En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. “Puerto Lagasca” es su nombre, en el número 81 de la homónima calle, y “Taberna” es el título que lo acompaña.
Cualquiera puede con gusto, nunca mejor dicho, amarrar aquí y dejarse arrastrar por un tsunami gastronómico de calidad. Y eso fue justo lo que hicimos nosotros, náufragos perdidos en una fría y ventosa noche de febrero, empujados por el deseo de tomar tierra, entrar en calor y disfrutar de una cena marinera en la capital.
Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual Ulises del Tercer Milenio, incapaces de oponer resistencia, huérfanos de tapones socorridos, nos dejamos arrastrar por ella hasta el fondo del mar o, mejor dicho, hasta el final de un pasillo donde asomaban unos nostálgicos recortes de periódicos y revistas, testigos silenciosos de unas costumbres de un par de décadas atrás, cuando la gente leía, pero leía de verdad, en un papel impreso y no en un cuaderno de bitácoras virtual (😉).
Llegamos así a la sala principal o, mejor dicho, al corazón de esta isla no desierta, sino a rebosar de comensales, a pesar de ser un jueves, donde destacaba una clásica, y a la vez original, decoración mediterránea, en plena sintonía con el tipo de cocina que aquí se ofrece: lámparas cubiertas por fuertes cabos iluminaban las mesas, bajas en este caso, cazos de cocinas antiguas se alternaban en las paredes de madera y color crema a llamativas cabezas de ajos blancos y pimientos de color rojo, dibujos geométricos de tonos azulados jugaban en la pared con un pez solitario –“mejor solo que mal acompañado”, pensaba él mientras nadaba feliz en ese puerto extraordinario– y flores y plantas de una eterna primavera intentaban restar protagonismo a una curiosa esfera turquesa abrazada por una boza.
Esa no era una taberna de piratas, sino un coqueto chiringuito de playa, uno con solera, de una isla griega o, más probablemente, de una española, posiblemente de Canarias –en estas islas, en efecto, nace el ingenioso, encantador y generoso patrón de este barco, Pepe Caldas, fundador en el 2008 de esta taberna experimentada y de la de Los Gallos, su hermana menor, en términos de edad, que, sin embargo, tiene mayor dimensión y diversión, con música en directo los fines de semana y afterwork entre semana–.
No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidad –la correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración –hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.
Creíamos que habíamos llegado a un puerto seguro, pero, en realidad, esta seductora isla mediterránea en medio de la capital era una trampa en toda regla, un engañoso caballo de Troya que escondía en su vientre hermoso una nueva tempestad, una lluvia incesante de entrantes, segundos, postres y cafés.
Y dulce era naufragar en ese mar…
Así que, empujados por el viento, fuerte y decidido, de la profesionalidad de los dos maestros de ceremonia, nos enfrentamos a una embriagadora odisea de sabores, aromas y colores, intentando luchar, bastante desganados, la verdad, contra el pecado de gula.
Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.
Rendidos ante este vendaval de platos deliciosos y delicados, fueron entonces unos caneloncitos de carrillera de ternera cocinados a baja temperatura, con un leve toque de dulzura, los que nos derribaron por completo, abriendo camino a unos postres exquisitos, todo ellos rigurosa y cuidadosamente caseros.
Siguiendo así la estela de una operación bikini que se iba alejando de nosotros a pasos agigantados o, sería mejor decir, a nudos forzados –¿Era ese el propósito de la astuta sirena y del mañoso capitán? ¿Engordarnos para luego lanzarnos al mar entre calamares gigantes y tiburones?–, fondeamos entre una tarta de queso coronada con un toque de miel y de fruta de la pasión y un tatin de manzana con creme fraîche, al puro estilo francés –¿Porquoi pas?–, y, dulcis in fundo, nunca mejor dicho, una tarta de puro chocolate con crema chantilly.
Habíamos pecado, mucho y en cantidad, pero, a pesar de ello, no nos sentíamos en absoluto pesados y, en mi caso, con ganas de pecar más y más.
Pero el intenso y peligroso viaje gastronómico, desde el norte hasta el sur del país español, había finalizado, la placentera tempestad de platos sencillos pero elaborados había remitido, el viento había amainado…
Al abrigo de un atípico limoncello holandés, que nada tenía que envidiar –como italiana lo tengo que confesar– al más famoso de Sorrento –pero siempre hay que servirlo congelado, eso sí, y en un vaso pequeño, como en este caso, a la misma temperatura glacial–, estábamos preparados para el sacrificio final, listos para ejercer como presas para algún pez voraz: ¡que Camille y Paco hicieran de nosotros lo que quisieran: lo que habíamos vivido, y saboreado, había merecido la pena!
Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes, Penélopes 2.0 sin telas y telar, nos estaban esperando desde unas cuantas horas con los brazos abiertos de par en par –¡o esto nos hubiera gustado imaginar!–.
¡Gracias entonces a Paco y Camille por esta inolvidable e increíble aventura con inicio y final feliz y enhorabuena a toda la tripulación por surfear con tanta maestría y habilidad las olas tormentosas de la gastronomía de calidad!
Volveremos a navegar por el Puerto Lagasca en familia, con amigos, con nuestros hijos o en solitario: cualquier excusa será buena para amarrar en este maravilloso y pintoresco puerto de la capital.
Avanti tutta, capitán… hasta el infinito… ¡y más allá!