ESPECTÁCULOS

Puy du Fou y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Tercera parte)

[Sigue… ] Los dos viajeros, en efecto, sólo tenían pensado escaparse unas horitas a Toledo, a Toledo de verdad, antes de enfrentarse al último espectáculo de Puy du Fou, el de las diez de la noche, dedicado a esta ciudad.

Aparcaron así en pleno casco antiguo, en un aparcamiento ubicado debajo de la plaza de Valdecaleros, junto a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, soberbia y sabiamente alojada en el antiguo convento de San Pedro Mártir, y, nada más salir de allí, de ese garaje escondido, casi secreto, que en el pasado había hecho temblar a su mujer y a sus hijos –v. el relato aliapiedesco “En nombre del padre”– se toparon con un turista desorientado, un hombre de mediana edad, que, con otro par de compañeros de aventuras, iba buscando desesperadamente las así llamadas “Cuevas de Hércules”: ¿Qué era aquello? ¿Qué se escondía detrás de ese nombre mitológico tan cautivador como evocador? ¿Cómo era posible que ella nunca hubiera oído pronunciar ese lugar tan peculiar?

El visitante les explicó brevemente que se trataba de un espacio subterráneo de la época romana que servía como depósito de agua y que sus míticas paredes estaban impregnadas por relatos de leyenda y de magia, y Aliapiedi, al oír esas palabras que despertaron enseguida todas sus ambiciones frustradas de Indiana Jones femenina, se dispuso enseguida a ayudar a esos hombres. Ella, esperando encontrar ese sitio y, a lo mejor, algún tesoro más, empezó a investigar por el suelo, por si había alguna apertura oculta entre los adoquines o el alcantarillado, por los muros del monasterio universitario, por si había algún botón o mecanismo secreto parecido al que daba acceso a la biblioteca prohibida de «El nombre de la Rosa«, y hasta por el mismo cielo, por si alguna paloma mensajera quería entregarle un mapa con crípticas indicaciones… Pero por mucho que lo intentara, nada ni nadie aparecía, ni la cueva ni su hercúleo personaje…

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El campanario de la Catedral y…

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… el Archivo Municipal

Ella se vio entonces obligada a renunciar a esa empresa improvisada –Chronos, como de costumbre, apremiaba con su ritmo imparable– y, decepcionada, deseando suerte a esos caballeros, en compañía de su marido emprendió su camino a piedi por el laberinto urbano toledano.

Allí estaba la gótica Catedral, asomando su cabeza-campanario entre muros milenarios; un poco más allá un par de hermosas plazoletas, enmarcadas por nobles palacios y rústicos casones, y, por todos los lados, portales blasonados, iglesias y museos muy afamados materializándose por sorpresa entre calles, pasajes y callejones embrujados…

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Plazoletas y palacios blasonados

La ciudad, con razón nombrada Patrimonio de la Humanidad, seguía de pie con todo su impresionante y abundante tesoro cultural, huérfana, sin embargo, de miles y miles de admiradores, de todas las nacionalidades, que, en el pasado, parecían unos auténticos invasores. Ya no estaban todos esos turistas que, por su cuenta o en grupo, a las órdenes de expertos guías, ocupaban las calles principales, los restaurantes y los bares, las tiendas de recuerdos o los locales de oficios artesanales: ¿Dónde estaban los asiáticos o los americanos? ¿Los árabes o los europeos? ¿Dónde se había metido toda esa muchedumbre que, con sus idiomas, sus cámaras y sus vestimentas diferentes llenaban de color y caótica alegría la antigua capital toledana? Los dos, que a veces habían lamentado ese constante factor de sobrepoblación, ahora, mientras paseaban casi solos entre escaparates provisional o definitivamente cerrados, lo añoraban…

Toledo en esa tarde de un sábado cualquiera parecía triste y solitaria, despojada de las voces de sus visitantes, de los olores de sus mesones siempre abiertos, de la variedad de los productos locales, de las tiendas de recuerdos olvidados… El invisible y letal enemigo llamado Coronavirus se los había (temporalmente) arrebatado.

Ensimismados en esas reflexiones, Aliapiedi y su marido, después de haber cruzado un Zocodover muy poco animado, encontraron finalmente, calle abajo, una zona llena de gente. Eran jóvenes, muchos jóvenes, puede que estudiantes universitarios, alegres y despreocupados, que, tomando el aperitivo, planeaban el futuro y olvidaban el pasado, deseando recuperar un ritmo de vida al que durante tantos meses habían renunciado, intentando volver a una nueva, puede que incierta, normalidad, en un mundo aún enfermo…

Aliapiedi y su marido, encantados con aquella imagen prometedora, se sentaron en la primera mesa disponible, al aire libre, y, después de haberse quitado las mascarillas, con una sonrisa en los labios, brindaron a gusto con un vino y una cerveza por la salud de la humanidad. Y mientras ellos disfrutaban de ese rato de relax, una ligera brisa empezó a levantarse, las luces del día fueron apagándose y a pasos agigantados se les fue acercando, una vez más, la cita con la Historia o, mejor dicho, con la Madre de toda(s) la(s) Historia(s).

Ninguno de los dos se había percatado de la hora hasta que el hambre hizo acto de presencia. Buscaron, sin éxito, un sitio donde tomar algo rápidamente, pero los bares de toda la vida, con o sin turistas, seguían (afortunadamente) viento en popa, con largas colas en las entradas, así que, (casi) felices por ese (bienvenido) imprevisto, decidieron volver sobre sus pasos, por las calles silenciosas y vacías del casco antiguo. Entonces, de repente, una música, una sinfonía, una dulce melodía de aire flamenco resonó por esos céntricos lugares. Los dos se miraron sorprendidos: ¿Estaban de verdad escuchando ese cante o era un espejismo auditivo compartido? ¿Eran unas sirenas engañosas las que les estaban llamando con sus notas o eran auténticas personas las que las tocaban? Siguieron entonces ese hilo musical que les acercaba a la respuesta y, un paso tras otro, llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Allí, en ese sugestivo escenario, arropado por palacios majestuosos, un pintoresco cuerpo de baile flamenco estaba ensayando bulerías, tangos y fandangos; allí, en esa plaza tan hermosa, decenas de sillas perfectamente alineadas ansiaban para ser ocupadas; allí, tras unas barreras y un cordón policial, centenares de personas escuchaban, y a la vez hacían la cola, para disfrutar de la inminente y original velada musical; allí, en ese emblemático lugar, acariciado por las últimas frescas horas de la tarde, Toledo volvió a deslumbrar.

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«Las Noches Toledanas»

Aliapiedi y su marido se acercaron a un policía para preguntar que era lo que allí se celebraba y el oficial, orgulloso, les contestó que “Las Noches Toledanas”. Ella se sorprendió una vez más por su ignorancia en materia: ¿Cómo podía haber pasado por alto esa noticia? ¿Cómo podía haber ignorado, sin querer, ese nutrido programa de eventos musicales y culturales? ¿Cómo podía haber involuntariamente dejado de lado a esa kermesse, que, con todas las medidas y restricciones necesarias, intentaba ganarle la partida al fantasma de la pandemia, luchando contra la soledad de los meses pasados y contra las tristes historias de esa maldita enfermedad?

Y, al lado de su marido, empezó a (ad)mirar ese inspirador ensayo general. Los pases, las expresiones y los gestos tan profundos e intensos de los bailaores exaltaban ese regreso a una diferente normalidad, a una nueva y arrolladora normalidad, y Toledo, como por arte de magia, volvió a despertar.

Ya no era la ciudad fantasma que Aliapiedi y su marido habían recorrido una hora atrás; ya no era una antigua capital triste y apagada, deseosa de visitantes y de vida; ya no era un nostálgico recuerdo de su turístico esplendor. Toledo había vuelto, con su duende y su gente, empeñada en regresar al estrellato como imperdible destino manchego para todos aquellos, residentes y extranjeros, que, poco a poco, en función del progreso de la vacunación, se animasen a retomar la costumbre de viajar, visitar y disfrutar sin miedo y en total seguridad del patrimonio nacional.

Toledo, definitivamente, había resurgido: sus calles, sus plazas y sus palacios se fueron llenando de personas y las notas musicales les iban acompañando. En cada rincón surgían cantes y bailes; en cada rincón se escuchaban dulces acordes; en cada rincón se levantaba, firme y desafiante, una arrasadora “oda a la alegría” colectiva.

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El puente de Alcántara: la imperdible postal

Los dos viajeros en el tiempo, felices y sorprendidos, arrepentidos por sus iniciales y erróneos pensamientos, volvieron así al aparcamiento, proponiéndose en otra ocasión disfrutar de esa curiosa noche toledana, hecha de danzas y conciertos y de monumentos excepcional y gratuitamente abiertos. Arrancaron el coche y, con energías renovadas, listos para un nuevo y final salto en el tiempo, pusieron rumbo a Puy du Fou España. Pero la ciudad, la ciudad de verdad, no quería que se fueran tan rápidamente y, una vez más, les paró los pies, más bien las ruedas, con la intención de retenerles con un nuevo regalo: el puente de Alcántara, observado desde lo alto por el castillo de San Servando, admirado desde abajo por el Tajo y envuelto en sus costados por el manto azul oscuro de la incipiente nocturnidad.

Aliapiedi, seducida inmediatamente por esa postal, obligó a su marido a pararse casi en mitad de la carretera, se lanzó a través de ella a la desesperada, capturó con su móvil de última generación esa histórica construcción y, satisfecha, se dio la vuelta, encontrándose cara a cara con un policía. Un sudor frio recorrió su cuerpo y su alma, y la alegría de esa foto recién conquistada desvaneció enseguida: ¿Puede que el ilustre agente hubiera visto que el coche estaba aparcado en un lugar prohibido de La Mancha? ¿Puede que el ilustre agente la hubiera pillado cruzando a la desesperada esa ronda toledana? ¿Puede que el ilustre agente quisiera, y con razón, amonestarla o, peor aún, ponerles a los dos una multa?

Ella, asaltada por las dudas, decidió tomar la iniciativa y, anticipándose a su interlocutor, con la mejor de sus sonrisas y explotando la dulzura de su acento italiano, recurriendo hábilmente al arte dramático propio de su tierra, admitió entre (falsas) lágrimas toda su culpa, exagerando la intensidad de los sentimientos que la habían impulsado a fotografiar esa maravilla sin pensar en el peligro, apelando a un enamoramiento repentino por ese puente y, en general, por toda la ciudad, y proclamando también su infinito amor por España y su gente. El policía, visiblemente satisfecho, tocado en su fibra sensible y en sus raíces toledanas, no resistió a su asalto y, dándole la razón, le sugirió otro lugar donde, en unos pocos minutos, podía disfrutar de la hermosura embriagadora de esa antigua capital. Ella, agradecida, se despidió así de su nuevo y valioso amigo, se subió al coche que estaba dificultando el tráfico de un sábado por la noche e indicó a su chofer el destino sugerido.

Allí fueron los dos, a ese mirador privilegiado, ubicado al lado de un quiosco muy concurrido, y, bajándose del coche, se quedaron sin aliento…

Toledo apareció en todo su esplendor, con su Catedral, su Alcázar, su Seminario Mayor, sus iglesias, sus mezquitas y sus miles de casas bajas de techo de tejas que, como súbditos fieles, a los pies de esos monumentos que destacaban sobre todos los demás, rendían homenaje a su señora ciudad. Para más inri el sol, al ocaso, envolvía ese increíble panorama y sus luces naturales, anaranjadas, se fundían armoniosamente con las artificiales de la antigua capital. Ese cuadro, enmarcado por unas escenográficas nubes que anunciaban la llegada de la oscuridad, no parecía de verdad.

Toledo, grandiosa y cautivadora, bella y deslumbrante, embrujada y brillante, asentada en su emplazamiento impresionante, abrazada dulcemente por el Tajo y sujetada por tres históricas culturas, parecía de mentira: ¿Era un sueño o era una realidad?

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¿La Realidad de Toledo o «El Sueño de Toledo»?

Fuera lo que fuera, los dos, muy a su pesar, tenían que despedirse de esa ciudad, onírica o real, que, en breve, iba a acostarse bajo el manto de la noche para, al cabo de una media hora, volver a despertarse con “El Sueño de Toledo”.

Aliapiedi y su marido, sin embargo, a pesar de estar listos para un nuevo, y final, salto en el tiempo, ahora empezaban a dudar de ese último espectáculo “puydufouesco”, el más grande de España, del cual todo el mundo les había hablado en términos extasiados: ¿Qué podía haber de más bello de lo que acababan de ver? ¿Cómo se podía competir con la hermosura de esa ciudad que acaban de dejar atrás? ¿Cómo estar a la altura de ese Toledo, puede que de mentira, puede que de verdad?

Y, acompañados por sus dudas y sus preguntas, se cogieron de la mano y saltaron una vez más hacia atrás.

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A piedi, de noche, por Puy du Fou España

Ya estaban de camino hacia un Arrabal adormilado, casi encantado, huérfano del bullicio mañanero de herreros, leñadores o tintoreros, pero enriquecido del silencio nocturno de las estrellas.

El Castillo de Vivar, iluminado, observaba silenciosos los dos viandantes apresurados que, como dos hidalgos perdidos, un paso tras otro, acercándose poco a poco a su destino final, intentaban alcanzar en el horizonte de los Montes toledanos un molino cuyas palas rompían la uniformidad del cielo naranjado.

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La Puerta del Sol… ¡caído!

La Puerta del Sol, de un sol ya caído, falto de descanso, les abría sus brazos para que accedieran a la Puebla Real, mientras que la Luna, jugando al escondite con las nubes, intentaba imponer su presencia entre ellas.

Los dos llegaron así a los pies de un mastodóntico anfiteatro al aire libre, que, sustentado por unas imponentes torres de vigía de madera, se elevaba majestuoso en el medio del territorio del parque. Por un momento, y por una extraña comparación mental, esa estructura tan imperiosa le recordó a ella la del inquebrantable Muro de hielo de Juego de Tronos, y por un instante dudó en cruzar los inmensos portales que se abrían de par en par en ese impresionante edificio para engullir a centenares, puede que millares, de noctámbulos visitantes. Su marido, sin embargo, sin pensárselo dos veces, ya había entrado allí dentro y ella no tuvo más remedio que lanzarse tras de él, dejando de lado sus absurdos pensamientos. Ante sus ojos, en ese increíble Coliseo manchego, apareció una vez más Toledo, envuelto por las sombras, arropado por la nocturnidad…

El gigantesco escenario de cinco hectáreas que, por el momento, tenía como telón de fondo el cielo abierto y como hilo musical el canto de miles de cigarras, hacía honor a su característica de ser el más grande de España, mientras que las gradas –que, en condiciones normales pueden alojar hasta cuatro mil personas– se iban poco a poco llenando de espectadores que, por culpa de una ligera brisa in crescendo, se veían obligados a abrigarse con sus capas.

Aliapiedi y su marido, expectantes, casi en tensión, nerviosos, se pegaban el uno al otro, intentando protegerse de ese clima tan extremo, pero de repente toda su atención y sus sentidos se centraron en un punto específico del escenario. En el silencio de la oscuridad acababa de aparecer un hombre mayor que caminaba encorvado acompañado por un burro fiel; sin prisa, pero sin pausa, iba cruzando un Tajo que, de verdad o, quizás, de mentira, discurría plácido ante la somnolienta ciudad. Se trataba del viejo y humilde azacán de Toledo, testigo y guardián de muchos siglos, que llevaba en sus hombros toda la carga invisible del pasado de la humanidad; a su lado, sentada a la sombra de un olivar, se personó también una joven lavandera, María del Sagrario, que, alegre y despreocupada, le animó a relatar todas sus vivencias.

Y con esa imagen tan sencilla y delicada, propia de un belén, todo el mundo empezó a soñar…

La Historia o, mejor dicho, la Madre de todas las Historias se materializó con su fuerza y poderío, y guerreros, reyes y caballeros, galopando al compás de sus caballos, a las órdenes de ilustres hidalgos, despiadados conquistadores o monarcas ilustrados, aparecieron uno tras otro sin descanso.

Los siglos de España empezaron a volar, y conquistados y conquistadores, desde los primeros reyes visigodos hasta los emperadores, pasando por califas musulmanes y reyes católicos, a desfilar, más bien deslumbrar, con sus acciones: Recaredo I, el rey Don Rodrigo, Tariq el Bereber, la reina Isabel o el emperador Carlos V, eran sólo algunos de los mayores representantes de los tiempos pasados que, con sus trajes elaborados y sus gestas inmemorables, escenificaban decenas, a lo mejor centenares, de hechos históricos españoles.

Toledo, telón de fondo de miles de aventuras, desaparecía y volvía a aparecer, se incendiaba y resurgía de sus cenizas, se teñía de cal y arena y se volvía a iluminar, se hundía y se volvía a levantar.

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Toledo en llamas…

Las luces, los colores, las pirotecnias, los juegos de agua acompañaban a centenares de jinetes y actores –doscientos en su totalidad– y sus acrobáticas y artísticas actuaciones se alternaban soberbiamente en ese viaje espectacular.

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Toledo musulmana: Tulaytula…

Aliapiedi y su marido, aturdidos, asombrados, impresionados, asistían o, mejor dicho, vivían entusiasmados ese intenso e instructivo recorrido por el pasado que, como un auténtico milagro, les llevaba de la mano, y de los ojos, a través de los siglos de los siglos…

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Toledo de las tres culturas…

Los efectos especiales, que nada tenían que envidar por su cantidad y versatilidad a los de otros shows de fama internacional, como los de Dubái, Las Vegas o Shangái, se multiplicaban como por arte de magia, y las iglesias, torres, castillos y monasterios toledanos, y también los principales monumentos españoles, se transformaban, se iluminaban y se movían en función de las historias: ora surgía de las aguas, entre danzas leves de doncellas, el elegante y deslumbrante Palacio de Cristal de Al-Mamún, como, al rato, la carabela de Colón con toda su tripulación; ora se incendiaban las murallas toledanas como se erguía, brillante y luminoso, la Iglesia del Cristo de la Luz; ora se celebraba un concilio toledano como una boda musulmana; ora aparecía la católica Reina Isabel como unos cautivos cristianos colgando sus cadenas en el Monasterio de San Juan; ora se personaban entre humos los franceses invasores como los llamativos vagones de una legendaria y pionera locomotora Mataró

La Madre de todas las Historias, impertérrita, seguía su camino a lo largo de quince siglos, mientras que una épica, dramática, suave o marchosa banda sonora “stornettiana” exaltaba con sus notas las gestas de la Humanidad.

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El Palacio de Cristal de Al-Mamun: ¿Toledo, Dubai, Las Vegas o Shangai?

El tiempo pasaba rápidamente y Aliapiedi y su marido, mágica y maravillosamente raptados por ese histórico milagro no se daban cuenta de que su largo e intenso viaje en el tiempo estaba desafortunadamente acabando, que su aventura estaba finalizando, que Puy du Fou se estaba despidiendo…

Y en efecto, después de 1500 años y setenta frenéticos minutos, con un gran final espectacular, entre vítores y aplausos, fuegos artificiales y efectos especiales, la Madre de todas las Historias, con todos sus ilustres personajes, se alejó elegantemente del escenario, retirándose una vez más en el pasado y dejando todo el protagonismo al asombro, estupor y admiración del pueblo allí reunido.

Toledo, y su sueño hecho realidad, seguían allí, ahora en silencio, arropados por los tonos azules embrujados de la oscuridad, pero listos para volver a despertar y asombrar cada noche, en primavera, verano, otoño y ¡hasta en Navidad!

Aliapiedi y su marido, agotados, enmudecidos, embriagados, aturdidos por todo lo que habían vivido, no sabían exactamente lo que (les) había pasado; sólo sabían que, muy a su pesar, ahora estaban obligados a regresar definitivamente a su tiempo real, a su vida de verdad. Se sonrieron entonces emocionados, se cogieron como siempre de la mano, se prepararon para un último salto temporal y, dicho y hecho, se despertaron en la actualidad:

¿Había sido una realidad de Toledo hecha un sueño o un Sueño de Toledo hecho realidad?

Sólo Puy du Fou sabía la verdad.

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¿»El Sueño de Toledo» hecho realidad o la realidad de Toledo hecha un sueño?

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Puy du Fou y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Segunda parte)

[… Sigue]

En efecto, unos pocos pasos más allá, entre la dura tierra y las rocas, los dos se toparon con un penitente dirigido a Santiago que, descansando de su camino, con sus relatos de “El vagar de los siglos” les llevó una vez más hacia el pasado.

Ella y él se vieron así trasladados como por arte de magia, o de sus palabras, al año 1492, listos para embarcarse, sin darse cuenta, en “Allende la Mar Océana”.

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La residencia granadina de la reina Isabel en «Allende la Mar Océana»

La mismísima reina Isabel desde su residencia granadina acababa de anunciar a Colón que iba a financiar su expedición hacia Oriente por Poniente, y cuando Aliapiedi y su marido se dieron cuenta de que iban a zarpar desde Palos hasta un mundo desconocido se pusieron a temblar.

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Colón, «hundido» en sus estudios

Pero ya era tarde para volver atrás, para volver a la actualidad, y, muy a su pesar, ya estaban metidos de lleno en esta misión (¿imposible?), participando en los últimos preparativos de ese peligroso viaje, a lo mejor, de solo ida.

Compartiendo a bordo de la nao Santa María comida y espacio con el resto de la tripulación, codo a codo con marineros revoltosos y, a veces, borrachos, sin poder lavarse como era debido, después de una primera etapa en Canarias, se lanzaron en el medio de la mar, de una mar sin explorar, de una mar extensa y aparentemente ilimitada que, violenta y hostil, se desahogaba contra ellos con todo su acuático vigor.

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La nao Santa María golpeada por el agua (Foto: Puy du Fou)

La carabela, duramente golpeada por el agua, la de arriba, de la lluvia tempestuosa, y la de abajo, del Océano iracundo, oscilaba vertiginosa y peligrosamente mientras que la tripulación, ya de por sí bastante enfadada, hambrienta y sedienta por los muchos días de alocada travesía, caía víctima de múltiples mareos y auténticos quebraderos de cabeza. Aliapiedi y su marido, pasando de camarote en camarote, intentando esquivar los polémicos y conflictivos marineros, empezaban también a perder toda esperanza de bajar con vida de ese barco maldito, pero justo cuando todo el mundo estaba a punto de rendirse, por fin escucharon ese grito tan deseado:

“¡Tierra! ¡Tierra!”.

Por muy increíble que pudiera parecer habían llegado sanos y salvos a algún lugar del planeta, a un Nuevo Mundo desconocido, a un placentero paraíso en tierra firme que el audaz Almirante, compatriota de Aliapiedi, bautizó enseguida, y con razón, con el nombre de San Salvador.

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¡San Salvador en todo su espelendor!

Playas de fina y blanca arena, palmeras que con el viento jugaban con las olas y frescas aguas cristalinas eran los alentadores ingredientes de esa isla, perdida por Océana, que, con su belleza y naturaleza, salvaje y no contaminada, ponía el colofón final a una aventura que ellos dos nunca iban a olvidar.

Y tanto era así que ella, en efecto, seguía físicamente con el recuerdo de esa arriesgada experiencia, notando en el cuerpo el continuo meneo de la nao Santa María, a pesar de haber vuelto a poner los pies en tierra firme. Por ello, para retomar la compostura, ella a gusto se hubiera quedado allí, en ese sitio tan encantador, para, quizás, refrescarse con un oportuno chapuzón antes de enfrentarse a una nueva historia, pero, como siempre, el tiempo apremiaba y no había forma de detenerse: el viaje espacio-temporal seguía su curso, llevándoles ahora, un paso tras otro, a piedi, caminando hacia atrás a través de los siglos, hasta el siglo IX, en pleno apogeo de Al-Ándalus, a pesar de la derrota en la batalla de Simancas de la Campaña de la Omnipotencia creada por Abderramán III.

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El lujoso Askar andalusí (Foto: Puy du Fou)

Allí estaba el campamento militar de ese gran califa de Córdoba, el Askar Andalusí, para demostrar que la victoria de las tropas cristianas encabezadas por el rey de León Ramiro II, y apoyadas también por los condes castellanos Fernán González y Ansur Fernández, no habían afectado para nada su vida fastuosa: jaimas y tiendas de campaña de preciosos cortinajes verdes sobre las cuales brillaban estrellas doradas, exóticas lámparas que colgaban de los amplios y pesados mantos interiores de color rojo, cojines de seda, teteras de plata, perfumes y esencias refinadas, hummus y dulces, flores y frutas en abundancia reflejaban claramente no sólo el poderío de ese hombre sino también los lujos a los cuales estaba acostumbrado en su esplendorosa ciudad palatina de Medina Azahara.

Aliapiedi y su marido no podían creer lo que sus ojos estaban viendo en esa asolada meseta castellana y, como si todo ello no fuera suficiente para deslumbrarles, un poco más allá, al aire libre, bajo los despiadados rayos del sol, ya les estaba esperando con sus brazos abiertos un inmenso recinto, parecido a un coliseo morisco, donde en breve, con la venia del califa, iban a poder asistir a una “Cetrería de Reyes”.

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El inmenso recinto de «Cetrería de Reyes»

Al cabo de unos pocos minutos, en efecto, ante el nutrido público de los plebeyos, sentados en las gradas, y de los nobles, acomodados casi en el centro del anfiteatro, empezó un acto solemne y oficial, marcado como siempre por una grandiosa y exótica banda musical: Fernán Gonzalez y su rival Abderramán III estaban a punto de sellar una histórica tregua, una diplomática amistad, aunque fuera sólo temporal…

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Los servidores-cetreros

El conde de Castilla, le regalaba, en señal de paz, un soberbio ejemplar de águila real y el califa, para no ser de menos, le enseñaba sus azores.

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Una atenta y peculiar centinela

Empezaba así una nueva lucha, una contienda muy peculiar, sin armaduras y sin espadas sino con aves y con alas. Los dos protagonistas, con la ayuda de sus numerosos servidores, perfectamente entrenados desde hace siglos en el complicado arte de la cetrería de alto vuelo, se desafiaban en el aire, enfrentándose disimuladamente con sus múltiples rapaces.

Como si de una guerra pacífica se tratara, de un lado, entre las filas aéreas cristianas, despegaban búhos, águilas y milanos, y del otro, las huestes musulmanas liberaban halcones, serpentarios y grullas.

Cada uno de esos ejemplares se exhibía lo mejor que sabía, volando a ras del suelo o del público asombrado, danzando al compás de sus cetreros, aterrizando en las cabezas de los invitados o, simplemente, enseñando la envergadura de sus alas, en un impresionante crescendo de tamaño.

Aliapiedi y su marido, a pesar de que no nutrían especial simpatía para el mundo de los volátiles, asistían a esa contienda sin (aparentes) rivales con creciente interés y, poco a poco, fueron disfrutando de esa exhibición de arte y maestría, admirando a ese centenar de  soldados de plumas y alas de veinticinco especies diferentes, que, rigurosos y obedientes, con soltura y elegancia no fallaban ningún movimiento, al son de una música que, como siempre muy sugerente, acompañaba sus idas y sus vueltas, sus subidas y sus bajadas, sus gestas aéreas en una ligera danza de “Mil y unas noches” toledanas.

Y aún faltaba el gran final de esa impresionante exhibición volante: la aparición por todos los lados de ese recinto descubierto que parecía encantado de innumerables aves blancas del Ebro y del Guadalquivir, dibujando en el cielo azul, toledano-andalusí, un dinámico e inmaculado arcoíris monocromo. Era ese el último, y mejor regalo, para la “boda aérea” del joven príncipe con su amada mora y para todos los afortunados espectadores allí reunidos que habían disfrutado de ese duelo de esplendores y de esas nupcias tan peculiares.

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La Venta de Isidro (Foto: Puy du Fou)

Los dos viajeros en el tiempo, agotados por tantas emociones, decidieron entonces hacer un alto en el camino para reponer fuerzas y, a pesar de los exquisitas viandas y productos que se ofrecían a un precio muy razonable en los cuatro pueblos de época repartidos por las treinta hectáreas “puydufouescas” – El Arrabal, La Puebla Real, El Askar Andalusí y La Venta de Isidro -, decidieron volver por unas horas al 2021 para disfrutar de una comida en un restaurante cercano que les habían calurosamente sugerido.

Llegaron entonces a Layos, un pueblecito ubicado a diez kilómetros de distancia de Puy du Fou España, que, a pesar de sus reducidas dimensiones, albergaba unos cuantos restaurantes afamados. Su destino era una conocida “higuera” que, escondida entre humildes casitas, algunas de ellas cerradas o directamente abandonadas, destacaba con su cuidado muro de piedra exterior y por la cantidad de coches aparcados fuera, en una angosta callecita. Los dos cruzaron un pequeño patio, ocupado en su totalidad por mesas, sillas y felices comensales, y, sin detenerse, se dirigieron directamente hacia el salón interior. El lugar no les defraudó: rústicas paredes de ladrillo, vigas a vista y columnas de madera se alternaban con las mesas del amplio comedor.

Enseguida fueron atendidos por un amable camarero que les llevó a la mesa que tenían reservada, y los dos, agotados por el viaje a lo largo de la historia, sin remordimientos eligieron cada uno un (abundante) menú. El almuerzo fue estupendo, delicado y gustoso, y entre risas y copas, incluido un limoncello final al cual fueron invitados por el personal tan encantador, alegres y satisfechos abandonaron tan acogedor local.

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El embalse del Guajaraz

En ese estado, sin embargo, no podían emprender otra vez el viaje tan intenso en el tiempo así que, razonablemente, decidieron dar un paseo hasta el cercano embalse del Guajaraz –que, gracias a las lluvias de los días anteriores, aún albergaba una cierta cantidad de agua–. Su propósito no era solo el de bajar un poquito la comida sino también el de encontrar un sitio donde rendir homenaje al “reposo del guerrero”. Llegaron así al sinuoso espejo de agua que, con su líquida presencia, intentaba imponer su húmeda presencia a la inexorable y futura llegada de la sequedad veraniega, pero entre la maleza, los árboles y las piedras de la manchega naturaleza no encontraron ningún sitio apto para una buena siesta. Saludaron a una familia que, mucho mejor organizada, había montado su propio chiringuito a pie del agua, con mesas, sillas y sombrillas, y, con una punta de envidia, volvieron decepcionados sobre sus pasos, duramente azotados por los rayos del sol.

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El antiguo castillo de Polán

Apartado así el deseo de un merecido descanso, Aliapiedi, previsora como de costumbre, propuso rápidamente un plan B que ya tenía preparado, por si acaso. Su marido, altruista y generoso como siempre, cedió inmediatamente a su proposición indecente (por las horas que eran) y en menos de un cuarto de hora ya estaba ella delante del castillo de Polán para sacar unas fotos de sus torres y de los restos de esa antigua estructura militar medieval. Finalizado el reportaje sin haberse desmayado, ella se subió otra vez al coche donde la esperaba su chófer particular, intentando sin éxito echar una furtiva cabezadita con la ayuda del aire acondicionado, y le sugirió –es decir, le impuso– otra visita antes de volver a Puy du Fou España: Guadamur.

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El altivo castillo de Guadamur

El motivo de esa petición era otro castillo, aún más majestuoso y mejor conservado que el anterior, que, como manda la tradición, estaba asentado en lo alto de un cerro, dominando el territorio a su alrededor. Rápidamente llegaron los dos a sus pies, pero su puerta de acceso estaba cerrada a cal y canto, y por mucho que Aliapiedi se esforzara en encontrar a alguien en ese pueblo fantasma para que la ayudara a conseguir su objetivo, a entrar en ese recinto y visitar el altivo castillo, actualmente habitado, a esa cálida hora de la tarde, las cinco en punto, nada ni nadie parecía tener ganas de hacer acto de presencia.

Desesperada, enfadada y decepcionada como una niña pequeña, o, mejor dicho, como una princesa despojada de su casa, ella le dio la espalda, no sin antes inmortalizar, con una sonrisa amarga, ese noble complejo cuya arquitectura se inspiraba en la de su amada patria, y, después de haber alcanzado nuevamente su fiel conductor, que la esperaba una vez más en la frescura del coche, como un auténtico profesional, dejaron atrás ese castillo, a lo mejor embrujado, que, atrevido, la había desafiado.

En solos quince minutos, volvieron una vez más al pasado; cruzaron nuevamente el pintoresco y colorido Arrabal y la Puerta del Sol, y accedieron a la Puebla Real, que ya les sonaba mucho más familiar. Y mientras él se entretenía fisgoneando entre la mercancía expuesta en los diferentes puestos y talleres, ella, agotada no sólo por las emociones sino también por los últimos coletazos de un fuerte lumbago de los días anteriores, intentó descansar un poquito a la sombra de un edificio que custodiaba unos inquietantes escudos, yelmos y espadas. Pero el tan deseado descanso duró sólo unos pocos minutos: la llamada del Cid con “El Último Cantar” ya les estaba reclamando…

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El imponente Castillo de Rodrigo Diaz de Vivar, el Cid Campeador

Y así fue como la cansada guerrera y el fresco chófer-caballero emprendieron una vez más el camino hacia esa nueva aventura que, como bien sospechaban, ni de lejos iba a ser tranquila o despreocupada. Los dos se unieron entonces a los demás viandantes que, al igual que ellos, querían escuchar las vivencias de ese emblemático personaje del siglo XI, cuyo nombre oficial correspondía a Rodrigo Díaz de Vivar, y, con paso firme, pero temblando en su interior, se adentraron en el imponente castillo construido por su mesnada.

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El engañoso escenario natural

Cruzaron un amplio vestíbulo, desde el cual colgaban inmensos tapices y retratos de nobles y valientes guerreros –o, por lo menos, eso era lo que ella se figuraba– y, acto seguido, accedieron a un espacio enorme, circular, ocupado en su casi totalidad por unas cuantas gradas, y rodeado, más bien abrazado, por un panorama de temática natural. Pero, como siempre, las apariencias engañaban…

Las luces se apagaron, el pueblo calló y Rodrigo Díaz de Vivar apareció en todo su esplendor, iluminado, exaltado, celebrado desde el principio hasta el apoteósico final por un decorado espectacular.

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El Cid Campeador, legendario caballero (Foto: Puy du Fou)

El escenario, más bien los múltiples escenarios envolventes, se sucedían, se deslizaban, se movían mágicamente uno tras otro, y, en el centro de la acción siempre estaba él, ese caballero innato que vivía con honor en una Castilla recién conquistada y sobrevivía a su fatal destino como el famoso Campeador. Aliapiedi y su marido, metidos, o, mejor dicho, sumergidos de lleno en esa trepidante historia “circular” de hace veinte siglos, sufrían, se alegraban, exaltaban, se hundían, gozaban o se entristecían con las diferentes hazañas de ese hombre que, un paso tras otro, una contienda tras otra, una gesta tras otra iba poco a poco, con sangre y sudor, escribiendo su leyenda.

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El fiel caballo Babieca (Foto: Puy du Fou)

Allí estaba él ora domando su altivo caballo blanco, Babieca, ora bailando en un suntuoso palacio con su dulce amada, Jimena; allí estaba él, ora peleando con los sarracenos, ora peregrinando con sus fieles compañeros; allí estaba él, ora agonizando en una playa acariciada por las olas, ora resurgiendo de sus cenizas para una última conquista.

Eran tantas y tan intensas las historias que se desenvolvían, literalmente, alrededor de los dos viajeros en el tiempo que ella y él casi no conseguían retenerlas todas en sus pupilas.

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Jimena, dulce esposa (Foto: Puy du Fou)

Los colores del vestuario, los juegos de luces, los temas de la banda sonora, los movimientos de las coreografías… todo ello les sobrepasaba.

Y, como temían, esa rocambolesca aventura les dejó una vez más sin energías, sin fuerzas y sin palabras, con los ojos llorosos y los corazones rotos, añorando las infinitas emociones que les había brindado ese héroe nacional.

No podían pedir más. Ese viaje en el tiempo tenía que acabar ya: de no ser así, la Historia, con todas sus historias, iba a acabar con ellos, atrapándoles para siempre en sus agitados siglos pasados, reteniéndoles irreversiblemente en ese universo paralelo tan intenso. Decidieron entonces alejarse de ese rocambolesco mundo “puydufouesco” y volver al moderno y evolucionado Tercer Milenio, sin belicosos desafíos literarios, sin alocados atrevimientos marineros, sin combates tan sangrientos y violentos…

Pero ese adiós, en realidad, era un “hasta luego”.

No era una despedida sin vuelta atrás, era un simple y prometedor “arrivederci”.

[Continuará… ]

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Puy du Fou España y Toledo: ¿Un sueño hecho realidad o una realidad hecha un sueño? (Primera parte)

Después de tantos meses de incertidumbre y múltiples confinamientos, estatales, regionales o perimetrales, ella, Aliapiedi, a pesar de haber gozado en la capital española de una libertad del todo excepcional, con el alargarse de las horas de luz y la llegada de la primavera con sus colores alentadores, notaba en su cuerpo un progresivo deseo, casi necesidad, de escapar de la gran ciudad, de evadirse y de viajar, de viajar a cualquier lugar, de viajar aunque fuera sólo por unas pocas horas, de viajar con él, su marido, como hacían en el pasado, antes de la aparición del virus maldito. Y a la primera ocasión que se le presentó, nada más levantarse el estado de alarma y las restricciones de las zonas básicas de salud capitalinas, ella se las ingenió para huir ir más allá de la invisible frontera de la Comunidad de Madrid, para disfrutar de una mañana, una tarde y una noche a solas con su compañero de miles de aventuras.

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Puy du Fou España

El destino era “casi” desconocido: Puy du Fou, un lugar nacido en los Montes de Toledo, a las afueras de la capital de Castilla-La Mancha, del cual habían oído hablar en una cena de terraceo con buenos amigos, entre tapas y copas, brindando por el regreso de la vida, de una vida “casi normal”, de una vida aún más especial. En esa lúdica ocasión los dos aprendieron que esas tres mágicas palabras, de sabor francés, y toledano a la vez, se referían a un parque temático que, nacido en los años ochenta del siglo pasado, a la sombra de un castillo olvidado, en un pueblo de los Países del Loira llamado Les Epesses, había sido inaugurado en España poco antes del inicio del drama mundial del Milenio actual.

Aliapiedi, nerviosa y desconcertada, sorprendida por no haberse enterado antes de esa novedad, al igual que su marido que, por motivos de trabajo, pasaba casi la mitad de los días de la semana en la antigua capital del Reino de España, googleó enseguida ese nombre, y, rápidamente, con sólo leer una cascada de opiniones positivas, acompañadas por una lluvia de cinco estrellas, se dio cuenta de que tenía que colmar a la mayor brevedad ese vacío cultural y emprender cuanto antes ese viaje “puydufouesco” para expiar ese (casi) imperdonable pecado de ignorancia.

Así fue como, después de haber contactado con un responsable del parque, ese sábado soleado de mayo, elegido adrede en función de las previsiones meteorológicas que anunciaban unas temperaturas no demasiado calurosas –unos 25º como máxima– Aliapiedi y su marido, felices y despreocupados, libres, sin ataduras pandémicas de límites geográficos y sin saber exactamente lo que podían encontrarse en ese sitio, ya que su “contacto virtual” les había sugerido de dejarse llevar por el “efecto sorpresa” –ella, sin embargo, fisgona como de costumbre, a pesar de la recomendación, no había podido evitar documentarse “un poquito”, mirando fotos y videos, leyendo comentarios, consultando las redes sociales, escuchando entrevistas…– pusieron rumbo hacia el sur de Madrid, camino de la A42, casi contando los sesenta minutos que les separaban de su destino tan extraño y a la vez tan deseado.  

Conforme iba avanzando por la carretera, los pueblos y las casas se iban disipando y los campos exterminados de grano, sudor y tierra labrada bajo el sol cobraban protagonismo. Tanto era así que cuando tuvieron que desviarse por una carretera comarcal, una CM40 impoluta, cuidada y casi olvidada por los coches, les invadió una inquietante sensación de soledad, como si fueran los únicos seres vivos que recorrían ese llano horizonte infinito, a lo mejor entre muertos vivientes escondidos. Y, por fin, al cabo de unos cuantos minutos, apareció uno de esos estimulantes carteles de fondo marrón que, con su característico color, anunciaban un lugar de interés cultural: ¡Puy du Fou!

Los dos, reconfortados, siguieron fielmente esa indicación y a los pocos metros se toparon con una fuerte empalizada de madera que, similar a la de Hilltop en Walking Dead, como si estuviera custodiando un tesoro muy valioso, no les permitía llevar la mirada más allá del parabrisas. Tenían la sensación de estar entrando en un campamento de antaño, estratégicamente protegido de posibles ataques externos –como los asentamientos galos de Astérix y Obelix, pensó ella con la mente más libre de apocalípticas visiones – y, recorriendo ese camino flanqueado por la alta muralla, llegaron a una enorme zona de aparcamiento, gratuita, donde ya descansaban los caballos de millares de vehículos de cuatro ruedas que habían venido del futuro, del lejano siglo XXI.

En efecto, nada más llegar allí, Aliapiedi y su marido, como si al recorrer cada metro de esa palizada estuvieran acercándose paulatinamente al pasado, se vieron de repente trasladados a un sugestivo ambiente medieval, dominado por un impresionante castillo y poblado por unos nobles hidalgos que, amablemente, les indicaban donde poder dejar a buen recaudo su medio de transporte. Aturdidos por el repentino cambio espacio-temporal los dos se unieron a los demás viandantes que, disciplinadamente, con las mascarillas de rigor, se dirigían hacia la entrada principal de ese complejo monumental. 

Ella y él, sin embargo, antes de dar el salto definitivo hacia el pasado, pararon un momento en la primera de muchas e impolutas áreas de servicio, perfectamente mimetizadas con la árida naturaleza alrededor de ellas, y, después de haberse refrescado vigorosamente la cara para comprobar que todo aquello no era un sueño, listos para ese viaje peculiar, se encaminaron por el ancho y asolado camino principal, deleitado afortunadamente en ese día por una fresca brisa de poniente.

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La Guía del Visitante con los horarios de los espectáculos

A cada paso que daban –y no eran pocos, la verdad– iban percibiendo a su lado la presencia de una invisible figura, la Historia, que, recta y sabia, con su cálido abrazo, cargado de milenios de experiencias, les llevaba afectuosamente hacia sus entrañas, hacia su viejo y antiguo corazón, hacia sus muchos siglos de vida y vivencias. Unas agradables y sonrientes doncellas, con rigurosos atuendos de época, les dieron la bienvenida mientras que un más que amable caballero, cuyas credenciales coincidían con las del misterioso contacto virtual “aliapiedesco”, después de las debidas presentaciones, con una Guía del Visitante en una mano y los horarios de los espectáculos en la otra, les explicó cómo vivir de la mejor forma posible ese viaje a través del tiempo que acababa de empezar.

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El pintoresco Arrabal

En ese momento ellos se encontraban en un llamativo Arrabal, en un lugar extramuros donde, entre tascas, ventas, llagares, tahonas, corralillos y hogares, se estaban paulatinamente reuniendo villanos, forasteros y mercaderes. Los olores a brasas, a hogazas recién horneadas, a parrillas en plena actividad, a cerveza y sidra invadían ese pintoresco y colorido sitio al aire libre que, cada vez más animado, hacía de proscenio a la aún más bulliciosa Puebla Real, la villa custodiada por la imponente fortaleza que habían visto al principio del recorrido.

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La monumental Puerta del Sol

Él y ella se hubieran quedado de buen grado allí, tomando por ejemplo un gustoso desayuno en La Tasca del Capataz, donde una cuadrilla ya estaba avituallándose abundantemente para enfrentarse al duro día de labor, pero, a pesar de tener todo el día por delante, tenían que cruzar cuanto antes la monumental Puerta del Sol de estilo andalusí, ubicada en mitad de una nueva muralla, más sólida y robusta que la anterior de madera, para poder acceder a la mencionada villa y escuchar, a las once en punto, el Pregón de la Puebla de Gregorio Bartolomé Hidalgo de la Hidalguía.

El mencionado Alguacil, en efecto, de pie encima de un barril, justo en frente de la Hospedería de Santiago, ya estaba declamando para todos los ciudadanos las buenas nuevas y también las normas y las medidas de seguridad vigentes en esa antigua ciudad para que, en ese año de pandemia, todo el mundo pudiera desplazarse libremente en su interior, y el pueblo, después de haber escuchado el edicto del día, se fue dirigiendo, en su mayoría, hacia la cercana fortaleza. Ellos dos, sin embargo, siguiendo las indicaciones de su noble anfitrión, del cual se habían despedido unos minutos antes, se fueron más allá, hacia la Pradera del Valle, siguiendo un tortuoso camino desde el cual, entre juncos y espigas, ya podían divisar la imponente mole del Gran Corral de Comedia toledano donde, en breve, iba a estrenarse “Fuenteovejuna”, obra, en teoría, de don Fernán Gomez, corregidor de aquella ciudad.

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El Gran Corral de Comedias toledano

Esa estructura, al menos por fuera, con sus dimensiones y su bella arquitectura, de balcones de madera y techos de tejas que sobresalían de la blanca fachada, nada tenía que envidiar a la del austero castillo-fortaleza de la entrada, y los dos, emocionados, accedieron al edificio (erróneamente) convencidos de que (simplemente) iban a asistir en vivo y en directo a la ya nombrada pieza “fuenteovejunesca”.

La entrada no pudo ser más triunfal. Una enorme platea, de largos bancos de madera, precedía al impresionante escenario que, ocupado por un laberinto de vigas, pasarelas, puertas, ventanas y mucho más, admirable entresijo de ambientes de diferentes alturas fundidos entre ellos armoniosamente, exaltaba la ingeniosidad y el poderío de aquella estructura teatral. Y eso era sólo el principio, ya que la función aún no había comenzado.

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La ingeniosidad y poderío de la estructura teatral

Después de un cuarto de hora de trepidante espera, mientras que el aforo iba llenándose paulatinamente, empezó el espectáculo dentro del espectáculo llamado “A Pluma y Espada”.

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El intrépido Lope de Vega y… (Foto: Puy du Fou)

Hicieron así acto de presencia los protagonistas, las comparsas y, en general, unos cuantos actores cuyos llamativos vestidos de colores se alternaban con los elegantes atuendos de los escritores. Todo ellos, juntos y revueltos, se mezclaban, se hablaban y se enfrentaban en un magnífico carrusel de danzas y acrobacias.

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… un desconocido Miguel de Cervantes (Foto: Puy du Fou)

El intrépido Lope de Vega con sus gestas y sus palabras, haciendo honor a la verdad, se encaraba con el mismísimo y augusto corregidor de Toledo, acusándolo de plagio teatral y también de posibles actos violentos contra su amada y Su Majestad, mientras que el público expectante –el del escenario y el de la platea– no podía sino que solidarizarse con las rocambolescas aventuras de ese literato-espadachín que se desenvolvía con destreza y habilidad entre frágiles tejados toledanos, olas impetuosas o prisiones aterradoras.

Las hazañas del Fénix de los Ingenios, marcadas por una música única y grandiosa, se complicaban cada vez más, y entre curiosos encuentros, como el que tuvo con un desconocido Miguel de Cervantes, y numerosos desencuentros, con las tropas de don Fernán Gomez, por ejemplo, los escenarios se sucedían a una impresionante y abrumadora velocidad, a la par de las olas de una arrolladora tempestad que se abatía sobre un imponente barco de la Gran Armada, incapaz de sortear la fuerza y el poderío del mar.

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El imponente barco de la Gran Armada

Los actores se multiplicaban y se diversificaban, aparecían soldados, doncellas, literatos y también corceles blancos de elegantes movimientos; los artificios se alternaban en un impresionante crescendo de música, baile e interpretación, y, entre aguas borrascosas, fuegos, plumas y espadas, el ingenioso dramaturgo, a la par de un Zorro no enmascarado, por fin conseguía salvar al rey de un complot “explosivo” y conquistar el corazón de su Laurencia.

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«A Pluma y Espada»: un impresionante crescendo de música, baile e interpretación (Foto: Puy du Fou)

Aliapiedi, centrada, cautivada, raptada por esas múltiples escenas de valor y acción, por las innumerables transformaciones de esa caja mágica teatral cuya versatilidad le recordaba, salvando las distancias, la de su amada Scala milanesa, no conseguía centrarse en las rocambolescas aventuras del impetuoso e impávido Lope de Vega. Sus ojos y su mente se centraban sólo y exclusivamente en las ingeniosas coreografías, y sus oídos, incapaces de prestar atención a los diálogos de los diferentes personajes, sólo querían escuchar las grandiosas, épicas y esplendorosas, melodías que acompañaban las meticulosas puestas en escenas: ¿Quién podía haber escrito todos esos acordes que, alegres y amenos, al principio de la historia, se convertían en una tormenta de notas turbulentas y animadas, a la par de las olas agitadas? ¿Qué maravilloso artista del siglo XXI, a la par de los del Siglo de Oro que desfilaban en el escenario, había sido capaz de crear esa increíble sinfonía, de encadenar todas esas variantes sobre un ingenioso tema principal, de mezclar armoniosamente, con un fondo de violines, esos evocadores sonidos de aire árabe y flamenco, hechos de taconeo, panderetas, guitarras y castañuelas –a los pocos días, gracias a su especial interlocutor “puydufouesco” descubrió que el prolífico Ennio Morricone del Tercer Milenio se llamaba Nathan Stornetta, un hábil compositor suizo, y ella empezó a escucharlo sin parar, dejándose llevar cada noche y cada día con los ojos cerrados a ese arrollador pasado… ¡y más allá!–.

Y atrapada de esta forma por la magnífica obra desde el principio hasta el final casi no se dio cuenta de que los aplausos acalorados de los villanos allí reunidos, así como los de su marido, estaban celebrando no sólo el triunfo de la verdad sobre “Fuenteovejuna”, sino también la belleza de ese original espectáculo de esgrima escénica… ¡y mucho más!

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La zona de los Alijares, poblada por…

Aliapiedi y su marido, aún aturdidos por todo lo que en ese mágico corral habían visto y vivido, salieron de allí un poco desorientados, y, a pesar del mapa que tenían entre las manos, de muy fácil consulta, y de estar rodeados por múltiples flechas de madera que indicaban claramente la ubicación de cada sitio que tenían que explorar, sus pasos perdidos les llevaron sin rumbo por ese territorio todavía inexplorado.

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… perezosos animales

Recorrieron entonces la zona de Los Alijares, poblada por unos perezosos animales, tales como burros, bueyes, cabras y ovejas, la Plazuela de los Cercados, con zonas de picnic y recreo para todos aquellos forasteros que preferían descansar un rato y disfrutar del avituallamiento que traían desde sus propias casas, cruzaron la Plazuela de los Cuatro Vientos y, sin darse cuenta, volvieron a la Puebla Real, aún mas animada y poblada que a primera hora de la mañana, con sus mesones y casonas que iban llenándose de gente hambrienta o sedienta y sus puestos y talleres, decorados con un gusto exquisito, en plena actividad artesanal.

Ella se hubiera quedado allí un rato para explorar todos esos sitios, para curiosear entre los diferentes productos a la venta, tales como bélicos escudos, espadas y alhajas, dulces mieles, mazapanes y licores, pintorescos objetos de cerámica, juguetes, sedas o candelas, pero una nueva aventura les esperaba en ese mundo tan fantástico llamado Historia.

[Continuará… ]

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La acogedora Puebla Real

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Circo del Sol – KOOZA: La caja mágica de un peculiar juego de Matrioskas [Segunda parte]

[… Sigue]

Después de la pausa, el Truquista volvió al escenario, volvió a lo grande, volvió en todo su esplendor, con una brillante vestimenta de gala, formada por un frac de reflejos violetas y lentejuelas y una llamativa máscara que no hubiera desentonado en el suntuoso Carnaval en Venecia.

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El regreso del Truquista en todo su esplendor (Foto: Circo del Sol)

A su alrededor se materializó un nutrido grupo de peculiares esqueletos, con plumas, alas y espumillones, que, juntos y revueltos, con sus especiales trajes-instrumentos de percusión, hechos de carbono moldeado para que, al entrechocar entre ellos, reproduciesen el sonido del crujir de los huesos, bailaban una macabra pero sensual danza nocturna.

Esos cuerpos huesudos se movían rápida y habilidosamente al compás de una música arrasadora, como la de un can-can en un Moulin Rouge canadiense, provocando un auténtico vórtice de sonidos y colores…

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La frenética danza de los esqueletos (Foto: Circo del Sol)

Era una verdadera explosión de ritmo y dinamismo, como en un clandestino Cabaret multicolor, la que invadía a esos tétricos personajes, acompañados también por la rompedora sensualidad de una cantante que, a la par de una Jessica Rabbit de origen india, imponía con maestría su voz y su presencia; era una espectacular danza desenfrenada, pero controlada, la de esos bailarines muertos, pero vivos más que nunca, que iban siguiendo fielmente los acordes de los bajos, trombones, trompetas, saxofones, baterías, guitarras eléctricas y teclados de los seis componentes de la orquesta, y ella, observando ese increíble baile, estaba casi deseando convertirse en una “Ali(ci)apiedi en el País de las Maravillas” para lanzarse a ese mundo fuera del tiempo, dirigido por la locura del Truquista poderoso y extravagante, donde, en cualquier momento, hubiera podido aparecer hasta el Barón de Munchausen.

Pero justo cuando iba a participar activamente en ese marchoso cuento con reminiscencias de novelas gráficas, libros infantiles o viajes en el tiempo, el brillo y el esplendor de la danza de los esqueletos cesó por completo.

La oscuridad había vuelto, una siniestra oscuridad teñida de un rojo que le recordaba al de un sol en el ocaso o al de un infierno monocolor.

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El diabólico hombre enmascarado (Foto: Circo del Sol)

Un artilugio impresionante, acertadamente llamado “Rueda de la muerte”, acababa de bajar desde el Vacío, desde ese peculiar cielo kooziano que, según la necesidad, gracias al juego de las luces, podía asumir una infinita variedad de tonalidades. Su imponente estructura, formada por dos ruedas circulares unidas entre ellas por un eje central, se impuso prepotentemente en la pista, dejando a todo el mundo boquiabierto.

Ya nadie danzaba, ya nadie cantaba, ya nadie reía, ya nadie aplaudía.

Un hombre enmascarado, con el pecho al desnudo, se acercó amenazador a la primera de las dos figuras huecas circulares y, sin pestañear, entró en su interior.

Aliapiedi y su marido, preocupados, observaban fijamente a ese ser que con sus brazos forzudos poco a poco movía el extraño balancín.

La tremenda e inquietante estructura de metal se doblegaba a su voluntad, como un Goliat controlado por un humilde, pero fuerte, David y, progresivamente, cada vez con mayor velocidad, se ponía a girar sobre sí misma.

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La infernal «Rueda de la Muerte»

El héroe con la máscara, enjaulado en una de las dos extremidades circulares, la guiaba sin aparente dificultad, haciéndola parar, ir adelante o atrás. Pero todo eso no era suficiente: el hombre, o puede que fuera un diablo, quería más, y, a los pocos minutos, se puso a voltear, a saltar, a volar dentro de esa rueda infernal que, mientras se amoldaba a sus impulsos musculares, iba progresivamente adquiriendo velocidad.

El número era verdaderamente impactante, asombroso, apabullante, de modo que a la pareja no le quedó otra que guardar silencio y, conteniendo el aliento, limitarse a contemplar con el terror en los ojos a ese personaje de casi una tonelada de fibras y músculos que, increíblemente, se sobreponía, luchaba y vencía a un artilugio siete veces más pesado que él.

Pero, una vez más, la empresa se tenía que complicar.

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El baile mortal de David vs. Goliat

Un segundo individuo, un nuevo diablo, un nuevo héroe disfrazado, salido de las rojas tinieblas del escenario, entró en la otra jaula circular y, sin pestañear, empezó a dar rienda suelta a una nueva danza, en pareja, aún más peligrosa.

Y así, a ritmo de rock duro, de heavy metal, los dos se exhibieron en equipo, uno controlando con sus fuerzas la dinámica actividad de la criatura mortal, y el otro, al compás, haciendo alarde de unos malabarismos desafiantes, al límite de la gravedad. Sin embargo, de repente, en una fracción de segundo, uno de los dos zorros endemoniados se lanzó fuera de su rueda, montando encima de la jaula circular que, hasta aquel momento, había limitado con su circunferencia su rápido deambular, y, atrevido, demasiado atrevido, estrenó un nuevo baile con la muerte.

Asustada, Aliapiedi dejó escapar un grito, malamente contenido, mientras que su marido, rígido en su asiento, apelaba a su proverbial racionalidad para no unirse a los sofocados sonidos guturales de su mujer.

Pero allí arriba, encima de esa rueda, a una altura vertiginosa, nada era racional, nada era natural, nada era normal.

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Los dos héroes disfrazados en plena acción (Foto: Circo del Sol)

No era propio de un ser racional ponerse a correr y saltar en el exterior de la jaula; no era natural lanzarse allí fuera como un intrépido hombre-araña desprovisto de una socorrida tela; no era normal jugar tan descaradamente con la gravedad, con el equilibrio, con la velocidad y, al fin y al cabo, con la vida. A pesar de todo ello, la diabólica pareja seguía con la rítmica sucesión de acrobacias, acompañadas por las, también rítmicas, exclamaciones colectivas de terror de todos los asistentes, hasta que, finalmente, con un increíble salto mortal, nunca mejor dicho, sobre la propia rueda de la muerte, el infierno de ese juego se apagó por completo.

Un aplauso catártico y devastador cayó sobre las cabezas enmascaradas de esa pareja (casi) insensata que había derrotado la muerte con una rueda y, con el miedo aún en el cuerpo, Aliapiedi y su marido volvieron a saludar con alegría, casi con euforia, la vuelta al escenario de los simpáticos payasos que, nuevamente, arrastraban en sus absurdas aventuras a un nuevo espectador llamado Pedro.

Los dos se reían cada vez más con sus insólitas ocurrencias, con sus ligeras bromas pesadas, con sus burlas disparatadas y, apartadas definitivamente todas sus resistencias hacia esos bufones, no pudieron evitar admirar y valorar su difícil y cómico papel, el de convertir las debilidades humanas en diversión, rompiendo todas las reglas, como si fueran unos anarquistas. 

Pero después de ese momento de relajación, ambos eran perfectamente conscientes de que les aguardaba una nueva tortura, un nuevo sufrimiento…

Dicho y hecho hizo acto de presencia un habilidoso malabarista que se entretenía con su yo-yo chino, conocido como diábolo.

El artista, sin ninguna aparente dificultad, hacía bailar esa bobina, lanzándola en el aire, volteando con ella, enredándola alrededor de su cuerpo, como si fuera capaz de dar vida, con la agilidad de sus brazos, de sus manos y de sus piernas a ese peculiar objeto sin alma. Tras unas increíbles coreografías, como era de esperar, a la bobina inicial se unió una segunda, luego una tercera y después una cuarta. El aparente pasatiempo se complicaba progresivamente; el enredo, literalmente, se hacía imposible, y lo que parecía la antítesis de un juego de niños se convirtió en un grandioso compendio de arte, ingenio y destreza. Un único, mínimo e imperceptible error hubiera sido fatal, hubiera provocado la caída, como las piezas de un dominó, de toda la estudiada y perfecta composición de ese número, y mientras Aliapiedi y su acompañante contenían el aliento por temor que el solo hecho de respirar pudiera estropear los precisos vuelos de esos objetos, el artista, con sus dos palos, su cuerda y sus cuatro bobinas, conseguía terminar gloriosamente su ejercicio, volviendo sonriente al cálido refugio de la Bataclán.

Lo presenciado parecía ser ya más que suficiente, gracias también a los increíbles efectos de las luces y sonidos –obras, respectivamente, de los diseñadores Martin Labrecque y Jonathan Deans y Leon Rothenberg–, pero cuando todos ya creían, casi esperaban, que el dulce sufrimiento de las peligrosas acrobacias se había acabado, se materializaron unas cuantas sillas en el profundo y azul horizonte del Vacío. Entonces, a ella le vino a la mente lo que había leído en la nota de prensa pero, por respeto a su marido, para no estropearle la dulce pero amarga sorpresa, guardó un estoico silencio.

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…de un atípico hombre araña… (Foto: Circo del Sol)

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Las acrobacias in crescendo… (Foto: Circo del Sol)

El acróbata empezó así su hazaña, tejiendo pacientemente, como una araña, una atípica tela, hecha de un pedestal, de unos asientos y de unos respaldos que encajaban entre ellos.

Colgando de esa extraña pared hueca vertical in fieri, un paso tras otro, sin prisa pero sin pausa, el hombre, el atleta, el campeón de la gimnasia iba representando con su espléndido cuerpo musculoso unas increíbles figuras.

Gracias a la potencia y al control de sus bíceps, sus abdominales, sus aductores y, al fin y al cabo, de todos sus músculos voluntarios, se sustentaba sobre su cabeza, se doblaba sobre sus brazos, se inclinaba de un lado o del otro, y, poco a poco, fue apilando, una tras otra, las ocho sillas, formando una delicada y frágil pero recta, y por ello atípica, torre de Pisa.

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…en un Torre de Pisa… (Foto: Circo del Sol)

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… de ocho sillas! (Foto: Circo del Sol)

El silencio dominaba en el oscuro espacio infinito, sólo iluminado por el resplandor de esos ejercicios cada vez más elaborados, cada vez más complicados; la misma orquesta se había callado mientras que el flexuoso equilibrista, concentrado, tras haber colocado una última silla en diagonal, suspendida a siete metros de altura, por fin se enganchaba a una cuerda de seguridad, para afrontar su última exhibición.

Con la sola ayuda de las leyes físicas, de la estática y de la dinámica, y de su equilibrio, al nostálgico son de los recuperados acordes de un teclado y de un saxofón, después de haber controlado la frágil solidez de esa estructura, se sentó sobre la última silla oblicua, se levantó sobre ella, se puso cabeza abajo, se torció de un lado y, finalmente, como si la cuerda de seguridad le estuviera levantando invisiblemente desde arriba, como si estuviera en un lugar huérfano de gravedad, con increíble ligereza se extendió horizontalmente sobre esa torre vertical, tendido y tenso como una veleta, apoyándose con un solo brazo sobre la silla colocada en diagonal.

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El gran final del flexuoso equilibrista (Foto: Circo del Sol)

Nadie sin embargo le aplaudió, nadie le ovacionó, nadie le aclamó: las palmas cayeron con toda su potencia sobre su cuerpo y su alma sólo cuando devolvió sus pies a la tierra. 

Aliapiedi y su binomio ya no podían más con tantas emociones, con todos esos sentimientos diferentes –alegría, miedo, nostalgia, euforia…– que  recorrían sus respectivos cuerpos por culpa de ese mundo kooziano, retorcidamente creado y dirigido por un Truquista malvado y despiadado, capaz de divertirse, entretenerse y jugar despreocupada y descaradamente no sólo con el estado de ánimo del Inocente sino también con el de toda la gente. Y éste, en efecto, conforme a su voluble actitud, después de haberles regalado otro momento de pseudo-relajación con el atronador solo de un batería que, a lo grande, se desahogaba golpeando con maestría cajas, bombos y platillos, a la vez que movía los pies y los brazos a un ritmo infernal, casi desesperado, decidió obligarles a aguantar una última exhibición.

Y así, con el poder de su varita electrizante, convocó a unos nuevos personajes.

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La llegada de los nuevos personajes bajo la batuta del Truquista

Estos, obedientes como si de soldados perfectamente entrenados se tratara, aparecieron a su lado con unos llamativos trajes blancos y de metales, cargando un colchón y un inquietante trampolín.

Lo colocaron a un lado de la pista y, sin pensárselo dos veces, empezaron a saltar sobre él, volando literalmente por los aires mientras dibujaban escenográficas piruetas, volteretas o pirámides humanas acompañadas por dobles, triples, cuádruples y hasta quíntuples saltos mortales. Parecían unas peonzas fuera de control o, mejor dicho, perfectamente controladas que, desde el Vacío de las alturas, a diez metros de distancia de la tierra, caían perfectamente encima de las palmas o de los hombros de sus compañeros de aventura.

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El asombroso salto final y mortal con zancos de metal (Foto: Circo del Sol)

Cualquiera hubiera dicho que esos cándidos guerreros estaban divirtiéndose de verdad, como si aquellas proezas fueran para ellos actos muy sencillos, como si esos lanzamientos no llevasen ningún riesgo y mientras que el público, paulatinamente, se iba acostumbrando a sus saltos fabulosos, acompañándolos con las palmas, unos autoritarios y altos zancos de metal mandaron nuevamente a callar a todo el mundo.

Al borde de un ataque de nervios, intuyendo lo que podía pasar, Aliapiedi prefirió no mirar, no asistir a la enésima locura aérea, no sufrir más con el último e impresionante lanzamiento de un hombre con las piernas atadas a un inquietante artilugio… Pero éste, dejándose impulsar por sus compañeros en lo alto de los cielos, y más allá, después de unas volteretas espectaculares aterrizó con elegancia sobre una oportuna colchoneta, de pie, recto y erguido sobre sus dos largas piernas adicionales.

Ella se lo había perdido.

Esos hombres voladores lo habían conseguido y por fin Aliapiedi y su marido podían desatarse en un aplauso infinito, en unos gritos liberadores, en una impresionante standing ovation que, con toda su fuerza y poderío, caía impetuosa sobre todos los artistas koozianos, incluyendo también al Truquista que, en el fondo, no era tan malvado, a los simpáticos lacayos, al incontrolable Perro Malo y al rey tan insano que, dejando a una lado su orgullo, decidió por fin ceder su corona a un Inocente que había demostrado ser muy valiente.

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La gran familia «kooziana» (Foto: Circo del Sol)

Y éste, tímidamente, mientras todos esos personajes se arrodillaban a sus pies, aceptó ese regalo, ese merecido reconocimiento de su pureza, ese premio por el complicado camino de autodescubrimiento recién recorrido que, desde la madurez, le devolvía nuevamente a su infancia despreocupada y al sencillo y poético vuelo de una cometa entre las estrellas de un Vacío que ahora, gracias a la fuerza, la fragilidad, la risa, la sonrisa, la confusión y la armonía de un tesoro llamado KOOZA, resplandecía más que nunca, a pesar también del apagón final provocado por el extraño Heimloss.

Aliapiedi y su marido, satisfechos, casi exaltados, aún no daban crédito a todo lo que acababan de sentir en sus propias carnes, durante esas dos horas abundantes de espectáculo; les parecía haber estado en otro lugar, en un mundo diferente donde, felizmente perdidos y desorientados, se habían olvidado por completo de las preocupaciones, o alegrías, cotidianas, de los obstáculos, o satisfacciones, que surgían en el día a día. Y, mientras paseaban felices por los múltiples senderos de una somnolienta Casa de Campo, dejado atrás KOOZA y todo lo demás, entre la infinidad de las estrellas que, por fin, habían cobrado protagonismo en un cielo despejado por completo, vieron vislumbrar entre ellas la más bella, la de un Sol infinito que nunca iba a ponerse en el horizonte, y la de un Circo que, como aquel de la vida, con su fantasía, puro reflejo de la realidad, siempre, y a pesar de todo, iba a seguir adelante.

Ella sonrió, vio a su marido feliz y, en su corazón, dio las gracias al Circo del Sol.

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El nocturno resplandor de un (Circo del) Sol infinito…

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Circo del Sol – KOOZA: La caja mágica de un peculiar juego de Matrioskas [Primera parte]

Ella llevaba desde el verano pasado tras este evento, siguiéndole la pista al Circo del Sol por todo el mundo, deseando disfrutar cuanto antes del inminente espectáculo en la capital para, eventualmente, poder compartir la experiencia en uno de sus relatos. Ya había pasado casi una década pero aún recordaba las increíbles emociones que había experimentado con su marido y unos familiares la primera vez que, también en Madrid, atrás, había asistido a un CORTEO muy peculiar, un espectáculo que, más allá de las impactantes acrobacias, le había transportado, con sus reminiscencias fellinianas, a su amada patria italiana.

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La valiosa y dúplice invitación

Tanto le había marcado esa experiencia que se había empeñado en sentir en sus propias carnes la magia de la evolución humana a través de las complicadas coreografías de TOTEM, igual que ahora había perseguido con insistencia las dos invitaciones para el preestreno de KOOZA que agarraba con su mano derecha.

Llegados a ese punto, ¡nada ni nadie iba a impedirle estar allí!

Había organizado todo al milímetro, toda la logística familiar de ese miércoles lluvioso otoñal en el que, después de salir del trabajo, tenía que recoger por la tarde a sus hijos en el colegio, en diferentes horarios, y dejarles la cena preparada para finalmente descansar en el largo, pero cómodo, trayecto en metro, con trasbordo incluido, desde su casa hasta la parada de Lago, la más cercana al escenario de Puerta del Ángel.

Aprovechó el placentero viaje en transporte público para documentarse con las cifras de infarto que rezaban en la nota de prensa que le habían proporcionado. Esa inmensa colonia sobre ruedas llamada “Cirque du Soleil” había sido fundada en 1984 por el audaz acordeonista, zanquista y tragafuegos canadiense, Guy Laliberté. El equipo del espectáculo que estaba a punto de presenciar lo conformaban más de ciento cincuenta personas, entre artistas, técnicos y acompañantes oficiales, pertenecientes a veinticinco nacionalidades diferentes, a los que había que añadir más de un centenar de profesionales locales. El personal incluía dos profesionales médicos, siempre atentos, entre bastidores, y tres cocineros y un ayudante encargados de preparar y servir tres comidas al día para todo el personal. En el montaje del emplazamiento, completamente autosuficiente en energía eléctrica, se tardaba más de una semana y el transporte de todo el material requería de casi un centenar de remolques.

¡Esa sucursal de la sede principal canadiense que, durante un par de meses, se iba a instalar en Madrid, era una verdadera ciudad dentro de la ciudad!

Tan concentrada estaba ella en esos números que casi se le pasaba la parada.

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Unas coquetas farolas con álgidas luces Led

El tiempo había volado y, a pesar del respeto que le producía caminar en oscuridad a través de un extenso parque, el de Casa de Campo, envuelto en leyendas, o historias verídicas, sobre atracos, robos y mucho más, nada más abandonar su vagón, al aire libre, se percató de que no hacía falta que su marido, que llegaba directamente desde la universidad, se acercara a recogerla allí. Decenas de luciérnagas humanas, con unas linternas colocadas en la cabeza, iluminaban los senderos arbolados de esa zona verde exterminada con sus pasos acelerados de runners experimentados; centenares de jóvenes, puede que estudiantes, animaban alegremente el ambiente con sus risas y sus charlas divertidas mientras que en el horizonte, bajo unas estrellas que jugaban al escondite con unas nubes que se movían rápidamente, se podía divisar la capital en todo su esplendor, con las luces presumidas, casi presuntuosas, de las Cuatro Torres, las envidiosas del Edificio Telefónica, las majestuosas del Palacio Real con su Catedral y las discretas del Faro de la Moncloa.

Entretenida con las vistas desde ese cerro, gozando de un entorno que en absoluto era tan siniestro como se lo había figurado, a pesar de estar un poco desorientada, dejó que sus pasos suplieran esa carencia y se dejó llevar por un camino flanqueado por unas coquetas farolas cuya belleza de antaño se veía estropeada por unas luces Led de álgido halo blanco que hacían añorar las del cálido y tradicional color amarillo.

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El Circo del Sol brillando en la oscuridad

Y así, poco a poco, a piedi, un paso tras otro, divisó a través de árboles cuyos copos parecían nubes obscuras que querían llegar hasta el suelo los llamativos tonos azules y amarillos de la carpa original del Circo del Sol que, por primera vez en la capital, sustituía a la blanca de las anteriores ediciones.

Esa curiosa estructura bicolor, formada por altos conos rayados como cebras que, junto a las tiendas instaladas, parecían componer un enorme campamento en medio de un oasis urbano, la impactó profundamente y le trajo a la imaginación una caja mágica en cuyo interior, como si de un peculiar juego de Matrioskas se tratara, iba a descubrir otra caja llena de magia: la que se escondía tras el prometedor rótulo de entrada: KOOZA.

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El prometedor rótulo de la entrada

Allí, bajo ese llamativo letrero, se encontró con su marido y, tras superar los necesarios controles de seguridad, los dos se encaminaron hacia la colorida carpa de entrada, ya de por sí bastante escenográfica, repleta de mostradores de merchandising, alimentos y bebidas. No disponían de mucho tiempo de modo que, sin prestar mucha atención a todos los objetos que les rodeaban, se adentraron enseguida en la Gran Carpa, una estructura de veinte metros de altura y más de cincuenta de diámetro cubierta por una tela que pesaba nada más, y nada menos, que cinco toneladas, que les iba a trasladar a un universo muy peculiar…

Acomodados en sus asientos, contemplaban un espacio central huérfano de elementos dignos de recordar –ciertamente, la puesta en escena no era espectacular–. Un poco defraudados, pero sin tener el valor de admitirlo entre ellos, esperaban que “algo” o “alguien” pasara por allí… Mientras una voz en off enumeraba las múltiples pero necesarias advertencias para preservar la seguridad de los artistas y de todos los asistentes –no utilizar flash, apagar los móviles, no grabar, en caso de emergencia mantener la calma…– hizo acto de presencia un payaso que les despertó de su indiferencia. El bufón, cuyo rostro blanco resplandecía bajo los reflectores, interpretaba magistralmente las instrucciones, con un arte mímico tan deslumbrante que hacía palidecer, y a la vez divertir, al nutrido público, convertido, por ese súbito palor en un ejército de fantasmas.

Tras la atípica introducción, apareció en el escenario un infante ya crecido –o puede que fuera un hombre con alma infantil–; se trataba del Inocente, el involuntario protagonista de la historia que, en breve, se iba a escribir. Su frágil figura correteaba rápida, solitaria y aparentemente despreocupada por el anillo central, enarbolando una cándida cometa que, empujada por un invisible viento amigo, volaba libre por el cielo azul encerrado en la carpa. Esa poética, y a la vez melancólica, imagen de una especie de Pierrot abandonado, sólo acompañado por el son de una apagada melodía, acentuó el aire circunspecto de Aliapiedi y su acompañante que, aún más desconcertados, se preguntaban cuánto iba a durar ese incipit que, en línea de principio, no tenía nada especial. Pero como si el espíritu circense quisiera castigarles por su incredulidad, por sus fáciles ilaciones, por sus infundadas opiniones, hizo acto de presencia un nuevo, e insólito, elemento: nada más y nada menos que KOOZA, el cofre o la caja -según el significado de la palabra en sánscrito-.

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La sorpresa dentro Kooza, la caja mágica o la caja de Pandora (Foto: Circo del Sol)

Ambos se miraron en los ojos sorprendidos, al compás del estupor del Inocente que no veía el momento de abrir ese extraño contenedor. Y, dicho y hecho, de esa caja mágica, puede que una peligrosa caja de Pandora salió una figura bastante singular, vestida de tal manera que a Aliapiedi le recordó de inmediato un camaleónico Arlequín.

Esa criatura se deslizaba elegantemente por el escenario con una varita mágica en la mano y una colorida vestimenta, de rombos y rayas, pero no era en realidad un personaje de la comedia del arte italiana, sino de la fantástica y fantasiosa realidad kooziana: el Truquista. Súbitamente, el nuevo invitado impuso, más bien sobrepuso, su electrizante presencia a la del Inocente que, aturdido y tembloroso, pero a la vez intrigado y curioso, anhelaba inconscientemente descubrir el mundo creado por ese ser sofisticado.

Fue así como empezó el espectáculo de verdad, en todo su esplendor, con todo su clamor.

La música, tocada en vivo y en directo, cambió de ritmo, sustituyendo las lánguidas notas del principio por unos acordes más fuertes e intensos y, después, por una sinfonía grandiosa, parecida a un canto colectivo, que anunció la triunfal llegada de una nueva e impresionante criatura.

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El Inocente enfrente de un Vacío impresionante  (Foto: Circo del Sol)

Llegados a este punto, ahora sí, Aliapiedi y su marido eran todos ojos y oídos y, asombrados, observaban el cambio que se estaba produciendo en el escenario gracias al suave, pero inquietante, movimiento de las cortinas que, a la par del nado involuntario de una medusa empujada por el capricho de las olas, se apartaban armoniosamente, como si fueran suavemente arrastradas por una fuerza superior. Era en realidad el director de orquesta, el Truquista, el que estaba dirigiendo esa danza, ese ondear de una única tela gigante, llamada el Vacío, que, jugando con las luces y la oscuridad, con el viento y con el aire, parecía conformar una extraña criatura, similar a un cautivador monstruo de ciencia ficción, a la par de un Dermagogon del siglo XXI. Pero esa “Stranger Thing” no era ningún engendro sino una sugerente torre viajera, similar a una enorme tienda de exóticas reminiscencias que, envuelta en un pesado cortinaje, dejó al descubierto pocos segundos después toda la hermosura de su elaborada desnudez.

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La House Troupe y la fascinante Bataclán (Foto: Circo del Sol)

A Aliapiedi le costaba apartar su mirada esa “Cosa Extraña” llamada Bataclán, que estaba enmarcada por las velas y abrazada por unas curvas escaleras, con una decoración que mezclaba la cultura hindú, los autobuses pakistaníes y la joyería india; concentrada como estaba en los sinuosos movimientos de los cuerpos de los músicos, ataviados con una rica y folklórica vestimenta de tonos rojos con destellos dorados, que se ubicaban en la parte alta de la estructura, tras una barroca barandilla, y en las pegadizas melodías de aire indio donde destacaban las evocadoras combinaciones de flautas y violines y las magistrales exhibiciones guturales, al mejor estilo bollywoodiense, le pasaron desapercibidas las iniciales acrobacias de los primeros aristas que habían salido de sus entrañas y la naturalidad y soltura con la que la House Troupe, a través de su Charivari, realizaba levantamientos, pirámides humanas, piruetas y saltos sincronizados al son de la orquesta.

La Bataclán, con todo su ambaradán, la había cautivado por completo.

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Las tres (o una) contorsionistas de goma (Foto: Circo del Sol)

Fue entonces el ágil y sinuoso maestro de ceremonias el que con su varita mágica consiguió volver a captar su atención dando lugar a la aparición de tres contorsionistas que, dada la sincronía de sus audaces e innovadores movimientos, parecían una sola.

Esas tres figuras cuyo esqueleto no parecía formado por centenares de huesos sino por millares de gomas que, como juncos acariciados por el viento, se doblaban pero no se rompían, se desenvolvían con una naturalidad fuera de lo normal, en un reducido espacio circular sobreelevado, mucho más pequeño que el de la pista central de poco más de diez metros de diámetro.

Aliapiedi, que desde hace años padece de la espalda, miraba, más bien admiraba, al trío, sufriendo a la vez por él.

Se asombraba por el control milimétrico de esas poses tan estáticas que parecían esculturas o con el esfuerzo muscular de esos, aparentemente frágiles, cuerpos amoldados por años de intensos entrenamientos y, a la vez, se preocupaba por las lesiones que esas tres gimnastas habrían padecido y habrían superado para volver a doblarse cada vez más.

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Un increíble ejercicio de gimnasia extrema (Foto: Circo del Sol)

Y tanto era así que no era capaz de relajarse, tensándose cada vez más por la agilidad con la que esas tres criaturas, cuales ligeras libélulas que revoloteaban a ras del suelo y trepaban una encima de otra para dibujar increíbles figuras. Y cuanto más se contorsionaban, más rígida se ponía Aliapiedi, apretando los dientes, contrayendo todos los músculos de su cuerpo y cerrando fuerte los ojos, al límite de su resistencia, física y psicológica, para volverlos a abrir después de haber escuchado, aliviada, el tan ansiado y merecido aplauso para ese increíble ejercicio de gimnasia extrema.

Seguidamente, hicieron acto de presencia en el universo kooziano unos extraños personajes: un rey alocado, con el pelo alborotado y una corona para retenerlo, un perro chiflado, que perseguía a cualquiera ladrando sin parar, un extraño Heimloss que, como si de un terrible Minion se tratara, saboteaba desde el subsuelo los enchufes y los mecanismos de ese mundo retorcido y, dulcis in fundo, una pareja de estúpidos lacayos. Aliapiedi y su acompañante torcieron el gesto puesto que ninguno de los dos ama los clowns, así que, a duras penas, prestaron atención a sus gestos recargados y sus palabras sin sentido, en perfecto castellano, aunque con un marcado acento extranjero. Ajenos a nuestra indiferencia, siguieron adelante con sus caídas involuntarias y sus muecas histriónicas hasta que, de repente, decidieron interactuar con los asistentes, escogiendo al azar a una voluntaria para que les ayudara en sus tareas insensatas.

Fue entonces cuando, incapaz de sustraerse a su manía de protagonista, al oír esa proposición casi indecente, Aliapìedi empezó a prestar al surreal número, reparando en los pasos inciertos, más bien perdidos, de la cabeza loca coronada y de sus dos pajes que, súbitamente, abandonaron el reino para mezclarse con los comunes mortales, a fin de reclutar a la elegida. Bajo la mirada divertida de su marido, que era perfectamente consciente de sus ganas de subir al escenario, se movía inquieta y sonriente en su asiento tratando de atraer los focos hacia sí. de los reflectores. Lamentablemente sus esfuerzos fueron en vano pues fue una doncella llamada Elena la que tuvo el honor de acceder a ese reino pero, por la razón que fuera, el fallido intento había logrado reclamar su atención, y también la de su pareja, y, a partir de ese momento, empezaron a disfrutar de ese show improvisado, a sonreír con los intentos de galantería del rey y compañía o, directamente, a reírse de verdad con sus alegres ocurrencias. Ellos mismos estaban sorprendidos con su cambio de actitud, con ese anómalo sentimiento de simpatía, e incluso de empatía, que había surgido hacia esos bufones desquiciados, magníficos representantes de la auténtica tradición circense, que, con sus momentos de sana diversión, poco a poco, según el espíritu de KOOZA, se fueron apropiando de sus almas –ese, en efecto, era el fin no sólo del director creativo del espectáculo, Serge Roy, sino también de su creador, David Shiner, antiguo mimo callejero parisino que, a lo largo de su trayectoria profesional, siempre se había tomado muy en serio, paradójicamente, lo de hacer reír a la gente–.

Pero no podían ser todo risas, burlas y bufonadas…

En algún momento tenía que volver la seriedad, los escalofríos y el temor, según la mutable voluntad del Truquista.

Así que el silencio volvió a apoderarse del ambiente y un nuevo artista, siempre bajo la mirada sorprendida del Inocente, inició su exhibición. Se trataba de un hombre, un hombre musculoso o “macizo”, como hubieran dicho los payasos, que iba acompañado por una rueda gigante. El ser humano y el artilugio se balanceaban al unísono, agraciada y silenciosamente, escurriéndose entre ellos, entrando y saliendo el uno del otro, jugando a perseguirse en un camino curvilíneo sin descanso. Tan intensa era su compenetración, tan fuerte era la química entre ellos, tan hermosa era su dulce danza silenciosa que no quedaba del todo claro si era el hombre el que dirigía la rueda o la rueda la que dirigía al hombre. El ser vivo parecía hablar telepáticamente con ese objeto aparentemente inanimado, o puede que fuera exactamente lo contrario, que la rueda le sugiriera a su amo como inclinarse dentro de ella, como abrazarla o como insertarse en su espacio circular cual hombre de Vitruvio en carne y hueso, de soberbias proporciones ideales, pegado a una circunferencia tridimensional en rítmico movimiento circular.

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El «duo dinámico» en monociclo (Foto: Circo del Sol)

Los aplausos, como siempre, acompañaron la salida del increíble hombre-rueda que dio paso a un nuevo personaje fantástico, también él dotado de una rueda, en este caso de un monociclo. Ese artista, sin embargo, que controlaba a la perfección su medio de transporte, no estaba solo, sino acompañado por una mujer. Al ritmo de una música que a Aliapiedi le recordaba la de un romántico y atípico tango argentino de aire parisino trufado de jazz, ambos a bordo del monociclo, empezaron a interpretar un baile muy sensual: el hombre conducía el neumático de modo elegante a la par que danzaba con su pareja, levantándola y volteándola en el aire, enrollándola alrededor de su cuerpo, manejándola como si fuera una pluma, sin esfuerzo aparente. Hombre y mujer parecían una sola persona, unidos para siempre en ese trepidante ejercicio, y ella, alegrándose por ese delicado y romántico ejercicio, no pudo evitar compararlos con una bailarina de papel y un soldadito firme como el plomo, según una versión adaptada, más humanizada y con mejor final, del conocido cuento de Andersen.

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¡Un auténtico…

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…desastre universal!

Y después del dúo, o trío, romántico, fueron nuevamente el rey y sus bufones a provocar el estupor y las sonrisas a diestro y siniestro, saliéndose del guión, como de costumbre, e interactuando con los asistentes para arrastrarles hacia su mundo alocado, haciéndoles participes, con sus simpáticas y extravagantes ocurrencias, de sus líos, de sus errores colosales y de sus problemas con la policía municipal, mientras que unos increíbles cañones disparaban en el aire una lluvia de colores:

¡Aquello era un auténtico desastre universal!

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Los atrevidos funambulistas (Foto: Circo del Sol)

Parecía que la fragilidad del reino del Truquista se había roto por completo, que la confusión y la anarquía se habían apoderado de todo el mundo, pero, para demostrar exactamente todo lo contrario, se personaron cuatro funambulistas que, suspendidos en dos alturas diferentes, al filo del imposible o, para ser exactos, al filo de dos altos alambres que habían sido levantados en el medio del caos de antes, con el preciso poderío de sus actos, jugaban con las fuerzas y contrapesos de la naturaleza.

Colgados literalmente de ese dúplice hilo, en un impresionante crescendo de dificultad, saltaron comba al unísono, jugaron al salto de la rana, construyeron torres humanas, pedalearon sobre sendas bicicletas con una silla ocupada por otro artista suspendida entre ellas, realizando auténticas proezas en el aire, gracias a un preciso cálculo de mesuras y proporciones, de tensión y elasticidad.

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Proezas «al hilo» de lo imposible (Foto: Circo del Sol)

Conteniendo el aliento mientras que los cuatros jinetes de un anti-apocalipsis hacían realidad lo imposible, Aliapiedi confiaba en que el hechizo no se rompiera irremediablemente, deseando con todas sus fuerzas que ese magnífico y aterrador juego peligroso terminara cuanto antes para que los cuatro artistas volvieran, sanos y salvos, a posar sus pies en la tierra firme.

Y como si el Truquista le hubiera leído el pensamiento, tras los aplausos de rigor, decidió concederle un descanso para que durante treinta minutos kooza, su caja, volviera a encerrar todo lo que había salido de ella, lo bueno y lo malo, el miedo y la alegría, la debilidad y la fuerza.

Los dos, entonces, se levantaron aliviados de sus asientos, aún aturdidos por la belleza, la elegancia y el lujo, no sólo de los artistas, sino también del vestuario y de la música que los acompañaban, mérito, de la hábil mano de la diseñadora Marie-Chantale Vaillancourt y del soberbio oído del compositor Jean-François Côté, respectivamente. Tantas y tan intensas eran las emociones que habían experimentado durante casi una hora de espectáculo ininterrumpido, codo a codo con el peligro, palpándolo en sus cuerpos, tal y como era la pretensión del escenógrafo Stéphane Roy, al crear ese espacio escénico tan transparente y cercano al público, que los asistentes merecían un descanso para retomar la compostura, para serenarse, para recuperar sus fuerzas, casi más que los acróbatas experimentados y entrenados. En ese intervalo, sin embargo, no fueron capaces de expresar con palabras sus sentimientos ante lo que habían visto y vivido y, casi sin darse cuenta, al cabo de la media hora que había pasado a pasos agigantados, fueron llamados a retornar a sus asientos para, de la mano de Inocente, enfrentarse, puede que doblegarse, a la voluntad del ambiguo maestro de ceremonias, de ese poderoso Arlequín de una circense comedia humana, vestido con un llamativo pijama de rayas.

[Continuará… ]

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El poderoso Truquista-Arlequín con su llamativo pijama de rayas (Foto: Circo del Sol)

 

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Disneyland Paris: En el nombre del abu [(Gran) Fin(al)]

[… Sigue]

Hoy es nuestro último día y, obviamente, nadie quiere volver a casa. Además, como si la creciente nostalgia no fuera suficiente, la meteorología tampoco acompaña ya que, a pesar de estar en pleno verano, las temperaturas son más bien otoñales, con un frío viento en aumento y unas amenazadoras nubes acercándose desde el horizonte. Sin embargo, nos autoimponemos pensamientos positivos, esforzándonos en ver el vaso medio lleno y, por ende, proponiéndonos aprovechar al máximo cada uno de los momentos de que disponemos hasta el vuelo de vuelta de esta noche.

Y así, con otro talante, decidimos repetir las atracciones de ambos parques que más nos han gustado y las que algunos de nosotros no hemos probado.

La primera de todas, la que hemos posicionado en nuestro particular “top five”, es sin duda “Autopia”.

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Un atasco «autopiano»

Así que, a bordo de nuestros flamantes coches, nos adentramos nuevamente en ese circuito extraordinario, esta vez con mi primo y yo al volante y nuestras respectivas madres ejerciendo de copilotos, ya que el primer día ellas, a diferencia de sus maridos, no se habían animado a disfrutar de esta atracción –en su momento, querido abu, creí erróneamente que fuera por culpa de todas esas absurdas leyendas que circulan sobre la mala conducción de las mujeres y que, por el mismo motivo, también la “nona-nena” se había limitado a observarnos desde un puente elevado sin aprovechar la posibilidad de renovar ficticiamente su carnet caducado desde hace años, pero nada más lejos de la realidad–. Cumplido todo el recorrido sin choques ni accidentes, respetando las señales de tráfico y los límites establecidos, mi tía y mi madre bajan de los vehículos encantadas, comprendiendo ahora a la perfección el porqué de nuestra selección.

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«Videopolis»

Después de esta renovada (y exitosa) experiencia familiar sobre cuatro ruedas, nos separamos: mis tíos y la “nona-nena” se van de compras, mientras que los demás seguimos con nuestros sueños de futuro en el pasado y en el presente, tal y como reza el lema de “Discoveryland”.

Secundando los deseos de mi primito, volvemos a probar la atracción dedicada a su personaje favorito, “Buzz Lightyear Laser Blast”, a pesar de que el primer día no había entusiasmado a mi padre, ni a mi tío. Pero esta vez, a bordo de los cruceros espaciales “XP-40” con sus colores tan chillones, ostentando el cargo de “Junior Space Ranger” está también mi madre, la Aliapiedi de siempre convertida para la ocasión en una temible y despiadada killer de armas tomar. Sentada a mi lado, sujetando su mortífero cañón con una mano y los mandos del estrambótico vehículo con la otra, empieza a disparar como una posesa, alcanzando con sus rayos laser infrarrojos todo lo que se le pone a tiro, marido, hijo y sobrino incluidos: ¡Una auténtica matanza cósmica!

Al finalizar la misión, con gran asombro de los demás, es ella la que ocupa la segunda posición en el ranking del “Comando Estelar”, justo detrás de mi, ganadora absoluta de la batalla, clasificadas ambas por nuestra puntería en el nivel supremo de “Galactic Hero”. Una foto de las dos en plena acción, proyectada en una de las pantallas al final de recorrido, lo atestigua: somos las mejores pistoleras de la historia… ¡O de Toy Story!

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«Orbitron»

Será por la merecida victoria, será por el titulo recién adquirido, será por esta revancha femenina, pero, contra todo pronóstico, esta segunda bélica aventura me ha resultado mucho más divertida y placentera que la primera y, con la descarga de adrenalina (y electromagnética) aún circulando por el esqueleto, las “heroínas galácticas” nos encaminamos, acompañadas por nuestros humildes “cadetes espaciales”, hacia el esférico “Orbitron”, omitido el primer día.

Es este un carrusel aéreo al estilo de “Dumbo the Flying Elephant”, pero bastante más rápido, más inclinado y más elevado.

Y mientras que mi padre, mi hermano y yo volamos sin límites y sin frenos hacia arriba y hacia abajo, mi madre no se levanta ni un centímetro del suelo, yendo siempre a ras del mismo, dibujando círculos de ínfima altura para evitar que mi primo, sentado a su lado en la futurista nave espacial, feliz y sonriente durante todo el recorrido, se maree –en realidad, querido abu, yo creo que era ella la que estaba asustada con ese vuelo interplanetario inspirado en los “leonardescos” dibujos visionarios del sistema solar–.

Tachadas entonces las atracciones favoritas o las que faltaban de esta tierra del descubrimiento, pasamos a las de “Adventurland”, ya que queremos volver a zarpar a bordo del barco de “Pirates of the Caribbean”.

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«Discoveryland»

Esta vez, sin embargo, los piratas están descansando, puede que durmiendo a pierna suelta después de una borrachera nocturna, y no queriendo esperar un par de horas hasta que se solucione el leve “problema técnico”, decidimos embarcarnos en otro navío, menos peligroso y más tranquilo, el de Peter Pan y sus amigos, atracado en “Fantasyland”.

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Volando en el País de Nunca Jamás

Sobrevolamos entonces otra vez la iluminada ciudad de Londres y el inquietante País de Nunca Jamás entre sirenas, indios y piratas, y, de vuelta a tierra, después de habernos reunido con el resto de la familia, agotados ellos por su intensa aventura consumista, a juzgar por la ingente cantidad de bolsas que llevan consigo, nos decantamos por una breve pausa gastronómica a base de perritos calientes en el “Casey’s Corner”, bajo la amenaza de una lluvia inminente y unas ráfagas de viento insistente.

Puede que estos fenómenos naturales sean unas señales, puede que el tiempo adverso tenga su sentido, puede que sea mejor no desafiar los elementos, así que, animados por las razonables dudas, empujados por las fuertes corrientes de aire, decidimos despedirnos serenamente, bajo un cielo que de sereno tiene muy poco, del Disneyland Park con un “¡hasta siempre!” y un “arrivederci!”.

Pero falta un último detalle, una última formalidad, una última tradición familiar: el envío de una postal, una costumbre vintage en la era de Internet que mi madre mantiene viva en todos sus viajes y que por estos lares se enriquece de curiosas peculiaridades. En efecto, no se trata sólo y simplemente de comprar, escribir, sellar y enviar una postal; se trata de comprar una emblemática postal de Disneyland en “The Storybook Store”; se trata de escribirla y firmarlas todos juntos; se trata de que, una vez comprada, escrita y firmada por todos los miembros de la familia allí presentes, sea entregada en persona en el Ayuntamiento para que, una vez franqueada con el valioso timbre de Mickey Mouse, emprenda el viaje hacia el hogar milanés de otro abu, o mejor dicho, de un nonno solitario, cien por cien italiano… Dicho y hecho, la postal empieza a volar desde París hasta Milán, planeando por el cielo con su mensaje de un recuerdo colectivo, cruzando las estrellas y alcanzando finalmente su destino donde hace mella en un corazón sorprendido y conmovido.

Ahora sí que toca irse de verdad; toca volver a la realidad…

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¿Una triste despedida de Disneyland París o un prometedor «arrivederci»?

Pero la mítica “nona-nena” no parece ser de la misma idea y, tomando la iniciativa, alejando una vez más el cansancio acumulado en los tres días, toma las riendas de la situación, como legítimamente le corresponde por su “cargo” familiar, y decide unilateralmente llevarnos al lugar donde más que nunca hemos soñado con los ojos abiertos o vivido de verdad con los ojos cerrados: ¡París!

Metida de lleno en su papel de “nona-niña-nena”, animada más que nunca, no puedo evitar observarla admirada mientras, con paso firme, la veo desaparecer en el acceso, mucho menos concurrido, reservado a los “single rider”, determinada en perseguir con todas sus fuerzas, sola, pero no solitaria, su ilusión “ratatouillesca” –¿Quién sabe, querido abu, lo que rondó en su cabeza? ¿Quién sabe qué o quién la animó a ella, tan prudente y tan solidaria, a volver a vivir esa experiencia por su cuenta? ¿Quién sabe qué fue lo que buscaba?–.

Y, camino de ese irreal, y tan real, universo paralelo, ella se aleja de nosotros, decidida a vivir su aventura y a disfrutarla a su manera en la ciudad de la luz, acompañada por el sonido de un acordeón y por el amor de su vida… –nadie sabe lo que (le) pasó allí dentro, lo que imaginó, lo que sintió y lo que volvió a recordar de su primer viaje a París, contigo, abu querido, como dos eternos enamorados… Nadie lo supo, nadie lo sabe, y nadie lo sabrá, salvo tú, claro está…–.

Y ahí reaparece la nona, con una evocadora sonrisa dibujada en su cara, con unas tímidas lágrimas en sus ojos, con unos pensamientos susurrados a su corazón: ha vuelto a ser una niña, soñadora como yo, luchadora como nadie y, además, creadora de un nuevo lema, de una nueva exclamación acompañada por una serena y dulce reflexión: «¡¿Quién me iba a decir a mí que iba a volver a París?!».

«¡Bravo nona!», le contesto yo tácitamente mientras que su pregunta tan sugerente, salida desde el alma y que lleva ya consigo la respuesta, empieza a volar libremente en el aire, en el cielo, hasta el infinito y más allá, reuniéndose en el firmamento con el deseo de su marido, con el deseo de un abu tan querido…

Y así, cogida de su temblorosa mano, a piedi, las dos juntas nos encaminamos emocionadas hacia la futura y esplendorosa aventura de la vida, dejando atrás aquella maravillosa, recién disfrutada, de Disneyland París.

FIN

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¡Hasta siempre, abu querido!

Aquí termina nuestra historia, aquí termina nuestra aventura, aquí termina nuestro diario.

Una vez más, querido abu, te damos las gracias por este viaje que nos has regalado, por este deseo por fin cumplido, por este sueño por fin realizado.

Te queremos, siempre y para siempre, y no te olvidamos, nunca y ¡para nunca!

Tus nietos”

Aliapiedi, con las lágrimas en los ojos, terminó de leer esta carta-diario, recordando, ella también, todo lo que habían vivido, o puede que soñado, “en familia”, en París y Disneyland. La noche había caído, una noche profunda e intensa, pero ella, más despierta que nunca, una vez retomada la compostura, decidió no dejar caer en el olvido la “infantil” obra literaria. Abrió entonces su portátil y, sin prisa pero sin pausa, empezó a copiarla en su bitácora, en el blog de “Aliapiedienfamilia”, modificando levísimamente algunas partes y añadiendo al final este post scriptum personal y, a la vez, familiar:

“P.S.: Abu querido por todos nosotros –¡a esas alturas de la película, me permito tutearte!–, como has podido leer de la mente y de la mano de tus nietos, la “nona-nena” ha cumplido tu promesa, ha realizado tu deseo, ha vivido tu sueño de entonces, nuestro sueño de ahora, el sueño que a todos nosotros se quedará para siempre marcado en nuestra memoria. Y, como bien sabes, no lo ha hecho por obligación, por deber o por compromiso: lo ha hecho de corazón, por ti, por nosotros y, sin quererlo, también por ella, levantándose y elevándose con una fuerza y una entrega extraordinaria. Puedes estar más que orgulloso de tu “nena”, de la niñez que ha reencontrado, de la tristeza que, gracias a ti, ha alejado.

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La «columna-faro» rétro y…

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… la gran verdad de su inscripción

Y, como bien diría un famoso escritor, amante como yo, y como ella, de los viajes reales e imaginarios, cuya sabia y simbólica reflexión he leído en una “columna-faro” rétro, que preside, junto con otras, el ingreso de “Discoveryland”:

“Tout ce qui est dans la limite du posible, doit être et sera accompli”

[Jules Vernes]

“Todo lo que está en los límites de lo posible, tiene que ser y será cumplido”

Se ha hecho y se ha cumplido todo lo posible, así que, en nombre de todos nosotros, y una vez más, gracias a los dos, gracias de verdad, gracias de corazón…

Aliapiedi terminó de escribir estas últimas frases, repuso la carta-diario en la mesilla de su hija, besó a los “pequeños” y, antes de acostarse, se fue a cerrar las ventanas de la terraza que el abu tanto amaba. Levantó entonces la mirada y en el cielo tan especial de una noche excepcional apareció rápida una estrella fugaz…

Se quedó perpleja y pensativa, observando en su memoria esa estela que ya había desaparecido: ¿Había sido Campanilla desde el País de Nunca Jamás? ¿Había sido el abu guiñándole el ojo desde el infinito y más allá? ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿El “sueño de una noche de verano” o el sueño de un firmamento de San Lorenzo?

No importaba, concluyó ella, mientras somnolienta se iba a la cama, abrigada por un placentero razonamiento: si los sueños se hacen realidad en Disneyland, ¿por qué no puede ser también en la vida real?

Pase lo que pase, lo importante es vivir de ellos, intentando realizarlos o, simplemente, ilusionándose con conseguirlo…

Así que, más que nunca…

¡Buenas noches y dulces sueños!

Buonanotte e sogni d’oro!

Bonne nuite et doux rêves!

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Los 4 + 4 de Aliapiedienfamilia = ¡los 8 de Abupiedienfamilia!

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Disneyland París: En el nombre del abu (Primer día – Disneyland Park)

[… Sigue]

¡Ya está! Ecco qua! Et voilà!

Por fin ha llegado el día tan esperado, el día tan deseado.

Familiarizados con los chequeos de seguridad, y con la cola más rápida para los que no llevan bolsas o mochilas, orientándonos a la perfección gracias a la fructífera expedición del día anterior, con un placentero nerviosismo en el cuerpo, nos acercamos rápidamente a los tornos de acceso al “Parque Disneyland”, donde unos empleados disfrazados de doncellas y escuderos, o eso me parece, nos esperan para validar nuestras entradas deslizándolas por el correspondiente lector de códigos de barras –no puedes imaginarte, querido abu, cuanto miedo tenía de que nuestra aventura familiar finalizara allí mismo, sin ni siquiera haber empezado, por cualquier fallo técnico, error humano o imprevisto del destino– y, uno tras otro, todos conseguimos superar sin problemas esa muralla de control levantada entre nosotros y la diversión.

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Mapa del «Parque Disneyland»

Tras recoger unos cuantos mapas del lúdico conjunto, pasamos bajo la estación principal del “Disneyland Railroad”, el panorámico tren de vapor que recorre todo el perímetro del parque, y, como si hubiéramos cruzado un espejo mágico, nos trasladamos a un nuevo escenario, el del ambiente victoriano de “Main Street U.S.A.”.

Nos encontramos en “Town Square”, en la plaza de una pequeña ciudad estadounidense de principios del siglo XX, dominada por un hermoso templete central y por el “City Hall”, el Centro de Información para Visitantes. Desde unos vistosos coches de caballos, los de “Main Street Vehicles”, unos individuos nos dan la bienvenida tocando sus bocinas mientras observamos unos caballos, estos sí de carne y hueso, que tiran un tranvía, el “Horse-Drawn Streetcars”, similar a los que recorren las calles de la amada ciudad de nacimiento de mi madre, Milán.

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A piedi, en familia, por las calles de «Main Street U.S.A.»

Como de costumbre, las más expresivas somos las mujeres y mi primito que, eufórico, metido de lleno en el papel, no deja de pegar saltos de alegría, de gritar y de correr por todos los rincones del pintoresco municipio, aún a riesgo de perderse. Mientras recorremos la concurrida calle principal, flanqueada por tiendas, galerías, terrazas, bares-saloon y hasta una barbería de época, la “Dapper Dan’s Hair Cuts”, me divierto observando a mi tía, que no para de sonreír, a mi madre, que no para de hablar, y, sobre todo, a mi nona, que nunca antes ha estado en un parque temático y que no para de repetir, como si fuera la rima de una poesía o el estribillo de una canción: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».

Por el contrario, los hombres, conforme a su papel, fingen indiferencia, con la fugaz excepción de mi padre que esboza una tierna sonrisa frente al escaparate de un local centenario, “Lilly’s Boutique”, cuyo nombre le trae a la mente el cariñoso apodo con que me llama frecuentemente, requiriéndome de inmediato para una necesaria foto. Pero nada más llegar a la “Central Plaza”, justo enfrente del emblemático castillo, todas las varoniles resistencias se vienen abajo, cayendo como torres de arena arrastradas por una ola.

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El emblemático castillo

El edificio, con sus altas espirales, sus torres adornadas, sus azoteas majestuosas y sus vidrieras de colores, es sencillamente bello, como sólo en los sueños, o en ese parque, puede serlo, y los adultos, todos, después de haber empuñado sus smartphones y cámaras digitales, empiezan a “disparar” fotos en todas las direcciones para un nutrido reportaje familiar. Yo, sintiéndome una vez más como en mi propia casa, poso encantada delante del icónico edificio con mi corona, sola, con mi hermano, con mi primo, con mis tíos, con mis padres y con mi nona…

Después de un centenar de instantáneas, más o menos estáticas, más o menos conseguidas, por fin nos adentramos en la regia construcción: desfilamos ante sus curiosos árboles cuadrados, cruzamos el puente sobre el lago con cascada incorporada que abraza sus cimientos, pasamos por debajo de su majestuoso portal y recorremos su sorprendente planta baja hasta que alcanzamos el corazón del reino de la fantasía:

¡“Fantasyland”!

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Panorámica del fantasioso reino de la fantasía: «Fantasyland»

Lo que aparece ante nuestros ojos es indescriptible; rodeados de decenas de atracciones y presa de una sinfonía de colores, sonidos y olores, probamos unas sensaciones y emociones nunca antes vividas. Esta vez es mi hermano el que abandona su pose de “niño mayor”, esa que acentúa en presencia de mi primo y mía, e, incapaz de seguir disimulando sus sentimientos, explota en unas sonoras risas que, poco a poco, contagian los ánimos de todos, incluidos mi padre y mi tío que, víctimas de la euforia colectiva, empiezan a chincharse, picarse y gastarse bromas como si fueran dos adolescentes de verdad. Pero, a pesar de la alegría, tenemos que tomar una decisión muy seria: elegir entre tanta abundancia.

Todos queremos montarnos en todo y nadie quiere renunciar a nada: es imposible seleccionar, es imposible descartar. Así que, después de haber consultado repetida e inútilmente el mapa del parque en busca de un válido criterio a adoptar, tras un largo e intenso debate familiar, decidimos optar por el de la menor edad, en consonancia con el fantástico mundo al revés en el que nos encontramos, en el que los mayores reviven su infancia y los pequeños juegan a ser adultos; en consecuencia, será el más joven el que tome las riendas de la situación.

En esta tesitura, mi primo, ni corto ni perezoso, dicta sentencia gritando al cielo el nombre que tiene en su cabeza desde el principio: ¡Peter Pan!

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«Peter Pan’s Flight»

Dicho (¡o gritado!) y hecho, ya estamos todos a bordo de un galeón mágico que, en lugar de deslizarse por el mar, sobrevuela entre las estrellas los techos londinenses, en un nocturno iluminado sobre el Támesis, el Big Ben y el Tower Bridge. Así, en compañía de Campanilla y meneados por los pensamientos positivos, alcanzamos el País de Nunca Jamás, con sus cimas volcánicas y sus resplandecientes cataratas, entre niños perdidos, sirenas y piratas, y, después de asistir a un intrépido duelo entre el Capitán Garfio y el victorioso Peter Pan, retornamos a la realidad londinense, y a la vez parisina.

Entre confundidos y desorientados aterrizamos de este “Peter Pan’s Flight”; mi primo, ansioso y desesperado, no para de preguntar si el que había volado a su lado era de verdad su personaje favorito, mientras que mi nona, como un disco rayado, no para de repetir esa constante tríada exclamativa: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!» –no sabría decirte, querido abu, quién de los dos estaba más impresionado, si el pequeño que, por su tierna edad, aún no distinguía claramente la realidad de la ficción, o su abuela que, en ese peculiar recorrido, había experimentado una placentera conversión, de sabia nona a despreocupada niña, como yo o, como tú dirías, en eterna “nena”, alegre y serena…–.

Pero las sorpresas, y la magia, no acaban aquí…

Pinocho, Blancanieves y Dumbo nos esperan. Montados en coches de madera, carros mineros o elefantes voladores, “Les Voyages de Pinocchio”, “Blanche-Neige et les Sept Nains” y “Dumbo, the Flying Elephant”, nos trasladan a otros mundos entre hadas madrinas, brujas malvadas y ratones generosos, cruzando bosques obscuros, casitas de muñecas y circos de renombre.

Es un continuo viaje de ida y vuelta entre la mentira y la verdad, un infinito “Carrousel alrededor de la fantasía y la realidad, como el esculpido a mano, de Lancelot” que, con sus nobles corceles danzantes, domina simbólicamente el centro de esta tierra. 

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«Le Carrousel de Lancelot»

Y como si todos estos giros de diversión no bastaran para desorientarnos hasta marearnos, literalmente, las cuatro mujeres, o mujercitas, de la familia decidimos adentrarnos en un país de las maravillas, paralelo al que nos encontramos, el del “Alice’s Curious Labyrinth”.

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«Alice’s Curious Labyrinth»

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¡Una laberíntica duda amlética!

Y así, a gusto y adrede, perdemos nuevamente el norte, moviéndonos en todas las direcciones, siguiendo engañosas y contradictorias indicaciones, entre setos cuidados y puertas de diferentes dimensiones, esquivando animales alocados y soldados de papel enfurecidos, subiendo y bajando, deambulando en círculo, en cuadrado y en rombo, dando tumbos sin descanso hasta el (ya no tan deseado) destino final, es decir, la salida del curioso laberinto.

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El rechoncho castillos de dos atípicas «Rapunzelas»

Pero alguien por el camino se ha perdido de verdad, o quizás de mentira, ya que en el recuento familiar faltan dos personas. Sin embargo, la momentánea angustia desaparece de inmediato cuando los “supervivientes” divisamos en lo alto de la torre de un castillo muy rechoncho, las figuras esplendidas y esplendorosas de las desaparecidas, mi tía y mi madre, que, cuales divertidas “Rapunzelas”, se tiran fotos mutuamente desde las alturas, ajenas a todo, y a todos, hasta que advierten la presencia de sus maridos en la lejanía que, con aspavientos, parecen cantarles, no dulces serenatas, sino las cuarenta, las cincuenta y hasta las sesenta; pero ellas se muestran indiferentes y, ante las divertidas miradas del resto de la compañía, siguen despreocupadas en las alturas, reinas por un día, reinas por sorpresa o reinas de corazones, disfrutando a lo grande del momento de geográfica supremacía ¡y de dúplice monarquía!

Una vez finalizada la regia tarea fotográfica, las dos deciden regresar con nosotros, comunes mortales, y, aparcados los reproches, decidimos emprender camino hacia la tierra de la aventura y de los exploradores: “Adventureland”.

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La exótica ciudad de Agrabah

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El enfurecido Jafar

Tras atravesar un pasaje encantado, llegamos a un exótico territorio, una bulliciosa alcazaba con un bazar muy concurrido: es Agrabah, la ciudad de Aladino. Aquí, sin embargo, no hay ni rastro de lámparas, ni de genios, ni de alfombras voladoras, pero sí de un enfurecido Jafar con su bastón mágico en forma de cobra que intenta hipnotizarnos.

Nos ponemos a correr y, sin saber bien cómo, acabamos en un lugar aún más peligroso…

Rodeados por una densa vegetación, divisamos a lo lejos, entre esbeltas palmeras y árboles seculares, el mástil de un velero abandonado a su destino que, anclado a una enorme roca-calavera, tiene todo el aspecto de albergar fantasmas del pasado:

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Un velero abandonado y…

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…la roca-calavera de «La Plage des Pirates»

¡Estamos al borde de unas aguas muy peligrosas, de «Pirates’ Beach«, infectadas de bucaneros despiadados!

A pesar de la inquietante perspectiva, decidimos embarcarnos en un navío con rumbo a un horizonte muy oscuro, convencidos de que es mejor enfrentarse a lo desconocido que a la legendaria hipnosis del malvado visir-brujo que acabamos de dejar atrás, y con el ruido de fondo de espadas forcejeando con violencia, de bucaneros gritando maldiciones y de cautivos suplicando por su liberación, nos precipitamos literalmente en la profundidad de los abismos, entre fuegos, luchas y explosiones…

¡Es el infierno al estado puro!

Afortunadamente logramos escapar de ese panorama dantesco, sanos y salvos, sin un rasguño, tan sólo mojados por algunas gotitas de sudor, o quizás de agua, llenos de orgullo por haber superado la rocambolesca prueba de los “Pirates of the Caribbean”.

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«Pirates of the Caribbean»

Entusiasmada por el recién adquirido título de capitana experimentada, la nona sigue repitiendo con vigor su lema de batalla –«¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–, hasta que es bruscamente interrumpida por unos auténticos piratas que nos esperan a la salida de esta fortaleza  asediada, intimidándonos con sus miradas inquisidoras y rodeándonos con sus instrumentos de tortura… ¡musical! –en realidad, querido abu, sus violines, tambores, guitarras y acordeones emitían unas melodías muy placenteras y sus canciones, de batalla o de botellas, eran tan contagiosas que uno tras otro nos unimos a la alegre compañía de los pícaros bribones, salvo “los duros” de la familia, impacientes por llegar a una atracción que recordaban de su primera experiencia “disneylandiana”, veinte años atrás: “Indiana Jones et le Temple du Péril”–.

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Unos cantos de batalla… ¡o de botellas!

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«La Cabane des Robinson»

Después del concierto, desfilamos al lado de una curiosa casa-árbol rodeada por cuerdas, puentes colgantes y pasarelas, “La Cabane des Robinson”, y unos pocos metros más allá, entre la densa maleza, avistamos la cima de un templo maldito, puede que maya puede que azteca, del que provienen unos gritos desesperados.

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«Indiana Jones et le Temple du Péril»

La histórica construcción, en efecto, oculta en su interior una increíble montaña rusa, de curvas cerradas, descensos verticales y paradas muy bruscas.

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Unas misteriosas y montañosas ruinas

A pesar de su secular afán por adentrarse en todo lugar evocador y perteneciente al pasado, esta vez, por extraño que parezca, mi madre decide omitir la visita, quedándose a los pies de las misteriosas y montañosas ruinas con los más pequeños de la familia, es decir, mi primo, la “nona-nena” y yo, mientras que mi padre, mi hermano y mis tíos se montan en el primer carro disponible para, instantes después, desaparecer en la oscuridad, empujados por fuerzas espantosas, engullidos por túneles sinuosos, atrapados en espirales de serpientes de roca y giros sin control –como bien puedes suponer, abu querido, los “cuatro fantásticos” salieron de la intensa y arqueológica expedición entre exaltados y mareados–.

Después de tantas emociones, llega la hora del “reposo de los guerreros”, y también de reponer fuerzas, para afrontar con ánimo y vigor la conquista de los dos territorios del lúdico conjunto que nos quedan por explorar.

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«Discoveryland»

El primero de ellos es “Discoveryland”, la única tierra que recuerda mi madre de sus escapadas al entonces denominado Eurodisney con sus amigos universitarios durante su estancia “Erasmus” en la Facultad de Derecho “René Descartes”, en París, hace ya más de veinte años. Nos habla con nostalgia de una legendaria y, por entonces, recién estrenada montaña rusa, “Space Mountain – De la Terre à la Lune”, dedicada a Julio Verne, uno de sus autores preferidos, y aprovecha para relatarnos la historia del homónimo y pionero libro dedicado a las aventuras de tres alocados héroes empecinados en ser disparados a través de un enorme cañón para alcanzar el popular satélite a bordo de un portentoso misil-proyectil. Y, como por arte de magia, al finalizar su relato, se materializa ante nosotros esa increíble obra de ingeniería que, con su aspecto vintage, de formas redondeadas y colores matizados, parece de otra época, y que nos traslada a un mundo fantástico poblado por audaces soñadores y viajeros atrevidos, como los que ahora emulan, y hasta superan, los límites del originario viaje “de la tierra a la luna” en la rebautizada, y renovada, “Space Mountain-Mission 2”.

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«Space Mountain – De la Terre à la Lune»

Con respeto, casi con temor, grandes y pequeños observamos el impresionante tren cápsula, listo para catapultar hacia el cielo a una velocidad supersónica, tras una escalofriante cuenta atrás, a los temblorosos astronautas, cuyos rostros aterrados divisamos por unos pocos segundos a través de una ventana lateral, antes de su cierre definitivo.

Observando pensativa la monstruosa atracción e incrédula de su valor de antaño, mi madre se esfuerza sin éxito en disuadir a mi hermano, mi padre y mis tíos de su propósito de acometer la sensacional empresa espacial. Sin embargo, ellos se mantienen firmes, deseosos como están de alcanzar el firmamento y, a ser posible, regresar a la tierra de una pieza, demostrándose a si mismos y a todo el mundo su valor. Frente a su incomprensible, casi insana, decisión, a los demás no nos queda otra que despedirles calurosamente, como si fueran a salvar nuestro planeta de un pavoroso “armageddon”, antes de ver como desaparecen entre las nebulosas, los meteoritos y las estrellas…

Afortunadamente, después de una larga y sufrida espera, vuelven a aparecer todos de una pieza, tambaleantes pero satisfechos por haber superado sus miedos y, sobre todo, incapaces de confesar si habían disfrutado o sufrido con la alucinante aventura a una velocidad vertiginosa.

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La mejor atracción del día: «Autopia»

Llegados a este punto, todos coincidimos en que es mejor relajarse conduciendo unos tranquilos coches del futuro, ¡de los años cincuenta del siglo anterior!

Por parejas, a bordo de estos furiosos bólidos que parecen absurdamente salidos del pasado de la película “Regreso al futuro”, yo, con papá de copiloto, tomo las riendas o, para ser más exactos, el volante de la situación y me dispongo a pisar a fondo el acelerador, respetando, eso sí, el límite de los 180 ¡decámetros por hora! Me lanzo a toda velocidad por el colorido recorrido a través de densos bosques, parques nacionales y jardines pintorescos, acelerando, frenando, girando a derecha e izquierda hasta detenerme ante un autoritario semáforo en rojo que intenta lidiar con el intenso tráfico viario.

¡Qué viaje tan maravilloso! ¡Qué viaje tan extraordinario! ¡Qué viaje tan hermoso! ¡Por fin mi utopía de conducir un coche antes de llegar a la mayoría de edad, y sin carnet, se ha hecho realidad!

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«Buzz Lightyear Laser Blast»

Entusiasmados, los pequeños dejamos atrás esta “Autopia”, que hemos elegido como la mejor atracción del día, y, siguiendo los consejos de los grandes, renunciando al deseado bis, nos animamos a probar una nueva, y cercana, atracción en la que el tiempo de espera es (un poco) inferior: “Buzz Lightyear Laser Blast”, una guerra láser en la que mi primito quiere participar a toda costa, ya que está inspirada en su personaje preferido de “Toy Story”. Me uno entonces a los varones, camino de batalla, mientras que la nona, mi tía y mi madre deciden quedarse fuera de(l) combate, aprovechando para emplear el tiempo en sus respectivas tareas favoritas: buscar regalos para la familia, comprar víveres para la merienda y consultar tranquilamente sus mapas y guías, a la espera de la inminente exhibición en el “Discoveryland Theatre”.

Pero aquí, en el parque, las sorpresas no se acaban nunca…

A los pocos segundos de sentarse en un banco cerca de la entrada del teatro, mi madre es inexplicablemente abordada por un joven encantador, armado con escoba y recogedor y, por ende, con aspecto de encargado de la limpieza, que, ni corto ni perezoso, le pregunta el porqué de su aire tan pensativo, sin reparar en que es el resultado de una improvisada, y mal disimulada, siesta. Extrañada por la inesperada pregunta y tratando de recuperar la compostura, mamá le explica que estaba soñando con los ojos abiertos en ese (breve) momento de soledad… Sin reparar mucho en la respuesta, sonriente y silencioso, sin prisa pero sin pausa, el curioso barrendero prosigue con su tarea: moja la fregona-escoba en el cubo-recogedor, la desliza por el suelo y acto seguido comienza a barrer con arte y maestría, trazando dos círculos por aquí, media circunferencia por allá, una elipse por acullá… Mi madre asiste, primero distraída y después ensimismada hasta que repara en la increíble estampa dibujada a sus pies: ¡La sonriente cara de Mickey Mouse ai piedi de Aliapiedi!

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¡Mickey Mouse ai piedi de Aliapiedi!

Cuando los demás nos reunimos allí, en el punto de encuentro establecido, cada uno de vuelta de su misión, el artista ya se ha esfumado, pero su dibujo, que parece animado, hecho realidad gracias a su destreza y a la mezcla de agua mágica y polvo de estrellas contenida en su supuesto cubo-recogedor, sigue reluciendo en el suelo en la enésima, y apreciada, muestra de confusión entre la fantasía y la realidad.

No podemos evitar tomar unas cuantas instantáneas de la atípica obra de arte antes de acceder al adyacente teatro-cueva, donde gracias a la “Jedi Training Academy” aprenderemos a luchar con espadas láser y a tomar el control de nuestra Fuerza poderosa.

Tras la instructiva clase, confiados, nos atrevemos a embarcarnos en un curioso submarino, cuya forma exterior recuerda la de un peligroso aligátor.

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«Les mystères du Nautilus»

Se trata, nada más y nada menos, del famoso Nautilus verniano, listo para zarpar camino de las veinte mil leguas bajo el mar, o bajo un disneylandiano lago artificial. Deambulando por sus corredores, sólo rotos en su oscuridad por unos singulares ojos de buey “con sorpresa”, bajamos a la sala de máquinas, en plena y electrizante actividad, y sorteando tentaculares apariciones, curiosas invenciones y cabezas de tres, o a lo mejor cuatro, dimensiones, viajamos en compañía del Capitán Nemo entre la Atlántida y la Polinesia hasta alcanzar finalmente la superficie y la tierra firme.

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«Frontierland»

Una vez descubiertos “Les mystères du Nautilus”, nos aguarda nuestro último destino, el que llevo esperando todo el día, ya que me lo han aconsejado repetidamente mis amigas del colegio. No es un castillo, ni un palacio real, ni tampoco una casa señorial, sino más bien una mansión, una mansión encantada, una mansión embrujada, ubicada en una lejana tierra de frontera, “Frontierland”, en el límite extremo de un Oeste muy Lejano.

Tras bordear un extenso lago dominado por un sinuoso cañón en el que se esconde, como engullida por la tierra, la espeluznante mina del pueblo fantasma de Thunder Mesa, la “Big Thunder Mountain”, vemos por fin aparecer la silueta de una inquietante casa de tonos grises, enrocada en la cima de una colina solitaria, que a los “pequeños” nos recuerda la extravagante demora de la “Familia Monster” y a los mayores el todavía más escalofriante motel de la hitchkockiana “Psicosis”.

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«Big Thunder Mountain»

De un modo u otro, a ninguno nos parece que su aspecto exterior prometa nada bueno y, menos aún, algo (o alguien) encantador.

A pesar de ello, insisto tozudamente en entrar, y no sólo para poder contar a mis compañeras que he estado allí, sino también para demostrar que no soy tan miedosa como todo el mundo cree.

Accedemos entonces por una lúgubre verja, subimos por un camino empinado y, después de unos cuantos escalones, por fin nos encontramos en la (supuesta) sala de espera… Pero, de buenas a primeras, se apagan las luces, el suelo –o puede que sean las paredes– empieza a moverse, los espejos a doblarse y una voz inquietante a murmurar historias aterradoras.

Presa del miedo más profundo, y ya arrepentida por mi fingida valentía, estrecho fuerte la mano de mi madre, temiendo que a lo largo de esta terrorífica presentación aparezca repentinamente un ser repugnante…

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«Phantom Manor»

Sin embargo, lo que se presenta ante nosotros, a la salida de ese tenebroso vestíbulo-ascensor, en la planta baja de la mansión, es un inofensivo sillón, deseando ser ocupado por una pareja atrevida, como la que formamos mi nona y yo. Nada más sentarnos, el artilugio empieza a deslizarse, adentrándose por los oscuros meandros de la casa, a la vez que se advierte la presencia de unas criaturas muy extrañas que se materializan con sus gritos, sus susurros o su invisible esencia. Lo que nos hace estremecer es un malvado fantasma, el mismo que lleva siglos acosando a una desafortunada novia espectral de mirada ausente que espera a su prometido en una maldita sala de ceremonias con su vestido blanco, roto y sucio, y su ramo marchitado.

Una banda sonora de sofocadas canciones de amor y redundantes sonidos de terror nos acompaña, pero la nona y yo no nos inmutamos y, altivas, abandonamos la mansión presumiendo de nuestra bravura ante mis tíos y mi primo que, por prudencia, se han quedado fuera del angustioso recinto. Disimuladamente, temblando por dentro y sonriendo por fuera, sugerimos alejarnos de aquí cuanto antes, por si acaso… Sin embargo, un inquietante mayordomo que nos acaba de despedir en lo alto de la colina, a las puertas de la casa encantada, parece dispuesto a impedírnoslo…

Como por arte de magia, el sirviente, que se revela (sospechosamente) un tipo afable, ha tardado unos pocos segundos en personarse unos centenares de metros más abajo, al lado de la cancela de entrada, en una especie de guarida para él reservada. Con su actitud encantadora (extrañamente encantadora) se gana la confianza de todos y, por casualidad (¿o no es tanta casualidad?), descubrimos que ha jugado en el mismo equipo de fútbol que mi hermano y que vive en Madrid bastante cerca de nuestra casa (no embrujada).

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El simpático, y real, mayordomo

Pero yo, a diferencia de los demás, después de la reciente experiencia paranormal, prefiero no fiarme de él y de su (¿disimulada?) amabilidad, asaltada por las dudas: ¿Cómo ha llegado tan rápido hasta aquí? ¿Será en realidad quien dice de ser o será uno de los espectrales inquilinos de la mansión, un fantasma disfrazado de mayordomo, un alma en pena aparentando alegría? Se me ocurre que sólo hay un modo de comprobarlo, así que sugiero hacernos unas fotos con el ambiguo personaje… Respiro aliviada al comprobar que su imagen, aparece nítida en la pantalla de la cámara digital, con una sonrisa pícara y burlona dibujada en su cara… Ya no cabe ninguna duda de que el cordial joven es ser cien por cien real, un humano de carne y hueso, un cuerpo vivo y material.

Más relajada, me uno a la colectiva despedida y a la promesa de encontrarnos en el futuro en el campo de fútbol en que él ejercía como portero y mi hermano como centrocampista, dejando definitivamente atrás esta “Phantom Manor”, sobre la que se ciernen unas nubes amenazadoras y que nos ha reservado más de una sorpresa.

Ya se ha hecho tarde y, muy a nuestro pesar, va siendo hora de dejar atrás el magnífico parque… ¡por hoy!

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«La Tanière du Dragón»

Pero una vez más alguien se interpone en nuestro camino, en este caso un dragón enfurecido, que echa humo por sus narices y nos escruta con sus ojos enrojecidos.

Asustado, mi primo se arrima a mí y me pregunta si ese fantástico animal alado, atado con cadenas en las mazmorras del Castillo de la Bella Durmiente, es real. Yo, indecisa me decanto por contestarle con una mentira piadosa para no frustrar su emoción y, de paso, demostrarle mi “legendaria” valentía. Y así, protegiéndole con mi cuerpo, como una superheroína, le tomo la mano y me lo llevo lejos de esa obscura “Tanière du Dragón”.

Ya en la superficie, bajo la luz del sol, nos disponemos a retomar, o por lo menos lo intentamos, el recorrido hacia la salida. Pero nuevamente nos damos cuenta de que no es tan fácil abandonar el gigantesco Disneyland Park que en cada rincón esconde una sorpresa.

Se trata ahora de unos cantes muy pegadizos que nos atraen a todos de modo irresistible, cuales pobres náufragos perdidos en este exterminado océano de la diversión, deseosos en todo momento de ser seducidos y raptados por unas cautivadoras sirenas, convencidos de no querer emular las míticas gestas de Ulises y sus compañeros de tripulación…

Así que, encantados una vez más, nos dejamos atrapar por el increíble y suntuoso desfile de los personajes de Disney que saludan a propios y extraños desde sus carrozas, como si de una atípica cabalgata se tratara, sin ilustres Reyes Magos de Oriente pero con pintorescos príncipes, héroes y princesas del universo de los dibujos animados. Sin embargo, el recorrido está a punto de finalizar, así que, reconfortados por la solemne promesa de los mayores de presenciarlo en los días siguientes, por fin cogemos nuestra lanzadera y regresamos al hotel.

Pero el día, y la noche, ni por asomo, han acabado…

Después de un breve descanso y una cena más que placentera en nuestro hotel, ya estamos otra vez todos juntos de vuelta al parque para vivir el “Disney Dreams”.

Falta casi una hora para el inicio del célebre y galardonado espectáculo del que tanto me han hablado mis amigas, y el palacio real y sus fuentes ya están magníficamente iluminadas para la nocturna ocasión.

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El hotel-palacio real vestido de gala para el espectáculo nocturno

Otro centenar de fotos después, accedemos al parque donde millares de familias ya están buscando un sitio para acomodarse, sea donde sea, en las aceras de la calle principal, en las barandillas de los arriates o en las escaleras del templete central. Nos decidimos por este último pues, a pesar de tratarse del lugar más alejado del escenario, creemos que, desde allí, gracias a su elevada ubicación, podremos disfrutar de la mejor perspectiva, como bien ha observado mi padre, habilidoso fotógrafo amateur. Y así, de pie, en ese limitado y pintoresco espacio circular, esperamos impacientes que den las once para que el castillo y su Bella Durmiente, por fin, se despierten.

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El castillo (y la Bella) durmiente, a punto de despertar

Emocionada, cuento los minutos, como si fuera una Cenicienta del siglo veintiuno, anhelando la toccata, de los once tañidos que, sesenta minutos antes de la fatídica y legendaria medianoche, no precede a la fuga, sino que anunciará el punto de partida del espectáculo. Pero, para mi gran alegría, casi media hora antes de lo establecido, empieza el espectáculo de los fuegos artificiales: una interminable sucesión de disparos se catapultan sobre el cielo dando lugar a una singular lluvia de colores al compás del baile acuático de unas fuentes que lanzan al aire cascadas sorprendentes, una mágica danza del agua y del fuego, que me recuerda mucho a la del “Árbol de la Vida” de la Expo milanesa, se funde en una especie de vals arrasador de gotas pirotécnicas e hidrológicas que se combinan en armonía bajo las estrellas…

Asombrados, casi petrificados, por la inesperada exhibición, a duras penas conseguimos aplaudir, cautivados por estos sensacionales diez minutos que, en realidad, no son más que un mero aperitivo, un escenográfico preámbulo, de la impactante presentación que está por llegar.

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Luces, cámara y…

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… ¡Acción!

Y, en efecto, cuando aún estamos recuperándonos de tantas emociones, suenan imperiosas las once campanadas y, como si de un cuento animado se tratara, el magnífico castillo empieza a teñirse de diferentes colores, como si ese arco iris infinito de azules, rojos, amarillos, verdes y violetas quisiera despertarle.

Dicho y hecho, a los pocos segundos su estática y regia silueta empieza a cobrar vida, sus torres se transforman y sus muros se amoldan a unos diferentes personajes que, trepando por sus paredes exteriores, hacen alarde de sus poderes: Peter Pan, Cenicienta, Aladino, Campanilla y muchos, muchísimos más.

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Efectos láser y fuegos artificiales

Al mismo tiempo, unos magníficos fuegos artificiales, aún más espectaculares de los anteriores, explotan en todas las direcciones, alumbrando las escenográficas apariciones entre dulces y famosas canciones y fuertes sonidos rompedores, tatareadas, las primeras, e imitados, los segundos, por todos los espectadores.

El show nos atrapa con sus efectos láser, con sus historias y con las provocadas emociones: sufrimos, volamos, soñamos, reímos, cantamos, gritamos, gozamos y lloramos de alegría, hasta la catártica lluvia final, esta vez de aplausos irrefrenables, que se descarga con toda su violencia e intensidad sobre el Castillo de la Bella Durmiente, el castillo más bello del mundo, el castillo de un sueño hecho realidad…

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El apoteósico gran final del castillo de ensueño y de un sueño… ¡hecho realidad!

Tan real como nuestra fuga, esta vez sí, al más puro estilo de Cenicienta, hacia el autobús que nos llevará de vuelta al hotel. Lo divisamos a lo lejos, con los motores ya encendidos, listo para arrancar camino de su última carrera, como en “Cars: una aventura sobre ruedas”, y emprendemos entonces nuestra peculiar yincana familiar, con los hombres por delante, las mujeres por detrás y nosotros, los niños, en medio, con uno que se cae, pero se incorpora de inmediato, otro que se duerme y acaba en los hombros de su papá y yo que me arrastro por las aceras, pero sigo sin parar… Y así, un paso tras otro, con prisa y sin pausa, nos vamos acercando al despiadado monstruo motorizado. Faltan un par de centenares de metros para la meta; mi padre, seguido por mi hermano, ya lo ha alcanzado e interpone su cuerpo entre sus puertas para evitar que éstas se cierren… Parece que su esfuerzo será en vano dado que los demás estamos a punto de claudicar; el esfuerzo ha sido descomunal y las piernas flaquean, las fuerzas nos abandonan, la voluntad vacila… No podemos, casi no queremos… Pero entonces una mano invisible –¿Eras tú, querido abu, o era el genio de la lámpara?– nos da un último empujón para lanzarnos en un sensacional sprint final… Aceleramos improvisamente, volamos como en una alfombra mágica inexistente y, de un sorprendente salto, subimos al autobús que, implacable, ya ha empezado a moverse. Los pasajeros, de todas las edades, culturas y nacionalidades, nos dan una calurosa bienvenida a bordo, con una ovación en toda regla. Y así, entre vítores, felizmente agotados, nos unimos entusiasmados a la espontánea fiesta colectiva a bordo de esa lanzadera que, rauda, se aleja del castillo embrujado convirtiéndose en una hermosa carroza con forma de calabaza –este último detalle sólo era fruto de mi imaginación, querido abu–.

Y con este broche de oro, me voy a acostar en mi cama, esperando tener dulces sueños, feliz de haber podido vivir la realidad de ensueño de Disneyland París.

–Buenas noches, querido abu. Buona notte, caro abu. Bonne nuit, cher abu–.

[Continuará… ]

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Disneyland Paris: En el nombre del abu (Introducción)

Érase una vez…

¡Un abuelo! O, mejor dicho, un abu, que vivía en Jerez.

Una mañana cualquiera, de vuelta a casa de su habitual paseo matutino, más satisfecho que de costumbre, y con una prometedora y pícara sonrisa en los labios, le comentó a su mujer, la abuela o, mejor dicho, “la nona” –tal y como ella, tan joven y tan coqueta, deseaba que le llamaran sus nietos, españolizando el término italiano de “nonna”– que quería organizar un viaje en familia a Disneyland Paris con sus nietos y respectivos progenitores. Ella, obviamente, acogió la propuesta de modo entusiasta y, mágicamente, el deseo revelado de ese día echó a volar, libre por el aire, en lo más alto de los cielos, hasta el infinito y más allá, a la espera de ser realizado…

Y pasaron los años, uno, dos, tres, casi cuatro; los nietos crecieron y aumentaron de número –los italo-españoles, que vivían en Madrid, ya tenían once y ocho años y el jerezano, que ya tenía una hermanita pequeña, ya había cumplido su primer quinquenio–, hasta que, a las puertas de un nuevo verano, los hijos del abu y de la nona, y sus mujeres, lograron por fin encajar sus vacaciones para disfrutar de unos días “juntos y revueltos” entre París y el mágico parque.

Fue un viaje familiar intenso y divertido, repleto de fuertes sensaciones y dulces emociones, desenfrenadas alegrías y desatadas bizarrías, increíbles pasiones e inolvidables satisfacciones, a la vuelta del cual, una vez instalados todos juntos en la morada familiar estival de El Puerto de Santa María, los dos nietos madrileños y el jerezano –su hermanita, de sólo dos añitos, se había quedado en España por motivos logísticos–, se pusieron de acuerdo para redactar un diario secreto sobre sus aventuras parisinas. Los chicos, un poco por caballerosidad y un poco por pereza, encomendaron entonces la responsabilidad de escribirlo materialmente a la única niña del trío, y así fue como los tres primos, sin prisa pero sin pausa, a escondidas de todo el mundo, empezaron a citarse todas las tardes en una habitación de la casa, en la hora de la siesta, para recordar, discutir y anotar los hechos recién transcurridos, componiendo un relato cada vez más extenso, de hojas de papel rebosantes de palabras, dibujos y grabados, unidas entre ellas con el indisoluble pegamento de la compartida fantasía.

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El «cuento-collage» de los tres primos

Pero una noche, una emblemática noche de verano, o puede que durante el “sueño de una noche de verano”, Aliapiedi, la madre de los hermanos madrileños, mientras colocaba unas pulseras en el cajón de la mesilla de su hija, encontró por casualidad el elaborado y cuidado “cuento-collage”; curiosa como siempre, no pudo evitar leerlo de inmediato y, al amparo de la oscuridad, sentada en la terraza del salón, mientras que todos los demás dormían profundamente, acompañada por el mecedor sonido de las olas y por las luces al horizonte del flamante Puente de la Constitución gaditano, empezó la tan inesperada como placentera lectura veraniega…

“Querido abu:

Mi primo, mi hermano y yo hemos decidido recordar aquí la parte más entretenida del viaje familiar parisino que la nona y tú nos habéis regalado, para que sea siempre y para siempre más inolvidable de lo que ya ha sido.

Como bien sabes, ya que nos has acompañado de la mano por esos lugares, un paso tras otro, a piedi, caminando con nosotros, como tanto te gusta a ti, al igual que a mis padres, la tarde que llegamos desde mi ciudad favorita, París, al hotel reservado en Serris, nada más asignarnos las habitaciones, los mayores decidieron coger la primera lanzadera disponible para, según sus textuales y casi incomprensibles explicaciones, “adelantar trámites” y “tomar contacto” con el territorio disneylandiano –dicho entre tú y yo, querido abu, pienso que ellos tenían muchas más ganas que nosotros, los llamados “pequeños”, de ver el parque de atracciones, aunque fuera desde lejos–.

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El rótulo «orejero» de los «Walt Disney Studios»

Así que diez minutos después, una vez superados los oportunos controles de seguridad, nos encontramos cara a cara, o vis-à-vis, como dirían los franceses, con el paraíso: a un lado, los “Walt Disney Studios, con su rótulo ubicado encima de un clásico depósito de agua estadounidense encabezado por unas inconfundibles orejas negras, y, al otro, el romántico vestíbulo de acceso al “Disneyland Park”.

Por unánime decisión nos decantamos por este último, y no sólo porque allí teníamos que recoger las entradas, sino, sobre todo, porque desde la lejanía divisábamos un cautivador palacio real, o algo parecido. En realidad, se trataba de un hotel, el “Disneyland Hotel”, el único que está dentro del parque, y, a pesar de mi fama de eterna soñadora, cual digna hija de mi madre, me apercibí complacida de que, conforme nos acercábamos a él, todos, incluidos mi tío y mi padre que siempre “se hacen los duros”, tenían la expresión de estar soñando despiertos.

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El palacio real del «Disneyland Hotel»

Un pintoresco lago central, con sus fuentes en plena actividad y rodeado por centenares de flores de todo tipo y colores componiendo la cara del ratón más famoso del mundo mundial, se materializó ante nosotros. Al cabo de unos segundos, grandes y pequeños empezamos a tomar, y a tomarnos, fotos desde todas las perspectivas, desde todos los ángulos posibles, como si fuéramos víctimas de una locura colectiva, asaltados por el miedo de que el escenográfico panorama pudiera desaparecer por algún inexplicable motivo. El atractivo de ese palacio de pálidos tonos rosas y pináculos de tejas rojas era tan fuerte que, después de haber retirado nuestras entradas en las taquillas, mi madre, fisgona como siempre, y mi padre, que a gusto se deja contagiar por sus irrefrenables ganas de curiosear, nos propusieron entrar allí para descubrir también su interior –¡No esperaba otra cosa!, querido abu–.

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El salón-recepción o recepción-salón de estilo victoriano

Atravesamos la puerta giratoria, siguiendo a mis progenitores, y entramos en una amplísima “recepción-salón” de estilo victoriano, rodeada por unas sugerentes balconadas, decorada con famosos personajes de Disney y dominada por una majestuosa escalera que nada tenía que envidiar a la del Titanic.

Una vez más, nos quedamos todos boquiabiertos y, después del momento de asombro infinito, las mujeres y los más pequeños comenzamos a emitir un animado concierto fonético-gutural, a base de gemidos y acompañado de todo tipo de aspavientos, gestos y muecas –¿Qué puedo decirte, querido abu? Todavía no habíamos entrado en el parque y todo aquello ya me parecía sensacional, digno de todos esos cuentos que me habían contado mis padres cuando era pequeña, pero pequeña de verdad–.

Y, como si todo eso no fuera suficiente, mis padres, atrevidos y animados, nos convencieron para subir a las plantas superiores en busca de quién sabe qué otros tesoros. Lo hicimos de puntillas, por si acaso, y una vez arriba, como ellos bien suponían, nos topamos con una auténtica maravilla: una fantástica tienda, la primera de muchas, la mayoría de ellas temáticas, esparcidas a lo largo y a lo ancho de los dos parques, repleta, sobre todo, de ropa y accesorios de princesas.

¡Ese era mi reino! ¡Ese era “mi tesoro”!

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La valiosa corona-diadema de rubíes y brillantes

Me hubiera encerrado horas y horas en esa lujosa “Galerie Mickey” para probarme todos esos vestidos de lentejuelas, todos esos zapatos de tacones vertiginosos y todas esas joyas de cristal y piedras preciosas, pero, a pesar de mis súplicas, mis padres “sólo” me dejaron apropiarme de una corona-diadema de oro, rubíes y brillantes –eso sí, querido abu, la más bonita y valiosa de todas– y de un collar-llavero de rubíes que, desde aquel momento, no se separaron de mi regia cabeza y de mi noble cuello.

Convertida así en una auténtica princesa, aunque vestida de paisana para que mis súbditos no me reconocieran, me desplazaba libremente por mi casa palaciega, y dejándome llevar por una alegre melodía, alcancé el “Café Fantasía”, un piano-bar inspirado en la homónima película. Allí, con el resto de la familia, acompañados por las notas de un habilidoso pianista, nos disponíamos a tomar un aperitivo, ¡y unos cuantos caramelos con los que nos obsequiaron los agradables empleados!, cuando mamá, presa de sus instintos “aliapiedescos”, se levantó repentinamente y, sin proferir palabra, se dirigió con paso seguro hacia el jefe de sala del limítrofe “Californian Grill”. Pude ver cómo ella le murmuraba algo al oído en su oxidado francés forzando al máximo su acento italiano –me ha confesado, querido abu, que en sus viajes con mi padre a menudo utiliza esta herramienta lingüística para seducir a sus interlocutores y poder así acceder a lugares a veces reservados, a veces prohibidos o a veces cerrados y que casi siempre lo consigue– y, acto seguido, entró sigilosamente en ese elegante restaurante…

Unos instantes después ya estaba de vuelta con una sonrisa dibujada en sus labios y, tras cruzar una cómplice mirada con la autoridad, a quien ya había convertido en secuaz, empezó a hacernos gestos, como sólo sus compatriotas saben hacer, para que la siguiéramos hasta ese espacio (teóricamente) reservado para los comensales. Aunque no entendíamos el porqué de tanto fervor y entusiasmo, secundamos su petición y, una vez llegados al comedor, lo entendimos todo…

Allí estaba él, en todo su esplendor, estratégicamente posicionado en el centro de una ventana, escenográficamente enmarcado por unas cortinas de rosas rojas que parecían el telón de un teatro; no era un apuesto príncipe a lomos de un corcel blanco o un “pedrusco” de descomunal dimensión lo que hacía vibrar mi alma y mi corazón, sino, más bien, un encantador, sensacional y seductor… ¡castillo!, el castillo que tantas veces había visto en los anuncios de la tele, en las presentaciones de las pelis en los cines, en las páginas de revistas infantiles: ¡el “Castillo de la Bella Durmiente”, el “Château de la Belle au Bois Dormant”, el “Sleeping Beauty Castle”!

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Una «discreta ventana indiscreta»

Su aparición inesperada, desde aquella posición privilegiada, desde esa “discreta ventana indiscreta”, me pareció auténtica magia. No podía parar de mirar, remirar y admirar esa cautivadora construcción, tan cercana, y al mismo tiempo tan lejana, intentando cogerla entre mis manos, aprovechando la engañosa perspectiva, para esconderla en mi bolsillo y sacarla cuando más me apeteciera, como hacen los magos con los conejos de su chistera…

Pero, desafortunadamente, tuve que conformarme con grabar a fuego en mi memoria el “Castello della Bella Addormentata” y despedirme de él hasta la mañana del día siguiente…

¡Tenía que esperar casi dieciséis horas para poder alcanzarlo de verdad!

Y así fue como empezó la interminable cuenta atrás…

[Continuará… ]

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La cuenta atrás: tic-tac, tic-tac…

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Hipódromo de la Zarzuela: ¡A galopar!

Para Aliapiedi y su familia 2016 iba a ser el “Año del Caballo”.

Desde principios de año las señales habían sido múltiples e inequívocas. La primera de ellas tuvo lugar en su ciudad de nacimiento, Milán.

De vuelta de sus tradicionales vacaciones familiares en los amados Alpes, camino del aeropuerto, su padre, por un extraño concurso de circunstancias, decidió desviarse del itinerario habitual en coche hacia el elegante barrio de San Siro, mundialmente conocido por su homónimo estadio de fútbol –escenario de una reciente y sufrida undécima copa madridista– y por su hipódromo, menos conocido pero igual de prestigioso. En esa fría mañana invernal típicamente milanesa, con esa molesta llovizna y esa gris nieblina que Aliapiedi, por muy absurdo que parezca, a veces echa de menos bajo el terso cielo azul de Madrid, no asistirían a increíbles carreras como las que se habían quedado grabadas para siempre en su memoria, junto con el recuerdo de su abuela, amazona prometedora y, luego, apasionada apostadora, simplemente iban a  acercarse a admirar un único caballo, custodiado en el hípico y hermoso conjunto de estilo liberty proyectado a principio del siglo pasado por el arquitecto Vietto Violi y posteriormente declarado Monumento de Interés Nacional. Y así fue como la mirada de los de Aliapiedienfamilia se fijó en un ejemplar equino de impresionantes dimensiones, victorioso en su imponente pose estática, grandioso con su cara (y cuerpo) de bronce que llevaba(n) consigo el peso y el valor de una historia más que centenaria.

Ese era “El Caballo”, el fabuloso caballo de Leonardo, y no el “tramposo” de Troya, como tampoco el de una conocida marca de marroquinería y ropa.

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«El Caballo», el caballo de Leonardo da Vinci

Detrás de la tribuna secundaria, el animal colosal apareció en todo su esplendor, escenográficamente mojado por unas gotas de lluvia que parecían simular su sudor y, figuradamente, también el de sus escultores de entonces y de ahora: el genio italiano al que Francesco Sforza encomendó el diseño de esa obra ciclópea que, por motivos políticos, nunca pudo finalizar, y la artista estadounidense Nina Akamu que, gracias a la Leonardo da Vinci’s Horse Foundation, materializó el sueño “sforzesco” concebido más de quinientos años atrás.

Esta fue la primera señal, una imponente figura de diez toneladas de peso y más de siete metros de altura: ¡la estatua ecuestre más grande del mundo mundial!

Al cabo de un par de meses hizo acto de presencia la segunda señal, en esta ocasión en la ciudad de residencia de la familia política de Aliapiedi: Jerez de la Frontera.

En una tarde cualquiera de cervezas y tapas en compañía de amigos, ella coincidió con un antiguo jinete de la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre que, entre copas y risas, le relató unas cuantas anécdotas divertidas sobre la preparación técnica del fabuloso espectáculo “Como bailan los caballos andaluces”.

Pocos días después de esa animada conversación los de Aliapiedienfamilia disfrutaban desde la primera fila, nunca mejor dicho, de un sorprendente picadero cubierto, de un memorable espectáculo protagonizado por ejemplares ecuestres “alados” y visitaban las “reales” instalaciones del recinto –cuadras, guadarnés, lavaderos…–,  comenzando a familiarizarse con esos animales, aprendiendo sus costumbres y acariciando unos nobles ejemplares de carne y hueso y no uno de bronce muy espeso…

La tercera y última señal no se hizo esperar; fue al cabo de dos meses en su ciudad de adopción, Madrid.

Una mañana cualquiera de primavera, camino de la oficina, después de haber dejado a los niños en el colegio, se encontró largo rato parada, en caravana, en un cruce “crucial”, justo delante de un letrero de fondo blanco y letras negras que recitaba “Hipódromo”. Delante de esa señal, como si de un mitológico Héctor se tratara, Aliapiedi se puso a meditar sobre una complicada y atrevida decisión, preguntándose si tenía que seguir recto (o, por lo menos, intentarlo) por la A6 de siempre que se perfilaba como un mar sin olas de millares de carrocerías en cola, o desviarse por el señalado y despejado camino secundario del cual no conocía el recorrido.

La duda hamletiana rondaba en su cabeza: ¿Ser o no ser… valiente? ¿Seguir o no seguir… por el trayecto seguro y repetido hacia su trabajo, a pesar del tráfico, o atreverse con aquel desconocido e inusual camino que podía llevarla a cometer un imperdonable error logístico-temporal?

Y finalmente la inconsciencia se impuso con todas sus fuerzas, impulsándola a girar repentinamente el volante hacia la derecha, dejando atrás conductores enfurecidos y coches inflamados y lanzándose intrépida hacia un horizonte de libertad (circulatoria). Pero sus sueños y sus ilusiones sin límites (viarios) fueron pronto redimensionados por una engañosa rotonda desde la que podía entreverse una reja entreabierta, la de acceso al hípico lugar, custodiada por unos guardias que, obviamente, no iban a permitirle el paso, a la que seguía una pronunciada curva que ocultaba tras de sí una vía de servicio rebosante de vehículos en caravana.

El desconsuelo y la desesperación se apoderaron de ella, al encontrarse, una vez más, atrapada en ese océano de vehículos, incapaz de avanzar un solo metro. Y mientras se retorcía inquieta en el habitáculo, fijó nuevamente esa fisura entre barrotes tan bien vigilada y, como por arte de magia, con la sola fuerza de su mirada, la cancela se abrió para dejar entrar un recuerdo decenal: el de una agradable terraza, iluminada por unas desaparecidas “lunas del hipódromo”, donde unos cuantos amigos se habían reunido para una cena romántica veraniega. La remembranza de ese escenográfico “nocturno” madrileño le llevó a tomar la enésima decisión “familiar”, que se tornó indeclinable al descubrir, por casualidad, que las primeras carreras de caballos habían sido organizadas en 1835 por los duques de Osuna, propietarios de una soberbia yeguada, en los alrededores del magnífico palacio y jardín de “El Capricho”, muy cerca de su lugar de residencia… ¡¿Acaso no se trataba de otra  “caprichosa” señal?!

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Entradas para adultos

Y, efectivamente, un par de semanas después, un domingo por la tarde, a las cinco en punto, los de Aliapiedienfamilia accedían al Hipódromo de la Zarzuela, ejemplo de la llamada corriente “orgánica”, cuyos arquitectos, Arniches y Domínguez, además del ingeniero Torroja, se habían inspirado en la estructura de su homólogo milanés: ¿casualidad o nueva señal”?

PROGRAMA OFICIAL

Programa Oficial de las Carreras

Una vez allí, les recibió la responsable de comunicación, una mujer sonriente cuya simpatía confirmaba la telefónica voz de alegría.

Tras entregarles el programa oficial de la jornada, que se ofrece a todos los asistentes en la entrada, la anfitriona les explicó, en términos generales, comprensibles para los adultos y los infantes, como se desarrollaba el espectáculo del “turf” en ese hipódromo que celebraba su 75º aniversario, coincidiendo con el “Año del Caballo” “aliapiedesco”, y les acompañó al “paddock”, una zona circular, enmarcada por una exuberante arbolada, donde se exhibían los caballos que iban a participar en la inminente carrera, ante la mirada nerviosa y a la vez esperanzada de los apostantes.

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Zona exterior del animado «paddock»

Los padres, de la mano de su acompañante, accedieron seguidamente a una zona reservada de ese recinto –prohibida, entre otros, a los menores de edad y, por ende, a sus hijos que se tuvieron que quedar detrás de la valla de protección–, y allí, entre propietarios, y profesionales del sector, escucharon atentamente las palabras de su preparada interlocutora, amazona en el pasado y relaciones públicas en el presente, que repartía sonrisas, besos y apretones de mano entre la gente del mundillo.

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Tensión y concentración en la zona reservada del «paddock»

A unos pocos metros, en un área limítrofe, exclusiva para ellos, se encontraban los jockeys con sus preparadores físicos, intercambiando los últimos consejos y sensaciones en un clima de tensa concentración y de concentrada tensión. Y después del paréntesis privilegiado en ese punto de encuentro, fundamental en el hípico ritual, otra vez todos juntos, fueron los niños los que cobraron protagonismo, bombardeando a la anfitriona con todas esas preguntas que se les ocurrieron cuando, en su breve rato a solas, tuvieron la oportunidad de estudiar detenidamente a los animales que desfilaban ante ellos, observando su pelaje reluciente, más de lo normal, por el brillo del sudor causado por la emoción y el calor, fijándose en sus ojos profundos y obscuros, protegidos lateralmente o, mejor dicho, tapados por unas anteojeras que les evitaban distracciones visuales durante las competiciones, e impresionándose con la espuma que echaban de la boca por culpa de una sensación calurosa y no de una actitud rabiosa, o puede que por ambas cosas.

La anfitriona les explicó todos esos detalles entre divertida y asombrada, impactada sobre todo por el interés que demostraba el hermano mayor, el niño que desde siempre soñaba con vivir en una granja, el niño que amaba el mundo animal, el niño que susurraba a los caballos, a los de Jerez de la Frontera y a los del Hipódromo de la Zarzuela…

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Carudel inmortalizado «después de la carrera»

Conversando animadamente, los cinco se dirigieron hacia el ingreso de la tribuna central que, en su planta principal, aloja el Club Carudel, que debe su nombre al famoso campeón cuya figura siempre está presente en los corazones de todos los apasionados del turf y en los ojos de todos aquellos que cruzan las taquillas de acceso del complejo hípico. En su camino hacia el graderío superior, acompañados por su guía particular, pasaron por delante de esa zona V.I.P. frecuentada por hombres trajeados y mujeres con tocados, y, una vez arriba, se encontraron con un panorama espectacular…

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Las ingeniosa cubierta de las tribunas de Torroja

Al reparo de una ingeniosa cubierta de tonos mediterráneos, casi ibicencos, hecha con láminas de hormigón armado en forma de hiperboloides, obra del mencionado Torroja, finalizada a mediados del siglo pasado y, declarada hace diez años, Bien de Interés Cultural, los de Aliapiedienfamilia se deleitaron con unas soberbias vistas “de altura” no sólo de la pista principal, de hierba natural, y de las otras dos ubicadas en su interior y destinadas para los entrenamientos –la de arena y la de arena fibrada utilizada también para las carreras nocturnas estivales–, sino también del panorama alrededor de ellas.

 

Entre el verde de la abundante y rebosante vegetación, asomaban con prepotencia y elegancia, detrás de un par de emblemáticas herraduras, las Cuatro Torres madrileñas; un poco más allá, otras dos, las que componen la original Puerta de Europa, inclinadas como siempre hasta el límite permitido físicamente y, más a la derecha, la inconfundible silueta del neoherreriano Cuartel General del Ejército del Aire y de un mítico Edificio España cuya supervivencia constituye una controvertida hazaña.

Pero no hubo más tiempo para la contemplación.

Los primeros cinco caballos, montados por unos jinetes que lucían los vivos colores de las cuadras a las que representaban, ya estaban posicionándose en los correspondientes cajones para dar rienda suelta, nunca mejor dicho, a sus ganas de victoria al final de una trayectoria de mil doscientos metros rectos.

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Preparativos de las carreras: los cajones «móviles» de salida

Las atléticas figuras, humanas y ecuestres, aparecieron en unas pantallas gigantes ubicadas frente a las tres tribunas, mientras que la mayoría de la gente les enfocaba con sus prismáticos potentes.

Faltaban minutos, puede que segundos, para la salida y, en un momento, veloz como el viento, ya estaban los cinco en la meta.

Los de Aliapiedienfamilia se quedaron sin palabras.

Todo había discurrido tan rápidamente que ni siquiera habían podido saborear ese “attimo fuggente”. Su anfitriona les miró divertida consciente de que, con el paso de las carreras, esa inicial desorientación familiar iba a cambiar radicalmente y, antes de despedirse de ellos para atender a sus demás compromisos profesionales, les dio unos últimos, y muy valiosos, consejos en previsión de unas posibles futuras apuestas familiares –a los menores, obviamente, les está terminantemente prohibido utilizar el dinero de su hucha para esta finalidad, mientras que los progenitores pueden apostar con moderación y responsabilidad–.

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«Mini-turfers» en acción

El intervalo entre carrera y carrera era de poco más de media hora y los cuatro, siguiendo las indicaciones de su guía especial, decidieron emplearlo para explorar las renovadas instalaciones del hipódromo.

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«Food-truck» internacionales

Y así, paseando por el jardín sur, impresionados por la cantidad de gente allí presente, más allá de los fijos y los profesionales, se toparon con castillos hinchables, espacios infantiles con curiosas manualidades y “food trucks” de todos los colores ofreciendo especialidades de diferentes naciones, pudiendo comprobar que, superado el esplendor de los setenta y la decadencia de los noventa, el nuevo milenio había traído al hipódromo no sólo renovadas temporadas, repletas de hípicas jornadas –también nocturnas–, sino también gastronómicos y lúdicos entretenimientos para todas las edades –la mayoría de estos últimos, gratuitos–  convirtiéndose en un lugar ideal para pasar una tarde cualquiera en compañía –en verano, las carreras, hasta mediados de agosto, serán los jueves por la noche y sin actividades infantiles pero a partir de mediados de septiembre, con la temporada de otoño, volverán los domingos por la mañana, con las actividades para los más pequeños de la casa–.

Ya faltaban pocos minutos para la segunda carrera, de dos mil metros, y, desde el graderío de arriba, bajo los amplios e impactantes voladizos blancos, aferrados a la barandilla de protección, los cuatro esta vez se centraron y concentraron más a fondo en los nuevos contendientes, nueve pura sangre con sus jinetes de cascos y chaquetillas de colores y, algunos de ellos, con planchas de plomos en unas mantillas para igualar las posibilidades de todos los participantes, tratándose de una carrera de hándicap.

Se alinearon los animales en sus cajones, como siempre según el orden sorteado; salieron todos juntos disparados y, pocos metros después, unos ya se destacaban sobre otros; enfrentaron la primera curva, la recta de enfrente y la segunda curva totalmente desatados, y, finalmente, pasaron otra vez ante las tres tribunas, norte, central y sur, repletas de apasionados “tifosi” y apostadores puede que acertados puede que atrevidos…

Cruzó la meta en primer lugar un ejemplar francés, justo ganador de un merecido premio a repartir entre su propietario, que recibe el ochenta por ciento del mismo, el jockey y el preparador físico, que reparten a medias el porcentaje restante.

Los de Aliapiedienfamilia, ya más metidos en el “galopante” mundo de las carreras, se decidieron entonces a lanzarse con su primera apuesta, en la tercera de la tarde, depositando su confianza en las buenas vibraciones que el afamado “Ciriaco” transmitía al hijo mayor, no obstante el peso añadido que debía soportar, según el hándicap establecido, para compensar su desmesurada velocidad con la de los demás. Pero un caballo “de oro”, llamado “Golden Dynasty”, arruinó las “doradas” ilusiones de una familia que asistió impotente a la victoria de una jocketa que se cubrió de honor y gloria.

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Las cuadras «zarzuelianas»

Quedaban todavía tres carreras y en el nuevo intervalo padres e hijos decidieron explorar el sector del hipódromo que daba al jardín norte.

Ya se orientaban mucho mejor, no sólo geográficamente, sino también logísticamente: flanquearon el paddock donde ya se lucían los próximos contendientes; se fijaron en el que más les inspiraba, por los motivos más dispares, apuntándose su nombre en el programa oficial de la jornada; pasaron bajo unos soportales donde asomaban las cuadras de los animales; observaron el tablón de las apuestas con los resultados y dividendos de la carrera recién concluida, y, finalmente, se adentraron en la zona de ocio y restauración ubicada en esa zona del recinto y, tras sortear unas parrillas humeantes, una zona chill-out más que invitante y un elegante restaurante, alcanzaron el punto más importante, para los niños, de todo el hipódromo: ¡el área reservada para los paseos en pony!

La niña soñadora, que desde la primera vez que había oído nombrar esa mágica palabra de la boca de su anfitriona casi no había pensado en otra cosa, por fin vio acercarse su objetivo. Dos corceles, uno negro y uno blanco, de considerables dimensiones, dignos del Libro Guinness, la esperaban en un cuidado prado verde, a ella y a todos los infantes, hasta el decenio cumplido, que se atrevieran en montarles.

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La niña soñadora y su caballo blanco, alejándose hacia horizontes… ¡muy cercanos!

La pequeña, cara a cara con la pareja animal, un poco intimidada por su figura, más alta de lo habitual, estuvo a punto de echarse atrás, pero, retomada la compostura, sin flaquear esta vez, y después de elegir su ejemplar, el blanco, por supuesto, como manda la tradición de los príncipes muy apuestos, calzado el casco reglamentario y con la ayuda de una escalerilla y de la experta mano de un fiel escudero-monitor que siempre estuvo a su lado, se fue alejando hacia horizontes… ¡muy cercanos!

La niña, acompañada por sus sueños, cabalgó hasta un Lejano Oeste zarzueliano, de vaqueros y vaqueras imaginarios, entre cañones legendarios, y después de un par de “rodeos” volvió al punto de partida, feliz y emocionada por la aventura imaginada…

Tocaba ahora una nueva apuesta en familia, en este caso confiada a las azarosas sugerencias de la amazona debutante que, según sus números favoritos, eligió un caballo cualquiera como ganador y a otro como colocado.

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El fragor de la contienda desde el borde de la pista

En esta ocasión, los de Aliapiedienfamilia decidieron vivir la carrera desde el borde de la pista, para sentir más de cerca el fragor de la contienda.

Y, en efecto, cuando vieron desfilar a unos pocos metros de distancia doce pura sangre corriendo como el viento, al máximo de su potencia y resistencia, cabalgados como siempre por jinetes en cuclillas, casi emparejados en la recta final, la contagiosa excitación de todos los asistentes se fue progresivamente apoderando de los cuatro que, incrédulos, aplaudieron una “Santa Helena” que la niña había elegido como ganadora, pero que su padre, por error, había señalado como colocada.

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El galope desatado de unos pura sangre desenfrenados

A pesar de ello, estaban más que entusiasmados con la triunfal apuesta, y tras retirar el rico botín de un par de monedas, decidieron celebrar la victoria por todo lo alto con sendos helados y refrescos, con chuches de regalo incluidas.

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Una millonaria apuesta «ganadora»

Empezaba después la carrera más importante, la quinta, que iba a enfrentar a cinco pura sangre muy codiciados, y los de Aliapiedienfamilia, no pudiendo apostar sobre un caballo como colocado –eso sólo es posible cuando hay entre seis y diez participantes–, tuvieron que jugárselo todo, es decir, un euro cada adulto, a un único ejemplar como ganador. Aliapiedi, siguiendo su retorcido criterio, tenía claro su favorito, un tal “Vizcaya”, irlandés, en honor a su primer libro publicado “dublinés”, mientras que su marido, encaprichado con un británico “Madrileño”, cambió su decisión en el último minuto, dejándose convencer por los más pequeños y apostando sobre el “Checo”, que vestía la mantilla número tres.

La suerte estaba echada, ¡y los dos euros también!

Todo quedaba en manos del destino y en las riendas de unos jinetes muy conocidos, que al montar equinos mayores de dos años, podían hacer uso de los hasta ocho latigazos permitidos, de ánimo que no de castigo.

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El ritual del desfile animal

Los caballos desfilaron por el paddock; los expertos, como ellos, los observaron, estudiando sus movimientos, su mirada y sus (ocultos) sentimientos; y, finalmente, el público asistente, los competidores y los profesionales se colocaron en sus posiciones. Todo el mundo calentaba motores y los de Aliapiedienfamilia, desde lo alto de la tribuna, esperaban inquietos y excitados el inicio de dos mil cuatrocientos metros caldeados.

Salieron los cinco disparados, por el “Checo” encabezados; desfilaron ante las tribunas como rayos inflamados; se enfrentaron a la primera curva con los últimos cuatro casi emparejados; siguieron todos juntos por el rectilíneo, a unos pocos metros distanciados, intentando alcanzar aquel que seguía primero, galopando bajo el cielo; llegaron entonces a la curva de la Zarzuela, los últimos cuatro muy igualados, intentando superarse entre ellos en los pocos centenares de metros que los separaban de la meta. Padres e hijos, uniéndose a la euforia colectiva, empezaron a animar, gritar y saltar, lanzando al viento el nombre de un “Checo” que corría como un portento mientras que el último caballo del quinteto, el “Madrileño”, iba superando a todos sus predecesores, acercándose peligrosamente, y a pasos agigantados, al pura sangre sobre el cual el padre había apostado. Más gritos, más altos y más excitados, acompañaron los últimos metros de los dos caballos alados y finalmente, fue el checo el que, tras aguantar la aceleración de un madrileño muy valiente, cruzó la meta en primer lugar, tras haber liderado la carrera de principio a fin, llevando al altar de la gloria a un prometedor jinete de sólo diecinueve años.

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La concurrida llegada a meta de un «Checo» y un «Madrileño»

Aplausos desatados, vítores emocionados y cumplidos inesperados cayeron sobre los dos protagonistas, el animal y el humano, acompañados también por la euforia de los integrantes de una familia que, otra vez por casualidad, había ganado. El padre, la madre y los dos hijos, con el sustancioso botín monetario entre manos, decidieron entonces dejar atrás el animado y embrujado Hipódromo de la Zarzuela, renunciando a la sexta y última carrera, siendo ya las ocho pasadas de la tarde con la perspectiva de un par de exámenes finales para el día siguiente. Era mejor retirarse a tiempo sin abusar de la caprichosa suerte de los principiantes, era mejor hacer pleno con las notas del inminente inicio de semana, demostrando ser, como siempre, buenos y preparados estudiantes.

Y así fue como los de Aliapiedienfamilia ganaron todas las apuestas: las de unas hípicas carreras extraordinarias ¡y las de unas deslumbrantes carreras de primarias!

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Medinaceli, Jadraque e Hita: Instintos básicos veraniegos

Cada vez que empiezan las vacaciones veraniegas – me refiero a las de los niños, no a las nuestras – y disminuye el trabajo en la oficina mientras que aumentan las jornadas de sol, soy víctima de mis instintos básicos aliapiedescos, consistentes en unas irrefrenables ganas de organizar viajes, visitas y excursiones. Estos efectos secundarios de la mencionada estación me resultan incontrolables y, a pesar de mis (leves) resistencias, no puedo evitar consultar en Internet cualquier información turística sobre destinos nacionales, internacionales o… ¡universales!

El año pasado no fue una excepción y, como suele ocurrirme, entre compras de billetes de avión, reservas de habitaciones en casas rurales y confirmaciones de itinerarios familiares, me encontré con un único fin de semana disponible en todo el verano para organizar una excursión en el día en los alrededores de Madrid.

Como siempre, quedaba la difícil tarea de elegir un lugar que estuviera lo suficientemente cerca de la capital para no tener que alojarnos fuera de nuestro hogar pero también lo suficientemente lejos de la misma para poder tener la sensación de evadirnos de la realidad cotidiana. Con el paso del tiempo, en efecto, las posibilidades se iban restringiendo y después de haber visitado en los pasados sábados veraniegos castillos, como los de Cuellar, Mota, Arévalo y Coca, pueblos, como Buitrago del Lozoya, Pedraza, Sepúlveda, Pastrana, Chinchón, Olmedo, Patones de Arriba o Segóbriga con sus ruinas, monasterios, como los de Uclés, El Escorial y El Paular, o palacios reales, como los de La Granja, Aranjuez o Rascafría, me encontraba sumida en un mar de dudas: ¿Dónde ir? ¿Qué lugar quedaba por descubrir? ¿Cómo sorprender una vez más a mi familia y satisfacer, al mismo tiempo, mis impulsos estacionales?

Y mientras estas cruciales preguntas rondaban en mi mente, de repente, en la pantalla de mi ordenador, en una página amiga de Aliapiedienfamilia en Facebook, apareció una prometedora noticia sobre un Festival medieval, declarado de interés turístico nacional, que se celebra anualmente el primer sábado de julio en un lugar llamado Hita. En ese preciso instante, todos mis sentidos se centraron en este evento que se organizó por primera vez en 1961 por iniciativa del profesor Manuel Criado de Val, tratándose del más antiguo de toda España en su género. El programa de actos era de lo más completo e incluía un mercado medieval, el pregón de inauguración y visitas guiadas gratuitas por el casco antiguo y sus bodegas, además de desfiles, torneos y representaciones teatrales desde la mañana hasta altas horas de la noche.

¡Era justo lo que estaba buscando!

Y eso que jamás había oído mencionar el nombre de este municipio de la provincia de Guadalajara que, sin embargo, es muy conocido por la mayoría de los españoles gracias a su célebre arcipreste, un clérigo nacido en Alcalá de Henares que en el siglo XIV escribió una de las obras cumbre de la literatura medieval: el Libro de Buen Amor. Conforme iba absorbiendo los datos históricos de esa villa, se iban apaciguándo mis instintos aliapiedescos, aunque sin llegar a calmarse del todo. Hita y su festival eran un buen objetivo turístico pero hacía falta algo más para volver a Madrid habiendo aprovechado el día en su totalidad.

Me puse entonces a consultar la invitante y bien estructurada web oficial de la Comunidad de Castilla-La Mancha y, en el apartado dedicado al patrimonio, buscando entre los numerosos castillos que por sus formas y leyendas siempre satisfacen las curiosas exigencias de los más pequeños, encontré uno que nos pillaba de camino, el castillo de Jadraque.

Ahora solo tenía que hacer realidad los deseos gastronómicos del padre de familia para que el plan que poco a poco iba componiendo fuera “el plan perfecto”. En los alrededores de Hita o Jadraque, por mucho que buscara, no conseguía encontrar restaurante que me convenciera, así que las alternativas eran acercarse al pueblo más cercano de cierto renombre, es decir Sigüenza, o bien seguir hacia el norte, hacia las tierras de Castilla y León, para alcanzar la ciudad de Medinaceli que ninguno de nosotros había visitado en su vida.

La segunda opción fue la que tuvo más éxito, y así, juntos y revueltos, cada uno con sus exigencias teóricamente satisfechas, nos pusimos en camino por la A2, desde la que, una veintena de kilómetros después de Guadalajara, divisamos a la derecha unas altas murallas que abrazaban el cuerpo restaurado del Castillo de Torija, antigua fortaleza militar que, con un poco de suerte, podría convertirse en una meta complementaria, de regreso de nuestro recorrido principal.

Ya estábamos superando la frontera invisible entre las dos Castillas y, a los pocos minutos, rodeados de obras viarias monumentales, nos encontramos con un cartel que anunciaba nuestro primer destino: Medinaceli.

Nos miramos perplejos. Ese conjunto de casitas bajas que flanqueaban la avenida que íbamos recorriendo no encajaba en absoluto con la idea de un antiguo y prestigioso casco histórico.

Algo o alguien no estaba en el lugar correcto: o ellas, las anónimas viviendas, o nosotros, los despistados viajeros. Ni lo uno ni lo otro.

Cuando ya empezaba a dudar de mi plan supuestamente perfecto, en un cruce cualquiera aparecieron en mi ayuda las providenciales flechas de color marrón y violeta, propias de los puntos de interés turístico, que, silenciosamente, nos sugerían el camino hacia el conjunto histórico-artístico, ubicado tres kilómetros más adelante, tres kilómetros más arriba.

Y, en efecto, en lo alto de un cerro, casi mimetizada con los tonos ocres del soleado territorio alrededor, divisamos la villa en todo su esplendor.

Una villa mimetizada con los tonos ocres de un soleado territorio

Una villa mimetizada con los tonos ocres de un soleado territorio

Casi en la cima de la colina, en un cruce, hizo acto de presencia una ermita solitaria, la del Humilladero que, sobria y bella, parecía preanunciarnos la superior magnificencia, en sentido geográfico, de un pueblo cuyo nombre evocaba en mi mente una imagen celestial por un mal interpretado juego de palabras y mixtura de religiones: la de una medina musulmana en lo alto de los cielos cristianos. No iba de todas formas tan descarrilada en mis fantasiosas interpretaciones que coincidían, como aprendí seguidamente, con la poética “ciudad del cielo” exaltada por Gerardo Diego.

Una soberbia y romana bienvenida

Una soberbia y romana bienvenida

Un soberbio y emblemático Arco romano, único en la Península por su triple arcada, la central para los carros y las dos laterales para los viandantes, nos dio una asombrosa bienvenida y después de haber pasado literalmente a sus pies, aparcamos el coche detrás de la curva por él dominada donde se abría un extenso campo, el Campo de San Nicolás.

Y mientras el hijo mayor aprovechaba el sagrado campo en toda su extensión como campo de fútbol de césped natural en compañía de unos compañeros de colegio que casualmente correteaban por allí, mi marido y yo nos entretuvimos con la afable y encantadora responsable de la Oficina de Turismo, ubicada justo en frente en un edificio de dos plantas conocido como “La Carbonera”. Las generosas y alentadoras explicaciones de esa mujer sobre todos los lugares dignos de ser vistos en Castilla y León, despertaba una vez más mis apaciguados instintos alipiedescos, provocando centenares de retorcidos pensamientos viajeros sobre esos múltiples destinos culturales y naturales que hacían peligrar el programado itinerario de ese día.

No podía permitirlo.

Así que, con múltiples folletos en una mano y un mapa de Medinaceli en la otra, nos preparamos para recorrer a piedi lo que un tiempo había sido un castro celtibero, luego un enclave romano, seguidamente una capital musulmana y finalmente un ducado creado por los Reyes Católicos.

Aquello prometía.

El Convento de Santa Isabel y su invitante acceso

El Convento de Santa Isabel y su invitante acceso

Después de haber recuperado a nuestro hijo futbolero, nos encaminamos hacia el cercano Convento de Santa Isabel, fundado en el siglo XVI por las Clarisas, que es el único que se mantiene en funcionamiento como tal de los cuatro existentes en el momento de máximo esplendor religioso de la villa. El portal del edificio, enmarcado por un cordón franciscano, nos invitaba a entrar y, sobre todo, a comprar alguna de las delicias elaboradas por las pacientes y monacales manos que hace tiempo dejaron de tejer elaboradas alfombras para cocinar dulces delicias.

La Colegiata y su torre campanario

La Colegiata con su torre campanario…

Sin embargo decidimos resistir a los humanos placeres del paladar y anteponer los placeres divinos del espíritu que se encontraban encerrados entre los muros románicos de la Iglesia de San Martín, que forma parte del conjunto conventual, y tras echar un vistazo a su restaurado interior, humilde y sencillo, decidimos perdernos por las evocadoras y sinuosas callejuelas empedradas de Medinaceli, tangible recuerdo de su pasado árabe, hasta alcanzar la Plazuela de la Iglesia dominada por la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción, de estilo gótico tardío, y por un abeto solitario que bien podía prestarse como emblemático Árbol de Navidad en el frío invierno medinense.

... y su barroco altar mayor

… y su barroco altar mayor

Entramos sigilosamente en el templo y, de inmediato, quedamos cautivados por la hermosa sillería del coro, de época ya renacentista, las elaboradas verjas que lo encerraban y el barroco altar mayor con su correspondiente retablo. Tanto nos impresionó que no reparamos en las campanas de su imponente torre, que nos anunciaban que se acercaba la hora del almuerzo y que el lugar religioso estaba a punto de cerrar, hecho confirmado por los amables gestos y palabras de un cura que interrumpieron nuestra estática contemplación.

Al salir de allí seguimos deambulando por la villa silenciosa y tranquila donde el tiempo parecía haberse detenido y, con ello, afortunadamente, también las hordas de turistas.

Encantadoras casonas

Encantadoras casonas de nobles orígenes

El encanto de laberínticos y estrechos pasadizos, de palacios blasonados, muchos de ellos abandonados, de nobles casonas de labrada sillería y de lienzos de murallas árabes y romanas, cual cruce de culturas del pasado, nos atrapaba dulcemente, nos seducía levemente y nos conquistaba intensamente.

Pasadizos solitarios

Pasadizos solitarios

Caminábamos despreocupados por una casi fantasmal “ciudad segura”, Ciudad de Salim, o “ciudad de la mesa”, Medina Occilis, cuando, de repente, desembocamos en su grandiosa Plaza Mayor, levantada sobre las gloriosas cenizas del foro romano.

Un resplandeciente cartel explicativo

Un resplandeciente cartel explicativo

Ese amplio espacio, tan perfectamente cuidado que no parecía real, se presentó, y se prestó, como una estrella del cine mudo para posar para nuestra improvisada sesión fotográfica mientras que un cartel explicativo, bien integrado en un escenario tan típicamente castellano, y que resplandecía bajo los rajos de un sol de justicia, nos ayudó a no desorientarnos entre tanta riqueza y hermosura arquitectónica.

De espaldas al Aula arqueológica, un moderno espacio interactivo dedicado a la historia de la villa, se ubicaba, entre elegantes soportales y bajo la severa mirada del campanario de la colegiata, la Alhóndiga, cuyo escudo ducal se encontraba parcialmente cubierto por unas banderas que ondeaban en su fachada, único elemento discordante, por sus vivos colores, con el resto del uniforme y monocromático conjunto. Un poco más le acompañaba el renacentista Palacio ducal, de simétrica sobriedad, obra de Juan Gómez de Mora y actual sede de la Fundación DEARTE, que custodia no sólo obras contemporáneas sino también antiguas, como el enorme mosaico romano hallado en esa misma plaza.

La Plaza Mayor...

La Plaza Mayor…

... sobre el antiguo foro romano

… sobre el antiguo foro romano

A pesar de ser ya la hora de la comida, no pudimos resistirnos a acceder a ese noble edificio para observar su variado contenido, además la entrada era gratuita.

El restaurado patio central del Palacio ducal

El restaurado patio central del Palacio ducal

Una vez dentro, en el magnífico patio central, también restaurado, protegido por una escenográfica cubierta de cristal, bajo los arcos de medio punto de la galería inferior, fuimos sorprendidos por unas extrañas mujeres metálicas, con un aspecto entre maniquíes y guerreras, que con su estática postura, en contraste con las sinuosas y dinámicas líneas de sus figuras, parecían proteger ese lugar – en realidad se trataba de unas obras del escultor y psicólogo Manuel Mata Gil para una campaña de sensibilización contra la violencia de género –.

Los inquilinos de la galería inferior

Las extrañas figuras de la galería inferior

El artístico

El «sillón de la Odalisca»

Y mientras desfilábamos frente a esas curiosas e ingeniosas estructuras, nos percatamos de que otras siluetas, curvas, entrelazadas entre ellas volteaban sobre nuestras cabezas en una escultórica danza, obra de Pep Roig, que nos recordaba a la pintada por Matisse.

Un millar de piezas estelares romanas

Un millar de piezas estelares romanas

En las demás salas que asomaban a aquel sorprendente espacio central se exhibían otras creaciones originales, y después de haber admirado un invitante “sillón de la Odalisca”, de Jorge Moran, en el que me hubiera acomodado gustosamente, de no ser por el (in)oportuno cristal que lo protegía, alcanzamos la estancia donde descansaba la pieza estrella, o mejor, las millares de piezas estelares del siglo IV que componían la figura de una diosa, Ceres, dominando animales de género no bien identificado, terrestres, marinos y alados, entre temas geométricos de sublime perfección.

La iglesia de San Román

La iglesia de San Román, antigua sinagoga

El recuerdo de otros magníficos mosaicos, los que están expuestos en el grandioso MAN, y con ellos el de unas historias mitológicas, llenas de magia y fantasía, estaba a punto de llevar a Aliapiedi a ese mundo tan especial, cuando la alegre voz de un infante, preso ya de un hambre creciente, la devolvió a la realidad.

El Arco árabe

El Arco árabe, antigua puerta romana

A toda prisa, nos dirigimos hacia el siguiente destino: un antiguo granero, que en la actualidad es un acogedor asador, donde la contundente y abundante comida, al igual que la bebida, dio rienda suelta a nuestro paladar.

El castillo, actual cementerio

El castillo, actual cementerio

A la salida del restaurante, dimos otro paseo de pasos perdidos por la tranquila Medinaceli, entre calzadas invadidas por una prepotente hierba salvaje, hiedras aferradas a decadentes muros y piedras que intentaban heroicamente sustentarlos, en busca de nuevos objetivos: una iglesia, la de San Román, levantada sobre las cenizas de una sinagoga y víctima del mismo polvoriento paso del tiempo; un Arco árabe, antigua puerta del primitivo campamento romano; un castillo, cuyos restos, esparcidos sobre un prado que ahora hacía las veces de cementerio, estaban allí donde un tiempo descansaba la Alcazaba, y, por último, otro mosaico impresionante, el de la discreta y apartada plaza de San Pedro, cuyas policromas imágenes geométricas, como triángulos, puntas de flecha o cadenetas, se alternaban con otras figuradas, como flores, cascos y escudos de guerreros.

La plaza de San Pedro con el mosáico

La plaza de San Pedro con el mosáico

Difícil tarea fue, una vez más, la de alejarnos de allí para seguir nuestro camino hacia el siguiente destino: Jadraque.

Nos despedimos entonces de la bella y seductora villa y bajando por donde habíamos subido, en dirección al valle del Jalón, nos topamos con una fuente, puede que celtibera, romana o árabe, donde bebimos copiosamente sus frescas aguas de entonces y de siempre.

Y por fin, a la cinco de la tarde, con un calor asfixiante, entre la meseta asolada que rodeaba una carretera empinada, cual fantasma de piedra, vimos asomar un castillo, una fortaleza inmensa cuya majestuosa presencia se percibía desde la distancia.

Ese robusto palacio residencial, mandado erigir por el hijo primogénito del cardenal Mendoza para representar la fuerza y el poderío de su augusta familia, que se dice descendiente del mismísimo Cid Campeador, sin duda, cumplía con creces el simbólico objetivo. Temblorosos y respetuosos aparcamos el coche a sus pies, o mejor, a los pies del elevado cerro cuya cima estaba integralmente ocupada por la imponente estructura de casi cien metros de longitud.

La imponente fortaleza en

La imponente fortaleza en el «desierto de los tártaros»

Allí, en el medio de ese “desierto de los tártaros” que parecía salido de la homónima novela de Buzzati, sólo estábamos nosotros y la imponente fortaleza.

El rípido y soleado ascenso

El empinado y soleado ascenso…

Casi en la cima...

… para alcanzar la cima

Acompañados por los chirridos de los grillos, como atrevidos alpinistas que se enfrentan a una cumbre nevada de polen, canícula y sequedad, fuimos ascendiendo por un irregular camino donde nuestras mismas sombras parecían abandonarnos. El calor que despedía la tierra se unía en un infernal e invisible abrazo con los rayos del astro rey y la pendiente hacía que nuestras espaldas se curvaran cada vez más, por el efecto de la gravedad.

Queríamos conquistar el castillo pero era el castillo que nos conquistaba a nosotros…

Entre visiones, espejismos y alucinaciones, alcanzamos nuestra meta y allí arriba, arriba del todo, jadeantes, disfrutamos de un panorama que quitaba el aliento, en todos los sentidos.

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La panorámica recompensa

 

Y mientras intentábamos recuperar nuestras mermadas fuerzas, ejerciendo de improvisados centinelas de esa fortaleza solitaria, divisamos en el horizonte una nube de polvo, cada vez más grande, cada vez más próxima… No, no se trataba del tan esperado ejército de tártaros, lo que se nos avecinaba era un ejército, sí, pero de modernos centauros motorizados. Esa ruidosa tropa sobre ruedas alcanzó rápidamente y ágilmente la parte superior del cerro, aunque sin llegar a la cima, a bordo de sus caballos mecánicos, y, pocos instantes más tarde, enfundados en sus monos oscuros, como si de unos guerreros tenebrosos del Tercer, o puede que el Cuarto, Milenio, sin el menor esfuerzo, se hicieron con el castillo que tanto nos había costado conquistar a nosotros.

No nos quedaba otra que retirarnos y dejar la mítica fortaleza fantasma en manos de ese improvisado enemigo. Pero nuestra rendición sin embargo no significaba que se acabaran todas las guerras.

Más batallas, más contiendas, más duras y más violentas, nos aguardaban en nuestro último destino: Hita.

El estratégico bastión natural en el que tiempo atrás se había erigido un poderoso castillo, en lo alto de un cerro, fue lo primero que vimos desde la carretera pero conforme nos fuimos acercando al centro de la villa, recorriendo sus empinadas calles, fuimos descubriendo más históricos detalles por sus empinadas calles.

Un músico sui generis

Un músico sui generis

De repente, tras atravesar la Puerta de Santa María, la única superviviente de las tres que vigilaban la extensa y fuerte muralla que mandó levantar el Marqués de Santillana, como si de una puerta del «Ministerio del Tiempo» se tratara, nos encontramos por arte de magia en la Edad Media. Desafortunadamente, ese arco apuntado con un garitón en cada lado nos había trasladado a esa época tal cual estábamos, con el aspecto de unos pintorescos personajes venidos de un futuro muy lejano y nuestra clásica pero moderna vestimenta llamaba la atención entre las damas y los caballeros que vestían refinados atuendos: elegantes ellas, con sus elaborados peinados y sus valiosos complementos decorativos, y listos para la batalla ellos, con sus armas y sus escudos.

Un mapa de antaño

Un mapa de antaño

La calle era una fiesta: músicos, juglares y unos peculiares personajes llamados botargas se mezclaban con la gente formando corrillos en los que se cantaba y bailaba a discreción. Nuestras alucinadas miradas chocaban con las firmes miradas de guerreros, jinetes y escuderos que exhibían afiladas espadas de metal reluciente y nerviosos corceles de pelaje brillante.

La escenográfica Iglesia de San Pedro

La escenográfica Iglesia de San Pedro

Era un maravilloso tripudio de colores y sonidos, de bailes y cantes, de folclore y tradición.

Sumergidos, o mejor dicho, invadidos por esa ficticia realidad o esa ficción hecha realidad, intentando no llamar demasiado la atención, exploramos la villa engalanada para la ocasión consultando un mapa de antaño esculpido en un lienzo de la muralla que bordeaba la animada Plaza del Arcipreste.

Sorteando hombres enmascarados, gigantes disfrazados y bufones descarados, alcanzamos las escenográficas ruinas de la Iglesia de San Pedro, un lugar sagrado donde un tiempo se custodiaban los sepulcros de nobles hidalgos cuyos valiosos gestos iban a emularse en el Palenque ubicado más abajo a lo largo de un tan entretenido como peligroso torneo caballeresco.

Personajes de todo tipo y facciones

Personajes de todo tipo y facciones

Eran la siete de la tarde y el mencionado recinto, precedido por múltiples y variados puestos de un auténtico y pintoresco mercado, estaba lleno a rebosar.

Al son de instrumentos marciales, entre estandartes multicolores y una contagiosa emoción colectiva, el maestro de ceremonia, dotado de trono y corona, anunció solemnemente el inicio del torneo anual desde el prestigioso palco real.

Una parodia del histriónico combate entre don Carnal y doña Cuaresma inauguró el tan ansiado espectáculo enfrentando a ambos bandos en el recinto.

El combate entre don Carnal y doña Cuaresma

El combate entre don Carnal y doña Cuaresma

Personajes de todo tipo y facciones, armados con lanzas y bastones, calentando los motores de unos carros de madera, se lanzaron sin dudarlo en un tremendo choque frontal, entre forcejeos, insultos y sádicas risas.

Sin honor y sin gloria pero con eufórica alegría se concluyó la controvertida historia. Pero lo mejor estaba por llegar.

Unas hermosas odaliscas que bailaban sensualmente una sinuosa danza del vientre se encargaron de dar la bienvenida a los verdaderos héroes del torneo, unos caballeros hechos de acero, por dentro y por fuera, que con sus pesadas armaduras se disponían a competir en una dura contienda.

Los cinco caballeros del Apocalípsis

Los cinco caballeros del Apocalípsis

Su entrada, acompañada por una épica banda sonora, fue triunfal. En el coso rectangular el entusiasmo era desbordante y se mascaba la tensión entre los protagonistas del inminente encuentro, o desencuentro. Esto iba en serio, se trataba de un despiadado “juego de tronos” en el que entre tantos luchadores sólo quedaría un superviviente, un “Highlander” hiteño que sería venerado por los siglos de los siglos.

Los combatientes desfilaban ante nosotros, humildes mortales, montando sus fogosos caballos con paramentos sin iguales.

El peligroso acoso al estafermo

El peligroso acoso al estafermo

El maestro de ceremonias los saludaba y, tras recordarles las reglas del torneo, los despedía bendiciéndoles mientras que los asistentes apostaban sobre sus cabezas sumas ingentes. Los caballeros, así llamados por el medio de transporte que utilizaban que no por los violentos gestos y ofensivas palabras que se dirigían entre ellos antes del empiezo del torneo, exhibían orgullosos las insignias de sus respectivas cofradías, gritaban altivos sus hazañas y se desafiaban soberbios entre ellos.

El momento había llegado.

La diana golpeada en su corazón de paja

La diana golpeada en su corazón de paja

Bajados los yelmos, sujetando con una mano las bridas y con la otra la lanza, los cinco jinetes de un Apocalipsis a punto de explotar, se lanzaron en un peligroso acoso a un estafermo que intentaba golpearles de rebote con su pesada maza.

Después, fue el turno de una diana cuyo corazón de paja era el objeto de unos dardos despiadados lanzados a toda velocidad.

Y por último, como colofón final de ese evento sin igual, la difícil prueba de la sortija que puso a prueba la pericia de los cinco combatientes ante un público más que exigente.

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La difícil prueba de la sortija

El valor de todos los participantes quedó sellado para siempre y la inmortalidad se concedió al último superviviente entre los vítores y aplausos de sus fervientes seguidores.

Eran las ocho de la tarde.

El festival seguía adelante y con él el júbilo de la gente entre meriendas, pasacalles y leyendas.

La tentación de quedarnos en esa Hita medieval para asistir a una justa nocturna, una representación teatral y a un concurso final nos devoraba el cuerpo y la mente. Pero una fantasiosa Puerta, la del Sol, la de un sol veraniego en su ocaso que desprendía sus últimos rayos por esas tierras manchegas de hidalgos literarios, verdaderos o imaginarios, se abrió delante de nosotros, madrileños de nacimiento o de adopción, para que regresáramos al futuro de donde habíamos venido.

Y así fue como los de Aliapiedienfamilia volvieron al actual verano recordando uno del pasado, de un pasado muy cercano o puede que mucho más lejano…

El cartel del Festival Medieval 2015

El cartel del Festival Medieval 2015

El cartel del Festival medieval 2014

El cartel del Festival medieval 2014

Una nota final: Este sábado, el primero del mes de julio, tendrá lugar la 55ª edición del Festival Medieval de Hita. Para todos aquellos que no trabajan en el Ministerio del Tiempo, las entradas, gratuitas para los menores de seis años, se pueden adquirir con antelación en la página web de su ayuntamiento o, in situ, en el punto de venta de la Plaza del Arcipreste. No esperéis a que se abra una providencial “Puerta del Tiempo”: ¡cerrad con llave la de vuestro hogar y lanzaos sin miedo en esta veraniega aventura familiar de sabor medieval!

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Sala Mirador: En busca de la isla de Nur

En estos tiempos tan duros para todo el mundo, y más aún para los artistas, hacer teatro tiene mérito, hacer teatro infantil tiene aún más mérito, y hacer teatro para niños afortunados y destinar el treinta por ciento de los beneficios a los niños más desfavorecidos, derrochando solidaridad, no es que tenga mérito, es que es digno de admiración. Sigue leyendo

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Teatro (L)Ara y «Mis Primeras Cuatro Estaciones»: ¡¿¡Música clásica!?!

“¡Música clásica!”

“¿Música clásica?”

“¡Música clásica!”

Con ese intenso diálogo, caracterizado más bien por gestos, expresiones y muecas de sufrimiento, por un lado, y de alegría, por el otro, se podría resumir la historia de esta nueva aventura de Aliapiedienfamilia. Sigue leyendo

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Planetario de Madrid: El satélite dormilón

La primera vez es siempre la primera vez. Y mi primera vez con López fue inolvidable. Estaba convencida de que nunca jamás habría vuelto a probar el mismo inesperado entusiasmo, las mismas sorprendentes emociones y la misma auténtica pasión de aquella primera vez, casi un año atrás. Pero él, en la segunda vez, acompañado por sus estrellas, volvió a conquistarme… para siempre.

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Planetario de Madrid: En órbita con López

“Hay un extraño lugar en Madrid donde de repente se hace de noche, cae la oscuridad y… se encienden las estrellas…”.

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Mercado de San Antón: El Gran Juego de los Reyes Magos

Me encantan los mercados. En mi país de origen los hay de todo tipo y para todos los gustos, la mayoría de ellos al aire libre: de flores, de antigüedades, de artesanía y, sobre todo, de alimentación.

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Estación de Chamberí: Una fantasmagórica estación mágica

La “estación fantasma” del post anterior ha sido  transformada hasta el 23 de diciembre en una “estación mágica”, gracias a la fantasiosa, o mejor fantástica, campaña publicitaria de una conocida empresa de videojuegos. Sigue leyendo

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El Capricho soñado – Paseos teatrales

Como os adelanté en mi anterior post, tenía pensado asistir a las visitas teatralizadas gratuitas que se organizan hasta finales del mes de septiembre en el jardín El Capricho. Y así fue, no una, sino dos veces. Sigue leyendo

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