VIAJES

Torre Loizaga: El Reto (Segunda parte)

[Sigue… ] María, siempre a nuestro lado, nos llevó por el extenso parque, tan extenso que los cuatro habíamos perdido por completo la orientación, y de repente, entre las plantas frondosas y la hiedra trepadora, como en un sueño o en un cuadro romántico, apareció una muralla y una puerta flanqueada por dos torres.

20220831_113517Estábamos acercándonos poco a poco a la torre, al corazón palpitante de ese lugar, al centro de la colección y a un jardín aún más cuidado que el del recinto anterior, donde la hierba, perfectamente cortada y embellecida por una fuente pintoresca, parecía el green de un campo de golf.20220831_121617

Ese sitio era el perfecto decorado para centenares de historias –ya no delictuosas–, que empezaban a rondar a toda velocidad en mi cabeza: cuentos de mil y una noches, intrépidas y trepidantes aventuras de amor o épicas películas de ciencia ficción –por ejemplo, como escenario de uno de los fabulosos Reinos de Juego de Tronos–.

20220831_115443Sin embargo, la propia realidad, sin necesidad de recurrir a mi desenfrenada imaginación, ya nos estaba preparando una nueva e intensa emoción…

Un mágico y cuarto pabellón, cubierto por láminas de madera, apareció entre la vegetación y, una vez más, se nos cortó la respiración.

Una nueva y larga fila de Rolls Royce de diferentes décadas hizo acto de presencia y un silencio sepulcral, mezcla especial de admiración y respeto reverencial, se apoderó del ambiente. María, acostumbrada desde siempre a ese esplendor, nos guiaba con facilidad y soltura en ese mar de relucientes coches de diferentes tipo y colores que componían una armoniosa ola de carrocerías.

20220831_114123Abría las danzas como una cautivadora sirena un Bentley 3,5 Saloon del 1934, gris metalizado, que, si no hubiera sido por el diferente emblema y la diferente orientación de las parrillas del radiador, bien se hubiera podido confundir con todos los ejemplares “rollsroycianos” que le seguían –no en vano Bentley fue adquirida por la rival Rolls Royce en el 1931 y entre el 1949 y el 2002 las dos marcas siguieron la misma línea de fabricación en la nueva planta de Crewe–.

Tras él, en esa construcción dedicada al periodo «entreguerras», se presentaban en pompa magna los magníficos colegas de la doble R entrelazada: unos Silver Wraith de los años cincuenta, entre los cuales destacaban dos limusinas que habían pertenecido a la flota de vehículos de la mismísima Familia Real británica y que, por ese mismo motivo, ostentaban unos rasgos particulares, como los asientos tapizados en tela, la ausencia de cromados en las puertas o de las placas de las matrículas, un soporte en el techo para lucir el escudo de Armas Real y un foco de color azul para el uso de las dignidades durante las visitas en las colonias; un negro Silver Dawn con carrocería estándar de acero y un “Espíritu del Éxtasis” arrodillado en su radiador, como en los anteriores Silver Wraith, elemento que se había introducido en el mercado al finalizar la segunda Guerra Mundial; unos Silver Cloud, serie I-II-III, que hacían las delicias de todos nosotros, y, en  su día, también las del rey Raniero de Mónaco que utilizó el primero de ellos para su espectacular boda monegasca-hollywoodiana, y, para finalizar, unos más “modestos” “Baby Rolls” de los años Treinta, modelos 20HP, 20/25 HP y 25/30 HP, así llamados porque, en la dura época de la recesión que siguió a la postguerra, estaban destinados a unos “humildes” conductores propietarios, y no a sus chóferes.

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Y si todo ello fuera poco, al lado de ese pabellón, comunicado con el mismo, estaba otro, el quinto, puede que el más exclusivo de todos, o así creíamos nosotros, dedicado a la increíble serie “Phantom”, a la cual se unían cuatro ejemplares de Silver Ghost de los años Veinte del siglo pasado. Nuestra guía nos comentó que esa era una de las pocas salas en el mundo donde se exhibían estos modelos, desde el I al VI, que decidí compartir inmediatamente por WhatsApp con mi hermano, apasionado de los coches desde sus años mozos, hasta el punto de ser capaz de identificarlos con sólo escuchar el ruido de un motor.

20220831_115001 Era inmensa la emoción que me provocaba ver desfilar todos esos ejemplares ante mis ojos: un Phantom VI del 1970 que había pertenecido al productor de cine estadounidense Sam Spiegel, un modelo que había desfilado por las calles londinense durante el Jubileo de Plata de la Reina Isabel; un  Phantom III, versión Limousine, del 1936; un Landualette, del 1937, que tenía la misma disposición de las ruedas y los mismos colores, negro y amarillo, que el utilizado por el villano Goldfinger en la homónima película de James Bond

20220831_114915Y más y más… El despliegue parecía no tener límites.

Había también un Phantom IV del 1956, de cobre dorado y plata, cuyo originario propietario había sido el Emir de Kuwait –había encargado “sólo” tres ejemplares–, y por ello dotado de una protección especial para evitar que entrara la arena en el interior o en el motor –no en vano ese modelo era el favorito de jefes de Estado y casas reales, como la Reina de Inglaterra, el Shá de Persia o el Aga Khan–.

20220831_114944También había un Phantom V Touring Limousine negro del 1961, de seis metros de longitud, que recordaba al de John Lennon, con ese aspecto psicodélico de color amarillo y dotado, en la parte posterior, de una cama doble, en lugar del asiento trasero, y de telvisión, heladera, teléfono, sistema de sonido y, por supuesto, reproductor de discos… ¡extravagancias de los ricos!

20220831_115207Y, para finalizar en belleza y originalidad, un vistoso Phantom II Cabrio del 1930, en aluminio pulido e interior en cuero rojo, flanqueado por otro, más “sobrio”, modelo Limousine, de color negro y típico aire inglés. ¿Qué más se podía pedir? ¿Quién podía imaginar que existía alguien de verdad que, en la realidad, tuviera una colección de coches, a escala real, igual a la de menores dimensiones, con la que jugaba mi hermano mayor de pequeño? Admito que, anta semejante belleza, yo misma, que nunca me había interesado en el mundo del motor, empezaba a apasionarme y a fantasear con la idea de asistir, en familia, a competiciones, concursos y exhibiciones de coches de época, con la intención de aprender algo más, y disfrutar, de ese mundo tan glamouroso y especial…

20220831_121409Pero no podía entretenerme con mis sueños: la visita, a pesar de todo lo que ya habíamos gozado, seguía adelante, más adelante que nunca, camino de una imponente puerta de madera, que, decorada con un noble escudo, parecido, en mi imaginación, al de la flor de lis medicea, iba a llevarnos al sexto y último pabellón.

María, reina sin corona, pero con mucho brillo, de esa mágica torre-castillo, abrió fácilmente ese sólido portal y una espectacular cueva de Ali Babá nos alumbró.

Ese pabellón, que en realidad era una sala monumental de aire medieval, de espesos muros de piedra, lujosas alfombras, imperiales lámparas y techos de madera, atesoraba las auténticas joyas de la corona, las preciosas, luminosas y esplendorosas joyas de una increíble corona decorada con unos diamantes, seis para ser exactos, llamados Silver Ghost, más valiosos que los rubies por su alta fiabilidad también en territorios inhóspitos como el desierto, según las palabras del mismísimo Lawrence de Arabia.

Ese increíble lugar, acertadamente bautizado por el historiador y escritor inglés John Fasal como “Hall Baronnial”, era el templo dedicado a la esencia, pureza, arte y elegancia de la originaria fábrica inglesa…

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A pesar de que a lo largo del recorrido ya nos habíamos ido acostumbrando al lujo y al esplendor, esa parte de la colección, y el impresionante cofre que la custodiaba, nos dejó a todos sin palabras, con excepción de María que, sin darle mucha importancia, nos comentaba que, si su tío hubiera vivido más tiempo, hubiera intentado convertir también los anteriores pabellones en (suntuosos) salones como aquél. El espacio era ideal para proteger esos últimos modelos que, como auténticas estrellas hollywoodiana, desfilaban uno tras otro sobre alfombras rojas y persas, bajo los reflectores de antorchas artificiales.

El primer Rolls-Royce que se prestó a posar para nuestras cámaras fue un espectacular Silver Ghost Open Fronted Limousine, con más de ciento diez años de antigüedad. Sus formas exteriores recordaban ya sea las de los primeros vehículos de motor, con un techo plano para alojar la rueda de repuesto y un espacio abierto para el conductor, que a las de los carruajes, con las luces traseras de freno parecidas a los antiguos focos, que a las de los coches de caballos, con sus peculiares manillas de las puertas, mientras que su ropa interior, de lujosa tapicería, maqueta y maderas nobles, traía a la memoria la imagen de un salón de la época eduardiana. No era de extrañar que, con esta histórica figura, tan coqueta y redondeada, esta magnífica creación de Barker&co. hubiera conquistado los corazones de todos los apasionados del mundo del motor, empezando por el de su primer propietario, el alcalde de Melbourne. Difícil nos resultaba quitarle los ojos de encima para fijarlos en la cercana estrella, el Silver Ghost Style Colonial del 1914, que se presentaba sin la famosa estatuilla frontal, lo que obedecía al hecho que, al tratarse de un coche deportivo destinado a competir en las pruebas alpinas, tenía que adaptarse a las normas de estos concursos que obligaban a sellar el capó de aluminio y el radiador para evitar que se añadiera agua o aceite durante la competición.

20220831_115844Sin que pudiéramos tomar aliento, también se personaban ante nosotros un lujoso “Roi des Belges” del 1910, el Rolls-Royce más antiguo de toda la colección, así llamado por el pedido realizado en su día por el rey belga Leopoldo II al carrocero Rothschild, que llevaba una capota de lona negra abatible, unos asientos en cuero rojo y una carrocería azul, exquisita, y exclusiva, y desprovisto, por su antigüedad, de la famosa estatuilla; a su lado, un colega del 1913, destinado al palacio de Blenheim, lugar de nacimiento del ilustre Winston Churchill, que había participado en el 1907 en la larga carrera Pekín-París y, por ende, dotado de unos anacrónicos frenos de disco acoplados a sus ruedas delanteras, y, finalmente, para concluir por todo lo alto este desfile único e inimitable, hacía acto de presencia, con su vestimenta negra y su capota color hueso, un “Springfield Cabrio20220831_120023” del 1922, fabricado en la mencionada localidad estadounidense, donde se había implantado una nueva fábrica para suplir a la creciente demanda americana de los modelos Silver Ghost, que estaba flanqueado por un “Springfield Limousina Sedanca”, del 1926, de cuerpo granate y aletas y capotas negras, con chasis americano, a la par del anterior, pero carrozado por la antigua compañía francesa J. B. Belvalette.

Y con ese último modelo, la visita se acabó… ¡o no!

20220831_120841Un elegante piano de cola, al fondo de esa “sala del trono”, parecía estar esperando al mismísimo Cole Porter para que tocara una de sus célebres composiciones en honor de la doble R entrelazada y, mientras me imaginaba en ese espacio tan evocador y sugestivo recepciones de ensueño, María, cariñosa y despiadada al mismo tiempo, sin permitir que retomáramos aliento ante tanto y tan portentoso poderío, nos asestó un último golpe de efecto, abriéndonos aún más las puertas de ese increíble hogar o, mejor dicho, abriéndonos un portal lateral de madera de ese espectacular Hall Baronnial.

20220831_120155Y así fue como apareció ante nosotros, improvisa y mágicamente, la imponente y altiva Torre que había sido motivo y origen de toda aquella colección, símbolo de un desafío, o, mejor dicho, del “Desafío”, y de una misión (casi) imposible, rodeada por un foso cubierto de hierba verde, abrazada por una muralla románticamente revestida por hiedra trepadora, embellecida por unos rústicos edificios de piedra y tejas rojas y enriquecida por una sugestiva piscina central

¡No se podía pedir más!

Ese fantástico lugar, uno más que parecía haber salido de un cuento de hadas, se dejó mirar, fotografiar y admirar sin rechistar, orgulloso de enseñarnos su belleza y grandeza extraordinaria que se aprovechaba y explotaba sólo y excepcionalmente para eventos exclusivos, bodas fabulosas o rodajes de películas –aunque esto último lo descubrimos a la vuelta, cuando, llenos de nostalgia, decidimos visionar la serie “Intimidad”, rodada integralmente en Bilbao y sus alrededores, y comprobamos que una de las escenas finales había sido rodada en este magnífico lugar–.

La hermosura de ese sitio tan peculiar, que no está abierto al público en general y no se incluye en la visita del museo, era imposible de explicar con palabras, y mis hijos, sobre todo la pequeña de la casa, soñadores y llenos de ilusión, al igual que su madre, ya estaban planificando fiestas de futuras nupcias imaginarias, millonarias y multitudinarias –yo misma, a pesar de haber disfrutado de una magnífica celebración en mi amada Milán, ¡soñaba con volver a casarme una y otra vez sólo por el gusto de organizar allí fantásticos banquetes y recepciones! –.

Nuestra anfitriona, sin dar mayor importancia a nuestro asombro, nos dejó allí, a nuestro aire, en ese magnifico entorno como si, una vez más, estuviéramos en nuestra casa, y se fue al encuentro de unos amigos que también querían disfrutar del sueño hecho realidad de su tío: ¡Ojalá nos hubiéramos quedado encerrados allí, a la sombra de la mítica, casi mitológica, Torre Loizaga! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese paraíso terrenal, entre jardines, piscinas y mesas que estaban preparadas para centenares de comensales! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese sueño de verano de mil y una noches! ¡Ojalá!…

Pero había que poner el punto final a esa fantástica aventura familiar.

20220831_120245Así que, muy a nuestro pesar, volvimos sobre nuestros pasos, nos despedimos de la Hall Baronnial, nos encontramos con María y sus amigos, nos presentamos y, para variar, volvimos a hablar en italiano y de mi amada Italia ya que la ilustre pareja, española, llevaba años viviendo en Nápoles y codeándose con la jet set partenopea. Cualquier excusa valía para no alejarnos de allí, para no dejar atrás a esa fantástica Torre Loizaga, para no cruzar esa fantástica cancela del principio que, una vez más, se abría automáticamente ante nosotros.

20220831_122049Nos despedimos entonces con un “arrivederci” y, después de haber lanzado una última y nostálgica mirada a mi coche favorito, el Isotta custodiado en el pabellón de la entrada, dejamos atrás ese recinto embrujado, exclusivo y, afortunadamente, apartado que jamás íbamos a olvidar.

La realidad nos esperaba con toda su vitalidad, la de los chicos haciendo planes sobre su futuro para conseguir algo parecido, a través de un invento revolucionario, de una lotería o, más sencillamente, de sus estudios; la del padre que, conduciendo ensimismado en sus pensamientos, repasaba los increíbles momentos que acabábamos de vivir, juntos y revueltos, y la de la que suscribe que, con su mente inquieta, ya estaba pensando, con una sonrisa en los labios, en el próximo reto: ¡conseguir el Isotta, aunque fuera solo por un día, para su 50º aniversario!

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Torre Loizaga: El Reto (Primera parte)

Todo empezó con un desafío.

Una vez más había conseguido arrancarle a mi marido un último viaje veraniego familiar antes de la vuelta al cole, al trabajo, a la rutina y a todos los buenos propósitos de inicio año escolar –que, en mi caso, se quedaban siempre y sólo en ello: en buenos propósitos… ¡fallidos!–. El destino elegido era Bilbao, una ciudad donde él había vivido parte de su infancia y que los dos ya habíamos visitado y disfrutado en el pasado en un par de ocasiones. Sin embargo, yo no me iba a conformar con volver a ver con nuestros hijos los clásicos sitios de interés cultural; quería algo más, algo más peculiar, algo más original y así, tras un buen rato navegando por la página oficial de turismo de la ciudad, me topé con Torre Loizaga: ¡eso era justo lo que buscaba!

Sólo tenía que encontrar el momento más adecuado para plantear esta posible visita a mi consorte. Él, sin embargo, con sólo oír el término “visita” ya dio por zanjada la conversación, más bien un monólogo por mi parte, que no encajaba para nada con la doble finalidad del inminente viaje “robado”: alejar a nuestros hijos adolescentes de una viciosa y cotidiana espiral de salidas veraniegas con sus amigos en Madrid y relajarnos y disfrutar libremente de la capital vizcaína, dejándonos llevar por los acontecimientos, y no por mis múltiples y agotadores planes “aliapiedescos”. Pero, en el mismo momento en que él afirmaba tajantemente su postura, ya sabía perfectamente que me saldría con la mía y que nada más pisar por tercera vez el suelo bilbaíno, le propondría, más bien impondría, decenas de planes cotidianos. Torre Loizaga ya era uno de ellos y ambos los sabíamos sin necesidad de expresarlo. De hecho, no tardé ni siquiera diez minutos en retomar el tema tan bruscamente interrumpido para explicarle lo que significaba ese nombre, lo que representaba esa torre, lo que custodiaba ese recinto. Mi marido, paciente y resignado, me escuchó, mostrando un progresivo interés en el lugar, hasta que finalmente me concedió programar esa única excursión en los alrededores de Bilbao, consciente también de que muy probablemente, a nuestros hijos a les encantaría ese plan familiar.

Dicho y hecho, móvil en mano, empecé a investigar ansiosa los horarios de apertura de ese museo y un jarro de agua fría cayó sobre mí: Torre Loizaga, reservada y recelosa, sólo se ofrecía al público los domingos y días festivos… ¡y nuestra estancia bilbaína iba a ser justo entre semana! ¿Cómo podía ser? ¿Por qué? ¡Qué pena! ¡Que mala suerte! Los interrogantes y exclamaciones de desesperación se sucedían en mi mente a una velocidad de vértigo mientras que mi marido, tímida y silenciosamente, emitía suspiros de alivio. Pero yo no iba a parar; no iba a renunciar tan fácilmente a algo que ya se había metido, y bien metido, en mi mente; no iba a renunciar a mi objetivo. Se lo dije a él y su respuesta, acompañada de una dosis de ironía, fue: “Inténtalo, a ver si consigues que abran la torre para ti”.

Y la torre se abrió… ¡y como si se abrió!

Me había desafiado con una misión (casi) imposible y yo, orgullosa y tozuda, optimista y esperanzada, como de costumbre, conseguí a los pocos días una exclusiva visita guiada privada para el miércoles a primera hora de la mañana, después de haber escrito un mail al contacto que aparecía en la página web del lugar. Estaba pletórica, con la autoestima por las nubes, y sabía que él también, aunque no es muy dado a mostrar sus emociones, se alegraba, y no poco, por mí y por mi reto conseguido.

¿Pero qué era Torre Loizaga?, preguntaban los chichos, entre desorientados y asustados, conocedores de mis intensos y alocados planes familiares. Torre Loizaga, les explicaba, era no sólo un museo dedicado al mundo del automóvil, lo que no me hubiera interesado ni de lejos, puesto que el coche, en mi humilde opinión, es sólo una herramienta a mi servicio que por unas extrañas y recurrentes coincidencias o alineaciones planetarias arranca y se mueve cada vez que giro la llave, sino también, y sobre todo, un escenográfico museo, casi único en el mundo, donde los coches, clásicos y antiguos setenta y cinco, en total, entre los cuales destaca la mayor colección de Rolls-Royce de Europa, formada por 45 unidades –, reposaban al reparo de la intemperie y, en su día, de peligrosos ojos indiscretos, en una antigua fortaleza rescatada de su estado ruinoso por el empresario Miguel de la Vía. De hecho, la Torre, tras un esfuerzo material más que decenal, no sólo se había convertido gracias a este visionario hombre, originario de Galdames, en el refugio ideal para su impresionante colección sino también, con el paso del tiempo, en una de las joyas del patrimonio cultural de Vizcaya.

De camino a nuestro destino, el barrio Concejuelo, en el mencionado municipio de Galdames, a media hora de distancia de Bilbao, mientras nos adentrábamos en el bucólico paisaje de la comarca de Las Encartaciones. les contaba esta historia a los chicos que, sin rechistar, se habían pegado un “auténtico madrugón” de verano para la ocasión –en esta época del año, y con la adolescencia a flor de piel, es otro reto impresionante conseguir que, en plenas vacaciones, se despierten a las nueve de la mañana–.

Nos acompañaba una lluvia débil, casi delicada, que no sólo echaba de menos yo –en mi soleada ciudad de adopción, Madrid, a veces añoro las lluviosas jornadas milanesas de mi infancia y juventud–, sino también, y sobre todo, la Madre Naturaleza con su cortejo de bosques, praderas, colinas y montes vascos que, sedientos por un cálido y atípico verano, pedían a gritos que se les devolviera su característica vestimenta de color verde brillante. La carretera, cada vez más estrecha y empinada, discurría entre vacas y caseríos, alejándonos del bullicio de la ciudad y lanzándonos de lleno en el paisaje aquel, silencioso y placentero, de aldeas tranquilas y aisladas que parecían sacadas de un cuento de hadas…

Conforme subíamos el txirimiri empezó a remitir y la mañana, gris pero no triste, fresca pero no fría, desnuda pero acogedora, intentó sin éxito enseñarnos algo del azul, de la luz y del sol que nos había deslumbrado en los anteriores días bilbaínos. Según el infalible Google Maps ya estábamos a punto de llegar, no obstante un par de leves errores de “co-pilotaje” por mi parte, pero más allá de la omnipresente vegetación que nos rodeaba, no aparecía nada más. Hasta que de repente, como por arte de magia, justo detrás de una curva pronunciada apareció un espeso muro de piedra y, a continuación, unas flechas de madera indicando los diferentes accesos a la Torre Loizaga.

Habíamos llegado: ¡allí estaba el tesoro, más bien los tesoros, escondidos!

Sólo nos quedaba encontrar, según las instrucciones recibidas por mi interlocutora virtual, una tal María, la puerta número 1 de ese amplio recinto, embrujado y misterioso. Y tras mi enésimo error de navegación, nos topamos por fin con una cancela, cerrada a cal y canto, que asombrosa y automáticamente se abrió nada más situarnos ante ella: ¿Puede que ese lugar estuviera, de verdad, hechizado, habitado por hadas, duendes y magos?

En realidad, la mano invisible que estaba detrás de esa apertura tan oportuna como providencial era la de un hombre en carne y hueso, un empleado que no sólo nos invitó amablemente a aparcar el coche donde quisiéramos –espacio no faltaba entre los centenares de hectáreas de terreno–, sino también a visitar el primer pabellón del museo, ubicado casi al lado del taller donde él estaba trabajando, a la espera de que llegara nuestra guía. No nos preguntó quienes éramos ni que hacíamos allí, en esa esa zona privada y reservada donde, aparte de él, no había ningún otro ser humano, pero sí unos perros “peligrosos”, según rezaban unos carteles que habíamos visto en el exterior del recinto; nos trató como si fuéramos de la casa –¡ojalá hubiera sido así!–, con sencillez y espontaneidad y, sin añadir nada más, volvió sonriente a su trabajo manual. ¿Puede que estuviera meditando un crimen perfecto, después de habernos encerrado en ese maravilloso espacio abierto? ¿Puede que fuera una nueva versión de Jack Nicholson de El Resplandor? ¿Puede que nunca saliéramos vivo de ese sitio misterioso? Mi cabeza fantasiosa, como de costumbre, empezó a imaginar centenares de escenarios de crimen mientras que los demás, serenos y despreocupados, se dirigían confiados hacia el primero de los seis pabellones que atesoraban la impresionante colección de Miguel de la Vía, y, a pesar de mis recelos, en nombre de la solidaridad familiar, decidí seguirlos: si algo malo iba a pasar, por lo menos, que estuviéramos todos juntos.

Pero nada más cruzar la puerta de ese lugar, una exclamación colectiva de estupor salió de nuestro corazón.

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Frente a nosotros, relucientes por sí mismos, y también por el esmerado cuidado humano, perfectamente alineados como soldados experimentados, aparecieron orgullosos, “Los Veteranos”, es decir, los coches más antiguos de la historia de la humanidad, los de principios del siglo XX, y también unos vehículos no motorizados, tales como carruajes, carrozas y diligencias.

20220831_110039-2Pasear a piedi entre esos históricos medios de transportes era un auténtico lujo, en todos los sentidos, y mientras nos frotábamos los ojos para comprobar que todo ese patrimonio fuera de verdad, desde el exterior oímos el ruido de un motor.

20220831_11135420220831_111341Supuse que se trataba de María –o, a lo mejor, de un asesino en serie motorizado–, así que salimos a su encuentro: la vi bajar de su coche –un utilitario normal y corriente–, vestida sencilla pero elegantemente con unos vaqueros, una camisa blanca y zapatillas de deporte. Se acercó a nosotros para presentarse, se disculpó por el leve retraso y se preparó para ejercer su papel de Cicerone.

Entramos entonces nuevamente con ella en el primer pabellón, esta vez libres de todo temor, para escuchar de su boca las características y anécdotas de los ejemplares allí expuestos, como, por ejemplo, la de un Hispano-Suiza K6 del 1936, favorito del general De Gaulle. o de un francés Delaunay Belleville 10 HP «Roi des Belges» del 1908, el denominado «Rolls de los franceses», que tanta pasión había levantado entre los zares.

Pero toda mi atención fue captada por un espectacular o, mejor dicho, stupendo, según el titular de la revista “The Automobile” del 1997, Isotta Fraschini de color azul, fabricada en el 1925 por la célebre fábrica de mi amada ciudad de nacimiento, Milán. Ese iba a ser mi coche favorito, aunque solo estuviéramos al principio de la larga exposición. Me había enamorado: un auténtico coup de foudre entre ella, Isotta, y yo.

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Cautivada, casi hipnotizada por su lujosa y elegante figura, no podía quitarle los ojos de encima mientras que mis hijos y mi marido se entretenían hablando con María sobre la historia de esa fantástica colección. Ella, prudente y discreta, pero a la vez apasionada, nos contó la (casi) leyenda de, Miguel de la Vía, emprendedor reservado, que, enamorado de estos lugares donde solía veranear en una casa familiar, emprendió también la faraónica obra de restauración de la torre abandonada que conocía desde su niñez: la había alzado de veinticinco metros, la había dotado de troneras, vanos y almenas, la había rodeado con una muralla, barbacana y puente levadizo y, finalmente, la había convertido en una joya romántica destinada sólo y exclusivamente a custodiar, más bien abrazar cálidamente, su creciente colección de coches antiguos y de Rolls-Royce. Y, para más inri, todo ello casi en secreto, en sordina, con discreción, a la par de su vida, celosamente custodiada, no sólo por su actitud vital sino también movido por la delicada situación política de la época: ¡Eso sí que había sido un verdadero Reto, con la R mayúscula, arquitectónico y cultural, y también político y social!

Un vehículo tras otro, María nos entretenía con sus relatos, alabando esos primeros coches que, a pesar de su “veterana” edad, seguían funcionando perfectamente – casi mejor que los actuales –, y mimándolos con sus afectuosas palabras como si los hubiera vivido y disfrutado en primera persona, como si hubieran crecido a su lado, como si la hubieran acompañado hasta hoy desde el pasado.

¡Y, más o menos, así había sido!

En efecto, en un momento de la amena conversación, en passant, sin querer, se le escapó que el ilustre fundador de ese imperio abrumador había sido ¡nada más y nada menos que su tío! Nos quedamos asombrados por el descubrimiento y, tratando de mantener la compostura ante semejante revelación, sobre todo los más pequeños, seguimos adelante con la visita, que se había tornado aún más exclusiva, acompañados por esa sobrina de Miguel de la Vía que, sencilla pero no simple, elegante pero no ostentosa, era la mejor representante de todos esos coches que, con iguales características, tanto fervor habían suscitado en su familia.

En unos pocos pasos alcanzamos entonces el segundo pabellón, que, al igual que el anterior, parecía casi mimetizarse con la vegetación del extenso jardín, más bien parque, como si se quisiera ocultar a los ojos de los demás. Aquí, descansaban tranquilamente, pero listos para volver a rugir y dar batalla en cualquier momento con sus potentes motores, todos los coches que le habían gustado al tío de María en su juventud: BMW, Porsche, Mercedes, MG, Austin Healey, Jaguar…

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Esa era, y sigue siendo, la crème de la crème de los coches de lujo.

Era difícil fijar la mirada solo en uno de ellos, era difícil centrarse en un ejemplar frente a tanta abundancia, era difícil no desorientarse ante ese despliegue tan abrumador.

20220831_111858Pero, afortunadamente, para reconducir nuestros pasos perdidos, estaba nuestra eficaz anfitriona, que nos detenía, por ejemplo, ante el coche más largo no sólo de la colección, sino de todos los existentes en esa época, un Cadillac DeVille Cabrio del 1965, que mucha gente confundía con el Lincoln del asesinato de J.F. Kennedy, o ante un original Lancia Aprilia Berlinetta del 1940, de formas sinuosas, casi voluptuosas, y diseño aerodinámico, fruto del ingenio del ilustre diseñador italiano Pininfarina, o ante un impresionante camión de bomberos Merryweather del 1939, el único existente en el mundo junto con aquel que pertenecía a la colección de la siempre eterna Reina Isabel II, en la residencia de Sandringham House.

20220831_112032La conversación vertió así sobre esa soberana y su grandeza inmortal, mientras que, un paso tras otro, llegando al final de ese pabellón, entrevimos el taller de los coches, es decir, el mismo lugar donde se había retirado el sospechoso responsable de la apertura inmediata de la cancela de la entrada –en realidad, María y su presunto cómplice parecían gente más que honrada, no asesinos en serie que se dedicaban a enterrar los cuerpos en esa landa apartada y solitaria… ¡de ser así, ya lo hubieran hecho, me consolaba yo!–.

El mencionado taller era, para variar, otra impoluta y enorme sala-garaje donde en ese momento se dejaban mimar cuatro coches diferentes, entre los cuales divisé un Porsche y un magnífico Rolls-Royce, el primero de los que íbamos a ver.

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María, atenta como siempre, después de haber captado mi furtiva mirada indiscreta, antes de que la asaltara con mis preguntas, nos comentó no solo que las piezas de repuesto de todos los exclusivos modelos de la doble R se traían directamente del Reino Unido, sino también que en su día la famosa fábrica solo entregaba el chasis, motor, radiador y capó de los mismos, dejando el acabado en manos de maestros carroceros elegidos por los ilustres compradores. Cada especificación, cada detalle, cada puntualización nos llevaba a una época dorada, a historias y personajes de antaño, tales como actores y actrices hollywoodianos, reyes, príncipes y princesas de todos los países, que, como en un cuento de hadas, coronaban el embrujo del contenido de la Torre Loizaga. Conforme íbamos avanzando por esa inmensa extensión, más hablábamos de temas que se escapaban al mundo del motor y que ella dominaba por completo.

Poco a poco me fui enterando de que María solía viajar mucho, por placer o por trabajo, que había estado repetidas veces en Italia –en los lugares más selectos, por supuesto– y que, para variar, al día siguiente tenía un vuelo para Venecia. Y mientras me contaba su vida viajera –¡que sana envidia me daba!– y glamourosa –o así, por lo menos, me la imaginaba yo–, me conquistaba por completo con sus gustos y experiencias exquisitas –reconozco que cuando alguien nombra mi amada tierra patria, fácilmente me derrito ¡y si encima me hablan de ella con conocimiento de causa y competencia, caigo totalmente rendida! –. Los coches, para mí, ya habían pasado en un segundo plano, centrada como estaba en conversar sobre dulces y nostálgicas vacaciones italianas, pero fue llegar al tercer pabellón, el que estaba dedicado a los “Deportivos”, y darme cuenta de mi craso error.

Nuestro diálogo de repente se cortó y Sus Majestades los Rolls-Royce, en todo su esplendor, volvieron a cobrar todo el protagonismo de mi vista y pensamientos.

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Allí estaban los Coches, con la C mayúscula, que habían hecho, y seguían haciendo, no sólo la Historia, con la H mayúscula, de la mecánica y del motor –del cual no tenía ningún conocimiento– sino también la Historia, con la H mayúscula, del arte y del diseño –de la que algo entendía y mucho me apasionaba por haber nacido y vivido en una de las ciudades más emblemáticas de este universo: Milán–.

20220831_112517Admirábamos y nos frotábamos los ojos ante esas obras de valor incalculable que se presentaban silenciosamente a través de unas refinadas “tarjetas de visitas” a sus ruedas.

El primero de ellos era un Silver Spirit del 1984, con su inconfundible radiador en acero inoxidable, embellecido, más bien ennoblecido, por la célebre estatuilla de bronce del “Espíritu del Extásis” –en este caso retráctil, el primero en su género, ya que podía desaparecer en el capó en caso de impacto–; a continuación un Silver Wraith II del 1980, en cuyo amplio y lujoso habitáculo los pasajeros, separados del espacio del chofer por una ventana eléctrica, podían disfrutar del sonido de un sofisticado equipo de radio; y, a su lado, un espectacular Silver Shadow II del 1979 flanqueado por un lujoso Corniche descapotable del 1972, dotado de unos preciosos acabados en nogal y cuero, de una delicada moqueta en el maletero y de unos futuristas cierres eléctricos para la elevalunas y capotas.

20220831_112530Y más y más Rolls-Royce, de todo género y tipo, que protagonizaban ese increíble viaje al pasado: Camargue, Silver Spur, Silver Wraith II. Paseábamos ante ellos mientras escuchábamos los comentarios de María, sin creer, en realidad, en lo que estábamos viendo, en esa histórica y peculiar colección de la cual muy pocas personas en el mundo podían disponer. Es frecuente, pensaba para mí, ver a jeques o una estrellas del fútbol exhibir, y hasta ostentar, coches deportivos carísimos pero, no debió ser nada sencillo conseguir esos ejemplares verdaderamente exclusivos para el disfrute propio y por el simple placer de conservar para siempre un trozo de historia del motor y de la humanidad.

Ensimismada en mis sentimentales pensamientos, fueron entonces las exclamaciones y comentarios de mis hijos los que me obligaron a volver a esa increíble realidad para asombrarme, al final del pabellón, con dos modelos que iban a hacer temblar mi recién nacida pasión para el Isotta del principio de la visita: un espectacular Lamborghini Countach amarillo del 1982, dotado de unas vistosas sirenas en su parte superior, que había sido utilizado como safety car en el Gran Premio de Mónaco del mismo año, y un no menos espectacular Ferrari Testarossa del 1984 con su característica e inimitable pintura de color rojo que recubría hasta los cilindros del motor –de allí su llamativo nombre “cabeza roja”–.

20220831_112704Quedamos los cuatro paralizados ante esos dos monumentos de la automoción que simbolizaban no sólo la excelencia italiana gracias a la genialidad de sus diseñadores, Marcelo Gandini, en un caso, y Sergio Pininfarina, en el otro, sino también la supremacía en el mercado mundial de esas dos fábricas que, a través de sus célebres fundadores, Ferruccio Lamborghini, de un lado, y Enzo Ferrari, del otro, se disputaban el cetro para sentarse en el trono de Su Señoría la Velocidad: la elegancia del caballo frente a la potencia del toro, en esa maravillosa contienda del siempre ingenioso y novedoso made in Italy.

20220831_112724Por lo que a mí respecta, tengo debilidad por el Cavallino Rampante, y, en particular, por ese  modelo en concreto que, después de que marcara los sueños de mi infancia con sus líneas futuristas, sus revolucionarios extractores laterales y sus originales branquias en los costados, como los de los coches de la Fórmula 1, seguía siendo tan actual y provocador como en el año de su estreno, treinta y ocho años atrás; sin embargo, debo admitir que su competidor, el Lamborghini, con su vestimenta angulosa y afilada, su opcional alerón trasero y sus peculiares puertas de coleóptero que recordaban las del fantástico DeLorean de “Regreso al futuro”, tampoco se quedaba atrás… No sé porque, pero en ese preciso momento me acordé del eslogan de un icónico y revolucionario anuncio publicitario de Pirelli, del 1994, que recitaba “La potenza è nulla senza controllo” y que protagonizaba el mítico “hijo del viento” Carl Lewis que calzaba unos tacones de aguja, listo para despegar desde unos tacos de salida.

20220831_112607Cerca de esos bólidos estaba también un precioso y deportivo Jaguar E-Type biplaza del 1970, que, para llamar aún más la atención, se había disfrazado con un colorido vestido pop art llamado “swinging London”, obra de la artista francesa Anne Mondy, para desfilar con la cabeza bien alta en el Concurso de Elegancia de Biarritz de 2021.

En su capó desplegable hacia delante, entre caras de famosos actores y actrices de los años sesenta y setenta, asomaba una inconfundible bandera británica mientras que en sus caderas aerodinámicas aparecían otros iconos y personajes del siglo pasado, tales como The Beatles o Twiggy.

20220831_112931Su cercano compañero de aventuras, un Jaguar XK 120 Roadster del 1953, de formas más redondeadas, cándidos colores y largo capó, que recordaba al que conducía Clark Gable y que había ganado un premio en el Concurso de Elegancia de Pebble Beach del 2012.

Parecía que con esos coches fantásticos se había acabado la visita, pero, en realidad, ese era solo el principio de un recorrido triunfal.

[Continuará… ]

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Disneyland Paris: En el nombre del abu [(Gran) Fin(al)]

[… Sigue]

Hoy es nuestro último día y, obviamente, nadie quiere volver a casa. Además, como si la creciente nostalgia no fuera suficiente, la meteorología tampoco acompaña ya que, a pesar de estar en pleno verano, las temperaturas son más bien otoñales, con un frío viento en aumento y unas amenazadoras nubes acercándose desde el horizonte. Sin embargo, nos autoimponemos pensamientos positivos, esforzándonos en ver el vaso medio lleno y, por ende, proponiéndonos aprovechar al máximo cada uno de los momentos de que disponemos hasta el vuelo de vuelta de esta noche.

Y así, con otro talante, decidimos repetir las atracciones de ambos parques que más nos han gustado y las que algunos de nosotros no hemos probado.

La primera de todas, la que hemos posicionado en nuestro particular “top five”, es sin duda “Autopia”.

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Un atasco «autopiano»

Así que, a bordo de nuestros flamantes coches, nos adentramos nuevamente en ese circuito extraordinario, esta vez con mi primo y yo al volante y nuestras respectivas madres ejerciendo de copilotos, ya que el primer día ellas, a diferencia de sus maridos, no se habían animado a disfrutar de esta atracción –en su momento, querido abu, creí erróneamente que fuera por culpa de todas esas absurdas leyendas que circulan sobre la mala conducción de las mujeres y que, por el mismo motivo, también la “nona-nena” se había limitado a observarnos desde un puente elevado sin aprovechar la posibilidad de renovar ficticiamente su carnet caducado desde hace años, pero nada más lejos de la realidad–. Cumplido todo el recorrido sin choques ni accidentes, respetando las señales de tráfico y los límites establecidos, mi tía y mi madre bajan de los vehículos encantadas, comprendiendo ahora a la perfección el porqué de nuestra selección.

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«Videopolis»

Después de esta renovada (y exitosa) experiencia familiar sobre cuatro ruedas, nos separamos: mis tíos y la “nona-nena” se van de compras, mientras que los demás seguimos con nuestros sueños de futuro en el pasado y en el presente, tal y como reza el lema de “Discoveryland”.

Secundando los deseos de mi primito, volvemos a probar la atracción dedicada a su personaje favorito, “Buzz Lightyear Laser Blast”, a pesar de que el primer día no había entusiasmado a mi padre, ni a mi tío. Pero esta vez, a bordo de los cruceros espaciales “XP-40” con sus colores tan chillones, ostentando el cargo de “Junior Space Ranger” está también mi madre, la Aliapiedi de siempre convertida para la ocasión en una temible y despiadada killer de armas tomar. Sentada a mi lado, sujetando su mortífero cañón con una mano y los mandos del estrambótico vehículo con la otra, empieza a disparar como una posesa, alcanzando con sus rayos laser infrarrojos todo lo que se le pone a tiro, marido, hijo y sobrino incluidos: ¡Una auténtica matanza cósmica!

Al finalizar la misión, con gran asombro de los demás, es ella la que ocupa la segunda posición en el ranking del “Comando Estelar”, justo detrás de mi, ganadora absoluta de la batalla, clasificadas ambas por nuestra puntería en el nivel supremo de “Galactic Hero”. Una foto de las dos en plena acción, proyectada en una de las pantallas al final de recorrido, lo atestigua: somos las mejores pistoleras de la historia… ¡O de Toy Story!

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«Orbitron»

Será por la merecida victoria, será por el titulo recién adquirido, será por esta revancha femenina, pero, contra todo pronóstico, esta segunda bélica aventura me ha resultado mucho más divertida y placentera que la primera y, con la descarga de adrenalina (y electromagnética) aún circulando por el esqueleto, las “heroínas galácticas” nos encaminamos, acompañadas por nuestros humildes “cadetes espaciales”, hacia el esférico “Orbitron”, omitido el primer día.

Es este un carrusel aéreo al estilo de “Dumbo the Flying Elephant”, pero bastante más rápido, más inclinado y más elevado.

Y mientras que mi padre, mi hermano y yo volamos sin límites y sin frenos hacia arriba y hacia abajo, mi madre no se levanta ni un centímetro del suelo, yendo siempre a ras del mismo, dibujando círculos de ínfima altura para evitar que mi primo, sentado a su lado en la futurista nave espacial, feliz y sonriente durante todo el recorrido, se maree –en realidad, querido abu, yo creo que era ella la que estaba asustada con ese vuelo interplanetario inspirado en los “leonardescos” dibujos visionarios del sistema solar–.

Tachadas entonces las atracciones favoritas o las que faltaban de esta tierra del descubrimiento, pasamos a las de “Adventurland”, ya que queremos volver a zarpar a bordo del barco de “Pirates of the Caribbean”.

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«Discoveryland»

Esta vez, sin embargo, los piratas están descansando, puede que durmiendo a pierna suelta después de una borrachera nocturna, y no queriendo esperar un par de horas hasta que se solucione el leve “problema técnico”, decidimos embarcarnos en otro navío, menos peligroso y más tranquilo, el de Peter Pan y sus amigos, atracado en “Fantasyland”.

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Volando en el País de Nunca Jamás

Sobrevolamos entonces otra vez la iluminada ciudad de Londres y el inquietante País de Nunca Jamás entre sirenas, indios y piratas, y, de vuelta a tierra, después de habernos reunido con el resto de la familia, agotados ellos por su intensa aventura consumista, a juzgar por la ingente cantidad de bolsas que llevan consigo, nos decantamos por una breve pausa gastronómica a base de perritos calientes en el “Casey’s Corner”, bajo la amenaza de una lluvia inminente y unas ráfagas de viento insistente.

Puede que estos fenómenos naturales sean unas señales, puede que el tiempo adverso tenga su sentido, puede que sea mejor no desafiar los elementos, así que, animados por las razonables dudas, empujados por las fuertes corrientes de aire, decidimos despedirnos serenamente, bajo un cielo que de sereno tiene muy poco, del Disneyland Park con un “¡hasta siempre!” y un “arrivederci!”.

Pero falta un último detalle, una última formalidad, una última tradición familiar: el envío de una postal, una costumbre vintage en la era de Internet que mi madre mantiene viva en todos sus viajes y que por estos lares se enriquece de curiosas peculiaridades. En efecto, no se trata sólo y simplemente de comprar, escribir, sellar y enviar una postal; se trata de comprar una emblemática postal de Disneyland en “The Storybook Store”; se trata de escribirla y firmarlas todos juntos; se trata de que, una vez comprada, escrita y firmada por todos los miembros de la familia allí presentes, sea entregada en persona en el Ayuntamiento para que, una vez franqueada con el valioso timbre de Mickey Mouse, emprenda el viaje hacia el hogar milanés de otro abu, o mejor dicho, de un nonno solitario, cien por cien italiano… Dicho y hecho, la postal empieza a volar desde París hasta Milán, planeando por el cielo con su mensaje de un recuerdo colectivo, cruzando las estrellas y alcanzando finalmente su destino donde hace mella en un corazón sorprendido y conmovido.

Ahora sí que toca irse de verdad; toca volver a la realidad…

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¿Una triste despedida de Disneyland París o un prometedor «arrivederci»?

Pero la mítica “nona-nena” no parece ser de la misma idea y, tomando la iniciativa, alejando una vez más el cansancio acumulado en los tres días, toma las riendas de la situación, como legítimamente le corresponde por su “cargo” familiar, y decide unilateralmente llevarnos al lugar donde más que nunca hemos soñado con los ojos abiertos o vivido de verdad con los ojos cerrados: ¡París!

Metida de lleno en su papel de “nona-niña-nena”, animada más que nunca, no puedo evitar observarla admirada mientras, con paso firme, la veo desaparecer en el acceso, mucho menos concurrido, reservado a los “single rider”, determinada en perseguir con todas sus fuerzas, sola, pero no solitaria, su ilusión “ratatouillesca” –¿Quién sabe, querido abu, lo que rondó en su cabeza? ¿Quién sabe qué o quién la animó a ella, tan prudente y tan solidaria, a volver a vivir esa experiencia por su cuenta? ¿Quién sabe qué fue lo que buscaba?–.

Y, camino de ese irreal, y tan real, universo paralelo, ella se aleja de nosotros, decidida a vivir su aventura y a disfrutarla a su manera en la ciudad de la luz, acompañada por el sonido de un acordeón y por el amor de su vida… –nadie sabe lo que (le) pasó allí dentro, lo que imaginó, lo que sintió y lo que volvió a recordar de su primer viaje a París, contigo, abu querido, como dos eternos enamorados… Nadie lo supo, nadie lo sabe, y nadie lo sabrá, salvo tú, claro está…–.

Y ahí reaparece la nona, con una evocadora sonrisa dibujada en su cara, con unas tímidas lágrimas en sus ojos, con unos pensamientos susurrados a su corazón: ha vuelto a ser una niña, soñadora como yo, luchadora como nadie y, además, creadora de un nuevo lema, de una nueva exclamación acompañada por una serena y dulce reflexión: «¡¿Quién me iba a decir a mí que iba a volver a París?!».

«¡Bravo nona!», le contesto yo tácitamente mientras que su pregunta tan sugerente, salida desde el alma y que lleva ya consigo la respuesta, empieza a volar libremente en el aire, en el cielo, hasta el infinito y más allá, reuniéndose en el firmamento con el deseo de su marido, con el deseo de un abu tan querido…

Y así, cogida de su temblorosa mano, a piedi, las dos juntas nos encaminamos emocionadas hacia la futura y esplendorosa aventura de la vida, dejando atrás aquella maravillosa, recién disfrutada, de Disneyland París.

FIN

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¡Hasta siempre, abu querido!

Aquí termina nuestra historia, aquí termina nuestra aventura, aquí termina nuestro diario.

Una vez más, querido abu, te damos las gracias por este viaje que nos has regalado, por este deseo por fin cumplido, por este sueño por fin realizado.

Te queremos, siempre y para siempre, y no te olvidamos, nunca y ¡para nunca!

Tus nietos”

Aliapiedi, con las lágrimas en los ojos, terminó de leer esta carta-diario, recordando, ella también, todo lo que habían vivido, o puede que soñado, “en familia”, en París y Disneyland. La noche había caído, una noche profunda e intensa, pero ella, más despierta que nunca, una vez retomada la compostura, decidió no dejar caer en el olvido la “infantil” obra literaria. Abrió entonces su portátil y, sin prisa pero sin pausa, empezó a copiarla en su bitácora, en el blog de “Aliapiedienfamilia”, modificando levísimamente algunas partes y añadiendo al final este post scriptum personal y, a la vez, familiar:

“P.S.: Abu querido por todos nosotros –¡a esas alturas de la película, me permito tutearte!–, como has podido leer de la mente y de la mano de tus nietos, la “nona-nena” ha cumplido tu promesa, ha realizado tu deseo, ha vivido tu sueño de entonces, nuestro sueño de ahora, el sueño que a todos nosotros se quedará para siempre marcado en nuestra memoria. Y, como bien sabes, no lo ha hecho por obligación, por deber o por compromiso: lo ha hecho de corazón, por ti, por nosotros y, sin quererlo, también por ella, levantándose y elevándose con una fuerza y una entrega extraordinaria. Puedes estar más que orgulloso de tu “nena”, de la niñez que ha reencontrado, de la tristeza que, gracias a ti, ha alejado.

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La «columna-faro» rétro y…

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… la gran verdad de su inscripción

Y, como bien diría un famoso escritor, amante como yo, y como ella, de los viajes reales e imaginarios, cuya sabia y simbólica reflexión he leído en una “columna-faro” rétro, que preside, junto con otras, el ingreso de “Discoveryland”:

“Tout ce qui est dans la limite du posible, doit être et sera accompli”

[Jules Vernes]

“Todo lo que está en los límites de lo posible, tiene que ser y será cumplido”

Se ha hecho y se ha cumplido todo lo posible, así que, en nombre de todos nosotros, y una vez más, gracias a los dos, gracias de verdad, gracias de corazón…

Aliapiedi terminó de escribir estas últimas frases, repuso la carta-diario en la mesilla de su hija, besó a los “pequeños” y, antes de acostarse, se fue a cerrar las ventanas de la terraza que el abu tanto amaba. Levantó entonces la mirada y en el cielo tan especial de una noche excepcional apareció rápida una estrella fugaz…

Se quedó perpleja y pensativa, observando en su memoria esa estela que ya había desaparecido: ¿Había sido Campanilla desde el País de Nunca Jamás? ¿Había sido el abu guiñándole el ojo desde el infinito y más allá? ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿El “sueño de una noche de verano” o el sueño de un firmamento de San Lorenzo?

No importaba, concluyó ella, mientras somnolienta se iba a la cama, abrigada por un placentero razonamiento: si los sueños se hacen realidad en Disneyland, ¿por qué no puede ser también en la vida real?

Pase lo que pase, lo importante es vivir de ellos, intentando realizarlos o, simplemente, ilusionándose con conseguirlo…

Así que, más que nunca…

¡Buenas noches y dulces sueños!

Buonanotte e sogni d’oro!

Bonne nuite et doux rêves!

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Los 4 + 4 de Aliapiedienfamilia = ¡los 8 de Abupiedienfamilia!

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Disneyland Paris: En el nombre del abu (Segundo día – Walt Disney Studios)

[… Sigue]

Nos despertamos pronto, a la misma hora que cuando vamos al cole, pero con la pequeña diferencia que estamos de vacaciones y que nuestro destino de hoy son los “Walt Disney Studios”. Así que después de un sabroso petit-déjeuner a base de croissant con leche o café au lait, a las diez en punto, hora de apertura, ya estamos frente a la evocadora reja del segundo parque incluido en el complejo disneylandiano y que aún no existía cuando mi tío y mis padres vinieron por estos lares. Mi madre está especialmente exaltada, recordando los impresionantes “Universal Studios” de Orlando, que visitó hace más de veinte años en compañía de su hermano; según ella, este lúdico recinto será (aún más) atractivo para los mayores ya que mezcla la diversión con el aprendizaje –debo confesar, querido abu, que al oír esas últimas palabras se despertaron ciertas dudas acerca de la meta hodierna, ¡no fuera a ser que acabáramos en una escuela de verdad asistiendo a unas (inoportunas) clases veraniegas!–.

Nada de eso, una vez en el interior del parque, tras acceder al “Front Lot”, respiramos aliviados al comprobar que su estructura nada tiene que ver con la de un colegio.

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La fuente ¿(in)animada? de la «Plaza de los Frères Lumières»

Nos encontramos en la “Plaza de los Frères Lumières”, dedicada a los famosos inventores del cine, dominada por una fuente central con un alegre Mickey, aprendiz de brujo, rodeado de escobas, como en la mítica escena de “Fantasía”.

Y allí, frente a esta estatua tan sugerente, esperando que sus protagonistas no cobren vida y nos cubran de agua o, más bien al contrario, deseándolo con todas nuestras fuerzas, se da el pistoletazo de salida a la primera de las sesiones fotográficas “en familia”, previas a nuestro triunfal ingreso al “Disney Studio 1”, entre los bastidores de un increíble viaje cinematográfico.

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Exóticos locales

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Gasolineras de carretera

Y, de repente, al igual que el día anterior, como si hubiéramos cruzado un portal espacio-temporal, nos encontramos en una impresionante galería principal donde, en la penumbra, bajo los focos de los reflectores, al ritmo del twist o del fox-trot, se suceden tiendas glamurosas, restaurantes “teatrales” y gasolineras de carretera con bólidos a la espera frente a exóticos locales para apasionados de las olas.

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Tiendas glamurosas y restaurantes «teatrales»

Nos hemos trasladado a la época dorada de Hollywood, en la ciudad de Los Ángeles, la meca del cine, allí donde los sueños se hacen realidad y nacen las estrellas…

Y esta vez, en lugar de una princesa con corona me convierto en una diva con tiara, en una actriz muy famosa, con gafas de sol bastante vistosas, que intenta pasar desapercibida entre la multitud de admiradores; sin embargo, a la salida del estudio, no puedo evitar posar como una vamp, coqueta y presumida, ante la estatua del genial soñador al cual está dedicado todo el complejo de diversión: ¡Walt Disney!

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La bienvenida de Walt Disney y Mickey Mouse

El célebre productor y director nos da la bienvenida en una pintoresca glorieta de la mano de su criatura más famosa, Mickey Mouse, con el célebre letrero hollywoodiense como telón de fondo entre las verdes colinas californianas.

¡Ese sí que es mi reino! ¡El reino de las estrellas! ¡El reino de la fama!

Y mientras me recreo con mi actitud de superstar, centrada en mi misma, la mirada de los demás, en lugar de recaer en mi esplendorosa silueta, se fija en la tenebrosa figura de una destartalada torre-ascensor: “The Twilight Zone Tower of Terror”.

Mi padre, el más atrevido de todos, imitado por mi hermano, que no quiere ser de menos, observa con pasión y con terror el altísimo edificio, deseando subir hasta su última planta para, desde allí, dejarse atraer por la irresistible fuerza de gravedad, envuelto en una cuarta dimensión.

La incredulidad y preocupación se apodera de todos, incluida yo, que abandono por un momento mi actuación estelar para unirme a la calurosa plegaria familiar.

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«The Twilight Zone Tower of Terror»

Nadie quiere que lo hagan, nadie quiere que salten al vacío, nadie quiere que afronten el atrevido desafío, y, finalmente, entre rezos convertidos en recomendaciones y luego en reproches, conseguimos disuadirles, proponiéndoles como tranquila (o puede que no tanto) alternativa el cercano “Studio Tram Tour: Behind the Magic”, ubicado al final de un amplio y poco traficado “Hollywood Boulevard” flanqueado por palmeras.

Así que, tras una breve espera –no sé si era debido a la temprana hora o porque era un día entre semana pero, querido abu, me percaté de que en ese parque había mucha menos gente que en el de Disneyland–, subimos en el cómodo y pacífico (o puede que no tanto) tranvía.

Un divertido Jeremy Irons nos da la bienvenida y nos comunica que va a ser él nuestro maestro de ceremonias durante todo el trayecto.

El inusual medio de transporte se adentra así en un bosque donde van apareciendo objetos y criaturas de diferentes decorados cinematográficos: avionetas estadounidenses mimetizadas entre la naturaleza de un bélico “Pearl Harbour”, naves espaciales de un fatal “Armageddon”, listas para despegar, y volátiles gigantescos custodiando un imponente portal que, dando acceso a un “Parque Jurásico” a escala real, estático en su grandiosidad impone tanto como el dinámico de la exitosa película–.

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Un impresionante «Parque Jurásico»

Nos alejamos paulatinamente, para mi tranquilidad, de ese lugar “primitivo”, y nos metemos de lleno en la grabación de una escena aún más impresionante…

Nos encontramos en un cañón y contemplamos cómo un camión se está aprovisionando de petróleo recién extraído del subsuelo cuando, improvisamente, una furiosa tormenta se descarga sobre nuestro vagón, cuyo techo a duras penas consigue protegernos.

Truenos y relámpagos nos envuelven con sus sonidos ensordecedores y, como si todo eso no fuera suficiente, un temblor progresivo se apodera del tranvía que, finalmente, se ve obligado a detenerse por culpa de la furia de los elementos, empezando a balancearse peligrosamente, al compás del camión cisterna que, debido a las violentas sacudidas, acaba inflamándose.

Ráfagas de calor nos invaden el cuerpo y el alma, gritos de terror se lanzan al aire, una histeria al rojo vivo serpentea entre nosotros, hasta que una torrencial, y providencial, cascada de agua cae sobre el escenario en llamas.

La tormenta ha pasado, el cielo recupera su serenidad y la calma vuelve a reinar en este “tranvía llamado deseo…” ¡de huir de ese impactante “Catastrophe Canyon”!

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«Catastrophe Canyon»

Sólo hay una persona o, mejor dicho, un personaje que ha permanecido impasible durante el catastrófico acontecimiento… Se trata, como no, de nuestro anfitrión, el hombre (de la máscara) de “hierro(s)”, tal y como revela su propio apellido, que aplaude el espectáculo y nos muestra la sublime perfección de la impactante escena de acción.

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Los clásicos double-decker bus londinenses

Tras la subida de adrenalina, los pasajeros respiramos aliviados, aún con la emoción en el cuerpo y, mientras el vehículo retoma su camino, vamos dejando atrás acartonados sacerdotes egipcios, divinidades griegas y emperadores romanos, además de extraños reptiles. Poco a poco nos acercamos a una conocida ciudad, Londres, fácilmente identificable por los rótulos del metro, por los clásicos autobuses rojos de dos pisos y por los inconfundibles taxis negros. Pero a la vuelta de la esquina, el escenario cambia por completo…

Un desastre de dimensiones colosales ha debido golpear la capital del Reino Unido, a juzgar por el estado de sus palacios, demolidos, sus jardines, desaparecidos, y sus museos, aniquilados.

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Un desastre de dimensiones colosales

Y como si todo ello no fuera suficiente, entre los escombros divisamos unas tuberías destrozadas, abiertas al cielo, que expulsan amenazadoras ráfagas de humo, o puede que de gas peligroso…

En efecto, a los pocos instantes mis dudas se convierten en realidad: una explosión incontrolable, pero controlada, tiene lugar a pocos metros de distancia, golpeándonos con la intensidad de su calor y amenazándonos con sus altas llamas: ¡Tenemos que irnos de aquí o acabaremos reducidos a cenizas!

Y, por fin, unos eternos segundos después, el tranvía de alta tecnología vuelve a ponerse en marcha, llevándonos de vuelta, sanos y salvos, aunque ligeramente mojados, a la estación principal.

¡Cuántas emociones! ¡Qué interesante ha sido este tour aparentemente relajante! ¡Qué emoción poder ver y vivir una peli desde dentro! –tengo que reconocer, querido abu, que, aunque hubiera preferido sentirme la protagonista absoluta de un romántico film de amor, esos rocambolescos rodajes me encantaron, y lo mismo le pasó a mi “nona-nena” que, para confirmarlo, volvió con su famoso lema: “¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–.

Pero no hay tiempo para el descanso.

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El escenario de «Moteurs… Action!»

Falta muy poco para el inicio de “Moteurs… Action!”, así que tenemos que encaminarnos a la carrera hacia el correspondiente recinto que ya está lleno a rebosar. Cada uno de nosotros se sienta donde puede, unos más arriba y otros más abajo, hasta que entra en escena un virtuoso centauro que, sobrevolando el escenario a lomos de una moto, realiza con soltura y seguridad proezas al límite de lo imposible y de la gravedad.

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La compenetración perfecta entre el hombre y la máquina

El hombre y la máquina, ambos animados, a su manera, se compenetran a la perfección: sus acrobacias, de altura, en todos los sentidos, fruto de una habilidad alocada y de una pasión desatada, rebosan tal armonía que resulta difícil discernir quién maneja a quién.

La multitud aplaude entusiasmada al motorista habilidoso que, con su medio portentoso, abandona el escenario haciendo gala, una vez más, de su bravura.

Y esto es sólo un aperitivo de lo que está por llegar…

En efecto, a continuación, en el escenario, que reproduce una tranquila plaza de un hermoso pueblo francés –que bien hubiera podido ser, querido abu, uno cualquiera de los que visitamos en familia el año pasado por la bella Provenza–, hacen acto de presencia los directores y ayudantes de cámara, que nos explican, como siempre en inglés y en francés, las escenas que en breve se van a rodar.

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Un coche de cuatro… ¡y dos ruedas!

Tras comprobar que todo está en orden, entran en el recinto, a toda velocidad, unos ruidosos vehículos, que se persiguen a pocos centímetros de distancia por las calles secundarias de la tranquila villa, escondiéndose y volviéndose a encontrar, esquivándose con habilidad o flanqueándose con pericia, siempre a punto de chocarse, siempre a punto de estamparse. Todo está perfectamente calculado, cada movimiento, cada giro, cada adelantamiento. Y así, en ese estruendoso rock and roll, asistimos a la danza espectacular de seis furiosos coches negros a la caza de un flamante coche rojo.

Los números y los decorados se suceden a una velocidad de vértigo y los especialistas, a bordo de sus vehículos, de todo género y tipo, incluido un Rayo McQueen bastante despistado, nos deslumbran con auténticos malabarismos sobre cuatro, y en ocasiones dos, ruedas, saltando, frenando, arrancando y desafiando las leyes del equilibrio universal.

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Un Rayo McQueen sonriente pero despistado

El resultado final de cada rodaje, cuyos trucos de realización se nos exhiben orgullosamente en una enorme pantalla gigante situada frente a los graderíos, es asombroso, incluido el de la última escena, la más movidita de todas, protagonizada por (los pilotos de) coches, camiones y motos corriendo entre disparos peligrosos, llamas amenazadoras, cristales rotos, caídas espectaculares y, como siempre, sobrecalentamiento de motores.

Ahora somos nosotros, los espectadores, los que calentamos nuestras manos con aplausos enfocados, satisfechos e impresionados por el espectáculo rutilante, por ese arte de la conducción y por la genialidad de lo que se oculta tras la fachada cinematográfica –y a pesar de que a mí no me gustan los motores, los sonidos altos y tampoco las películas de acción, no puedo negarte, querido abu, que, una vez más, al igual que con el anterior tram tour, disfruté como nunca de ese sensacional stunt show–.

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«Moteurs… Action!»

Sin embargo, las emociones fuertes no se han acabado y, casi sin darme cuenta, confiando en mi valentía, me subo con mis tíos, mi padre y mi hermano a una atracción que, desde fuera, parece bastante inocua, al estar inspirada en la película “infantil” de “Buscando a Nemo”.

Cuán equivocada estaba…

Lo que yo imaginaba un relajante crucero por los plácidos mares de Oceanía se revela todo lo contrario. Nuestra embarcación-caparazón enseguida viene arrastrada por las violentas corrientes oceánicas, empujada furiosamente mar adentro, más allá de la Gran Barrera de Coral, alcanzando una velocidad vertiginosa entre olas gigantescas y espumas rabiosas… Cual Ulises del Tercer Milenio, asisto impotente al remolinante desatarse de un destino adverso que me impide alcanzar la tierra firme, convirtiendo el supuesto viaje de placer en una auténtica pesadilla.

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«Crush’s Coaster»

Las acuáticas montañas rusas, tan rápidas y tan mareantes, se me hacen eternas y mientras los demás tripulantes ríen y gritan por la alegría, yo río y grito, y casi lloro, por la histeria. Pero, afortunadamente, todo tiene un final y este diabólico “Crush’s Coaster” no es una excepción –no puedes imaginarte, querido abu, con cuanta emoción volví a pisar “a piedi” el suelo de Marne-la-Vallé; a punto estuve de besarlo, cual Papa femenino, en señal de gratitud por haber sobrevivido a la inesperada aventura–.

Como compensación, para consolarme del susto marítimo, el resto de la compañía decide llevarme a una atracción mucho más sosegada, la que me ha aconsejado calurosamente una de mis mejores amigas y que estoy deseando probar desde que hemos entrado en este parque: Ratatouille: L’aventure totalement toquée de Rémy.

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«Ratatouille: L’aventure totalement toquée de Rémy»

Pasamos entonces al lado del “circuito circular con circulación viaria en círculos” llamado “Cars Quatre Roues Rallye” e inspirado en la película protagonizada por Rayo McQueen, y nos dirigimos hacia la “Place de Remy”. Conforme voy moviendo mis aún temblorosos pasos hacia aquel destino, me voy tranquilizando y serenando, hasta tal punto que mi anterior estremecimiento por el pánico vivido a bordo del desatado caparazón poco a poco se convierte en una nueva e incontrolable sensación de agitación, esta vez provocada por la emoción de volver a estar en mi ciudad favorita, la misma que he dejado atrás hace solo un día: ¡París, la ville-lumière, la ciudad del amor!

El decorado parisino, tan real y conseguido –¿o es que de verdad habíamos vuelto a la capital?, querido abu–, nos traslada a una pintoresca plaza, con una burbujeante fuente central embellecida con ratoncitos y botellas de champán, sugerentes farolas y edificios elegantes. Todos nos quedamos impactados con esa recreación que supera ampliamente la de la ficción, y mientras saboreamos con la vista cada rincón de ese lugar tan cautivador, nos adentramos en el “augusto” restaurante de Auguste Gusteau. A lo largo de un pasillo bastante oscuro, avanzamos por un estrecho camino subterráneo que lleva a la cocina donde el mismísimo chef estrellado, e injustamente degradado, nos da la bienvenida. Un poco más allá, en unas curiosas canastillas, “nos servimos” unas recién fritas gafas 3D y, tras alcanzar una especie de cueva gigante poblada por ratones danzantes, subimos, en parejas, a lomos de esos simpáticos animalitos, emprendiendo un increíble recorrido, más bien una carrera, “entre fogones” en cuatro dimensiones.

No sé cómo, pero, de repente, hemos menguado y, sin darnos cuenta, hemos acabado en una peligrosa yincana culinaria, sorteando platos, carros y sartenes, perseguidos por el jefe enfurecido de nuestro amigo aprendiz de cocinero, Rémy, escondiéndonos en las esquinas, pasando bajo unos hornos muy calientes o al lado de neveras muy refrigerantes, cayendo en picado sobre bandejas o rodando sin control bajo mesas.

¡Eso ya no es ficción! ¡Eso es increíblemente real!

Metidos de lleno en nuestro papel de roedores, evitando deliciosos obstáculos gastronómicos, entre olores, vistas y sonidos que nos despiertan los otros dos sentidos, el tacto y el gusto, encontramos (desafortunadamente) una vía de escape y nos despedimos de este increíble lugar, acompañados por el húmedo y atrevido descorchado de una botella de champán –¿Qué decir, querido abu? ¡Nada! Nos limitamos a repetir todos juntos, en coro, y hasta el infinito, el lema de la nona, tan conciso como acertado: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–.

Abandonamos la fantástica y rocambolesca cocina, embriagados de dulces emociones y sabrosas sensaciones y presos de un hambre impresionante, alimentada no sólo por los elaborados platos del equipo del difunto Gusteau, sino también por los que, invitantes y tentadores, aparecen a través de los ventanales del refinado “Bistrot Chez Rémy”, estratégicamente ubicado al final de la aventura familiar.

Sin embargo, muy a nuestro pesar, todavía inmersos en esa increíble realidad virtual y estupefaciente experiencia sensorial, tenemos que alejarnos otra vez de París, de Ratatouille y de Rémy, con la esperanza, eso sí, de poder pronto regresar allí.

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«Toy Soldiers Parachute Drop»

Desfilamos entonces rápidamente, sin detenernos ni un instante, ante el vertiginoso, y para ninguno de nosotros invitante, “RC Racer”, una especie de enorme scalextric vertical montado en una montaña rusa de medio canal; pasamos al lado del “Slinky Dog Zigzag Spin”, observando ese perro gigantesco que no para de dar vueltas alrededor de unos huesos mordiéndose la cola, y, ante el tamaño desproporcionado de esos seres, animados o inanimados, empezamos a dudar del nuestro, preguntándonos inquietos si no habremos encogido, de verdad y para siempre, en la anterior atracción ratonera…

Pero no hay tiempo para frívolas reflexiones. Al contrario, hay asuntos mucho más urgentes, como los que se están desarrollando en la curiosa base militar llena de torres de vigilancia y soldados verdes con la que acabamos de toparnos. Sin darnos cuenta, hemos sido reclutados para la complicada “Operación Papa Delta”, que consiste en ser lanzados desde veinticinco metros de altura con unos extraños paracaídas miméticos.

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Aliapiedi… ¡con las alas en los pies!

Y cuando ya estoy preparada para afrontar la difícil misión, cambio de opinión y me bajo de la atracción, dejando a los demás los fáciles, o difíciles, heroísmos.

Ya he tenido bastante por hoy… ¡y sólo con ver la cara de mi madre me convenzo aún más de mi sabia decisión!

Ella, en efecto, a pesar de su alter ego bloguero Aliapiedi, no ama volar en avión, y menos aún tirarse al vacío con un paracaídas, lo que atestigua su semblante nada relajado… Conforme el medio de transporte aéreo va cogiendo altura, puedo leer en sus ojos una creciente preocupación que se convierte en auténtico terror que trata de mitigar aferrándose a la barrera de protección. Asisto impotente al drama interior y exterior de mi progenitora, cumpliendo las órdenes de un implacable sargento con las emociones a flor de piel –cuánto sufrí por ella, querido abu, viéndola volar no sólo en la fantasía sino también en la realidad, con unas “alas en los pies” ya no tan literarias, ya no tan imaginarias…–.

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El monumental Buzz Lightyear

Una vez finalizada por todo lo alto, en todos los sentidos, la bélica aventura del “Toy Soldiers Parachute Drop”, sin honor y sin gloria, sin merito y sin valor, sin medalla y sin condecoración, nos alejamos silenciosa y rápidamente del campo de batalla, dejando atrás para siempre la breve, pero intensa, carrera militar. Pasamos entonces bajo un enorme Buzz Lightyear que domina el ingreso, o la salida, del “Toy Story Playland”, ese extraño territorio en el que hemos quedado reducidos al tamaño de un juguete, y, todos juntos, decidimos tomarnos un respiro en las cómodas butacas del “Animagique Theater” donde, en menos de media hora, va a empezar el espectáculo de “Mickey et le Magicien”.

Después de un frugal almuerzo, nos encontramos en el interior del enorme teatro: se apagan las luces, se abre el telón y, en el romántico escenario de una noche estrellada de luna llena, aparece una buhardilla, un poco desordenada, habitada por un mago y por su simpático ayudante, Mickey Mouse, a quien le viene encomendada la tarea de limpiar y poner todo en orden antes del amanecer.

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«Mickey et le Magicien»

Muy a su pesar, el simpático ratón, no parece muy capaz de lidiar con la doméstica tarea, ni siquiera recurriendo a sus (supuestas) dotes mágicas que, por lo visto, no brillan por su excelencia. El pobre está absolutamente desbordado, tanto que casi me dan ganas de subir al escenario para echarle una mano (¡y de paso abrazarlo!).

Afortunadamente, acude en mi lugar una competente hada madrina que, con su baqueta y unos valiosos consejos, da inicio al entretenimiento, más que a la limpieza. Así, en un crescendo de luces, sonidos, y efectos especiales, desfilan por el escenario Cenicienta, huyendo en su carroza, Bella, bailando con su Bestia, el Rey León, a la cabeza de un desfile de animales, el Genio de la lámpara, marcándose un claqué, y, finalmente, la reina más codiciada, la reina más de moda, la Reina de Hielo, Elsa, con sus copos de nieve, sus amigos y, sobre todo, su canción tan famosa.

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Los cambiantes y coloridos escenarios

El musical es verdaderamente impresionante y su ritmo contagia a todos los asistentes, de todas las edades, con sus múltiples y cambiantes escenarios que se alternan en un universo de colores, canciones y mutaciones. Todo el mundo participa activamente cantando, riendo, aplaudiendo, danzando y saltando, y paulatinamente un verdadero embrujo, más que placentero, se apodera de nosotros.

Es magia, magia pura, magia real, magia de verdad, para mi y para todos los demás… con la única excepción de un Mickey desesperado que, con el lío de personajes y de números que se han sucedido en la buhardilla, ahora, solo y perdido, se enfrenta con un lugar mucho más desordenado que antes, casi destrozado.

El ratón está desolado: no podrá mantener su promesa y todo se quedará hecho un desastre.

Pero nunca hay que perder la esperanza, y con el regreso del mago del principio y de todos los príncipes, genios, animales y princesas que nos han cautivado con sus exhibiciones, Mickey, por fin, consigue cumplir a la perfección su tarea, confiando en el poder de una mágica baqueta y en la fuerza de su fantasía.

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Un mágico y deslumbrante gran final

Y con el menguar de la luna entre las estrellas, escondiéndose tras la cortina del firmamento y llevándose entre ellas a un noble brujo, orgulloso de su digno sucesor, Mickey Mouse Magicien, finaliza el deslumbrante espectáculo acompañado de un coral y familiar «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».

Y después del teatro toca ahora el cine, pero no un cine cualquiera sino, para variar, un cine mágico, el “CinéMagique”.

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El «CinéMagique»

La hora de la sesión coincide con la de un tradicional deporte nacional español, la siesta, y mientras que los mayores se entretienen entre risas debatiendo sobre quien será el primero en echarse una furtiva cabezadita a escondidas…

“¡Luces, cámara y acción!”

En la enorme pantalla frente a nuestras cómodas butacas empiezan a sucederse unas simbólicas escenas en blanco y negro de la época del cine mudo que, sin quererlo, sólo contribuyen a que el sueño poco a poco haga mella en los cuerpos de los adultos. Pero, de repente, en la sala suena un móvil, cual inoportuno despertador. Nos miramos un poco desconcertados, algunos con los ojos ya medio cerrados, otros con los ojos ya medio abiertos, y, para nuestro asombro, asistimos impotentes a la desfachatez de un espectador sentado en primera fila que, con el infernal aparato entre sus manos, lejos de avergonzarse, ¡se pone a hablar, como si estuviera en su propia casa!

Mientras asistimos indignados a la escena, nos percatamos de que también los protagonistas de las películas que se están proyectando, distraídos y desconcertados por lo que están viendo y escuchando al otro lado de la pantalla, abandonan su “clásico” papel y se salen del guión…

Confundida por la situación que estamos viviendo, con este repentino intercambio de roles, reales y ficticios, decido limitarme a esperar a que alguien intervenga para amonestar a ese señor tan imprudente, hasta que, como si un genio, un hada o un mago hubiera leído mis pensamientos, un increíble castigo cae sobre el sujeto en cuestión…

El extraño personaje es literalmente atrapado por la pantalla, lanzado dentro de la misma, y convertido en un insólito actor mudo en blanco y negro, incapaz, para su gran desesperación, de comunicarse con su interlocutor telefónico. Y, por si todo ello fuera poco, recibe un certero puñetazo de un jeque enojado por su falta de respeto y educación.

Los asistentes, entre aturdidos y desconcertados por este “show en el show”, presenciamos las rocambolescas vicisitudes del aturdido espectador que ha pasado a estar fuera de lugar, en todos los sentidos, viéndose involuntariamente inmerso en la centenaria historia del cine, en una incesante huida de película a película, de escenario a escenario, de clásico a clásico, en una frenética y cronológica secuencia de acciones. Paulatinamente la concurrencia empieza a solidarizarse con el hombre del móvil y sus vivencias, a sufrir con él y por él, a temer por su vida y a palpitar por su amor platónico con una pálida y muda dama en blanco y negro de la que ha quedado prendado por el (cinematográfico) camino. Con nuestro protagonista que va progresivamente recuperando su original y rosea pigmentación, nos trasladamos a las primeras películas en color, al Lejano Oeste, en compañía de un bueno, un feo y un malo, entre las chimeneas londinenses de Mary Poppins y sus colegas o entre los charcos engañosos de un romántico Paris, donde éste, por fin, después de haber recuperado el habla, logra reencontrarse con su media naranja que le hace entrega de un valioso objeto perdido en una anterior escena… ¡el dichoso móvil!

Las imágenes y las bandas sonoras, tan sugerentes y evocadoras, nos envuelven con su magia y todos sin excepción, abandonado definitivamente el rencor y el resentimiento que nos provocó el principio de la historia, nos convertimos en fans de esa maravillosa pareja de cine, nunca mejor dicho, que, cual Romeo del futuro y Julieta del pasado, parece destinada a permanecer separada, arrasada por los espectaculares y arrolladores eventos cinematográficos que, sin querer, protagonizan, tales como los abismos de un oceánico “Octubre Rojo” o de un catastrófico “Titanic” o de las estelares “Guerras de las Galaxias”.

Cuando parece que, por fin, ha llegado el tan deseado y merecido final feliz para la pareja de película, una flecha envenenada, lanzada por un “príncipe de los ladrones”, y rompecorazones, nunca mejor dicho, alcanza inoportunamente a nuestro “héroe por un día” que, a pesar de su “corazón impávido” y de su noble gesta para defender con su propio cuerpo a su amada, a su particular Lady Marian, yace para siempre tendido en el suelo, como al principio de toda(s) esta(s) historia(s)…

En la sala reina un tenso silencio sepulcral, entre gritos ahogados y respiraciones contenidas: ¿Cómo es posible que la épica aventura amorosa acabe así, de esta forma tan trágica, de esta manera tan realísticamente shakespeariana? Nadie puede creer lo que está viendo, esa muerte tan absurda, esa pérdida tan desgarradora –te puedo asegurar, querido abu, que pude divisar en la penumbra las tristes miradas de mi tía, de mi madre y de mi nona y las furtivas lágrimas de mi tío, de mi padre, de mi hermano y de mi primo–.

La película se ha acabado, el amor no ha triunfado.

Pero de repente, un sonido más que familiar y (esta vez) increíblemente agradable para los oídos de todos los asistentes, empieza a difundirse por la sala. Se trata del dichoso y, más que nunca, providencial móvil, un móvil oportuna e increíblemente resistente, capaz de salvar la vida de la gente.

¡Aquí está el gran final, el final con sorpresa, el final feliz!

Sólo falta un último detalle para que nuestra pareja preferida pueda por fin estar junta y vivir de verdad entre nosotros para siempre… Sin embargo, a pesar de la ayuda de una espada embrujada, capaz de atravesar literalmente la pantalla cinematográfica para que los dos protagonistas puedan compartir dimensión –eso sí, sin teléfono móvil–, ella no consigue abandonar la escena, quedando atrapada en la realidad de una película o en la ficción de una realidad que empieza a perder color, son y ton, devolviéndola al mudo cine en blanco y negro.

La despedida de los dos no puede ser más cruel y escenográfica.

De nuevo, entre suspiros y lágrimas, me pregunto desesperada el porqué de ese destino tan adverso, de esas dos vidas trágicamente separadas. Pero una vez más, como si alguien me hubiera leído el pensamiento, se produce una nueva magia, la mejor de todas, la magia del cine y, sobre todo, la magia del amor, que hace posible lo imposible.

Es él, nuestro héroe, el que decide abandonar su vida real para volver al mundo de ella, de su amada, al mundo de los sueños, a un mundo de película y, una vez allí, abrazando a su princesa, la besa como nunca, como esa increíble sucesión de besos inmortales, de besos inolvidables, de besos sin iguales que discurren ante los húmedos ojos de los entregados espectadores. Una melodía arrolladora subraya la romántica escena mientras que los dos enamorados se alejan al horizonte, corriendo libres y felices hacia un castillo, un castillo de ensueño, un castillo de cuento –¿sería el de Disneyland, querido abu?– para vivir allí juntos y felices, comiendo perdices…

¡Qué grande es el cine!… y ¡qué bonito es el amor!

Tras un aplauso ensordecedor, abandonamos la sala con el corazón encogido, emocionados y satisfechos a la par, tanto que casi todos   estamos de acuerdo en dar por concluida esta espléndida jornada de película con este broche de oro.

Pero entre nosotros hay alguien que quiere más: ¿Quién será?

¡La súper “nona-nena”!

Precisamente ella que, haciendo acopio de esa portentosa energía fruto de la combinación entre el gozo y el estupor, se acuerda de que en un rato empieza en el Disneyland Park el desfile que vimos o, mejor dicho, oímos, ayer y nos propone dirigirnos rápidamente allí.

Dicho y hecho, ya estamos otra vez en “Town Square”, al lado del templete central, sentados en una acera a la espera de la inminente llegada de los personajes Disney. Al compás de las pegadizas canciones que todos conocemos, entre la algarabía de grandes y pequeños, por fin divisamos las suntuosas carrozas que recorren “Main Street U.S.A.”, en lo que parece un atípico carnaval brasileño por tierras de Francia.

En esta “Disney Magic on Parade” no falta nada ni nadie.

Está Blancanieves con su príncipe azul y Merlín con su gorro puntiagudo, el Rey León con sus amigos y las salvajes criaturas de El Libro de la Selva, Elsa entre hielos y estalactitas y Robin Hood con su amada, Alicia rodeada por unas tazas y Pinocho por marionetas, los juguetes de Toy Story saliendo de un libro y Winny Poo bailando bajo un manzano, Peter Pan y el Capitán Garfio a bordo de una carabela y Mary Poppins en un tiovivo al lado del Big Ben…

Y un nutrido cortejo de hadas, damas, reinas, elfos y soldados que acompañan la fastuosa llegada de los reyes absolutos de este universo tan pintoresco: Mickey y Minnie, al resguardo de un templete parecido al nuestro, bajo la luna y las estrellas, de mar y del cielo, entre flores y guirnaldas, unidos a Goofy y Chip y Chop, entre otros, por un colorido “puente de los suspiros” que, efectivamente, nos hace suspirar repetida y profundamente por la alegría y la emoción.

Y con ese insuperable gran final, esta vez todos juntos, sin ninguna exclusión, decidimos dar por concluido de verdad este día de cine, de películas y de ficción muy real…

[Continuará… ]

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Disneyland París: En el nombre del abu (Primer día – Disneyland Park)

[… Sigue]

¡Ya está! Ecco qua! Et voilà!

Por fin ha llegado el día tan esperado, el día tan deseado.

Familiarizados con los chequeos de seguridad, y con la cola más rápida para los que no llevan bolsas o mochilas, orientándonos a la perfección gracias a la fructífera expedición del día anterior, con un placentero nerviosismo en el cuerpo, nos acercamos rápidamente a los tornos de acceso al “Parque Disneyland”, donde unos empleados disfrazados de doncellas y escuderos, o eso me parece, nos esperan para validar nuestras entradas deslizándolas por el correspondiente lector de códigos de barras –no puedes imaginarte, querido abu, cuanto miedo tenía de que nuestra aventura familiar finalizara allí mismo, sin ni siquiera haber empezado, por cualquier fallo técnico, error humano o imprevisto del destino– y, uno tras otro, todos conseguimos superar sin problemas esa muralla de control levantada entre nosotros y la diversión.

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Mapa del «Parque Disneyland»

Tras recoger unos cuantos mapas del lúdico conjunto, pasamos bajo la estación principal del “Disneyland Railroad”, el panorámico tren de vapor que recorre todo el perímetro del parque, y, como si hubiéramos cruzado un espejo mágico, nos trasladamos a un nuevo escenario, el del ambiente victoriano de “Main Street U.S.A.”.

Nos encontramos en “Town Square”, en la plaza de una pequeña ciudad estadounidense de principios del siglo XX, dominada por un hermoso templete central y por el “City Hall”, el Centro de Información para Visitantes. Desde unos vistosos coches de caballos, los de “Main Street Vehicles”, unos individuos nos dan la bienvenida tocando sus bocinas mientras observamos unos caballos, estos sí de carne y hueso, que tiran un tranvía, el “Horse-Drawn Streetcars”, similar a los que recorren las calles de la amada ciudad de nacimiento de mi madre, Milán.

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A piedi, en familia, por las calles de «Main Street U.S.A.»

Como de costumbre, las más expresivas somos las mujeres y mi primito que, eufórico, metido de lleno en el papel, no deja de pegar saltos de alegría, de gritar y de correr por todos los rincones del pintoresco municipio, aún a riesgo de perderse. Mientras recorremos la concurrida calle principal, flanqueada por tiendas, galerías, terrazas, bares-saloon y hasta una barbería de época, la “Dapper Dan’s Hair Cuts”, me divierto observando a mi tía, que no para de sonreír, a mi madre, que no para de hablar, y, sobre todo, a mi nona, que nunca antes ha estado en un parque temático y que no para de repetir, como si fuera la rima de una poesía o el estribillo de una canción: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».

Por el contrario, los hombres, conforme a su papel, fingen indiferencia, con la fugaz excepción de mi padre que esboza una tierna sonrisa frente al escaparate de un local centenario, “Lilly’s Boutique”, cuyo nombre le trae a la mente el cariñoso apodo con que me llama frecuentemente, requiriéndome de inmediato para una necesaria foto. Pero nada más llegar a la “Central Plaza”, justo enfrente del emblemático castillo, todas las varoniles resistencias se vienen abajo, cayendo como torres de arena arrastradas por una ola.

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El emblemático castillo

El edificio, con sus altas espirales, sus torres adornadas, sus azoteas majestuosas y sus vidrieras de colores, es sencillamente bello, como sólo en los sueños, o en ese parque, puede serlo, y los adultos, todos, después de haber empuñado sus smartphones y cámaras digitales, empiezan a “disparar” fotos en todas las direcciones para un nutrido reportaje familiar. Yo, sintiéndome una vez más como en mi propia casa, poso encantada delante del icónico edificio con mi corona, sola, con mi hermano, con mi primo, con mis tíos, con mis padres y con mi nona…

Después de un centenar de instantáneas, más o menos estáticas, más o menos conseguidas, por fin nos adentramos en la regia construcción: desfilamos ante sus curiosos árboles cuadrados, cruzamos el puente sobre el lago con cascada incorporada que abraza sus cimientos, pasamos por debajo de su majestuoso portal y recorremos su sorprendente planta baja hasta que alcanzamos el corazón del reino de la fantasía:

¡“Fantasyland”!

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Panorámica del fantasioso reino de la fantasía: «Fantasyland»

Lo que aparece ante nuestros ojos es indescriptible; rodeados de decenas de atracciones y presa de una sinfonía de colores, sonidos y olores, probamos unas sensaciones y emociones nunca antes vividas. Esta vez es mi hermano el que abandona su pose de “niño mayor”, esa que acentúa en presencia de mi primo y mía, e, incapaz de seguir disimulando sus sentimientos, explota en unas sonoras risas que, poco a poco, contagian los ánimos de todos, incluidos mi padre y mi tío que, víctimas de la euforia colectiva, empiezan a chincharse, picarse y gastarse bromas como si fueran dos adolescentes de verdad. Pero, a pesar de la alegría, tenemos que tomar una decisión muy seria: elegir entre tanta abundancia.

Todos queremos montarnos en todo y nadie quiere renunciar a nada: es imposible seleccionar, es imposible descartar. Así que, después de haber consultado repetida e inútilmente el mapa del parque en busca de un válido criterio a adoptar, tras un largo e intenso debate familiar, decidimos optar por el de la menor edad, en consonancia con el fantástico mundo al revés en el que nos encontramos, en el que los mayores reviven su infancia y los pequeños juegan a ser adultos; en consecuencia, será el más joven el que tome las riendas de la situación.

En esta tesitura, mi primo, ni corto ni perezoso, dicta sentencia gritando al cielo el nombre que tiene en su cabeza desde el principio: ¡Peter Pan!

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«Peter Pan’s Flight»

Dicho (¡o gritado!) y hecho, ya estamos todos a bordo de un galeón mágico que, en lugar de deslizarse por el mar, sobrevuela entre las estrellas los techos londinenses, en un nocturno iluminado sobre el Támesis, el Big Ben y el Tower Bridge. Así, en compañía de Campanilla y meneados por los pensamientos positivos, alcanzamos el País de Nunca Jamás, con sus cimas volcánicas y sus resplandecientes cataratas, entre niños perdidos, sirenas y piratas, y, después de asistir a un intrépido duelo entre el Capitán Garfio y el victorioso Peter Pan, retornamos a la realidad londinense, y a la vez parisina.

Entre confundidos y desorientados aterrizamos de este “Peter Pan’s Flight”; mi primo, ansioso y desesperado, no para de preguntar si el que había volado a su lado era de verdad su personaje favorito, mientras que mi nona, como un disco rayado, no para de repetir esa constante tríada exclamativa: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!» –no sabría decirte, querido abu, quién de los dos estaba más impresionado, si el pequeño que, por su tierna edad, aún no distinguía claramente la realidad de la ficción, o su abuela que, en ese peculiar recorrido, había experimentado una placentera conversión, de sabia nona a despreocupada niña, como yo o, como tú dirías, en eterna “nena”, alegre y serena…–.

Pero las sorpresas, y la magia, no acaban aquí…

Pinocho, Blancanieves y Dumbo nos esperan. Montados en coches de madera, carros mineros o elefantes voladores, “Les Voyages de Pinocchio”, “Blanche-Neige et les Sept Nains” y “Dumbo, the Flying Elephant”, nos trasladan a otros mundos entre hadas madrinas, brujas malvadas y ratones generosos, cruzando bosques obscuros, casitas de muñecas y circos de renombre.

Es un continuo viaje de ida y vuelta entre la mentira y la verdad, un infinito “Carrousel alrededor de la fantasía y la realidad, como el esculpido a mano, de Lancelot” que, con sus nobles corceles danzantes, domina simbólicamente el centro de esta tierra. 

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«Le Carrousel de Lancelot»

Y como si todos estos giros de diversión no bastaran para desorientarnos hasta marearnos, literalmente, las cuatro mujeres, o mujercitas, de la familia decidimos adentrarnos en un país de las maravillas, paralelo al que nos encontramos, el del “Alice’s Curious Labyrinth”.

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«Alice’s Curious Labyrinth»

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¡Una laberíntica duda amlética!

Y así, a gusto y adrede, perdemos nuevamente el norte, moviéndonos en todas las direcciones, siguiendo engañosas y contradictorias indicaciones, entre setos cuidados y puertas de diferentes dimensiones, esquivando animales alocados y soldados de papel enfurecidos, subiendo y bajando, deambulando en círculo, en cuadrado y en rombo, dando tumbos sin descanso hasta el (ya no tan deseado) destino final, es decir, la salida del curioso laberinto.

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El rechoncho castillos de dos atípicas «Rapunzelas»

Pero alguien por el camino se ha perdido de verdad, o quizás de mentira, ya que en el recuento familiar faltan dos personas. Sin embargo, la momentánea angustia desaparece de inmediato cuando los “supervivientes” divisamos en lo alto de la torre de un castillo muy rechoncho, las figuras esplendidas y esplendorosas de las desaparecidas, mi tía y mi madre, que, cuales divertidas “Rapunzelas”, se tiran fotos mutuamente desde las alturas, ajenas a todo, y a todos, hasta que advierten la presencia de sus maridos en la lejanía que, con aspavientos, parecen cantarles, no dulces serenatas, sino las cuarenta, las cincuenta y hasta las sesenta; pero ellas se muestran indiferentes y, ante las divertidas miradas del resto de la compañía, siguen despreocupadas en las alturas, reinas por un día, reinas por sorpresa o reinas de corazones, disfrutando a lo grande del momento de geográfica supremacía ¡y de dúplice monarquía!

Una vez finalizada la regia tarea fotográfica, las dos deciden regresar con nosotros, comunes mortales, y, aparcados los reproches, decidimos emprender camino hacia la tierra de la aventura y de los exploradores: “Adventureland”.

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La exótica ciudad de Agrabah

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El enfurecido Jafar

Tras atravesar un pasaje encantado, llegamos a un exótico territorio, una bulliciosa alcazaba con un bazar muy concurrido: es Agrabah, la ciudad de Aladino. Aquí, sin embargo, no hay ni rastro de lámparas, ni de genios, ni de alfombras voladoras, pero sí de un enfurecido Jafar con su bastón mágico en forma de cobra que intenta hipnotizarnos.

Nos ponemos a correr y, sin saber bien cómo, acabamos en un lugar aún más peligroso…

Rodeados por una densa vegetación, divisamos a lo lejos, entre esbeltas palmeras y árboles seculares, el mástil de un velero abandonado a su destino que, anclado a una enorme roca-calavera, tiene todo el aspecto de albergar fantasmas del pasado:

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Un velero abandonado y…

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…la roca-calavera de «La Plage des Pirates»

¡Estamos al borde de unas aguas muy peligrosas, de «Pirates’ Beach«, infectadas de bucaneros despiadados!

A pesar de la inquietante perspectiva, decidimos embarcarnos en un navío con rumbo a un horizonte muy oscuro, convencidos de que es mejor enfrentarse a lo desconocido que a la legendaria hipnosis del malvado visir-brujo que acabamos de dejar atrás, y con el ruido de fondo de espadas forcejeando con violencia, de bucaneros gritando maldiciones y de cautivos suplicando por su liberación, nos precipitamos literalmente en la profundidad de los abismos, entre fuegos, luchas y explosiones…

¡Es el infierno al estado puro!

Afortunadamente logramos escapar de ese panorama dantesco, sanos y salvos, sin un rasguño, tan sólo mojados por algunas gotitas de sudor, o quizás de agua, llenos de orgullo por haber superado la rocambolesca prueba de los “Pirates of the Caribbean”.

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«Pirates of the Caribbean»

Entusiasmada por el recién adquirido título de capitana experimentada, la nona sigue repitiendo con vigor su lema de batalla –«¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!»–, hasta que es bruscamente interrumpida por unos auténticos piratas que nos esperan a la salida de esta fortaleza  asediada, intimidándonos con sus miradas inquisidoras y rodeándonos con sus instrumentos de tortura… ¡musical! –en realidad, querido abu, sus violines, tambores, guitarras y acordeones emitían unas melodías muy placenteras y sus canciones, de batalla o de botellas, eran tan contagiosas que uno tras otro nos unimos a la alegre compañía de los pícaros bribones, salvo “los duros” de la familia, impacientes por llegar a una atracción que recordaban de su primera experiencia “disneylandiana”, veinte años atrás: “Indiana Jones et le Temple du Péril”–.

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Unos cantos de batalla… ¡o de botellas!

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«La Cabane des Robinson»

Después del concierto, desfilamos al lado de una curiosa casa-árbol rodeada por cuerdas, puentes colgantes y pasarelas, “La Cabane des Robinson”, y unos pocos metros más allá, entre la densa maleza, avistamos la cima de un templo maldito, puede que maya puede que azteca, del que provienen unos gritos desesperados.

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«Indiana Jones et le Temple du Péril»

La histórica construcción, en efecto, oculta en su interior una increíble montaña rusa, de curvas cerradas, descensos verticales y paradas muy bruscas.

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Unas misteriosas y montañosas ruinas

A pesar de su secular afán por adentrarse en todo lugar evocador y perteneciente al pasado, esta vez, por extraño que parezca, mi madre decide omitir la visita, quedándose a los pies de las misteriosas y montañosas ruinas con los más pequeños de la familia, es decir, mi primo, la “nona-nena” y yo, mientras que mi padre, mi hermano y mis tíos se montan en el primer carro disponible para, instantes después, desaparecer en la oscuridad, empujados por fuerzas espantosas, engullidos por túneles sinuosos, atrapados en espirales de serpientes de roca y giros sin control –como bien puedes suponer, abu querido, los “cuatro fantásticos” salieron de la intensa y arqueológica expedición entre exaltados y mareados–.

Después de tantas emociones, llega la hora del “reposo de los guerreros”, y también de reponer fuerzas, para afrontar con ánimo y vigor la conquista de los dos territorios del lúdico conjunto que nos quedan por explorar.

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«Discoveryland»

El primero de ellos es “Discoveryland”, la única tierra que recuerda mi madre de sus escapadas al entonces denominado Eurodisney con sus amigos universitarios durante su estancia “Erasmus” en la Facultad de Derecho “René Descartes”, en París, hace ya más de veinte años. Nos habla con nostalgia de una legendaria y, por entonces, recién estrenada montaña rusa, “Space Mountain – De la Terre à la Lune”, dedicada a Julio Verne, uno de sus autores preferidos, y aprovecha para relatarnos la historia del homónimo y pionero libro dedicado a las aventuras de tres alocados héroes empecinados en ser disparados a través de un enorme cañón para alcanzar el popular satélite a bordo de un portentoso misil-proyectil. Y, como por arte de magia, al finalizar su relato, se materializa ante nosotros esa increíble obra de ingeniería que, con su aspecto vintage, de formas redondeadas y colores matizados, parece de otra época, y que nos traslada a un mundo fantástico poblado por audaces soñadores y viajeros atrevidos, como los que ahora emulan, y hasta superan, los límites del originario viaje “de la tierra a la luna” en la rebautizada, y renovada, “Space Mountain-Mission 2”.

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«Space Mountain – De la Terre à la Lune»

Con respeto, casi con temor, grandes y pequeños observamos el impresionante tren cápsula, listo para catapultar hacia el cielo a una velocidad supersónica, tras una escalofriante cuenta atrás, a los temblorosos astronautas, cuyos rostros aterrados divisamos por unos pocos segundos a través de una ventana lateral, antes de su cierre definitivo.

Observando pensativa la monstruosa atracción e incrédula de su valor de antaño, mi madre se esfuerza sin éxito en disuadir a mi hermano, mi padre y mis tíos de su propósito de acometer la sensacional empresa espacial. Sin embargo, ellos se mantienen firmes, deseosos como están de alcanzar el firmamento y, a ser posible, regresar a la tierra de una pieza, demostrándose a si mismos y a todo el mundo su valor. Frente a su incomprensible, casi insana, decisión, a los demás no nos queda otra que despedirles calurosamente, como si fueran a salvar nuestro planeta de un pavoroso “armageddon”, antes de ver como desaparecen entre las nebulosas, los meteoritos y las estrellas…

Afortunadamente, después de una larga y sufrida espera, vuelven a aparecer todos de una pieza, tambaleantes pero satisfechos por haber superado sus miedos y, sobre todo, incapaces de confesar si habían disfrutado o sufrido con la alucinante aventura a una velocidad vertiginosa.

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La mejor atracción del día: «Autopia»

Llegados a este punto, todos coincidimos en que es mejor relajarse conduciendo unos tranquilos coches del futuro, ¡de los años cincuenta del siglo anterior!

Por parejas, a bordo de estos furiosos bólidos que parecen absurdamente salidos del pasado de la película “Regreso al futuro”, yo, con papá de copiloto, tomo las riendas o, para ser más exactos, el volante de la situación y me dispongo a pisar a fondo el acelerador, respetando, eso sí, el límite de los 180 ¡decámetros por hora! Me lanzo a toda velocidad por el colorido recorrido a través de densos bosques, parques nacionales y jardines pintorescos, acelerando, frenando, girando a derecha e izquierda hasta detenerme ante un autoritario semáforo en rojo que intenta lidiar con el intenso tráfico viario.

¡Qué viaje tan maravilloso! ¡Qué viaje tan extraordinario! ¡Qué viaje tan hermoso! ¡Por fin mi utopía de conducir un coche antes de llegar a la mayoría de edad, y sin carnet, se ha hecho realidad!

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«Buzz Lightyear Laser Blast»

Entusiasmados, los pequeños dejamos atrás esta “Autopia”, que hemos elegido como la mejor atracción del día, y, siguiendo los consejos de los grandes, renunciando al deseado bis, nos animamos a probar una nueva, y cercana, atracción en la que el tiempo de espera es (un poco) inferior: “Buzz Lightyear Laser Blast”, una guerra láser en la que mi primito quiere participar a toda costa, ya que está inspirada en su personaje preferido de “Toy Story”. Me uno entonces a los varones, camino de batalla, mientras que la nona, mi tía y mi madre deciden quedarse fuera de(l) combate, aprovechando para emplear el tiempo en sus respectivas tareas favoritas: buscar regalos para la familia, comprar víveres para la merienda y consultar tranquilamente sus mapas y guías, a la espera de la inminente exhibición en el “Discoveryland Theatre”.

Pero aquí, en el parque, las sorpresas no se acaban nunca…

A los pocos segundos de sentarse en un banco cerca de la entrada del teatro, mi madre es inexplicablemente abordada por un joven encantador, armado con escoba y recogedor y, por ende, con aspecto de encargado de la limpieza, que, ni corto ni perezoso, le pregunta el porqué de su aire tan pensativo, sin reparar en que es el resultado de una improvisada, y mal disimulada, siesta. Extrañada por la inesperada pregunta y tratando de recuperar la compostura, mamá le explica que estaba soñando con los ojos abiertos en ese (breve) momento de soledad… Sin reparar mucho en la respuesta, sonriente y silencioso, sin prisa pero sin pausa, el curioso barrendero prosigue con su tarea: moja la fregona-escoba en el cubo-recogedor, la desliza por el suelo y acto seguido comienza a barrer con arte y maestría, trazando dos círculos por aquí, media circunferencia por allá, una elipse por acullá… Mi madre asiste, primero distraída y después ensimismada hasta que repara en la increíble estampa dibujada a sus pies: ¡La sonriente cara de Mickey Mouse ai piedi de Aliapiedi!

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¡Mickey Mouse ai piedi de Aliapiedi!

Cuando los demás nos reunimos allí, en el punto de encuentro establecido, cada uno de vuelta de su misión, el artista ya se ha esfumado, pero su dibujo, que parece animado, hecho realidad gracias a su destreza y a la mezcla de agua mágica y polvo de estrellas contenida en su supuesto cubo-recogedor, sigue reluciendo en el suelo en la enésima, y apreciada, muestra de confusión entre la fantasía y la realidad.

No podemos evitar tomar unas cuantas instantáneas de la atípica obra de arte antes de acceder al adyacente teatro-cueva, donde gracias a la “Jedi Training Academy” aprenderemos a luchar con espadas láser y a tomar el control de nuestra Fuerza poderosa.

Tras la instructiva clase, confiados, nos atrevemos a embarcarnos en un curioso submarino, cuya forma exterior recuerda la de un peligroso aligátor.

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«Les mystères du Nautilus»

Se trata, nada más y nada menos, del famoso Nautilus verniano, listo para zarpar camino de las veinte mil leguas bajo el mar, o bajo un disneylandiano lago artificial. Deambulando por sus corredores, sólo rotos en su oscuridad por unos singulares ojos de buey “con sorpresa”, bajamos a la sala de máquinas, en plena y electrizante actividad, y sorteando tentaculares apariciones, curiosas invenciones y cabezas de tres, o a lo mejor cuatro, dimensiones, viajamos en compañía del Capitán Nemo entre la Atlántida y la Polinesia hasta alcanzar finalmente la superficie y la tierra firme.

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«Frontierland»

Una vez descubiertos “Les mystères du Nautilus”, nos aguarda nuestro último destino, el que llevo esperando todo el día, ya que me lo han aconsejado repetidamente mis amigas del colegio. No es un castillo, ni un palacio real, ni tampoco una casa señorial, sino más bien una mansión, una mansión encantada, una mansión embrujada, ubicada en una lejana tierra de frontera, “Frontierland”, en el límite extremo de un Oeste muy Lejano.

Tras bordear un extenso lago dominado por un sinuoso cañón en el que se esconde, como engullida por la tierra, la espeluznante mina del pueblo fantasma de Thunder Mesa, la “Big Thunder Mountain”, vemos por fin aparecer la silueta de una inquietante casa de tonos grises, enrocada en la cima de una colina solitaria, que a los “pequeños” nos recuerda la extravagante demora de la “Familia Monster” y a los mayores el todavía más escalofriante motel de la hitchkockiana “Psicosis”.

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«Big Thunder Mountain»

De un modo u otro, a ninguno nos parece que su aspecto exterior prometa nada bueno y, menos aún, algo (o alguien) encantador.

A pesar de ello, insisto tozudamente en entrar, y no sólo para poder contar a mis compañeras que he estado allí, sino también para demostrar que no soy tan miedosa como todo el mundo cree.

Accedemos entonces por una lúgubre verja, subimos por un camino empinado y, después de unos cuantos escalones, por fin nos encontramos en la (supuesta) sala de espera… Pero, de buenas a primeras, se apagan las luces, el suelo –o puede que sean las paredes– empieza a moverse, los espejos a doblarse y una voz inquietante a murmurar historias aterradoras.

Presa del miedo más profundo, y ya arrepentida por mi fingida valentía, estrecho fuerte la mano de mi madre, temiendo que a lo largo de esta terrorífica presentación aparezca repentinamente un ser repugnante…

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«Phantom Manor»

Sin embargo, lo que se presenta ante nosotros, a la salida de ese tenebroso vestíbulo-ascensor, en la planta baja de la mansión, es un inofensivo sillón, deseando ser ocupado por una pareja atrevida, como la que formamos mi nona y yo. Nada más sentarnos, el artilugio empieza a deslizarse, adentrándose por los oscuros meandros de la casa, a la vez que se advierte la presencia de unas criaturas muy extrañas que se materializan con sus gritos, sus susurros o su invisible esencia. Lo que nos hace estremecer es un malvado fantasma, el mismo que lleva siglos acosando a una desafortunada novia espectral de mirada ausente que espera a su prometido en una maldita sala de ceremonias con su vestido blanco, roto y sucio, y su ramo marchitado.

Una banda sonora de sofocadas canciones de amor y redundantes sonidos de terror nos acompaña, pero la nona y yo no nos inmutamos y, altivas, abandonamos la mansión presumiendo de nuestra bravura ante mis tíos y mi primo que, por prudencia, se han quedado fuera del angustioso recinto. Disimuladamente, temblando por dentro y sonriendo por fuera, sugerimos alejarnos de aquí cuanto antes, por si acaso… Sin embargo, un inquietante mayordomo que nos acaba de despedir en lo alto de la colina, a las puertas de la casa encantada, parece dispuesto a impedírnoslo…

Como por arte de magia, el sirviente, que se revela (sospechosamente) un tipo afable, ha tardado unos pocos segundos en personarse unos centenares de metros más abajo, al lado de la cancela de entrada, en una especie de guarida para él reservada. Con su actitud encantadora (extrañamente encantadora) se gana la confianza de todos y, por casualidad (¿o no es tanta casualidad?), descubrimos que ha jugado en el mismo equipo de fútbol que mi hermano y que vive en Madrid bastante cerca de nuestra casa (no embrujada).

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El simpático, y real, mayordomo

Pero yo, a diferencia de los demás, después de la reciente experiencia paranormal, prefiero no fiarme de él y de su (¿disimulada?) amabilidad, asaltada por las dudas: ¿Cómo ha llegado tan rápido hasta aquí? ¿Será en realidad quien dice de ser o será uno de los espectrales inquilinos de la mansión, un fantasma disfrazado de mayordomo, un alma en pena aparentando alegría? Se me ocurre que sólo hay un modo de comprobarlo, así que sugiero hacernos unas fotos con el ambiguo personaje… Respiro aliviada al comprobar que su imagen, aparece nítida en la pantalla de la cámara digital, con una sonrisa pícara y burlona dibujada en su cara… Ya no cabe ninguna duda de que el cordial joven es ser cien por cien real, un humano de carne y hueso, un cuerpo vivo y material.

Más relajada, me uno a la colectiva despedida y a la promesa de encontrarnos en el futuro en el campo de fútbol en que él ejercía como portero y mi hermano como centrocampista, dejando definitivamente atrás esta “Phantom Manor”, sobre la que se ciernen unas nubes amenazadoras y que nos ha reservado más de una sorpresa.

Ya se ha hecho tarde y, muy a nuestro pesar, va siendo hora de dejar atrás el magnífico parque… ¡por hoy!

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«La Tanière du Dragón»

Pero una vez más alguien se interpone en nuestro camino, en este caso un dragón enfurecido, que echa humo por sus narices y nos escruta con sus ojos enrojecidos.

Asustado, mi primo se arrima a mí y me pregunta si ese fantástico animal alado, atado con cadenas en las mazmorras del Castillo de la Bella Durmiente, es real. Yo, indecisa me decanto por contestarle con una mentira piadosa para no frustrar su emoción y, de paso, demostrarle mi “legendaria” valentía. Y así, protegiéndole con mi cuerpo, como una superheroína, le tomo la mano y me lo llevo lejos de esa obscura “Tanière du Dragón”.

Ya en la superficie, bajo la luz del sol, nos disponemos a retomar, o por lo menos lo intentamos, el recorrido hacia la salida. Pero nuevamente nos damos cuenta de que no es tan fácil abandonar el gigantesco Disneyland Park que en cada rincón esconde una sorpresa.

Se trata ahora de unos cantes muy pegadizos que nos atraen a todos de modo irresistible, cuales pobres náufragos perdidos en este exterminado océano de la diversión, deseosos en todo momento de ser seducidos y raptados por unas cautivadoras sirenas, convencidos de no querer emular las míticas gestas de Ulises y sus compañeros de tripulación…

Así que, encantados una vez más, nos dejamos atrapar por el increíble y suntuoso desfile de los personajes de Disney que saludan a propios y extraños desde sus carrozas, como si de una atípica cabalgata se tratara, sin ilustres Reyes Magos de Oriente pero con pintorescos príncipes, héroes y princesas del universo de los dibujos animados. Sin embargo, el recorrido está a punto de finalizar, así que, reconfortados por la solemne promesa de los mayores de presenciarlo en los días siguientes, por fin cogemos nuestra lanzadera y regresamos al hotel.

Pero el día, y la noche, ni por asomo, han acabado…

Después de un breve descanso y una cena más que placentera en nuestro hotel, ya estamos otra vez todos juntos de vuelta al parque para vivir el “Disney Dreams”.

Falta casi una hora para el inicio del célebre y galardonado espectáculo del que tanto me han hablado mis amigas, y el palacio real y sus fuentes ya están magníficamente iluminadas para la nocturna ocasión.

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El hotel-palacio real vestido de gala para el espectáculo nocturno

Otro centenar de fotos después, accedemos al parque donde millares de familias ya están buscando un sitio para acomodarse, sea donde sea, en las aceras de la calle principal, en las barandillas de los arriates o en las escaleras del templete central. Nos decidimos por este último pues, a pesar de tratarse del lugar más alejado del escenario, creemos que, desde allí, gracias a su elevada ubicación, podremos disfrutar de la mejor perspectiva, como bien ha observado mi padre, habilidoso fotógrafo amateur. Y así, de pie, en ese limitado y pintoresco espacio circular, esperamos impacientes que den las once para que el castillo y su Bella Durmiente, por fin, se despierten.

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El castillo (y la Bella) durmiente, a punto de despertar

Emocionada, cuento los minutos, como si fuera una Cenicienta del siglo veintiuno, anhelando la toccata, de los once tañidos que, sesenta minutos antes de la fatídica y legendaria medianoche, no precede a la fuga, sino que anunciará el punto de partida del espectáculo. Pero, para mi gran alegría, casi media hora antes de lo establecido, empieza el espectáculo de los fuegos artificiales: una interminable sucesión de disparos se catapultan sobre el cielo dando lugar a una singular lluvia de colores al compás del baile acuático de unas fuentes que lanzan al aire cascadas sorprendentes, una mágica danza del agua y del fuego, que me recuerda mucho a la del “Árbol de la Vida” de la Expo milanesa, se funde en una especie de vals arrasador de gotas pirotécnicas e hidrológicas que se combinan en armonía bajo las estrellas…

Asombrados, casi petrificados, por la inesperada exhibición, a duras penas conseguimos aplaudir, cautivados por estos sensacionales diez minutos que, en realidad, no son más que un mero aperitivo, un escenográfico preámbulo, de la impactante presentación que está por llegar.

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Luces, cámara y…

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… ¡Acción!

Y, en efecto, cuando aún estamos recuperándonos de tantas emociones, suenan imperiosas las once campanadas y, como si de un cuento animado se tratara, el magnífico castillo empieza a teñirse de diferentes colores, como si ese arco iris infinito de azules, rojos, amarillos, verdes y violetas quisiera despertarle.

Dicho y hecho, a los pocos segundos su estática y regia silueta empieza a cobrar vida, sus torres se transforman y sus muros se amoldan a unos diferentes personajes que, trepando por sus paredes exteriores, hacen alarde de sus poderes: Peter Pan, Cenicienta, Aladino, Campanilla y muchos, muchísimos más.

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Efectos láser y fuegos artificiales

Al mismo tiempo, unos magníficos fuegos artificiales, aún más espectaculares de los anteriores, explotan en todas las direcciones, alumbrando las escenográficas apariciones entre dulces y famosas canciones y fuertes sonidos rompedores, tatareadas, las primeras, e imitados, los segundos, por todos los espectadores.

El show nos atrapa con sus efectos láser, con sus historias y con las provocadas emociones: sufrimos, volamos, soñamos, reímos, cantamos, gritamos, gozamos y lloramos de alegría, hasta la catártica lluvia final, esta vez de aplausos irrefrenables, que se descarga con toda su violencia e intensidad sobre el Castillo de la Bella Durmiente, el castillo más bello del mundo, el castillo de un sueño hecho realidad…

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El apoteósico gran final del castillo de ensueño y de un sueño… ¡hecho realidad!

Tan real como nuestra fuga, esta vez sí, al más puro estilo de Cenicienta, hacia el autobús que nos llevará de vuelta al hotel. Lo divisamos a lo lejos, con los motores ya encendidos, listo para arrancar camino de su última carrera, como en “Cars: una aventura sobre ruedas”, y emprendemos entonces nuestra peculiar yincana familiar, con los hombres por delante, las mujeres por detrás y nosotros, los niños, en medio, con uno que se cae, pero se incorpora de inmediato, otro que se duerme y acaba en los hombros de su papá y yo que me arrastro por las aceras, pero sigo sin parar… Y así, un paso tras otro, con prisa y sin pausa, nos vamos acercando al despiadado monstruo motorizado. Faltan un par de centenares de metros para la meta; mi padre, seguido por mi hermano, ya lo ha alcanzado e interpone su cuerpo entre sus puertas para evitar que éstas se cierren… Parece que su esfuerzo será en vano dado que los demás estamos a punto de claudicar; el esfuerzo ha sido descomunal y las piernas flaquean, las fuerzas nos abandonan, la voluntad vacila… No podemos, casi no queremos… Pero entonces una mano invisible –¿Eras tú, querido abu, o era el genio de la lámpara?– nos da un último empujón para lanzarnos en un sensacional sprint final… Aceleramos improvisamente, volamos como en una alfombra mágica inexistente y, de un sorprendente salto, subimos al autobús que, implacable, ya ha empezado a moverse. Los pasajeros, de todas las edades, culturas y nacionalidades, nos dan una calurosa bienvenida a bordo, con una ovación en toda regla. Y así, entre vítores, felizmente agotados, nos unimos entusiasmados a la espontánea fiesta colectiva a bordo de esa lanzadera que, rauda, se aleja del castillo embrujado convirtiéndose en una hermosa carroza con forma de calabaza –este último detalle sólo era fruto de mi imaginación, querido abu–.

Y con este broche de oro, me voy a acostar en mi cama, esperando tener dulces sueños, feliz de haber podido vivir la realidad de ensueño de Disneyland París.

–Buenas noches, querido abu. Buona notte, caro abu. Bonne nuit, cher abu–.

[Continuará… ]

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Disneyland Paris: En el nombre del abu (Introducción)

Érase una vez…

¡Un abuelo! O, mejor dicho, un abu, que vivía en Jerez.

Una mañana cualquiera, de vuelta a casa de su habitual paseo matutino, más satisfecho que de costumbre, y con una prometedora y pícara sonrisa en los labios, le comentó a su mujer, la abuela o, mejor dicho, “la nona” –tal y como ella, tan joven y tan coqueta, deseaba que le llamaran sus nietos, españolizando el término italiano de “nonna”– que quería organizar un viaje en familia a Disneyland Paris con sus nietos y respectivos progenitores. Ella, obviamente, acogió la propuesta de modo entusiasta y, mágicamente, el deseo revelado de ese día echó a volar, libre por el aire, en lo más alto de los cielos, hasta el infinito y más allá, a la espera de ser realizado…

Y pasaron los años, uno, dos, tres, casi cuatro; los nietos crecieron y aumentaron de número –los italo-españoles, que vivían en Madrid, ya tenían once y ocho años y el jerezano, que ya tenía una hermanita pequeña, ya había cumplido su primer quinquenio–, hasta que, a las puertas de un nuevo verano, los hijos del abu y de la nona, y sus mujeres, lograron por fin encajar sus vacaciones para disfrutar de unos días “juntos y revueltos” entre París y el mágico parque.

Fue un viaje familiar intenso y divertido, repleto de fuertes sensaciones y dulces emociones, desenfrenadas alegrías y desatadas bizarrías, increíbles pasiones e inolvidables satisfacciones, a la vuelta del cual, una vez instalados todos juntos en la morada familiar estival de El Puerto de Santa María, los dos nietos madrileños y el jerezano –su hermanita, de sólo dos añitos, se había quedado en España por motivos logísticos–, se pusieron de acuerdo para redactar un diario secreto sobre sus aventuras parisinas. Los chicos, un poco por caballerosidad y un poco por pereza, encomendaron entonces la responsabilidad de escribirlo materialmente a la única niña del trío, y así fue como los tres primos, sin prisa pero sin pausa, a escondidas de todo el mundo, empezaron a citarse todas las tardes en una habitación de la casa, en la hora de la siesta, para recordar, discutir y anotar los hechos recién transcurridos, componiendo un relato cada vez más extenso, de hojas de papel rebosantes de palabras, dibujos y grabados, unidas entre ellas con el indisoluble pegamento de la compartida fantasía.

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El «cuento-collage» de los tres primos

Pero una noche, una emblemática noche de verano, o puede que durante el “sueño de una noche de verano”, Aliapiedi, la madre de los hermanos madrileños, mientras colocaba unas pulseras en el cajón de la mesilla de su hija, encontró por casualidad el elaborado y cuidado “cuento-collage”; curiosa como siempre, no pudo evitar leerlo de inmediato y, al amparo de la oscuridad, sentada en la terraza del salón, mientras que todos los demás dormían profundamente, acompañada por el mecedor sonido de las olas y por las luces al horizonte del flamante Puente de la Constitución gaditano, empezó la tan inesperada como placentera lectura veraniega…

“Querido abu:

Mi primo, mi hermano y yo hemos decidido recordar aquí la parte más entretenida del viaje familiar parisino que la nona y tú nos habéis regalado, para que sea siempre y para siempre más inolvidable de lo que ya ha sido.

Como bien sabes, ya que nos has acompañado de la mano por esos lugares, un paso tras otro, a piedi, caminando con nosotros, como tanto te gusta a ti, al igual que a mis padres, la tarde que llegamos desde mi ciudad favorita, París, al hotel reservado en Serris, nada más asignarnos las habitaciones, los mayores decidieron coger la primera lanzadera disponible para, según sus textuales y casi incomprensibles explicaciones, “adelantar trámites” y “tomar contacto” con el territorio disneylandiano –dicho entre tú y yo, querido abu, pienso que ellos tenían muchas más ganas que nosotros, los llamados “pequeños”, de ver el parque de atracciones, aunque fuera desde lejos–.

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El rótulo «orejero» de los «Walt Disney Studios»

Así que diez minutos después, una vez superados los oportunos controles de seguridad, nos encontramos cara a cara, o vis-à-vis, como dirían los franceses, con el paraíso: a un lado, los “Walt Disney Studios, con su rótulo ubicado encima de un clásico depósito de agua estadounidense encabezado por unas inconfundibles orejas negras, y, al otro, el romántico vestíbulo de acceso al “Disneyland Park”.

Por unánime decisión nos decantamos por este último, y no sólo porque allí teníamos que recoger las entradas, sino, sobre todo, porque desde la lejanía divisábamos un cautivador palacio real, o algo parecido. En realidad, se trataba de un hotel, el “Disneyland Hotel”, el único que está dentro del parque, y, a pesar de mi fama de eterna soñadora, cual digna hija de mi madre, me apercibí complacida de que, conforme nos acercábamos a él, todos, incluidos mi tío y mi padre que siempre “se hacen los duros”, tenían la expresión de estar soñando despiertos.

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El palacio real del «Disneyland Hotel»

Un pintoresco lago central, con sus fuentes en plena actividad y rodeado por centenares de flores de todo tipo y colores componiendo la cara del ratón más famoso del mundo mundial, se materializó ante nosotros. Al cabo de unos segundos, grandes y pequeños empezamos a tomar, y a tomarnos, fotos desde todas las perspectivas, desde todos los ángulos posibles, como si fuéramos víctimas de una locura colectiva, asaltados por el miedo de que el escenográfico panorama pudiera desaparecer por algún inexplicable motivo. El atractivo de ese palacio de pálidos tonos rosas y pináculos de tejas rojas era tan fuerte que, después de haber retirado nuestras entradas en las taquillas, mi madre, fisgona como siempre, y mi padre, que a gusto se deja contagiar por sus irrefrenables ganas de curiosear, nos propusieron entrar allí para descubrir también su interior –¡No esperaba otra cosa!, querido abu–.

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El salón-recepción o recepción-salón de estilo victoriano

Atravesamos la puerta giratoria, siguiendo a mis progenitores, y entramos en una amplísima “recepción-salón” de estilo victoriano, rodeada por unas sugerentes balconadas, decorada con famosos personajes de Disney y dominada por una majestuosa escalera que nada tenía que envidiar a la del Titanic.

Una vez más, nos quedamos todos boquiabiertos y, después del momento de asombro infinito, las mujeres y los más pequeños comenzamos a emitir un animado concierto fonético-gutural, a base de gemidos y acompañado de todo tipo de aspavientos, gestos y muecas –¿Qué puedo decirte, querido abu? Todavía no habíamos entrado en el parque y todo aquello ya me parecía sensacional, digno de todos esos cuentos que me habían contado mis padres cuando era pequeña, pero pequeña de verdad–.

Y, como si todo eso no fuera suficiente, mis padres, atrevidos y animados, nos convencieron para subir a las plantas superiores en busca de quién sabe qué otros tesoros. Lo hicimos de puntillas, por si acaso, y una vez arriba, como ellos bien suponían, nos topamos con una auténtica maravilla: una fantástica tienda, la primera de muchas, la mayoría de ellas temáticas, esparcidas a lo largo y a lo ancho de los dos parques, repleta, sobre todo, de ropa y accesorios de princesas.

¡Ese era mi reino! ¡Ese era “mi tesoro”!

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La valiosa corona-diadema de rubíes y brillantes

Me hubiera encerrado horas y horas en esa lujosa “Galerie Mickey” para probarme todos esos vestidos de lentejuelas, todos esos zapatos de tacones vertiginosos y todas esas joyas de cristal y piedras preciosas, pero, a pesar de mis súplicas, mis padres “sólo” me dejaron apropiarme de una corona-diadema de oro, rubíes y brillantes –eso sí, querido abu, la más bonita y valiosa de todas– y de un collar-llavero de rubíes que, desde aquel momento, no se separaron de mi regia cabeza y de mi noble cuello.

Convertida así en una auténtica princesa, aunque vestida de paisana para que mis súbditos no me reconocieran, me desplazaba libremente por mi casa palaciega, y dejándome llevar por una alegre melodía, alcancé el “Café Fantasía”, un piano-bar inspirado en la homónima película. Allí, con el resto de la familia, acompañados por las notas de un habilidoso pianista, nos disponíamos a tomar un aperitivo, ¡y unos cuantos caramelos con los que nos obsequiaron los agradables empleados!, cuando mamá, presa de sus instintos “aliapiedescos”, se levantó repentinamente y, sin proferir palabra, se dirigió con paso seguro hacia el jefe de sala del limítrofe “Californian Grill”. Pude ver cómo ella le murmuraba algo al oído en su oxidado francés forzando al máximo su acento italiano –me ha confesado, querido abu, que en sus viajes con mi padre a menudo utiliza esta herramienta lingüística para seducir a sus interlocutores y poder así acceder a lugares a veces reservados, a veces prohibidos o a veces cerrados y que casi siempre lo consigue– y, acto seguido, entró sigilosamente en ese elegante restaurante…

Unos instantes después ya estaba de vuelta con una sonrisa dibujada en sus labios y, tras cruzar una cómplice mirada con la autoridad, a quien ya había convertido en secuaz, empezó a hacernos gestos, como sólo sus compatriotas saben hacer, para que la siguiéramos hasta ese espacio (teóricamente) reservado para los comensales. Aunque no entendíamos el porqué de tanto fervor y entusiasmo, secundamos su petición y, una vez llegados al comedor, lo entendimos todo…

Allí estaba él, en todo su esplendor, estratégicamente posicionado en el centro de una ventana, escenográficamente enmarcado por unas cortinas de rosas rojas que parecían el telón de un teatro; no era un apuesto príncipe a lomos de un corcel blanco o un “pedrusco” de descomunal dimensión lo que hacía vibrar mi alma y mi corazón, sino, más bien, un encantador, sensacional y seductor… ¡castillo!, el castillo que tantas veces había visto en los anuncios de la tele, en las presentaciones de las pelis en los cines, en las páginas de revistas infantiles: ¡el “Castillo de la Bella Durmiente”, el “Château de la Belle au Bois Dormant”, el “Sleeping Beauty Castle”!

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Una «discreta ventana indiscreta»

Su aparición inesperada, desde aquella posición privilegiada, desde esa “discreta ventana indiscreta”, me pareció auténtica magia. No podía parar de mirar, remirar y admirar esa cautivadora construcción, tan cercana, y al mismo tiempo tan lejana, intentando cogerla entre mis manos, aprovechando la engañosa perspectiva, para esconderla en mi bolsillo y sacarla cuando más me apeteciera, como hacen los magos con los conejos de su chistera…

Pero, desafortunadamente, tuve que conformarme con grabar a fuego en mi memoria el “Castello della Bella Addormentata” y despedirme de él hasta la mañana del día siguiente…

¡Tenía que esperar casi dieciséis horas para poder alcanzarlo de verdad!

Y así fue como empezó la interminable cuenta atrás…

[Continuará… ]

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La cuenta atrás: tic-tac, tic-tac…

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El Capricho de Gaudí: Las relaciones peligrosas… [Tercera parte]

[… Sigue]

Los años habían volado y la familia se había alargado. Aliapiedi y su marido tenían ya dos hijos casi adolescentes y vivían desde hace quince años en el mismo barrio que ella casi había ninguneado en el pasado.

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El Capricho de Madrid…

Dejando atrás sus costumbres milanesas, ella había aprendido a valorar las ventajas de vivir en una zona alejada del centro de la capital, rodeada de parques, carriles-bici e instalaciones deportivas y culturales, entre las que destacaba, por su romántica belleza, un jardín de ensueño que parecía extraído de un cuento de antaño.

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…y sus increíbles edificaciones

Ese magnífico espacio verde, impulsado por la duquesa de Osuna a finales del siglo XVIII para su villa de recreo en las entonces afueras de Madrid, había sido el principal motivo de su traslado a ese distrito veintiuno capitalino; de hecho, ella llevaba ya quince años amando, más o menos secretamente, ese increíble Capricho madrileño: “él” era su refugio, “él” era su tesoro, “él” era su compañero de paseos placenteros entre increíbles edificaciones, a veces ocultas bajo las flores, que aparecían mágicamente entre sus múltiples senderos, entre las hojas de sus plantas, entre las aguas de sus estanques.

Instalada ya definidamente en la capital, Aliapiedi había conseguido ese tan anhelado equilibrio dentro y fuera de su hogar al que contribuían la familia, el trabajo, los nuevos amigos españoles, que se añadían a los italianos, y, sobre todo, ese caprichoso amante.

Sin embargo, todo ello, y mucho más, se iba a poner en riesgo…

Todo empezó el día en que se enteró que su compañero de fatigas estaba planeando un viaje familiar al norte de España para despedirse como era debido del verano y empezar con energías renovadas un nuevo curso escolar y también profesional. Aunque recibió la noticia con la espontánea y desbordante alegría propia de una viajera empedernida, un sentimiento de temor se fue haciendo hueco paulatinamente en su ánimo, no en vano arrastraba desde hacía unas semanas una fuerte contractura muscular, consecuencia de un lumbago muy intenso que había sufrido poco antes de partir junto a su marido hacia Ámsterdam para el tradicional viaje “sin niños”. A pesar de que a la vuelta de la breve, aunque ajetreada, estancia por tierras holandesas se había encontrado mejor y de que el dolor había remitido casi por completo tras el periplo gaditano, gracias a la natación, los paseos por la playa y las sesiones dobles de fisioterapia, el largo recorrido en coche de vuelta a la capital desde el Puerto de Santa María lo había vuelto a despertar.

Aliapiedi no estaba segura de poder recuperarse en menos de una semana por lo que no tenía claro si atreverse o renunciar. Dudaba por momentos, se alegraba y se entristecía alternativamente, cambiaba de ánimo continuamente: ¿Tenía que aceptar ese desafío viajero? ¿Tenía que atreverse con ese reto consigo misma? ¿Tenía que apostar con el destino caprichoso?

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El verde de las montañas y el azul del mar de Cantabria

Ganas de partir, de volver a hacer las maletas, de volver a sentir el perfume del océano no le faltaban, ni a ella ni, por supuesto, a los demás miembros de la familia, pero, extrañamente, por una vez, su lado racional, tradicionalmente más débil, parecía estar ganándole la partida a su lado sentimental… hasta que la pasión, como siempre, acabó por imponerse a la razón, llevándoles hacia una casona muy cuidada, recientemente restaurada, rodeada por el verde de las montañas y el azul del mar de Cantabria.

Desde las ventanas de sus respectivas habitaciones, los cuatro podían oír y oler la genuinidad y la fuerza de la naturaleza, del campo, del cielo y del mar.

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Los surfistas con sus tablas

Era toda una tentación, así que no tardaron mucho en disfrutar de aquello en su totalidad, lanzándose entre olas infinitas, cubriéndose con trozos de roca arcillosa que, suavizada por las aguas, se mimetizaba con las piedras, cazando, y devolviendo a su hogar, cangrejos que salían de sus piñas debajo del mar y descansando en las tumbonas mientras observaban a los surfistas que, con sus tablas, congeniaban armoniosamente con las olas tumultuosas.

El viaje, indudablemente, había merecido la pena y Aliapiedi, que estaba disfrutando de cada instante de esa estancia, agradecía sigilosamente a su marido, posiblemente preocupado más que ella misma por sus dolencias, por haberles regalado esa prórroga veraniega, por haberles llevado hasta allí, por haber traicionando sus principios de prudencia y racionalidad.

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El refugio de Aliapiedi y su familia

Refugiada con su familia en ese lugar de la costa entre las playas de Gerra y de la Rabia, gozando de esa relación tan estrecha con la madre naturaleza, se encontraba feliz, serena y animada, totalmente ajena al peligro que le acechaba, que no tenía nada que ver con la amenaza provocada por las fuertes e incansables corrientes oceánicas, vigiladas por atentos socorristas y anunciadas con banderas rojas o amarillas, sino con un apasionado recuerdo del pasado que, tras haber sido recluido en un lugar recóndito de su corazón, iniciaba a despertaren ese destino tan anhelado.

A unos pocos kilómetros de distancia del lugar donde se alojaban, se encontraba un pueblo de pescadores, crecido alrededor de una originaria plaza principal, ocupada por la iglesia de San Cristóbal y por un ayuntamiento barroco que, a finales del siglo XIX, se había convertido en el lugar de veraneo preferido por la aristocracia. Se trataba de una localidad que, a raíz del descubrimiento del zinc, se había expandido rápidamente y, además, se había ennoblecido merced a la proliferación de espléndidos edificios gracias a uno de sus hijos más ilustres: Antonio López López, un atrevido personaje que, tras emigrar a Cuba con sólo catorce años, había regresado a su tierra como uno de los empresarios más ricos del reino y con un título nobiliario, el de marqués, creado expresamente para él por el rey Alfonso XII.

Aliapiedi había, por fin, regresado a Comillas, la noble villa, cuna de hasta cinco arzobispos y capital de España por un solo día, el 6 de agosto de 1881, quince años después de “su” primer encuentro y ahora estaba dispuesta a volver a tener un cara a cara con “él”, a conocerle, no sólo por fuera sino también por dentro, a hacerlo suyo sin absurdos remordimientos, sin estúpidos arrepentimientos. Esta vez, con la experiencia de los años y de una familia consolidada, no iba a permitir que se le escapara otra vez. Deseaba con todas sus fuerzas volver a verle para saber si ese sentimiento del pasado tan apasionado iba a renacer, para saber lo antes posible si “él” tenía aún poder sobre su persona, para saber, al fin y al cabo, si iba a volver a caer rendida a sus pies.

Así que, para salir de toda duda, la primera tarde disponible, Aliapiedi, acompañada por su familia, decidió encaminarse hacia el lugar del reencuentro.

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El majestuoso palacio de Sobrellano

Sintió que su corazón palpitaba a toda velocidad, y no sólo por el esfuerzo que, por culpa de la contractura, le supuso la subida inicial que llevaba hasta la taquilla de la entrada, ni por el apreciable desnivel del sucesivo camino de gravilla que discurría paralelo al que llevaba al majestuoso palacio de Sobrellano, levantado por Joan Martorell para el indiano marqués de Comillas, sino, sobre todo, por la emoción de volver a enfrentarse a “él”.

Y, después de unos pocos pasos, los cuatro por fin divisaron la fachada orientada a levante de esa casa caprichosa que el concuñado del mencionado marqués, el abogado Máximo Díaz de Quijano, indiano al igual que él, había mandado construir.

Los niños quedaron impactados por los colores y los motivos vegetales que decoraban el exterior de esa villa cuya originalidad y fantasía arquitectónica les recordó enseguida otra construcción, la Casa Figueras, mejor conocida como Torre Bellesguard, que habían visitado todos juntos casi un año atrás.

El padre, satisfecho, les confirmó que, en efecto, el arquitecto había sido el mismo, el famoso Gaudí de la Sagrada Familia catalana, que también habían admirado en esa ocasión por fuera y por dentro. La madre, por su parte, ni se inmutó; parecía ensimismada, absorta en sus pensamientos, como si estuviera en otra dimensión. Ajena a sus dolencias, le observaba con atención, placer y satisfacción, rememorando la experiencia vivida en ese preciso lugar quince años atrás.

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«Él» y su exótica belleza, fruto de una original mezcla de mudéjar, gótico oriental y nazarí

“Él” no había cambiado, los años para “él” no habían transcurrido, su exótica belleza, fruto de una rara y original mezcla de mudéjar, gótico oriental y nazarí, no había sido arrugada, estropeada o envejecida a lo largo de su casi siglo y medio de edad; “él” seguía allí con sus mejores galas, abrigado por esa elegante cerámica vidriada de color verde, con hojas y girasoles en relieve, que cubría in crescendo, desde los pies hasta la cabeza, sus innovadoras y seductoras curvas, sus calculadas proporciones geométricas, su cuerpo, tan exuberante como interesante hecho de materiales mates y brillantes.

LOS 6 ENIGMAS DE GAUDI

«Los seis enigmas de Gaudí» y…

ORIGAMI EL CAPRICHO DE GAUDI

… el «natural» origami

Y mientras que los niños se fijaban en sus detalles, tratando de dar con la primera de las soluciones de “Los seis enigmas de Gaudí” –un entretenido juego de pruebas que les habían entregado en la entrada en una hoja de papel reciclado, en cuyo reverso se incluían indicaciones  para realizar un “natural” origami–, sus padres se desplazaban lentamente más allá de esa primera fachada en la que sobresalía la gran terraza de la habitación principal, iluminada desde el despertar, y no por casualidad, por las primeras luces de la mañana.

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Un pentagrama «vegetal»

Desfilaron entonces al lado de la parte de la casa orientada al norte cuya base se asentaba sobre un zócalo de piedra, que protegía con su sólido abrazo la planta semisótano, sin prestar demasiada atención a la tienda de regalos y la librería alojadas en ese sector de la vivienda donde un tiempo se encontraban la cochera y las cocinas, hasta que un poco más arriba se toparon con otra muestra de la incomparable genialidad del arquitecto catalán: unas franjas de cerámicas que, recorriendo el lienzo de ladrillo visto que cubría esa fachada de la planta noble, parecían dibujar las armoniosas líneas de un fantasioso pentagrama en el que cualquiera, empezando por el mismo dueño de la casa, destacado músico aficionado, además de apasionado a la jardinería, podía dibujar las notas imaginarias de dulces sinfonías –la verdadera función de esos elementos decorativos horizontales, así como la del acusado almohadillado de los sillares del zócalo, era la de contrarrestar la natural verticalidad del terreno, a través de ese calculado juego de ilusiones ópticas–.

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El original «banco-balcón»

Pero las caprichosas sorpresas no habían hecho más que empezar. A un par de metros de distancia les aguardaban unos curiosos bancos de hierro forjado, imaginativamente integrados en unos balcones, y, un poco más allá, rodeado por unos escalones, un grandioso pórtico de entrada  formado por cuatro robustas columnas de piedra, única nota gris en la explosión de colores del edificio, que soportaba sobre su fuerte espalda la magnífica torre mirador revestida de azulejos verdes y rematada por una terraza de estilo musical, gracias a su barandilla con forma de curiosas claves de sol, cuyo geométrico baldaquino, que según algunos expertos preanunciaba el estilo del cubismo, parecía el resultado del encaje de unas piezas de un Lego monumental.

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La «torre-mirador-minarete»

A los pies de esa exótica estructura, que también les recordaba los minaretes de las mezquitas musulmanas, Aliapiedi se sintió agotada, no sólo mentalmente, por la emoción de tener tan cerca de sí el objeto de sus deseos, de encontrarse a las puertas de ese lugar que hace quince años estaba reservado a los comensales de un lujoso y escenográfico restaurante, sino también físicamente, por el desnivel y los escalones recorridos, que le obligaron a detenerse y a apoyarse sobre un muro de piedras rústicas que delimitaba el parterre en forma de herradura que se abría delante de la torre, allí donde, en una explanada inclinada, en su día llegaban los ilustres invitados del dueño de la casa.

Mientras que el padre de familia y los niños se entretenían tomando fotos y explorando ese territorio exterior de casi dos mil quinientos metros cuadrados, la madre, cuyos dolores se habían convertido en unas simples molestias ante semejante belleza, guardaba silencio mientras se preparaba física y psicológicamente para llegar al corazón de ese Capricho de Gaudí. Pero cuando descubrió que tenía que esperar otros veinte minutos hasta el comienzo de la siguiente visita guiada, se levantó improvisamente, revelándose incapaz de prolongar esa espera. Y así, mientras que los demás miembros de la familia debatían sobre la conveniencia o no de acoplarse al turno anterior, que había comenzado la visita hacía diez minutos y todavía se encontraba enfrascado en las explicaciones introductorias que se realizaban en el exterior del edificio, ella se dirigió a la carrera hacia el portal monumental, cruzó su puerta principal y, una vez en el vestíbulo hexagonal, tras toparse con el primero de los artesonados de diseños diferentes y con unas llamativas vidrieras con motivos geométricos, flores y plantas, se detuvo un instante, un instante infinito de sensaciones encontradas –miedo, pasión, emoción…–, antes de, en un último alarde de atrevimiento, con un único paso adicional, dejar atrás todos sus temores.

¡Ya estaba dentro!

Por fin, se encontraba en el interior de su amante caprichoso.

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El dormitorio principal

Notó un leve dolor en su espalda arqueada, mientras acariciaba con sus manos la pared de cristal del antiguo y elíptico invernadero, eje de la edificación alrededor de la cual se generaba un corredor a forma de “u” que comunicaba todas las estancias de esa planta. Sus tres acompañantes la siguieron inmediatamente, sin detenerse en esa renovada sala audiovisual, que originariamente había sido proyectada para proteger, al amparo de su cubierta con forma de paraguas, las valiosas plantas tropicales allí alojadas y también para ejercer como regulador térmico que absorbía el calor del día para distribuirlo por la noche al resto de la vivienda, y, todos juntos, alcanzaron el dormitorio principal de esa planta noble, donde ya estaba reunido el grupo de la visita guiada.

Se trataba de la habitación más luminosa de la casa, gracias a sus altos techos con un soberbio artesonado de inspiración mudéjar y a los grandes ventanales de tres módulos que daban acceso a la terraza que habían visto anteriormente desde fuera, y mientras la guía instruía a los visitantes acerca de una coqueta chimenea embellecida con motivos naturalistas sobre cerámica vidriada, Aliapiedi, tensa por la emoción de estar tan cerca de “él”, en tan estrecho contacto con esa estructura que tanto había deseado explorar, tuvo nuevamente que detenerse. En esa tesitura, dejó que los demás se adelantaran con la anfitriona hasta la limítrofe sala de baño y se sentó en un banco central, para poder así quedarse a solas con “él”, tratando, eso sí, de controlar las reacciones involuntarias de su cuerpo, las contracciones incontroladas de sus músculos y las pulsaciones desatadas de sus nervios. Desde allí, podía escuchar las apasionadas y detalladas explicaciones de la guía, que, a diferencia de ella, no se avergonzaba de revelar a todo el mundo su pasión hacia esa fabulosa criatura de la arquitectura, y, acompañada por su voz, se concentró en sí misma, intentando retomar la compostura.

Respiró hondo, cerró los ojos y se esforzó en abrir su mente.

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Las «animalescas» vidrieras del baño

Y, de repente, se notó más relajada, como si la serenidad de las líneas y de las formas que la rodeaban se hubiera apoderado de ella, de su carne, de sus nervios, de sus músculos y de sus huesos. Se levantó de su asiento y, como si estuviera flotando en el aire, sin notar sobre su espalda toda la fuerza de la gravedad que en los días anteriores le había demostrado toda su intensidad, se dirigió hacia el gabinete que precedía la zona del baño, que en la actualidad no está separado por un tabique.

Tan relajada se sentía que entre las piezas hexagonales, cuadradas o triangulares que hacían de fondo a las vidrieras de ese ambiente comenzó a advertir la presencia de diferentes seres vivos: un pajarito apoyado sobre las teclas de un órgano tocando una dulce melodía, una mariposa trepando silenciosa sobre una frágil hoja, unos peces de tonos azulados nadando en el cielo de un mar infinito.

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El ventanal musical del salón con vista al banco-balcón

En una mágica armonía con su cuerpo, en paz con sus sensaciones y tras haber olvidado sus dolores, Aliapiedi estaba disfrutando plenamente del momento. El Capricho lo sabía, el Capricho lo advertía y, aprovechando ese estado de placer incondicionado, la empujó suavemente hacia el centro de su estructura para que gozara aún más de su irresistible hermosura. Y ella, dejándose llevar, sin oponer resistencia, pudo así tocar el primero de los dos balcones, robustos y a la vez delicados, que antes había observado desde abajo. Esos fascinantes bancos colgantes que protegían las esquinas romas del salón principal, compartiendo el acceso, por un lado, con el estudio, y, por el otro, con la sala de visitas, la estaban maliciosamente invitando a sentarse o, directamente, a tumbarse sobre ellos, para que se rindiera por completo a los encantos de su dueño.

Pero ella hizo de tripas corazón y, resistiéndose a la tentación, supo contenerse, así que se limitó a acariciar sus sinuosas siluetas de hierro forjado que sobresalían de la barandilla y parecían querer lanzarse a los brazos de las hortensias que florecían a sus pies, unos pocos metros más abajo.

Pero la criatura caprichosa, fruto de la genialidad del joven arquitecto reusense de sólo treinta y un años de edad que en ella había plasmado, como en la parecida Casa Vicens barcelonesa, sus novedosas e iniciales ideas plásticas, encuadradas en un peculiar estilo historicista, todavía no había acabado con sus sorpresas estremecedoras.

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El luminoso salón principal con ventanas interiores

En ese momento, una música celestial proveniente del gran ventanal del salón cuyos cinco módulos se reflejaban en los cuatro arcos soledizos de la pared de enfrente hizo acto de presencia como en el sueño de una realidad. La indescriptible combinación de instrumentos diferentes, como el arpa, el triángulo o el órgano, parecía multiplicar hasta el infinito la magia de ese lugar; la suave melodía se distribuía in sordina, silenciada, por todos los rincones de la casa: por el estudio, que podía servir también como espacio de recepción para las grandes ocasiones, y por la sala de visitas, cuya función era la de acoger las personas de escasa confianza. La onírica melodía se insinuaba entre todos los asistentes, trasladándoles a un escenario diferente, a una noche de verano de hace un siglo y medio amenizada por un concierto de cuerda y piano ante damas y caballeros. La sinuosa melodía, finalmente, se adueñaba del cuerpo y del alma de una madre que, impotente, vivía su aventura paralela, su historia mitad realidad, mitad ficción, en una caprichosa estructura que le sorprendía en cada instante, que le abrumaba con cada detalle, que le enamoraba para siempre…

Fue la anfitriona, experimentada y apasionada, conocedora de cada detalle de esa vivienda como si fuera su propia casa, la que se encargó de revelar el truco de esa magia: ese dulce sonido, real y verdadero, era el resultado de un ingenioso sistema de correderas, oculto en las ventanas y formado por unos contrapesos con tubos metálicos que al entrechocar entre ellos generaban unas notas, cálidas y lejanas, parecidas a los retoques de un campanario. Se trataba de una de las múltiples muestras del infinito arte gaudiniano que se revelaba discretamente en cada espacio del Capricho, como lo eran las ventanas guillotina de doble hoja, en las puertas de madera recogidas dentro de las paredes o en las manijas de bronce ergonómicas.

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El coqueto fumoir semicircular

Atravesaron entonces la mencionada sala de visitas, dominada por sublimes trabajos de ebanistería, como los que destacaban en la cálida chimenea, en el zócalo, hecho con madera de diferentes tonos y texturas, o en el techo, con tallados con formas geométricas, y llegaron al comedor, con el coqueto y anexo fumoir semicircular, de clara influencia árabe, que abrumó a todos los asistentes.

Esta visión provocó el éxtasis en Aliapiedi, que se vio arrastrada por los placeres de un universo paralelo, víctima de ese océano de emociones que le provocaban las sublimes decoraciones que la rodeaban, como los pájaros, las hojas o los insectos voladores de los azulejos de las paredes, o las flores de cerámica de la chimenea que, engordadas por los gérmenes de la vida que nacían entre sus estigmas y filamentos, se unían a aquellas, más delgadas, talladas en yeso, del fondo de los casetones del artesonado.

Miraba sin mirar, escuchaba sin escuchar… Se había trasladado a otro lugar… hasta que un apasionado y vigoroso aplauso dirigido a la quien había ejercido como maestro de ceremonias la devolvió a la realidad, situándola cara a cara con un joven y apuesto abogado que, por un capricho del destino, sólo pudo disfrutar durante unas semanas de su caprichoso sueño: Máximo Díaz de Quijano.

Tras contemplar por un breve espacio de tiempo el retrato de ese hombre afortunado, y a la vez desafortunado, flanqueado por el árbol genealógico de su familia, agradeciéndole discretamente que hubiera confiado la obra de su villa a un joven pero prometedor arquitecto catalán, Aliapiedi movió su cuerpo fatigado, pero ya no tan dolorido gracias al catártico recorrido, hacia esa guía tan especial que había conseguido convertir esa vivienda en un hogar colectivo, habitado y disfrutado por desconocidos agradecidos. Se presentó en nombre de la común pasión caprichosa que les unía, le estrechó la mano y le dirigió unas palabras de sincera cortesía, a lo que la contrincante –como pretendiente del caprichoso lugar– respondió sugiriéndole que se acercara a la tienda de regalos ya que “alguien” les había dejado “algo”.

Otro capricho del destino…

Aunque los cuatro tenían unas irrefrenables ganas de descubrir de qué se trataba, no podían apartarse del plan inicial. Primero tenían que “recuperar” los diez minutos iniciales que se habían perdido, así que acudieron a la entrada y escucharon la introducción del tour de la mano de otro anfitrión, tan apasionado como el anterior.

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Sillas seductoras

Después, se dirigieron de prisa y corriendo hasta una de las dos estrechas escaleras de caracol, la que estaba discretamente ubicada tras una puerta del vestíbulo de entrada, para alcanzar el piso superior, zona originariamente destinada al servicio doméstico de la casa.

Con los nervios a flor de piel por la sorpresa que les aguardaba, admiraron fugazmente sinuosas y seductoras sillas, espejos y otros objetos curiosos de mobiliario diseñados por el arquitecto catalán, que formaban parte de una exposición permanente oportunamente titulada “Gaudí, el arte en todo”, hasta llegar al corredor exterior, donde se toparon con la cubierta del antiguo invernadero, reconstruido en los años ochenta del siglo pasado después de haber sido demolido por los herederos de Máximo Díaz de Quijano para levantar una nueva ala de habitaciones, cuyo tono gris se imponía al rojo de las tejas y que les recordó a la columna vertebral de un dragón adormilado, como el de la Torre Bellesguard.

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La cubierta del antiguo invernadero o…

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… ¡¿un dragón adormilado?!

Sin ánimo de detenerse allí más tiempo del estrictamente necesario, apresurados por el deseo de llegar cuanto antes a la tienda de regalos, tras la instantánea de rigor, volvieron sobre sus pasos, cruzaron nuevamente las estancias del desván, sin percatarse de la existencia de dos puertas que, asomando entre los caballetes que sostenían la cubierta, daban acceso a la terraza situada en la base de la torre-mirador, hermosamente protegida por una barandilla de forja de hojas de parra.

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El elaborado capitel

Bajaron nuevamente al vestíbulo de la entrada, volvieron a atravesar el pórtico monumental y sus columnas, orientadas a los puntos cardinales y decoradas con unos románticos capiteles en los que los ramos de palmitos se alternaban con los pájaros esculpidos en la piedra, y se lanzaron a explorar el jardín de ese Capricho de Gaudí, que, pensó ella, nada tenía que ver con su homólogo madrileño.

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El muro de contención con su banco corrido

Vieron una gruta, levantada a base de bloques de piedra tosca, traídos expresamente desde Cataluña, con un estrecho arco de entrada, una bóveda de rocas angulosas y un banco corrido para un romántico y fresco descanso en los meses veraniegos, que les recordó la Casa del Labrador del Capricho capitalino; más allá, admiraron una escalera-puente, sostenida sobre un solo arco, hecha de azulejos cerámicos blancos y de ladrillo visto, que les trajo a la mente el esbelto y elegante puente en hierro forjado, que salvaba el lago del jardín madrileño, y, a continuación, casi enfrente del patio trasero de la construcción, un muro de contención, levantado con los mismos materiales, dotado él también de un banco corrido que se reflejaba en los cristales del invernadero.

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Un famoso arquitecto en estática contemplación

Pero, por culpa de las prisas, ninguno de los cuatro reparó, a unos pocos metros de distancia, en la presencia de un hombre sentado que en silencio y sin pestañear, casi petrificado, admiraba complacido, como si fuera uno de sus hijos, ese edificio tan bonito… Enfrascados como estaban en alcanzar su nueva meta, sólo después se dieron cuenta de que habían pasado de largo ante la figura de un famoso arquitecto, autor de casi noventa proyectos y diseñador de muebles y azulejos.

Así que, velozmente, casi jadeando, subieron hasta la parte más alta del jardín, en una zona marcada en el folleto que les habían dado en la entrada como de especial interés fotográfico. Desde esa posición privilegiada, la familia se dio, por fin, una tregua y contempló de arriba a abajo, y de abajo a arriba, ese espléndido edificio que, sobresaliendo del azul de un cielo infinito, les obsequiaba, presumido pero generoso, con su mejor perfil: el de una colorida torre resplandeciente que se besaba delicadamente con los rayos de un sol ya menguante.

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El mágico beso entre la torre resplandeciente y el sol ya menguante

La magia de ese instante se grabó para siempre en sus mentes y, de una vez por todas, su marido y sus hijos comprendieron el motivo de ese extraño y caprichoso amor “aliapiedesco”, inútilmente reprimido durante años.

A estas alturas, ninguno de los cuatro tenía ganas de despedirse de “él”, aunque fuera con un prometedor arrivederci, se resistían a alejarse de ese Capricho de Gaudí que, a partir de este momento, iba a compartir protagonismo en su corazón con el Capricho de Madrid: la seductora y reveladora estampa de la oficialmente llamada Villa Quijano les acompañaría en adelante para siempre.

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La tienda de regalos y librería

La hora del cierre, sin embargo, apremiaba, y, a pesar de la incipiente nostalgia de una futura distancia, se dirigieron hacia la última pero alentadora etapa no programada: la tienda de regalos y librería.

Aliapiedi, siguiendo las indicaciones del guía, se acercó discretamente a la responsable de la caja y, sin mucha convicción, temiendo que ésta le reprochara su desfachatez, le preguntó si “alguien” había dejado “algo” para ella y su familia…

Una mirada apasionada y una sonrisa afectuosa, acompañada por una bolsa muy “caprichosa” fue lo que recibió como respuesta. Abrumada, acertó a darle las gracias a la empleada y cuando se dio media vuelta empezó a rebuscar en el interior de esa especie de caja de sorpresas, bajo las miradas fisgonas de su marido y de los más pequeños de la casa.

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Un pequeño pero gran cuento ilustrado

En su interior encontró una “Pequeña Historia del Capricho de Gaudí”, un pequeño pero gran cuento ilustrado, basado en hechos y personajes fantasiosos y reales, ambientado entre familias del pasado o de un presente literario no tan imaginario, una atractiva y rica guía visual, con contenido digital, llena de fotografías en las que “él” posaba, cual modelo experimentado, ostentando cada uno de los rincones de su “cuerpo” y les relataba detalladamente de su larga vida desde el momento en que fue concebido hasta su actual y magnífico estado de bienestar, dando cuenta de los inevitables cambios y lifting estructurales sufridos.

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Un «Verano de Capricho»

Feliz por ese tesoro inesperado, Aliapiedi se alejó con paso firme, erguida sobre su espalda y con la cabeza bien alta de ese mágico lugar de la mano de su marido y de sus hijos, dejando atrás, ya sin remordimientos ni arrepentimientos, el Capricho de sus sueños, de unos sueños por fin realizados, y un “Verano de Capricho” que, anunciado en un sugerente cartel que aludía a las múltiples actividades organizadas en ese magnífico recinto, ponía también el colofón final a la increíble aventura vivida.

Pero aún le esperaba a ella una última sorpresa caprichosa, la mejor de todas…

Esa misma noche, en efecto, bajo las estrellas y acompañada por la natural banda sonora del mar, tratando de saborear esa autobiografía tan peculiar, Aliapiedi abrió la primera página de esa especie de álbum de recuerdos y se encontró con una nota anónima escrita a mano en la cual antes no había reparado, o puede que ni siquiera hubiera existido. Abrumada y sorprendida, leyó esas últimas, y a la vez primeras, palabras, sugeridas por “alguien” que, a su manera, la quería, inspiradas por “alguien” que, a su manera, de ella, y de los suyos, se despedía:

El Capricho tiene su historia.

No hace mucho, se decía que era la casa de muñecas de la hija del marqués de Comillas. Para muchos aún sigue siendo la historia de esta casa pero… ¿Para ti?

Después de conocer su verdadera historia… ¿Qué historia, de las mil que tuvo este edificio, se te ocurre que pudo haber en El Capricho?

Deja volar tu imaginación.

Te sorprenderás…

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Una misteriosa nota final…

Y así fue como Aliapiedi, emocionada, desplegó las “alas a(i) piedi” de su fantasía y, libre y feliz, empezó a escribir una larga e intensa historia caprichosa, una historia de dolencias olvidadas, de pasiones renovadas, y, sobre todo, de sensaciones por fin compartidas…

Una nota final: Como en cada relato “aliapiedesco” la fantasía se mezcla con la realidad. Lo que sí fue real fue la amabilidad y generosidad de Verónica y Beatriz, responsables, respectivamente, de las visitas guiadas y de la comunicación en las redes sociales del Capricho de Gaudí. Lo que sí fue real, desafortunadamente, fue mi intensa contractura muscular y, a raíz de ello, toda la ayuda que, por e-mail, me proporcionaron las personas arriba mencionadas, antes, durante y después de las visitas guiadas, fieles al lema gaudiniano que “Para hacer las cosas bien, hace falta primero el amor, y segundo la técnica”. Y lo que también fue real, caprichosa e increíblemente real, fue el espontáneo y sincero agradecimiento hacia la apasionada y desconocida anfitriona de la visita guiada, sin el cual nunca me hubiera enterado de que en la librería “alguien” nos había dejado “algo”. A día de hoy, sigo fantaseando con que ese “alguien” fue mi amante caprichoso o, para ser más realistas, uno de sus representantes. Por todo ello, aunque no tenía pensado escribir en este blog madrileño una historia sobre el Capricho comillano, que rivaliza en mis afectos con el nuestro, tan amado, capitalino de la Alameda de Osuna, decidí dedicar al magnífico equipo caprichoso esta historia de un gran amor, por fin declarado, en la que, frente al dolor (físico) cobra protagonismo la fuerza arrolladora de la pasión, una pasión sólo comparable a la que destilan los empleados de esta institución en el cotidiano desarrollo de su trabajo.

¡Enhorabuena a todos vosotros y gracias de corazón!

 

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Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre: ¡A bailar!

Ella adoraba Jerez, Jerez de la Frontera, Jerez (ya) sin frontera.

Esa ciudad reunía para ella toda la esencia de la bella Andalucía: Jerez, cuna del flamenco, de cantaores y bailaores afamados, y de muchos otros desconocidos que se exhiben espontáneamente entre la gente, en patios particulares o típicos tabancos y bares; Jerez, capital del motor, de un circuito venerado por millares de centauros apasionados que jalean pilotos desatados; Jerez, patria de la homónima bebida, el Xérès o Sherry, exportada a todo el mundo, con sus dos centenares de bodegas de las cuales sobreviven en activo tan sólo un par de decenas; Jerez, escenario privilegiado de una Semana Santa vivida entre penitentes y costaleros entregados, mujeres con mantilla y hombres trajeados; y, sobre todo, Jerez, tierra de caballos, protagonistas de ferias tradicionales, plazas de siempre y glorietas más recientes, en honor a una estirpe criada hace más de seiscientos años en la dehesa de un magnífico monasterio cartujano.

Todo eso, y mucho más, significaba para ella Jerez, ese Jerez de la Frontera, ese Jerez con su solera.

Cada vez que lo recorría se dejaba embrujar por sus callejuelas empedradas, a veces sin salida, a veces sin entrada, por sus largas avenidas, envueltas por el olor de azahar en primavera, por sus pintorescas plazoletas decoradas con palacios de señorío y etiqueta, y por sus camperas carreteras flanqueadas por huertas bien cuidadas y ventas de “albero” y comida privilegiada…

Así que ella, Aliapiedi, en su nueva estancia jerezana, decidió que había llegado el momento de hacer partícipes a sus hijos de una peculiar faceta de esa urbe tan coqueta.

El día elegido para un secreto mal celado, para un misterio acompañado por las ganas de ser revelado, para una sorpresa destinada a unos niños espabilados, era un jueves, “el” jueves, el Jueves Santo de este año.

Esa mañana, siguiendo las indicaciones de una “real” y “espectacular” invitación, los cuatro llegaron finalmente al lugar establecido.

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La cancela blasonada del palacio del Recreo de las Cadenas

Pero lo que se perfiló ante sus ojos no fue una cancela blasonada de hierro forjado con dos pequeños pabellones a sus lados y unas cadenas por delante que bautizan y custodian un encantador palacio, el del Recreo de las Cadenas;

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El pintoresco Centro de Recepción de Visitantes

tampoco fue una reja, más reciente y más sencilla, ubicada en la misma avenida, la del Duque de Abrantes, último propietario de ese edificio de estilo francés, por la que se accede a un pintoresco Centro de Recepción de Visitantes, con taquillas, tienda de souvenir y cafetería, ubicado en la antigua zona de las cocheras y caballerizas de la mencionada estructura palaciega; lo que, en realidad, se encontraron fue un aparcamiento, reservado para el personal y, excepcionalmente y para la ocasión, para todo aquél que pronunciara correctamente la debida contraseña: ¡Aliapiedienfamilia!

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Acceso al aparcamiento reservado

Como por arte de magia, la barra se levantó y la responsable del control de acceso, apostada en su pintoresca garita de tejas rojas, les invitó a esperar a la encargada de recibirles, mientras que los niños, más desorientados que nunca, intentaban descifrar con todas sus fuerzas el motivo de su presencia en ese espacio soleado entre coches alineados, naranjos en flor y un limonero de frutos muy pesados: ¿Qué visita les había organizado esta vez su madre? ¿Cuál era ese plan familiar tan imprescindible que les había obligado a renunciar ir a patinar con las amigas o a jugar al fútbol con los amigos? Y, sobre todo, fuera lo que fuera, ¿iban ellos a disfrutar tanto de ese desconocido evento como ella les había asegurado?

Y mientras las cruciales, casi inquietantes, preguntas sin respuesta rondaban sus infantiles mentes, el chico, levantando la mirada por encima de la cabeza de su hermana, entrevió “algo”, o “alguien”, que con sus “obscuros” movimientos destacaba entre los tonos blancos y amarillos de los estáticos edificios de estilo andaluz ubicados en el interior de aquel recinto.

Era, nada más y nada menos, que ¡la cabeza de un caballo!

Gritos de júbilo, más subidos de tono los de él, amante del campo, de las granjas, o directamente de la selva salvaje, cual Mogwli del Tercer Milenio, y más cometidos los de ella, miedosa y respetuosa con el reino animal en su conjunto, se alzaron bajo un cerúleo cielo jerezano…

Ya sabían que era lo que les esperaba: ¡una clase de equitación!

Sus progenitores no tuvieron el tiempo, ni el coraje, para replicar a tan inocentes suposiciones; otra persona, una mujer de sonrisa contagiosa y palabras afectuosas, fue la encargada de revelar de forma oficial el motivo de esa visita tan inusual. Ella les explicó que, en efecto, estaban en una escuela ecuestre o, mejor dicho, en una “real” (exclusiva y prestigiosa) escuela ecuestre –puede que la más conocida en el mundo junto con la Escuela Española de Equitación de Viena, aunque más joven que la austríaca, fundada hace más de cuatro siglos–, pero que, por ahora, ellos tenían que “limitarse” a ver como otros cabalgaban en el cercano “picadero”.

Los niños estaban cada vez más confusos: ¿Qué era un “picadero”? ¿Iban a “picar” algo antes de la comida familiar de ese día? ¿Acaso todo ese conjunto era un inmenso “bar de tapas” jerezano?

Aliapiedi se divertía fantaseando sobre las dudas, reales o imaginarias, de sus hijos, contemplando sus preocupados rostros y oyéndoles murmurar, mientras que la amable anfitriona, a la que por fin había conocido personalmente después de una relación epistolar virtual, les condujo hasta su destino por los atajos que solo ella conocía. A través de una de las seis puertas laterales entraron finalmente en el famoso “picadero”, y, siguiendo las indicaciones de la ilustre acompañante, se acomodaron en el lugar más privilegiado de todo el recinto: el antepalco. Por encima de ellos, en todos los sentidos, sólo estaba Su Majestad, el Rey Felipe VI, que, firme y autoritario, como corresponde a su cargo, les miraba desde lo alto de un cuadro que dominaba el Palco de Honor, que se encontraba a sus espaldas.

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Vista del «picadero» cubierto desde el antepalco

Los pequeños, allí sentados, en ese lugar tan privilegiado, se sintieron también ellos como unos reyes, sin títulos y sin coronas, pero con los poderes supremos de sus dúplices sonrisas, a pesar de no haber entendido del todo lo que iba a pasar en aquel espacio tan extenso que, según los cálculos del mayor, futbolista por devoción, podía equivaler a la superficie de un campo de fútbol. Fuera lo que fuera, tuvieron que reconocer que esta vez su madre se había superado, organizando un plan en familia con todas las comodidades y sin verse obligados (por ahora) a enfrentarse “a piedi” con rutas turísticas por ella diseñadas que (casi siempre) se convertían ¡en auténticas marchas forzadas!

Después de entregar al padre de familia el identificador de “prensa” para poder realizar las fotos del evento, la anfitriona se despidió de ellos, no sin antes prometerles que en el intervalo vendrían a recogerles para visitar otras partes del recinto. Y proferidas esas palabras, como si ella fuera no solo la oficial responsable de protocolo, sino también el augusto maestro de ceremonias, los focos que colgaban del techo de ese edificio cuyas tribunas se habían ido llenando hasta casi el límite de su capacidad –alrededor de mil seiscientas personas–, empezaron a parpadear al compás de una música triunfal.

El silencio se apoderó del ambiente mientras que Aliapiedi, dejándose llevar por esas evocadoras notas y dando rienda suelta a su imaginación, empezó a fantasear con escenas de heroicas aventuras, como las de un Zorro con su “Tornado” de leyenda.

Desde los altavoces, y en diferentes idiomas para que no hubiera lugar a la duda –en español, inglés, francés y alemán– se avisó de las rígidas, pero oportunas, normas que reinaban dentro de ese espacio –no fumar, no fotografiar y menos aún grabar– y de los servicios que se ofrecían a los visitantes y, justo después, una voz en off, profunda y autoritaria, anunció el comienzo del espectáculo, presentando la primera coreografía de un singular ballet ecuestre, símbolo mundial de la cultura y costumbres de Andalucía: “Cómo bailan los caballos andaluces”.

Una exclamación de sorpresa e incredulidad se escapó de la boca de los niños, ahora sí perfectamente conscientes de la situación, mientras que el padre de familia, guiñándoles el ojo, se preparó a “disparar” con su cámara digital.

Y así, con los cálidos acordes de una guitarra española de fondo, hizo acto de presencia un soberbio caballo blanco; en sus lomos no iba un príncipe azul de pelo rubio y ataviado con manta roja, sino un noble y fiero jinete, vestido a la vieja usanza del siglo XVIII, que levantando el sobrero con orgullo y elegancia, firme entre las  banderas de Andalucía y España, se presentó al público junto a su caballo, o puede que en realidad fuera el animal el que con la cabeza agachada, en gesto de respeto, presentara al hombre, vista la sincrónica armonía o la armónica sincronía que reinaba entre ambos.

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El saludo en perfecta sincronía del caballo y su jinete

Empezó entonces la exhibición de doma vaquera. El caballo blanco, con la cola y los crines recogidos de una forma tan elaborada que hacía palidecer las sencillas trenzas de la pequeña de Aliapiedienfamilia, dirigido por ese caballero tan recto e impasible que parecía no ser humano, sino una estatua de esta especie a tamaño natural, fue acariciando el borde del recinto, rozándolo con sus patas a unos pocos milímetros de distancia, alejándose de él y volviéndose a acercar, deslizándose en diagonal, acelerando y ralentizando, yendo hacia delante y hacia atrás, con una soltura y al mismo tiempo una seguridad que convertían unos ejercicios al límite de lo imposible en unos sencillos juegos de niños, … ¡y todo eso al ritmo de la banda sonora!

Al contemplar esa atípica Medusa, de andares deslumbrantes pero sin serpientes sibilantes. Aliapiedi y su familia se quedaron petrificados, sin palabras y sin aliento, en una pose casi tan estática como la del hábil caballero.

Y era solo el principio.

Después de una nueva presentación, aparecieron dos nuevos caballos con sus jinetes.

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Una dúplice y simétrica presentación

Su pelo, blanco y reluciente, esta vez suelto al viento de sus hermosos movimientos, ondeaba con encanto al ritmo del flamenco. Los dos ejemplares, dos Pegasos sin iguales, se movían a la vez, en perfecta sincronía, entre ellos y con la cambiante melodía, flanqueándose con absoluta simetría, persiguiéndose en circulares corros infinitos y finalmente enfrentándose pacíficamente en una imaginaria competición de doma clásica donde no había perdedores, sino sólo una pareja de ganadores, vitoreados por el público con todos los honores.

Y lo mejor (para Aliapiedi) estaba por venir.

Fue el preludio de una arrolladora sinfonía, un preludio inolvidable, un preludio incomparable, el que revolucionó el cuerpo y la mente de una madre asaltada de repente por una nostalgia del pasado mitigada por la alegría y la emoción del presente. Esas primeras notas, aisladas, netas y sencillas, de un tímido “pizzicato” que parecía temer ser escuchado, fueron poco a poco imponiéndose en el ambiente, a la par de seis caballos embrujados, silenciosos y poderosos, que entraron en el recinto sin estar montados, simplemente escoltados por sus fieles caballeros.

Los niños estaban inquietos y a la vez emocionados –quizás había llegado el momento de que alguien de entre los asistentes fuera el elegido para un triunfal paseo ecuestre–,  mientras que sus padres, unidos por los mismos recuerdos de antaño, se sonrieron cómplices y complacidos.

La melodía aumentó, ganó en fuerza e intensidad, creció en cadencia y potencia, con más instrumentos en cada batuta, y en una mágica espiral de sonidos celestiales, los animales ocuparon sus posiciones…

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Una levada perfectamente calculada

Fue primero un caballo blanco el que, levantando y doblando las manos, mantuvo largo rato un equilibrio perfectamente calculado; fue luego un compañero negro, cual Furia de acero, el que se libró en vuelo con un espectacular salto en el cielo del picadero; tocó después a otro, de opuesto color de pelo que, como en un sueño de princesas y caballeros, con la sola fuerza de sus fibrosas extremidades posteriores elevó y desplazó su cuerpo, imponente y majestuoso, en el centro de un escenario cada vez más grandioso…

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Una posada imponente y majestuosa

Y la música (los) siguió… una música que acompañaba las proezas equinas, una música que marcaba su avanzar desde las esquinas, una música que subrayaba gestos de rapidez casi felina…

Y los caballos (la) siguieron… unos caballos que acompañaban sonidos delicados, unos caballos que marcaban un crescendo embrujado, unos caballos que subrayaban acordes hechizados…

Los niños, sus padres y el público en general, quedaron envueltos por esa increíble armonía que exaltaba la complicidad entre el hombre y el animal, que ennoblecía la recíproca admiración entre caballo y caballero, que iluminaba la obediente elegancia y la respetuosa nobleza de ambos protagonistas, y se rindieron gratamente al teórico espectáculo ecuestre que, sin embargo, detrás de su fachada deslumbrante, demostraba ser y simbolizar algo mucho más importante.

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Escenográfica corveta entre banderas

Y la increíble sinfonía prosiguió…

Aliapiedi se trasladó entonces a escenarios lejanos, a sueños vividos y a hechos soñados, a recuerdos del pasado, de tres lustros atrás, cuando por primera vez estuvo en Jerez con un novio al que después había desposado, cuando por primera vez vio en ese picadero lo que antes sólo había imaginado escuchando un disco por él regalado, cuando por primera vez asistió a ese espectáculo gracias a la invitación de un futuro suegro que nadie ha olvidado…

Y una lágrima, furtiva y solitaria, le surgió del corazón, de un corazón desbordante de emoción, de un corazón que se nutría de ilusión…

Y la música con su baile, con ese baile sin igual, ese baile tan especial, ese baile nada convencional, siguió adelante….

Los niños ya no sabían hacia dónde dirigir sus miradas ante ese despliegue de acrobacias que se multiplicaban a lo largo y a lo ancho del recinto; su padre no sabía cómo capturar con su cámara ese tripudio de arte y elegancia, y su madre, entre aturdida e inspirada, se sentía impotente ante la eventualidad de tener que describir en un relato el esplendor de las coreografías, el creciente estupor de los asistentes y la aparente invisibilidad de una labor llevada a cabo por un entrenador con paciencia y pasión, entre halagos animados o estímulos pausados, dictados por el amor y obedecidos por la devoción.

Aliapiedi contemplaba ensimismada la ininterrumpida sucesión de unos ejercicios que parecían ficticios por la increíble ligereza con la que los ejemplares cumplían sus destrezas: ¿Cómo era posible realizar esas figuras? ¿Cómo era posible ejecutarlas con tanta hermosura? ¿Cómo eran posibles esos saltos, cabriolas, posadas y corvetas de alta escuela?… Entonces, no pudo evitar sufrir dulcemente ante un posible error impertinente, temblar gratamente por temor a un paso inconveniente y estremecerse suavemente ante la posibilidad de una fatal distracción inocente…

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El tripudio de la danza y elegancia

Pero todo, todos los pasos, todos los cambios de aires, y todas las poses, por difíciles y complicadas que fueran, llegaron a su fin soberbiamente. Llovieron entonces los aplausos, se desataron las exclamaciones y, por fin, afloraron las contenidas emociones, liberando las tensiones…

Y con un caballo entre pilares con banderas, marcando el tiempo como un metrónomo bajo las luces de unos reflectores que exaltaban la impecable hazaña, entre rulos de tambores,  concluyó la dinámica escenografía, dejando tras de sí una catártica explosión de alegría.

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Piaffe entre pilares de un metrónomo animado y «animalizado»

Pero el show no había terminado.

Desde el fondo del picadero, como si esperara la triunfal entrada (que no salida) de un glorioso torero, se abrió la puerta grande, la central, por la que accedieron dos pintorescos carruajes, uno encabezado por cuatro caballos tordos oscuros, sobrios y elegantes en su natural desnudez, y el otro liderado por cuatro compañeros castaños, con guarniciones de sonidos y colores.

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El carruaje más sobrio…

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… y el carruaje más colorido

Como si de un carrusel se tratara, los dos emblemáticos medios de transporte, guiados por las riendas de sus cocheros, se persiguieron, se flanquearon y se alejaron el uno del otro con milimétrica precisión, dibujando con sus ruedas geométricas figuras en el suelo de cal y arena. Todos los asistentes acompañaron con las palmas esos pasos acompasados capaces de evocar escenas del pasado, de hace casi un par de siglos, con señoras de guantes y polisones y señores de pajaritas y chisteras, como esos personajes que Aliapiedi y su hija habían conocido en una “ultradimensional” visita en el Museo del Traje madrileño.

Pero la mujer y la mujercita no tuvieron el tiempo de dejarse llevar por la fantasía porque nada más finalizar el número de enganches se les presentó el coordinador de guías de la Real Fundación para conducirles a un espacio reservado donde sólo podían acceder unos pocos afortunados.

Se trataba del “backstage” del espectáculo, una zona porticada donde caballos y caballeros descansaban, se concentraban y finalmente se preparaban para salir otra vez al escenario.

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El granjero soñador en el «backstage»

Allí los niños, primero el mayor, el granjero soñador, y luego, para no ser menos, la pequeña, la princesa escrupulosa, se entretuvieron largo rato tocando, acariciando y murmurando palabras de afecto y admiración a esos animales que relucían por sí mismos, y no solo por el brillo de su pelaje impecable, mientras que los padres descubrían a sus espaldas un curioso y pintoresco edificio octagonal.

Era ese el Guadarnés, el lugar donde, alrededor de una exótica palmera central, entre cálidas paredes de madera, se guardaban los lujosos equipos y valiosos atalajes de las periódicas exhibiciones así como de las cotidianas ocupaciones.

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El acogedor y ordenado «Guadarnés»

Allí, rodeados por todas esas monturas, españolas, vaqueras e inglesas, perfectamente ordenadas según el nombre de su portador, los progenitores se dejaron cautivar por la belleza de esa pequeña pero gran joya, arquitectónica y ecuestre a la vez, en la que destacaba una escalera de caracol que daba acceso a la balconada superior, decorada con vitrinas ocupadas por arneses de gala.

A pocos pasos de allí se toparon con las cuadras, ubicadas alrededor de cinco de los lados de la anterior y geométrica estructura, cada una bautizada con el nombre de un emblemático ejemplar: Jerezano, Valeroso, Garboso, Vendaval y Ruiseñor –los cuatro primeros, protagonistas del espectacular estreno de 1973, organizado por el fundador de la Escuela, Álvaro Domecq Romero, con motivo de la recepción del “Caballo de Oro” de mano de los entonces Príncipes de España–.

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¡Los niños que susurraban a los caballos!

Los niños, que ya estaban totalmente familiarizados con ese ambiente ecuestre hasta aquel día casi desconocido, pasearon felices entre esos boxes de rejas azules y reales emblemas, soñando una vez más con montar a algunos de sus inquilinos.

Una dulce música a lo lejos les recordó que el cuarto de hora del intervalo había volado como el viento de esos caballos alados, y aunque los más jóvenes hubieran preferido quedarse en ese sitio de mil y una noches todo el día y toda la noche, los cuatro, escoltados por el guía especial, regresaron a la carrera a sus asientos para asistir a un nuevo número de ballet, el de un caballo blanco, con su elegante caballero, que sinuosamente se desplazaba por todo el picadero, con garbo inusual y gracia sin igual, como si estuviera flotando en el aire, ligero y silencioso, exhibiendo orgulloso sus infinitos pasos virtuosos.

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Garbo inusual…

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… y gracia sin igual

Pero la música, casi de repente, cambió de ritmo; ya no era una exótica melodía evocadora de noches de oriente, de noches de embrujo, de noches de romance, sino una marcha imponente, bien marcada y subrayada por los aplausos de todos los asistentes.

El caballo, con naturalidad y agilidad, enseguida se adaptó al segundo compás, alternando el baile pausado con el más acelerado, los pases sensuales con los imperiales, los movimientos iniciales con los finales…

Llegó entonces el momento de la despedida, el momento de la última coreografía, de la postrera explosión de alegría.

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Los ocho jinetes, y sus purasangre, de un Apocalipsis de soberbias ejecuciones

Fueron ochos los pura raza españoles que saltaron, nunca mejor dicho, al escenario; fueron ocho los jinetes de una dúplice Apocalipsis los que arrasaron con sus soberbias ejecuciones; fueron ocho los caballos y caballeros de una mesa redonda sustituida por un rectangular picadero, los que se dieron un baño de aplausos ininterrumpidos, de vítores desenfrenados y de gritos exaltados.

Y en ese gran final, como si de un jerezano concierto de Año Nuevo se tratara, fue una apremiante marcha del genial compositor Manolo Carrasco, acompañada por las palmas cada vez más acaloradas de la gente entusiasmada, la que despidió en el naranjado horizonte de un portal con banderas a los valientes protagonistas de una danza llena de arte, de certeza y de esperanza, el arte de unas costumbres y tradiciones arraigadas, la esperanza de que  siempre serán ilustremente representadas, la certeza de que nunca serán olvidadas…

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Los caballos y caballeros…

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… ¡de una «mesa redonda-picadero»!

Cuando Aliapiedi y su familia, aturdidos y a la vez satisfechos por todo lo que habían sentido, visto y vivido, creyeron que el ecuestre recorrido había tocado a su fin, reapareció el guía de antes, siempre raudo y atento, para mostrarles el resto de las regias instalaciones “escolares”.

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El palacio de Garnier, sede del Museo del Arte Ecuestre, precedido por la pista hípica

Así, dejaron atrás el Palacio de cuentos de hadas del Recreo de las Cadenas, diseñado por Garnier y ejecutado por su discípulo Ravel, con sus dos torres octagonales con cubierta de pizarra, sede, entre otros, del Museo del Arte Ecuestre junto con la cercana Guarnicionería, vivo y auténtico laboratorio de conservación y restauración de los atalajes; después contemplaron el picadero exterior, la cercana pista hípica y el jardín botánico, con su alberca y fuente central, rebosante de más de ciento treinta ejemplares de especies vegetales.

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La bodega reconvertida en Museo del Enganche

Y finalmente, a través de un acceso secundario que asomaba a la calle Pizarro, se encontraron con una antigua bodega, la de Pemartín, reconvertida, desde hace trece años, en Museo del Enganche.

Detrás del ingreso principal apareció ante ellos un amplio patio, blanco y luminoso como solo en Andalucía podía serlo, que, entre coloridos naranjos, buganvillas y olivos, hacía las veces de distribuidor de las diferentes salas expositivas.

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El luminoso y anaranjado patio-distribuidor

Entraron entonces en la primera, la principal, donde en un escenográfico espacio de pilares de piedra y parquet de madera, relucientes bajo unos focos que los iluminaban suavemente, se materializaron unos emblemáticos y espléndidos coches de época de los siglos XIX y XX.

Los había de todas formas, tipos y colores, escoltados, por detrás, por unas vitrinas rebosantes de cascabeles y guarniciones, y, por delante, por unas modernas pantallas audiovisuales que explicaban detalladamente su historia y sus características estructurales.

Y mientras Aliapiedi y su pequeña se entretuvieron con fantásticas ideas de princesas, imaginándose románticos paseos entre castillos, jardines o palacios en fiestas, el hombre y el hombrecito de la familia, más prácticos y racionales, viajaron de forma interactiva a bordo de esos carruajes espectaculares.

Y cada uno con su tema, dentro de la inmensa nave bodeguera que aún custodiaba su olor y su solera, los cuatro, sin darse cuenta de que el tiempo apremiaba, invitados por el amable anfitrión, pasaron a la siguiente sala.

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Las cuadras de unos bólidos de cuatro patas

Allí les sorprendió un escenario totalmente diferente, el de un lavadero y, a continuación, el de unas cuadras destinadas para unos bólidos de pura sangre, para unos cuatro ruedas pilotados por cocheros de guantes y sombreros, para unos motores animados de unos Ferrari y Maserati jerezanos, protegidos y mimados en esos boxes privilegiados.

Los grandes y pequeños visitantes admiraron los puras razas allí “aparcados”, a la espera de lanzarse más veces al ruedo de picaderos o competiciones, y después de haberlos saludado, se dirigieron a la auténtica zona de trabajo, el área entre bastidores de unos “ingenieros del enganche” que, trabajando en la sombra, se dedicaban a la revisión de las “piezas”, la animal y la material.

De vuelta entonces al patio distribuidor, los cuatro accedieron a otra nave bodeguera, la más antigua del conjunto, datada, y por eso llamada, “1.810”.

Allí descansaban otros carruajes, puede que más sencillos en comparación con los anteriores, pero no por eso menos invitantes y encantadores. Pero las campanas de una cercana iglesia, puede que las de Santa Ana, rompieron de repente el sueño incipiente de bucólicas excursiones familiares sentados a bordo de esos clásicos ejemplares.

Eran, en efecto, las dos de la tarde, hora del cierre de las instalaciones, hora del estreno de un recuerdo renovado, para unos, y de un recuerdo recién creado, para otros,  de una emoción ecuestre vivida por segunda vez por los más grandes y por primera vez por los más pequeños.

Se fueron entonces los cuatro por donde habían venido, al encuentro con el resto de la familia en una antigua venta de carretera, renovada y reubicada, y en el breve recorrido, montados en un coche de caballos, motorizados que no animados, la madre guardó silencio ensimismada, aislada en un silencio pensativo, reafirmada en un pensamiento conclusivo: ese día, abierto con las danzas de increíbles caballos de Andalucía y que iba a finalizar con la pasión de misterios y palios de fervientes cofradías… ese día, con la mejor compañía, era un solo día en Jerez, en ese Jerez que ella adoraba, en ese Jerez que siempre amaría…

Ese era, pensaba ella, Jerez de la Frontera, Jerez con su solera, Jerez, sin embargo,… ¡a su manera!

Una nota final: Este relato jerezano, que va más allá de los límites geográficos de este madrileño blog, no estaba programado en la retorcida mente de Aliapiedi, que únicamente se había comprometido a subir unas fotos del espectáculo ecuestre al muro de “Aliapiedienfamilia”. Pero la amabilidad, generosidad y profesionalidad demostrada, primero con palabras y luego con hechos, por María José Rodríguez, Responsable de Gabinete de Prensa, Relaciones Públicas y Protocolo de esta prestigiosa institución, le ha empujado a escribir esta historia.

“Aliapiedienfamilia” es una pequeña pero gran familia, real y virtual que (¡por ahora!) no cuenta con miles de millares de seguidores, sino con unos cuantos centenares, aunque todos ellos muy fieles y observadores. Ciertamente, no se puede comparar con los medios de comunicación de masa y, sin embargo, sus cuatro componentes principales han sido recibidos y tratados como unos “grandes” de verdad, no de España, sino, como dirían los más pequeños, ¡del mundo mundial!

Así que, una vez más, queremos agradecer a todos y cada uno de los componentes de la Fundación Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre que hayan hecho posible esta inolvidable visita familiar: la nobleza y la elegancia que caracteriza la danza de vuestros purasangre al son de sus jinetes, también son predicables de todo un “real” equipo cuya silenciosa labor delicadamente la acompaña…

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Fundación Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre: nobleza y elegancia de todo un «real» equipo

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