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«¡Hay vida más allá de la M-30!»: A piedi… por la Alameda de Osuna

“¡Hay vida más allá de la M-30!”

Esa frase, tan provocadora y a la vez prometedora, que campeaba en un enorme cartel publicitario de un famoso portal inmobiliario, despertó todas mis alarmas “aliapiedescas”: ¡Claro que hay vida más allá de la M-30! ¡Y más allá de la M-40, también! ¡Y cuanta vida (y calidad de vida)!

Por lo tanto, ahora que, (des)afortunadamente, tengo más tiempo para mi (y menos para el trabajo), he decidido dedicar (o, por lo menos, intentarlo) una parte de mi (nuestro) pequeño gran blog familiar a los barrios menos céntricos de Madrid, empezando, por razones sentimentales, por el primero del último distrito capitalino, la Alameda de Osuna.

Este breve paseo “alamediense” está entonces dedicado a todos los que «se atreven» a superar el limite imaginario marcado por la primera, y segunda, circunvalación capitalina, para descubrir «a piedi» los sitios de este barrio periférico que, según mi opinable y fantasioso criterio, merecen la pena ser descubiertos, y no sólo por su valor cultural o arquitectónico.

El punto de salida es la parada del metro «El Capricho» (línea 5), así llamada en honor a este magnífico, único y extraordinario jardín histórico-artístico de finales del siglo XVIII, que sólo está abierto los fines de semana y días festivos.

20220127_175623El camino que lleva a este mágico lugar cruza un parquecito donde se encuentra la huerta comunitaria más alegre de Madrid, “La alegría de la huerta” -a la cual, en sus inicios, yo también me apunté con mis hijos, con buena voluntad, pero nulas capacidades botánicas- donde, en función de las estaciones, asoman desde el terreno, para mi como por arte de magia, diferentes frutas y hortalizas, ecológicas obviamente. Pero el verdadero protagonista «vegetal» de este recorrido es el mencionado jardín, del cual me enamoré perdidamente nada más aterrizar en Madrid y al cual, inspirada por el amor y la pasión, he dedicado algunos de mis relatos «aliapiedescos«.

Aquí, en función de vuestro nivel de romanticismo, y de imaginación, podréis pasar horas y horas deambulando entre sus curiosas y “caprichosas” edificaciones, tales como la Casa de la Vieja, el Abejero, el Casino de Baile, la Ermita, el Fortín, el Templete de Baco o el mismísimo Palacio de los duques de Osuna -cuyo interior albergará, esperemos que en breve tiempo, un espacio expositivo centrado en la figura de mi querida y admirada duquesa de Osuna, doña María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, mujer muy adelantada a sus tiempos y mecenas de muchos artistas, como bien explicaban, y escenificaban, unos paseos teatrales que, hace años, se organizaban en esta antigua finca de recreo y con los cuales yo soñaba con los ojos abiertos-. Mientras deambuláis tranquilamente por este encantador oasis verde, si afináis la vista, entre la rebosante vegetación podréis también descubrir las chimeneas y puertas de acceso al aterrador bunker del general Miaja, construido durante la Guerra Civil y que, afortunadamente, nunca se llegó a utilizar -se pueden realizar visitas guiadas, gratuitas, en su interior, pero hay que reservarlas con mucha antelación o, en alternativa, modesti a parte, descubrirlo a través de mis palabras-.

A la salida del jardín, os sugiero dar una vuelta por el curioso camping que está a su lado.

20220127_173441No es que yo sea fan de los campings -de hecho debo confesar que la primera vez que lo vi tuve un reflejo espontaneo de repulsa hacia él, como si el curvilíneo muro exterior que lo delimitaba se prestara para ocultar degradantes noches de borrachera, sexo, droga y rock and roll: no me equivocaba sobre este último punto ya que, como aprendí posteriormente, allí tenían lugar exitosos conciertos de bandas emergentes que siguen añorando muchos lugareños- pero, poco a poco, le he cogido mucho cariño, y no sólo por los aperitivos que tomábamos en familia o con amigos en la originaria terraza, de estilo surfero, ubicado a su lado, que te trasladaba de verdad a una playa en plena ciudad -ahora, con la nueva gestión, la decoración es más «urbana»-, sino también por la nueva zona de ocio de este aparcamiento de caravanas, que tiene vista a las seculares plantas y edificios de El Capricho.

20220127_17362520220127_173946Aquí se encuentra una acogedora sala-cafetería-supermercado, con aire alpino, donde en invierno, entre paredes de madera, dan lo mejor de sí las chimeneas, y una curiosa terraza exterior, de estilo country -hay también una futurista versión tubular cubierta- donde en primavera/otoño/verano cobran protagonismo, entre food trucks y mobiliario vintage, unas amarillentas balas de heno con función de rústicas sillas y mesas.

20220201_13024720220201_130526Después de haber repuesto fuerzas en uno de estos dos sitios, os animo a recorrer la larga avenida de Logroño que bordea mi parque -que no jardín- favorito de Madrid, el Juan Carlos I, hasta llegar al cruce con la calle Rambla, una de las calles más románticas de la capital, sobre todo en primavera, gracias a sus coquetas farolas, a sus muros de piedra cubiertos de hiedra y a la antigua fachada de la Iglesia de Santa Catalina de Alejandría, del siglo XVI -por cierto, si es domingo, que seáis ateos o fieles, no os perdáis la misa de las 11.30: el coro es sublime y, cantando y tocando, ¡lo da todo!-.

20220201_13174420220201_131022Superado el mencionado edificio religioso y la Escuela de Música municipal, alojada en la antigua Casa de Oficios del palacio de los duques de Osuna, a la izquierda, a través de una callecita, subiendo una cuesta, llegaréis al Castillo de la Alameda, o, mejor dicho, al castillo de los Zapata, señores de Barajas y La Alameda, del siglo XV, recientemente restaurado y convertido en museo, en cuyo recinto se puede también observar un nido de ametralladoras de la Guerra Civil, la parte posterior del panteón de los duques de Fernán Núñez y restos de asentamientos antiguos, desde la Edad del Bronce hasta la época romana, como relaté hace años en esta historia -cuidado: al igual que El Capricho, sólo abre los días festivos y fines de semana-.

20220127_181711Después de la visita, gratuita, podréis ya encaminaros de vuelta hacia la estación “Alameda de Osuna”, no sin antes parar en una coqueta y pequeña librería, “Las letras embrujadas, cuyo encanto reside no sólo en la amabilidad de su propietario, Jose, sino también en la conseguida decoración a base de arcos y ladrillos a vista que asoman entre juguetes y libros -por cierto, entre tantas joyas, lúdicas y literarias, custodian también unas de las últimas copias en circulación de un increíble, y muy recomendable, best seller: «Aliapiedi… en Dublín«, escrito… ¡por mi!-.

20220127_182749Y si os ha entrado un poco de hambre o queréis hacer una nueva pausa antes de tomar el metro de vuelta a vuestro hogar, acercaros a la panadería “La 28”, donde podréis degustar o adquirir alguna de las delicias dulces o saladas de su obrador, como recompensa, o souvenir, de este paseo por la Alameda de Osuna… ¡más allá de la M-30 (y 40)!       

P.S. Si os apetece realizar un fin de semana este recorrido a piedi por el barrio de la Alameda de Osuna, he aquí el correspondiente mapa:

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Madrid. Abril 2020: «¡Que vaya todo bien!»

Advertencia: Escribí este relato, que se sale de la temática «aliapiedesca» del blog, en la Semana Santa del 2020, en plena pandemia, cuando lo de ir «a piedi», «en familia», por la capital (¡y más allá!) no sólo estaba absolutamente prohibido sino parecía una empresa casi imposible de realizar en un futuro cercano… 366 días después, me permito compartir aquí esta historia real, que se publicó hace un año en la sección «La mirada de Aliapiedi» del periódico digital «InfoBarajas», para que no olvidemos lo que sufrimos, nos alegremos de los progresos alcanzados y nunca perdamos la esperanza:

«¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”.

Buona lettura a tutti!

Hoy me he atrevido: hoy he salido de mi refugio.

contenedor vidrioDespués de casi un mes de confinamiento, sin ir al trabajo, al colegio o al supermercado –siempre va él: mi marido–, hoy me he atrevido a salir de mi refugio para alcanzar, a unos cincuenta metros de mi piso, el socorrido contenedor del vidrio. Hacía un día demasiado bonito para dejar escapar esta ocasión, demasiado soleado para renunciar una vez más en favor de mi hijo, actual encargado de tirar papel, cartón y cristal, demasiado luminoso para renunciar a una dosis, gratis, de Vitamina D natural.

Así que, egoístamente, hoy he salido de mi refugio, dejando atrás las agotadoras, pero también catárticas y liberadoras, tareas cotidianas de orden, limpieza y desinfección del hogar, abandonando a los demás, entretenidos con whatsapp, recetas o videojuegos, pasando por alto la doméstica seguridad familiar.

Y con los guantes de látex en las manos, el gel desinfectante en un bolsillo, una mascarilla quirúrgica en el otro y el miedo en el cuerpo, por si acaso, me enfrenté a la soleada realidad de un día pascual del todo especial, acompañada por el inquietante recuerdo de mi última salida –hace un par de semanas, cuando, a piedi, de prisa y corriendo, fui a la farmacia para comprar unas socorridas mascarillas y, después de los consejos de la amable empleada, volví, agobiada y aterrada, con una bolsa repleta de alcohol y agua oxigenada, guantes y cuatro mascarillas para toda la familia–.

Bajé entonces la escaleras, evitando contagiarme con las teclas y las cuatro paredes del ascensor, abrí con el codo, a pesar de mi protección y gracias a un peculiar esfuerzo de contorsión, las puertas interior y exterior de la urbanización, y, respirando hondo, sin filtros o tejidos que tapasen mis labios y empañasen mis gafas de sol, me dirigí de puntillas hacia mi objetivo, llevando botellas y botellines de vino y cervezas, compañeras vacías, y vaciadas, de charlas virtuales de fines de semana con amigos y familiares.

Miré a mi alrededor con terror y circunspección, intentando pasar desapercibida, queriendo ocultar mi presencia, pero no la de mis botellas, sintiéndome vigilada como un ladrón con un botín de cristal por decenas de ventanas indiscretas. Y así, en total soledad, reina-ladrona de un pueblo casi sin voluntad, saboreé esos cinco minutos de libertad, cruzando la macrourbanización como si fuera de mi propiedad.

parraLuché contra la tentación no sólo de sentarme en un seductor banco de madera, al estilo de “Los lunes al sol”, sino también, unos pocos metros más allá, de fotografiar una parra rebosante de glicinias trepadoras que, como sirenas cautivadoras, seducían mi olfato y mi vista con sus colores primaverales y sus flores de breve duración, entre el rosa y el violeta. Pero resistí, resistí con todas mis fuerzas y, apartados esos deseos prohibidos por la ley general y por mi moral particular, conseguí centrarme en mi única misión: la de reciclar, y nada más.

Esquivado entonces embarazosamente a un hombre que venía de frente, cambiándome de acera, no sin un cierto sentido de culpabilidad por ese ostentoso gesto de respetuosa mala educación, después de haber tirado esos cristales rotos y, con ellos, el recuerdo y los sueños de cenas y aperitivos con amigos, juntos y revueltos, en bares o restaurantes concurridos, a veces apretados, a veces agobiados, compartiendo codo con codo comida al centro y lágrimas y sonrisas al lado, sin pantallas de por medio, reina triste y afligida, volví hacia mi casa, allí donde, increíblemente, me había dado cuenta de que había mucha más gente y más vida.

Ya estaba casi de recogida cuando de repente escuché una voz amiga. Era la de un individuo que, saliendo de un edificio, con el chándal de rigor y el móvil en la mano, iba a la panadería, declarándolo en voz alta, sin preocuparse de ser oído, como si él también fuera el rey, sin reino y sin corona, más bien sin sentido, de la misma macrourbanización.

Una bombilla en mi cabeza se encendió, un renovado anhelito de atrevimiento apareció y un deseo apartado se despertó. Decidí seguirlo sigilosamente, escuchando sin querer su conversación para saber dónde estaba ese local, pero él, despreocupado, se alejaba de mí a pasos agigantados, sin dejar de hablar al aparato, adentrándose cada vez más en el parque que se extiende detrás de mi portal.

No sabía si continuar mi persecución, si alejarme tanto de la seguridad de mi hogar –estaba a unos cien metros de distancia– si, al fin al cabo, yendo tras él, iba por fin a realizar mi renovado sueño italiano, frustrado dos días atrás en un gran supermercado, de conseguir, en ese día tan señalado, el Domingo de Resurrección, uno, dos, tres o cuatro huevos, de chocolate, por supuesto.

Pero el miedo pudo más.

Renuncié a mi intento pascual de celebrar una normal fiesta familiar, a pesar de la situación del todo excepcional, y volví sobre mis pasos, cruzando nuevamente ese parque que, bajo el mando de una reina de verdad, su majestad la Naturaleza, seguía expandiendo su verde poder sin piedad, convirtiéndose en un bosque de setos descontrolados, altas hierbas y árboles despeinados.

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Pero en el horizonte de esa creciente jungla urbana se materializó de repente un nuevo individuo, de aspecto desaliñado, que, desorientado, no sé por qué motivo, parecía querer acercarse a mi persona. El corazón empezó a latir fuerte en mi pecho, el sudor a hacer estragos en mis manos, envueltas en el látex despiadado, y, esforzándome para guardar la distancia de seguridad –unos diez metros, o algo más, en mi caso particular–, intenté evitar cruzarme en su camino, en ese único sendero que llevaba a mi portal.

El inquietante desconocido, sin embargo, parecía estar empeñado en hablar conmigo: quería saber si había visto corretear a su perro, quería comprobar que su mascota/animal –Argo, la/le llamaré– no se había escapado, que no se había alejado para siempre de él y de la humanidad. E improvisamente, de la nada, Argo se personó, entre él y yo, acercándose afectuosamente a su padrón.

“Ya está aquí” –me dijo, más bien me gritó, el individuo, cubriendo el espacio entre nosotros –“¡Hasta luego y que vaya todo bien!”–. Y, escoltado por su fiel amigo, se fue, como si nunca hubiera aparecido.

Al oír esa expresión inesperada –“que vaya todo bien”–, me quedé paralizada, como si esas cuatro mágicas palabras hubiesen golpeado, más bien roto, mi antivírica coraza, y, arrepentida, volví a mi casa, como una reina ya no desconsolada sino esplendorosa y luminosa –más bien por dentro que por fuera–.

“Irá todo bien” –pensé reconfortada mientras subía las escaleras que llevaban a mi refugio, a ese refugio dorado donde estamos todos, en familia, sanos y salvos, donde, día tras día, a pesar de la lejanía, mi marido y yo seguimos manteniendo nuestros trabajos y nuestros hijos sus clases de colegio, donde, para el ocio cotidiano, podemos elegir entre libros, tabletas, series o  juegos de mesas, donde, al fin y al cabo, soy, somos, unos privilegiados–.

“Irá todo bien”–pensé con una sonrisa en los labios, después de haber dejado fuera de la puerta mis zapatos–, mientras que sigamos y persigamos la esperanza, a pesar de tener que protegernos y guardar las distancias.

“Irá todo bien” –pensé aliviada mientras vaporizaba de lejía la superficie del felpudo y, de paso, todas las del descansillo–, si continuamos a ser humanos y solidarios como somos,  animándonos los unos a los otros, con aplausos colectivos, himnos de resistencia emotivos, saludos, besos y felicitaciones lanzados desde terrazas y balcones, llamando sin descanso a nuestros seres ahora más queridos, los mayores, contactando con amigos olvidados y reencontrados, hasta con conocidos que creíamos perdidos, compartiendo consejos en la red sobre comercios que siguen abiertos, trucos para limpiar a fondo la casa o manualidades para cubrir las canas, seguir en forma y sentirnos especiales, o, más sencillamente, gritándonos entre desconocidos deseos desinteresados, cerrados y liberados a través de una simple y alentadora exclamación: “¡Que vaya todo bien!”.

Entré así en mi piso, perfectamente desinfectada, tiré los guantes donde era debido, lavé a conciencia mis manos y, sin pan, sin huevos de chocolate y sin celebración pascual a la italiana, me alegré más que nunca de haber vuelto a mi dulce hogar para quedarme con mi familia todo el tiempo que haga falta, sin la obligación, a menudo la vocación, de enfrentarme heroica y anónimamente al peligro cotidiano de un virus enfurecido sino, más simplemente, a aquel, mensual, de un ilustre desconocido deseándome desinteresadamente a mí, cobarde involuntaria, “que vaya todo bien”.

“¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”

Ahora, gracias a ti, ya lo sé.

Nos vemos en un mes, querido amigo, yo con mi vidrio y tú con tu compañero fiel.

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El Capricho de Gaudí: Las relaciones peligrosas… [Segunda parte]

[… Sigue]

Había transcurrido ya un año desde el fugaz encuentro, desde ese caprichoso vis-à-vis que había atrapado sus sentimientos por unos largos instantes y Aliapiedi estaba ahora enfrascada en la búsqueda de un nuevo hogar para ampliar su familia lo antes posible.

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La Catedral desde la plaza de Canalejas

Embargada por la romántica nostalgia de su amada tierra, se esforzaba inútilmente en encontrar entre los centenares de anuncios del “Segunda Mano” una morada que estuviera ubicada dentro de los límites de su mapa turístico capitalino y, a ser posible, en un barrio que le recordara el suyo milanés. Le encantaba el centro histórico de Madrid, sobre todo la parte del laberíntico entramado de calles, callejuelas y callejones que serpenteaban a la sombra del Instituto Italiano de Cultura y de la cercana Iglesia de San Nicolás de Bari, conocida como la iglesia de los italianos, y soñaba con vivir en un ático con vistas a la Catedral de la Almudena y al Palacio Real en su plaza favorita, la de Canalejas, pero su búsqueda resultó infructuosa dado que la mayor parte de las viviendas disponibles en esa céntrica zona o bien se encontraban en un estado ruinoso o, como mínimo, necesitaban de una profunda reforma.

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El majestuoso Palacio de Amboage, sede de la Embajada italiana

En esa tesitura, se vio obligada a reorientar sus preferencias hacia otra zona de la ciudad, el noble Barrio de Salamanca, cuna de la alta burguesía madrileña, que acogía “su” maravillosa embajada, en el suntuoso Palacio de Amboage, además de numerosos escaparates de diseño y firmas italianas. Sin embargo, no tardó en percatarse de que tampoco por esos exclusivos lares podía satisfacer sus melancólicas pretensiones. Pero justo cuando estaba a punto de darse por vencida, apareció providencial un amigo de su marido en busca de una buena inversión, que les invitó a acompañarle a visitar una promoción inmobiliaria en un barrio del que jamás había oído hablar y que, según sus parámetros milaneses, estaba situado en las afueras de la capital.

Aliapiedi afrontó el plan con más curiosidad que interés y se topó con el primer piso piloto de su vida, en el medio de un solar deshabitado. Aunque la vivienda (piloto) en sí le sorprendió gratamente, su situación periférica, próxima al aeropuerto, junto a un campo de fútbol de tierra y un camping destartalado, le espantaba. Era incapaz de imaginarse recibiendo allí a sus estirados amigos milaneses y asistía impávida a la alegre conversación de sus dos acompañantes que, incomprensiblemente para ella, destacaban las bondades de ese prometedor proyecto. Incapaz de unirse al entusiasmo de la pareja, decidió entonces quitarse de en medio y explorar por su cuenta esa tierra de nadie, esos lugares inhóspitos, ese desierto de los tártaros pseudocapitalino.

No había caminado más de un centenar de pasos cuando, levantando la mirada, se topó con un enorme e insólito oasis de rebosante vegetación. Sobreponiéndose al temor a ser atracada en esa cálida tarde veraniega por un fantasma desorientado o por un villano imaginario, escondido en algún rincón de un arbolado paseo solitario, Aliapiedi, atrevida como siempre, se fue acercando con prudencia a esa llamativa zona verde, custodiada por un muro de ladrillo, embellecido por el paso de los años, y vigilada por un coche patrulla de la Policía Municipal. Reconfortada por la cercana presencia de esos ángeles de la guarda y atraída por las hojas casi otoñales de plantas centenarias cuyas ramas, sobresaliendo de románticos barrotes, parecían querer cogerla de la mano y acompañarla por ese insólito reino de la naturaleza, dejó que sus pasos siguiesen a su instinto. Pero conforme se fue acercando a ese lugar, notó como una sensación de progresiva excitación se apoderaba de ella, dejando aflorar unos sentimientos tan intensos como los que, un año atrás, la habían asaltado en otro lugar y que, ingenuamente, creía haber olvidado.

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Un elaborado letrero «caprichoso»…

Confundida y desorientada, pero incapaz de renunciar a su curiosidad innata, fuera lo que fuera lo que la estaba atrayendo hacia el interior de ese recinto, recorrió a piedi un breve camino de guijarros, entre flores y árboles seculares, hasta que alcanzó una luminosa plaza circular que, abrazada por la intensa luz solar, la empujó a acercarse a un sombreado sendero principal, escondido tras una elaborada verja presidida por una puerta sobre la cual podía leerse el nombre de ese magnético lugar.

Y así fue como, mientras que los latidos de su corazón golpeaban su pecho de modo cada vez más violento e insistente, como si de una alarma interior se tratase, ella, haciendo caso omiso de esas claras advertencias, cruzó el límite imaginario marcado por esa reja tan hermosa y se dejó llevar por una nueva pasión que anidaría para siempre en su corazón…

[Continuará… ]

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¡Una nueva y «caprichosa» pasión, envuelta por los rayos del sol!

 

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