetas o videojuegos, pasando por alto la doméstica seguridad familiar.

Y con los guantes de látex en las manos, el gel desinfectante en un bolsillo, una mascarilla quirúrgica en el otro y el miedo en el cuerpo, por si acaso, me enfrenté a la soleada realidad de un día pascual del todo especial, acompañada por el inquietante recuerdo de mi última salida –hace un par de semanas, cuando, a piedi, de prisa y corriendo, fui a la farmacia para comprar unas socorridas mascarillas y, después de los consejos de la amable empleada, volví, agobiada y aterrada, con una bolsa repleta de alcohol y agua oxigenada, guantes y cuatro mascarillas para toda la familia–.

Bajé entonces la escaleras, evitando contagiarme con las teclas y las cuatro paredes del ascensor, abrí con el codo, a pesar de mi protección y gracias a un peculiar esfuerzo de contorsión, las puertas interior y exterior de la urbanización, y, respirando hondo, sin filtros o tejidos que tapasen mis labios y empañasen mis gafas de sol, me dirigí de puntillas hacia mi objetivo, llevando botellas y botellines de vino y cervezas, compañeras vacías, y vaciadas, de charlas virtuales de fines de semana con amigos y familiares.

Miré a mi alrededor con terror y circunspección, intentando pasar desapercibida, queriendo ocultar mi presencia, pero no la de mis botellas, sintiéndome vigilada como un ladrón con un botín de cristal por decenas de ventanas indiscretas. Y así, en total soledad, reina-ladrona de un pueblo casi sin voluntad, saboreé esos cinco minutos de libertad, cruzando la macrourbanización como si fuera de mi propiedad.

parraLuché contra la tentación no sólo de sentarme en un seductor banco de madera, al estilo de “Los lunes al sol”, sino también, unos pocos metros más allá, de fotografiar una parra rebosante de glicinias trepadoras que, como sirenas cautivadoras, seducían mi olfato y mi vista con sus colores primaverales y sus flores de breve duración, entre el rosa y el violeta. Pero resistí, resistí con todas mis fuerzas y, apartados esos deseos prohibidos por la ley general y por mi moral particular, conseguí centrarme en mi única misión: la de reciclar, y nada más.

Esquivado entonces embarazosamente a un hombre que venía de frente, cambiándome de acera, no sin un cierto sentido de culpabilidad por ese ostentoso gesto de respetuosa mala educación, después de haber tirado esos cristales rotos y, con ellos, el recuerdo y los sueños de cenas y aperitivos con amigos, juntos y revueltos, en bares o restaurantes concurridos, a veces apretados, a veces agobiados, compartiendo codo con codo comida al centro y lágrimas y sonrisas al lado, sin pantallas de por medio, reina triste y afligida, volví hacia mi casa, allí donde, increíblemente, me había dado cuenta de que había mucha más gente y más vida.

Ya estaba casi de recogida cuando de repente escuché una voz amiga. Era la de un individuo que, saliendo de un edificio, con el chándal de rigor y el móvil en la mano, iba a la panadería, declarándolo en voz alta, sin preocuparse de ser oído, como si él también fuera el rey, sin reino y sin corona, más bien sin sentido, de la misma macrourbanización.

Una bombilla en mi cabeza se encendió, un renovado anhelito de atrevimiento apareció y un deseo apartado se despertó. Decidí seguirlo sigilosamente, escuchando sin querer su conversación para saber dónde estaba ese local, pero él, despreocupado, se alejaba de mí a pasos agigantados, sin dejar de hablar al aparato, adentrándose cada vez más en el parque que se extiende detrás de mi portal.

No sabía si continuar mi persecución, si alejarme tanto de la seguridad de mi hogar –estaba a unos cien metros de distancia– si, al fin al cabo, yendo tras él, iba por fin a realizar mi renovado sueño italiano, frustrado dos días atrás en un gran supermercado, de conseguir, en ese día tan señalado, el Domingo de Resurrección, uno, dos, tres o cuatro huevos, de chocolate, por supuesto.

Pero el miedo pudo más.

Renuncié a mi intento pascual de celebrar una normal fiesta familiar, a pesar de la situación del todo excepcional, y volví sobre mis pasos, cruzando nuevamente ese parque que, bajo el mando de una reina de verdad, su majestad la Naturaleza, seguía expandiendo su verde poder sin piedad, convirtiéndose en un bosque de setos descontrolados, altas hierbas y árboles despeinados.

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Pero en el horizonte de esa creciente jungla urbana se materializó de repente un nuevo individuo, de aspecto desaliñado, que, desorientado, no sé por qué motivo, parecía querer acercarse a mi persona. El corazón empezó a latir fuerte en mi pecho, el sudor a hacer estragos en mis manos, envueltas en el látex despiadado, y, esforzándome para guardar la distancia de seguridad –unos diez metros, o algo más, en mi caso particular–, intenté evitar cruzarme en su camino, en ese único sendero que llevaba a mi portal.

El inquietante desconocido, sin embargo, parecía estar empeñado en hablar conmigo: quería saber si había visto corretear a su perro, quería comprobar que su mascota/animal –Argo, la/le llamaré– no se había escapado, que no se había alejado para siempre de él y de la humanidad. E improvisamente, de la nada, Argo se personó, entre él y yo, acercándose afectuosamente a su padrón.

“Ya está aquí” –me dijo, más bien me gritó, el individuo, cubriendo el espacio entre nosotros –“¡Hasta luego y que vaya todo bien!”–. Y, escoltado por su fiel amigo, se fue, como si nunca hubiera aparecido.

Al oír esa expresión inesperada –“que vaya todo bien”–, me quedé paralizada, como si esas cuatro mágicas palabras hubiesen golpeado, más bien roto, mi antivírica coraza, y, arrepentida, volví a mi casa, como una reina ya no desconsolada sino esplendorosa y luminosa –más bien por dentro que por fuera–.

“Irá todo bien” –pensé reconfortada mientras subía las escaleras que llevaban a mi refugio, a ese refugio dorado donde estamos todos, en familia, sanos y salvos, donde, día tras día, a pesar de la lejanía, mi marido y yo seguimos manteniendo nuestros trabajos y nuestros hijos sus clases de colegio, donde, para el ocio cotidiano, podemos elegir entre libros, tabletas, series o  juegos de mesas, donde, al fin y al cabo, soy, somos, unos privilegiados–.

“Irá todo bien”–pensé con una sonrisa en los labios, después de haber dejado fuera de la puerta mis zapatos–, mientras que sigamos y persigamos la esperanza, a pesar de tener que protegernos y guardar las distancias.

“Irá todo bien” –pensé aliviada mientras vaporizaba de lejía la superficie del felpudo y, de paso, todas las del descansillo–, si continuamos a ser humanos y solidarios como somos,  animándonos los unos a los otros, con aplausos colectivos, himnos de resistencia emotivos, saludos, besos y felicitaciones lanzados desde terrazas y balcones, llamando sin descanso a nuestros seres ahora más queridos, los mayores, contactando con amigos olvidados y reencontrados, hasta con conocidos que creíamos perdidos, compartiendo consejos en la red sobre comercios que siguen abiertos, trucos para limpiar a fondo la casa o manualidades para cubrir las canas, seguir en forma y sentirnos especiales, o, más sencillamente, gritándonos entre desconocidos deseos desinteresados, cerrados y liberados a través de una simple y alentadora exclamación: “¡Que vaya todo bien!”.

Entré así en mi piso, perfectamente desinfectada, tiré los guantes donde era debido, lavé a conciencia mis manos y, sin pan, sin huevos de chocolate y sin celebración pascual a la italiana, me alegré más que nunca de haber vuelto a mi dulce hogar para quedarme con mi familia todo el tiempo que haga falta, sin la obligación, a menudo la vocación, de enfrentarme heroica y anónimamente al peligro cotidiano de un virus enfurecido sino, más simplemente, a aquel, mensual, de un ilustre desconocido deseándome desinteresadamente a mí, cobarde involuntaria, “que vaya todo bien”.

“¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”

Ahora, gracias a ti, ya lo sé.

Nos vemos en un mes, querido amigo, yo con mi vidrio y tú con tu compañero fiel.

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