Hay lugares en Madrid que te trasladan a otra época: plazas silenciosas que siguen atesorando el encanto de antaño; calles de suelo empedrado donde, discretas, asoman antiguas viviendas y palacios renovados; pintorescas esquinas con tiendas de toda la vida e históricas casas de comidas. La Bola es una de ellas.
Ubicada en la homónima calle, en el cruce con la de Guillermo Rolland, esta taberna tan castiza, fundada sin embargo en 1870 por una emprendedora asturiana, con su llamativa fachada de color rojo, decorada con puertas y ventanas de madera y curiosas lámparas exteriores en forma de bola –¡menuda casualidad!–, impone su pequeña, pero gran presencia, gastronómica y también arquitectónica, frente al cual se sitúan, a un lado, al austero y severo edificio, similar a un monasterio, que aloja actualmente la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, y, al otro, un palacio isabelino reconvertido recientemente en un impresionante hotel de lujo.
Su esencia y valor tan peculiar se aprecia nada más cruzar su pintoresca puerta.

Como por arte de magia, aparece en todo su histórico esplendor el primer “museo-comedor”, el más antiguo y más pequeño de los tres que a lo largo de las décadas se han ido abriendo paso entre los muros de esta originaria y humilde botillería de principios del siglo XIX, con sus paredes decoradas con fotos autografiadas por ilustres personajes, clientes habituales u ocasionales del lugar –entre ellos, la mismísima Ava Gardner–, sus lámparas elaboradas, procedentes del Casón del Buen Retiro, que brillan de luz propia, su mobiliario de madera digno de prestigiosas tiendas de antigüedades –como, por ejemplo, el mostrador de la entrada, en su día dotado de una pila de estaño que, con su típica grifería, fue, sin embargo, vendida a un coleccionista durante los duros años de la Guerra Civil– y, sobre todo, con ese aire acogedor y familiar, dulcemente nostálgico a la vez, capaz de llevar el comensal al pasado, a las historias de obreros y empleados que, a las doce del mediodía, comían aquí el cocido más barato, el de 1,15 pesetas, a las de los estudiantes que, una hora después, por diez céntimos más tomaban el que llevaba también gallina, y, finalmente, a las de los periodistas y senadores, damas y caballeros, de trajes pesados y voluminosos y modales refinados –así me los imagino yo– que, a las dos de la tarde, podían permitirse el lujo de gastarse 1,25 pesetas para disfrutar, entonces como ahora, de la versión más rica del plato estrella del local, el que incluía también carne y tocino.
Y ciento cincuenta y cinco años después nada ha cambiado, con excepción del outfit y la nacionalidad de los clientes –la mitad de ellos vienen desde muy lejos para probar esta exquisitez–.
El cocido se sigue preparando a la antigua usanza, según la receta transmitida a lo largo de cuatro generaciones a la familia Verdasco, descendientes directos de la pionera y visionaria fundadora de esta casa de comidas, la asturiana Cándida Santos. Es Mara ahora, igual de emprendedora que su antecesora, la que mantiene viva la llama, y las llamas de las brasas, de esta saga familiar, la que recibe a los comensales que no paran de entrar a todas horas –hay doble turno de comida, a las 13.30 y a las 15.00–, la que coordina los profesionales e impecables camareros, la que recoge las reservas telefónicas, la que se encarga de las redes sociales y la que, entre un plato y otro, encuentra también unos minutos, como pasó con nosotros, para entretener a sus clientes con las leyendas, y la leyenda, de este galardonado cocido madrileño.

Con estas premisas, resulta inútil ojear la carta, aunque fuera para descubrir lo que, más allá del mencionado plato, tan popular, se ofrece en este restaurante capitalino. Así que, sentados en nuestra mesa, una de las mejores, en el coqueto comedor de la entrada, al lado de una ventana con vistas a la calle de la Bola –la más solicitada, y con el mismo panorama, es la número 7, a un par de metros de nosotros, allá donde se acomodaba Don Camilo José Cela–, sin dudarlo ni un segundo pedimos directamente el primer menú, el “Especial de la casa” –hay siete disponibles, todos ellos con platos típico de la cocina madrileña, incluido uno vegetariano y unas opciones kosher y halal–, es decir, el que, tras unas aceitunas y una copa de vino, cede el protagonismo a un cocido espectacular, cocinado a fuego lento, y con cariño, sobre carbón de encina en pucheros de barro individuales –con gran alegría de la que suscribe que, conforme a su egoísmo, y también a la tradición italiana, nunca quiere compartir la comida de su plato con nadie–.
En la breve espera –la logística del servicio es impecable tras tantas décadas de experiencia– nos entretenemos observando a los escasos paseantes que, sin éxito, intentan refugiarse como pueden de una anómala y persistente lluvia que desde hace ya una semana se empeña en acercar la imagen de la soleada Madrid a la de Londres o a la de mi amada, y mucho más húmeda, Milán. De todas formas, a pesar de la climatología adversa, el día, en realidad, es perfecto: invernal, frío y lluvioso, ideal para entrar en calor con ese cocido tan tentador.

Llega así un experto camarero y, tras habernos invitado a taparnos con la servilleta para evitar embarazosas salpicaduras, puchero en la mano, recién sacado de la parrilla de carbón, vuelca en nuestro generoso plato con fideos el primer, y líquido, elemento de esta tradición culinaria que sigue un riguroso, y exitoso, protocolo de preparación y presentación: la sopa, que puede ir acompañada de guindillas y cebolleta. El connubio entre ambos ingredientes, con poca grasa y mucho sabor, es espectacular: se juntan armoniosa y gustosamente el calor del infierno y la delicadeza del paraíso…
Así que, tras haber (casi) devorado el contenido del primer vuelco, llega el momento del segundo.

Del mágico puchero salen entonces una rica variedad de ingredientes de primera calidad, que se pueden adobar con una salsa de tomate especiada con comino: unos garbanzos muy tiernos, que sin embargo conservan perfectamente su integridad, acompañado de todos sus sacramentos: un morcillo sorprendentemente jugoso, un chorizo asturiano, de Tineo, por supuesto, con su tan característico toque ahumado, un jamón exquisito, un cuadrado de tocino, un trozo de gallina y otro de tierna patata. Además, para que la experiencia sea completa, hace también acto de presencia el típico repollo, rehogado con ajo: ¡una auténtica delicia!
El contenido del segundo vuelco, al igual que el primero, así como aparece mágicamente en nuestros platos, desaparece de la misma forma, y con más alegría, para dar paso a un postre maravilloso, dulce colofón de este menú, completo y equilibrado, que, sin embargo no resulta pesado.
Así que, sin remordimientos, nos entretenemos también con unos originales buñuelos caseros de manzana, templaditos, con mermelada y helado, digno broche final de este viaje gastronómico tan especial…
Ya toca, en efecto, el segundo turno de comida y, para nosotros también un paseo a piedi bajo la lluvia, pero con paraguas, por esta zona tan céntrica, y a la vez poco conocida, de la Villa que, reticente y celosa, se ofrece en toda su autenticidad a unos cuantos fisgones afortunados y a todos los que han oído hablar de la leyenda de un cocido –uno de los mejores, sino el mejor de la capital–, que, en su día, deleitaba el paladar de la mismísima Infanta Isabel, y que sigue brillando como una (plato) estrella de esta inmortal taberna de un Madrid que fue, y que siempre será.
Buon lavoro Mara… ¡y que siga la leyenda!














El destino era la calle Velázquez 6, en el exclusivo 
Después de la foto de rigor ante ese panorama estelar, aunque todavía con la duda en el cuerpo por mi atrevimiento, los dos cruzamos ese portal y, tras recorrer una escalera y un vestíbulo invadidos por la luz artificial, nos adentramos finalmente en la oscuridad de Ricardo Sanz o, mejor dicho, en la luminosa oscuridad de su prestigioso restaurante, envuelto por un respetuoso silencio y una escenográfica penumbra, rota solo por los colores, vivos y animados, de un enorme, y llamativo, cuadro contemporáneo de temática ictícola, por supuesto, de 
Tras la zona de recepción –en la que, bajo unos evocadores círculos luminosos suspendidos que parecen aureolas de este santo, o diablo, de la cocina, se exponen, en una vitrina lateral, los diferentes certificados y reconocimiento de excelencia–, se abría la sala principal, decorada de una forma sencilla y elegante, de diseño atemporal e minimalista, conforme a la mejor tradición japonesa, con madera en el techo y en el suelo, un fuerte pilar principal, sustentando lo que parecía una nube estilizada, sillas y mesas bajas, distribuidas en dos niveles, y una larga y reluciente barra, frente a la cual se distribuían unos asientos altos para los que quieran disfrutar de cerca del espectáculo de la preparación de la comida.
Hipnotizada por su arte ‒no por la falta de cocción de los alimentos que tan hábilmente manipulaban– y por la armonía que acompañaba sus movimientos silenciosos y sincronizados, no me había percatado de que la encargada de la sala nos estaba esperando para llevarnos a nuestra mesa y dejarnos a la merced del experto, y apasionado, sumiller Jorge Thuiller, y de un profesional, y a la vez afable, camarero llamado Alberto.
Mientras la sala poco a poco se iba asombrosamente llenando de gente de todas las edades y nacionalidades, el sumiller nos propuso acompañar el menú con un espumoso catalán, un Recaredo Terrers, Brut Nature, de Corpinnat. Sus frescas burbujas, de viva acidez, fueron las encargadas de acompañar una primera degustación de aperitivos o, mejor dicho, de un “aperitivo zensai” que, escenográficamente presentado, se encargaba de introducirnos, según un orden prestablecido, en el concepto “japo-cañí” con el cual Ricardo Sanz se ha dado a conocer a principio de este milenio y siglo: primero fue un misocido, caldo de cocido fusionado con miso, después una croqueta de atún con mayonesa japonesa, luego una fresca ensalada de espinacas con sésamo tostado, para continuar con un pedacito de anguila y finalizar con una gyoza.
Superada con honor esta primera etapa, que finalizaba con unos espárragos ‒de Tudela, por supuesto‒ aliñados con maestría, hizo acto de presencia el bis de bivalvos, formado por una zamburiña gallega con mantequilla ahumada de miso y una concha fina de Málaga con salsa brava. Ambas, presentadas como unas auténticas joyas sobre lo que me parecía una especie de altar, me atraparon con su sabor delicioso, como también lo hicieron unas impresionantes, y frescas, ostras, desprovistas de perlas, pero ricas en esencias del mar, abrazadas, casi protegidas por una caja de madera.
Mimados por Alberto que, como todo el personal de sala, y de cocina, ejercía su labor con gran profesionalidad, llegó la hora de la genial reinterpretación de los huevos rotos o, mejor dicho, de unos “boles de atún”, soberbia mezcla de huevos de corral con patata negra canaria y de un espectacular atún macerado, recién pescado, o así lo parecía, en el rico y animado mar (del mercado) de la capital.
Nos presentamos, le expresamos toda nuestra admiración por sus creaciones gastronómicas, intentando, sin éxito, que nos revelara el secreto de su exquisitez, le inmortalizamos con una foto, y él, con una silenciosa y tímida sonrisa de gratitud y satisfacción en la mirada, así como apareció, se fue.
Fue así como, a falta de uno, se materializaron dos tris de estos, el primero de pez limón con mojito, salmón marinado con toque coreano de kimuchi y ventresca de atún flambeada, y el segundo de huevo de codorniz y trufa, pez mantequilla y una originalísima hamburguesa de Waygu con arroz frito. David, extasiado, probaba, y disfrutaba, uno tras otro, de esos manjares, mientras que la que suscribe, que hasta ese momento había heroica y gustosamente todos los platos ofrecidos, tuvo un instante de duda frente al de huevo de codorniz. Ya no le tenía ningún miedo al pescado crudo, al de Ricardo Sanz, por supuesto, pero ese huevo, que con su vivo color amarillo coronaba ese hongo tan valioso, seguía siendo para mí un (casi) insuperable impedimento. Me lo hubiera saltado sin problemas, pero fue tanta, y tan acertada, la insistencia de mi marido que, con los ojos cerrados, me hice con él de un sol bocado –reconozco que no me desagradó, pero, sin lugar a duda, todo lo demás me conquistó con mucha más pasión–.
Con ese último “esfuerzo”, creíamos que la degustación ya se había acabado pero, en realidad, acompañado por un tinto Malleoulus de las bodegas Emilio Moro, según la impecable sugerencia del atento sumiller, se materializó una última, y sabrosa, pieza gastronómica: un temaki de torrezno que, una vez más, sorprendió no sólo nuestro paladar, con su increíble, y conseguida, fusión soriano-japonesa, sino también nuestra vista, presentado como estaba en un curioso plato de líneas curvas y onduladas que, como olas de un mar oceánico en libertad, parecía fusionarse con esta pieza artesanal.
El show concluyó, con la misma elegancia, delicadeza y exquisitez con la que había empezado, y, felices y agradecidos, salimos de ese original templo japo-mediterráneo madrileño, cruce de caminos entre culturas gastronómicas tan lejanas, y a la vez tan cercanas, gracias a la genialidad de Ricardo Sanz, que destaca como un faro, sol(es) y estrella en el rico firmamento culinario de la capital.
Ahora bien, tras esta experiencia de cocina de fusión nipona, de sublime calidad, que enamora, y enamorará, no sólo a sus apasionados fans, los de siempre y de verdad, sino también a todos a los que, como yo, tozudamente desconfiados, desconocían esta sublime realidad, puedo seguir declarando, orgullosa, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia, que «No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos»… ¡con la única excepción del universo estelar de Ricardo Sanz Wellington!
Tras casi un mes de calor sofocante, rondando casi siempre los cuarenta grados de día y poco menos de treinta por la noche, finalmente la feroz, casi infernal, climatología había decidido dar un respiro a todos los que permanecíamos estoicamente en la capital, dando paso a unas temperaturas más propias de finales de septiembre.
Teníamos toda la ciudad para nosotros; el mismo centro, siempre lleno de turistas, parecía habernos hecho un hueco para que disfrutáramos con toda tranquilidad, acompañados por una leve y placentera brisa nocturna, de las pintorescas calles alrededor de la plaza de Chueca, increíblemente silenciosas, casi desiertas. Entraban ganas de pasear a piedi horas y horas por este precioso barrio madrileño, pero el “deber” gastronómico nos reclamaba a viva voz cerca de la hermosa plaza del Rey –donde, por cierto, descubrí un reloj solar en lo alto de un moderno edificio, no precisamente bello–, detrás de la curiosa Casa de la Siete Chimeneas, en el número trece de la calle Colmenares.
Allí, al final de esta breve vía –donde, al lado del renovado Barganzo, y apropiándose de su originaria ubicación, se impone también la presencia desenfadada de su hermano pequeño, “
Así que, facilona yo, bajo la mirada desconsolada de David, resignado, una vez más, a mí voluble voluntad, nos dispusimos a embarcarnos en el increíble y exótico festín de Oriente Medio, inaugurado con las seductoras danzas de un pintoresco Pani Puri falafel, una auténtica obra de arte que conquistó de inmediato nuestro sentido de la vista gracias a su acertada combinación de formas y colores. Daba casi pena comérselo de un solo bocado, como nos sugirió Pablo, el eficaz ayudante de Aviv, pero, obedientes, seguimos su consejo, y entonces una explosiva mezcla de diferentes sabores se adueñó de nuestro sentido del gusto, provocándonos lágrimas de alegría…
Y cuando aún nos estábamos “recuperando” de semejante bondad, se personó ante nosotros un hummus, especialidad de la casa, en nuestro caso ligeramente picante, el Masabbaha, un estrepitoso puré de garbanzos –la legumbre que, con ingenioso juego de palabras incluido, da nombre a este restaurante–, mezclado con shifka, limón, comino y un toque de AOVE y acompañado de un delicadísimo y templado pan de pita, que nos permitió no desperdiciar ni un solo gramo de tan increíble manjar, gracias también a unos poco elegantes, pero socorridos, barquitos.
Tras una breve pausa, que aprovechamos para conversar con el increíble compositor de la sinfonía que estábamos viviendo, empezó donde había acabado el anterior, es decir por todo lo alto, el tercer acto. Su íncipit, en efecto, potente y poderoso, fue marcado por un Shishbarak o, mejor dicho, en italiano, por una especie de tortellini hechos en casa –que nada tenían que envidiar a los que se degustan en Bolonia, cuna privilegiada de este tipo de pasta–, rellenos de queso labneh y espinacas, y servidos con piñones y una salsa de yogur caliente y más espinacas –era sólo un tortellino y, aunque de buen tamaño, debo admitir que muy gustosamente hubiera devorado los cinco que normalmente se pueden comer a la carta–. Feliz y satisfecha, no me importaba en absoluto dar rienda suelta a mis instintos básicos alimentarios en esa noche fuera de lo ordinario; tenía muy claro que un par de kilos más, bien ganados, no iban a impedirme disfrutar de ese momento.
Así que seguimos con el festival, con el baile de las degustaciones, con la sinfonía musical. Para desengrasar, Aviv, atento y profesional, nos propuso una ensalada, no una ensalada cualquiera, una Tabulé de verano, perfectamente aderezada, en la que identificamos, más allá de una fresca nectarina de temporada, unas cuantas hierbas como el perejil, menta y rúcula, tan populares en Italia.
Ya me notaba algo más ligera, lista para devorar una Flor para Tami, la original ofrenda floral que Aviv ha dedicado a su mujer –ella, atrevida como él, también lo dejó todo, incluida su profesión de abogado, para dedicarse en cuerpo y alma seguir a este sueño gastronómico compartido hecho realidad– para que todo el mundo pueda ser conquistado por esta flor de calabacín frita, otra conocida especialidad italiana, pero que nada tenía que ver con ésta, de origen israelí, rellena de arroz y queso mozzarella y servida con yogur, hierbabuena y sejug verde.
Y aún faltaba otro plato para finalizar este acto, a saber, unas rodajas de calabaza asadas en el horno, caramelizadas con miel de dátil y envueltas por una crema, y pepitas, de esta misma fruta con tahini y pimientos encurtidos. Su sabor, suave y dulce, era el preludio de los postres y de un nuevo intervalo, marcado por un último chupito a base de limón y arak.
Sólo faltaba una última tarea antes de salir de allí rodando felizmente –si hubiera dependido de mí, hubiera probado todos los platos de la carta, sin ningún remordimiento–: tomarnos una foto con el artífice de esa composición musical, excelso autor de esa obra de arte culinaria y experto guía de ese viaje de ensueño que nos había trasladado a tierras israelíes, a la cultura mediterránea más profunda y, en general, a un universo paralelo, y excepcional, de colores, sabores y olores difícil de olvidar. Aviv allí estaba, prudente y discreto, pero listo, y (justamente) orgulloso, para dejarse retratar en su templo gastronómico entre todos aquellos productos, frescos y de primerísima calidad –de hecho él, dinámico y genial, va cambiando constantemente la carta en función de la disponibilidad de los mismos– que ya le han llevado al estrellato en Madrid y, esperemos en un futuro muy cercano, a la merecida estrella Michelin, una más para colgar en el firmamento que ya tiene en sus habilidosas manos y en nuestra peculiar, y familiar, guía “aliapìedesca”.









Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir
Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.
Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.
Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera
Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.
Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.
Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.
Daba gusto de verdad estar-viajar allí.
«Baldoria”, que en italiano se podría también expresar con “(fare) un bel casino”, significa, traducido al español, jolgorio, fiesta, jaleo o alegría.
Y eso es justo lo que se respira y se vive por dentro y por fuera de este 
Aquí entonces, en este lugar lleno de vita y vitalidad, aterrizamos un miércoles por la noche mi marido y yo, empujados por mi eterna nostalgia de mi amada patria italiana. En la sala principal, a rebosar de gente –¡que “alegría”!–, entre las mesas y sillas de todo tipo y colores, a la par de las curiosas lámparas que las iluminaban, unos habilidosos y rápidos camareros, con llamativos delantales de tonos pasteles, rosas y azules, parecían danzar un baile especial con sus bandejas repletas de platos y copas mientras iban y venían a gran velocidad desde la amplia cocina a vista, donde destacaba un curioso forno a legna “baldoriano”, revestido de azulejos de color del mar.
Sus pasos apresurados parecían ir al compás de los gestos calculados de una 
Así que mientras abríamos boca con un sabroso pan-focaccia acompañado por una soberbia salsa de pesto, y con una cerveza y un cocktail exquisito, “ParacetAmore”, rara y acertada mezcla de ese Bellini y Rossini que tanto echo de menos en España, nos decantamos finalmente por unas vegetarianas, y peculiares, «croquetas alla parmigiana», y una «atuna matata» formada por dos brioches de tartar de atún, stracciatella pugliese, calabacín allá scapece napoletana y almendras tostadas.
Esos spaghetti, más bien bucatini, fatti in casa, que se adaptaban perfectamente a los cálidos y coloridos abrazos de sus respectivos platos hondos, eran una verdadera obra de arte, y tanto era así que (casi) daba pena comérselos.
Sólo faltaba cumplir con una última y dura tarea, la del postre, a pesar de estar ya (más que) saciados.
El festín (¡por fin!), y la festa, se había acabado para nosotros, aunque la baldoria seguía por todos los rincones del local, por dentro –incluido el de acceso al singular antibagno donde, en una pared, cuelga un letrero luminoso que rinde homenaje a Raffaella Carrá con un conocido “A far l’amore comincia tu”– y también por fuera, con una cola de jóvenes madrileños de todo el mundo que, con su segundo turno, estaban ya deseando “fare un bel casino”… ¡con, y en, Baldoria, por supuesto!
En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. “
Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual

No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidad –la correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración –hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.
Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.

Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes,
Las calles, en esa noche tan especial, estaban vacías, sólo pobladas por centenares de agentes de policías, como en el peor momento del duro confinamiento de hace un par de años: parecía que había vuelto esa real pesadilla, pero fue suficiente divisar la coqueta y animada terraza de este local para olvidarse de todo lo demás y volver a la realidad de un encierro provisional y, afortunadamente, excepcional.
Ensimismada en mis fantasiosas reflexiones, después de que mi marido me sacara un par de fotos en la entrada, por fin entramos en el famoso “Martinica”.
Unos amables, y profesionales, camareros, nos dieron la bienvenida mientras que un paso tras otro, nos adentrábamos aún más en el territorio de Martinica, empujados por la llamativa presencia de una cristalera central que abrazaba una hiedra, o puede que fueran unas algas, alojadas en su interior que se asemejaban, en mi mente desenfrenada, a los tentáculos de una peligrosa medusa vegetal.
Un poco más allá, al final de esa extensa sala principal -hay otra, más apartada y recogida, con diferente decoración, aunque igual de escenográfica– “in sordina”, discreta y silenciosamente sentado en una mesa, la mente y el brazo de la belleza formal y, en breve, también sustancial, de este restaurante: el Chef Marcello, con la C mayúscula, ganador de diferentes premios en certámenes nacionales e internacionales.
Después de que nos enseñara una colorida vidriera ubicada en una pared lateral de la sala, que había hecho traer expresamente desde el salamantino
Abrió el baile gastronómico un cocktail literalmente explosivo, una “Flor de Caña Passion”, a base de ron, canela y fruta de la pasión, que, servido “en llamas”, con su espectacular presentación vegetal evocaba la imagen de exóticas playas: la pasión no sólo de su Autor sino también de la fruta que llevaba en su interior se apoderó enseguida de nuestro paladar.
El aperitivo, a base de unos sencillos, y nostálgicos, “grissini” italianos -una especie de colines, muy difíciles de encontrar aquí y que tanto me recuerdan mi país- con un poco de pan con el cual acompañar una salsa de mantequilla, un poco de aceite y unas cuantas aceitunas ya nos había conquistado por completo pero una fresca y saludable ensalada de tomate, piparras, gambones a la parrilla, queso curado y salmorejo, presentada en un precioso plato de color rojo-rosado que parecía fusionarse con su rico contenido, nos cautivó aún más.
Fue después una berenjena a la parmesana ítalo-japonesa la que me hizo avergonzar de la “parmigiana di melanzane” que a veces, en mi casa, humildemente, ofrecía a mis comensales: el vegetal, con los demás misteriosos ingredientes, se derretía suavemente en la sartén y en nuestras bocas abiertas de par en par.
Una fresca copa de Godello para mí y una cerveza 8/70 aún más fresca para mi consorte acompañaron una premiada albóndiga de rabo de toro, anguila ahumada, berenjena y yema curada -segundo mejor plato de rabo de toro de España de 2019, según recitaba la carta-.
Mi marido, carnívoro de profesión, muchísimo más que yo, devoraba ávidamente ese manjar, celebrando en cada bocado su delicada bondad, mientras que yo disfrutaba con una exquisita lubina salvaje a la brasa con puntalette con salsa de txangurro a la donostiarra y una crema de esa albahaca -“basilico”, en mi idioma- que, tan presente en Italia, tanto echo de menos aquí en España.
Y, por si todo ello no hubiera sido suficiente para satisfacer nuestros pecados de gula, una carrillera de ternera al curry rojo con yogur de calabaza y cremoso de zanahoria consiguió despertar nuevamente los instintos básicos de los dos.
No se podía pedir más… sólo un exótico “viaje a Marruecos”, en honor a la mujer marroquí del Chef, donde a una impresionante base de chocolate blanco se añadían, en un pintoresco, dinámico y colorido arcoíris de colores, arenas de frambuesa, galletas, canela, menta y curry con leche fusionada de jengibre y limón: una auténtica obra de arte gastronómica que, adrede y a gusto, no pudimos evitar destrozar con cada bocado.
Faltaba poner el punto final a esa cena tan rica, y enriquecedora, con una de las mejores bebidas de mi tierra: un frío limoncello, servido helado y rigurosamente sin hielo y en un vaso pequeño, alto y fino, como es debido, que con su poder digestivo parecía borrar mágicamente todas las calorías ingeridas despreocupadamente hasta aquel momento. Pero daba igual: Marcello, el local, la cena y esa noche tan original merecían que se apartaran, por ese día, todos los propósitos de una operación bikini espectacular.
Pero la auténtica sorpresa se encontraba al final de esta sala donde, casi oculto en la pared, se abría un mágico ascensor…
El extraño “quintoelemento”, que se añadía a la tierra, al aire, al agua y al fuego, se personó en decenas de flores y plantas que se unían a las que aparecían en diferentes macropantallas; el indefinido “quintoelemento” se materializó en una soberbia decoración donde, entre sofás y sillas, mesas altas y bajas, destacaba una marmórea barra central, repleta de copas impolutas, botellas de diferentes marcas y cocteleras a la espera de ser agitadas; el increíble “quintoelemento” tomó cuerpo en una impresionante cúpula que, dotada de unas pantallas cóncavas retráctiles de casi doscientos metros cuadrados de extensión donde se proyectaba contenido en la máxima resolución, se abría al cielo de Madrid, fusionando armoniosamente los elementos reales y virtuales de ese paraíso terrestre celestial.


Fueron primero unas grandiosas ostras ponzu acompañadas por caviar de arenque, maridadas con champan, que nos sugirió y sirvió Adolfo, el cordial y profesional jefe de sala, las que provocaron un tsunami de sensaciones en el paladar, trasladándonos a dulces recuerdos de agua, sal y mar; seguidamente unos brioches croissants con berenjena, tartar de toro y trufa de rey
, que aunaban los sabores más delicados del monte, el mar y la huerta, nos dejaron con la boca abierta de par en par; un fresquísimo y delicadísimo tiradito de salmón, ligeramente marinado, nos robó el gusto y el corazón;
un exótico y singular taco hindú, que se comía con las manos, nos hizo literalmente chuparnos los dedos; pero el chili crab del señorito, con bogavante, cangrejo real y una sabrosísima salsa con toque picante nos enamoró perdidamente.
Esa valiosa obra de arte culinaria enmarcada en una rústica cazuela hubiera podido ser el colofón final de nuestra espectacular experiencia sensorial, pero “quintoelemento” nos sorprendió una vez más con una escenográfica presentación, con una cortina de humo, calor y vapor desde el cual surgió una espléndida hacha de ternera lechal, cuya carne, a pesar de la escasa cocción, se deshacía levemente en la boca mientras que un dulce amargo aroma de barbacoa envolvía delicadamente ese manjar.
No se podía comer ni pedir más.
Las copas de vino, tinto y blanco, que se habían sucedido en un dulce vals a lo largo de toda la comida, bajo la armoniosa batuta de Adolfo, dejaban por fin paso a los cafés -ellos también a la altura de la situación, con mi gran asombro, como exigente italiana que soy, en constante, desesperada, y la mayoría de las veces, infructuosa búsqueda de un buen ejemplar de esta bebida en la capital-, acompañados por un chocolate en tres texturas que nos cautivó con su dulzura…
Fue entonces, cuando, al final de este festín, de este grandioso homenaje, los dos entendimos plenamente el significado de “quintoelemento”: se trataba de una soberbia exaltación de los cinco sentidos, de una impecable fusión de cocina asiática y latinoamericana, pero con una sólida base mediterránea, gracias al arte y a la experiencia del afamado chef Juan Suárez de Lezo, de un inolvidable viaje gastronómico a través de una experiencia inmersiva en continua evolución, de una increíble satisfacción y emoción para la comida y la alegría de la vida…