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El Bajío: Un increíble viaje mexicano

10000611514690707175249687954Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir El Bajío de Madrid, ahora, con mucha honra, acaba de subir a la segunda posición en mi podio particular aquella, pura y clásica, mejicana –la primera plaza, me temo, siempre estará ocupada por Italia 😉–.

Todo empezó un miércoles cualquiera en la capital española, cuando, a las nueve de la noche, los cálidos rayos veraniegos del sol aún iluminaban, y resaltaban, la belleza de las fachadas de elegantes palacios que, ubicados en el barrio de Chamberí, se esconden a la sombra de Almagro, entre las calles, estilosas, impolutas y silenciosas, de Zurbarán, Caracas, General Arando y Españoleto. En esta última, en el número diez, a los pies de un precioso edificio embellecido con balcones de hierro forjado, había una puerta mágica y pintoresca, más bien un portal espacio-temporal, enmarcada por luces cálidas y románticas hojas de nostálgicos colores otoñales, que nos invitaba a cruzarla. Así que, sin dudarlo ni un momento, escuchamos, y aceptamos, esa llamada y, sin darnos cuenta, nos vimos trasladados a otro lugar y a otra dimensión.

10000612372894244390149225694Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.

10000611577258861938789353524Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.

10000612362603768468438347626Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera Carmen Ramírez Degolladomejor conocida, en su tierra patria, y ahora también fuera de ella, como Titita–, enérgica fundadora de la exitosa compañía (aérea)-hostelera llamada El Bajío que cogió forma, y sabor, cincuenta años atrás en un sencillo chiringuito de Ciudad de México, allá donde ella, tras el prematuro fallecimiento de su marido, empezó a ganarse la vida, sustentando a la vez cuatro hijos, con una impecable comida que, tras expandirse rápidamente por una veintena de locales en la capital mexicana, y en su área metropolitana, conquistó también los propios hermanos Adriá, que la definieron como la mejor cocina tradicional mexicana del mundo mundial –los nietos de Titita han abierto también otros dos restaurantes en la Gran Manzana, mientras que éste de Madrid, bajo la dirección de uno de sus hijos, Raúl, es el primero que se ha estrenado en el Viejo Continente, a finales del año pasado–.

Y tras unas cuantas (más bien un centenar) de preguntas mías y otras tantes respuestas de Yolanda –paciente, entusiasta e incansable profesional que está en todo y con todo el mundo, no sólo en el restaurante sino también en las oficinas colindantes–, llegó por fin el momento de tomar aire, (des)abrocharse los cinturones y emprender el viaje mejicano con los ojos, y las bocas, abiertas de par en par…

10000612005998262499893933017Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.

Para ir abriendo boca, como aperitivo, nos sirvieron unos totopos caseros, horneados a diario, con unas salsas, no exageradamente picantes, de tomate rojo asado y tomatitos verde con toque de chile y, no podían faltar, unas clásicas margaritas –la mía, más original, pero igual de rica, con sabor a piña– recién preparadas con meticulosa habilidad por el maestro coctelero de la barra al fondo de la sala –estuve bastante rato (ad)mirándolo hipnotizada mientras con arte y maestría mezclaba los ingredientes para dar forma, y color, a esas portentosas, casi afrodisiacas, bebidas–.

Y, tras esos primeros sorbos exquisitos, aterrizamos casi enseguida, y un poco desorientados, en suelo mexicano, donde nos esperaba una espectacular recepción oficial, formada por unos cuantos chicarrones artesanos de panceta, con textura de corteza de cerdo, maravillosamente crujientes y templados, que se fundían en un abrazo salado con el imprescindible, y gustoso, guacamole.

A continuación, mientras recorríamos las calles de Ciudad de México, vino a nuestro encuentro, y a el de nuestros paladares un increíble y fresco ceviche verde de corvina, con una mezcla de lima, aguacate, aceitunas, tomate verde y cilantro que, en su conjunto, le proporcionaban un acertadísimo toque de acidez, seguido de unas exquisitas quesadillas con salsa de hongos, unos extraordinarios tacos de langostinos en chipotle, col morada marinada y pico de gallo –esta delicia gastronómica aspira a convertirse en el mejor taco de España: ¡nuestro voto ya lo tienen asegurado!– y unas impresionantes tortillas de maíz con cochinita pibil sobre base de frijoles.

Los sabores, aromas y colores de los productos, frescos y naturales, que componían estos platos iban deleitando nuestro camino mexicano, aunque poco a poco, a piedi, un paso tras otro, sin prisa pero sin pausa, íbamos acercándonos a nuestro dulce destino final, preanunciado por el curioso, pero muy acertado, toque de cacao que envolvía levemente un interesantísimo pollo con mole de Xico elaborado con un numero indeterminado de chiles, especias y frutos secos.

Y, en efecto, al poco rato, hicieron acto de presencia unos postres fabulosos –soy muy golosa: no puedo renunciar a ellos, aunque pongan en peligro, como en este caso, mi operación bikini en las playas de la Riviera Maya–: un peculiar flan de cajeta –que nos recordaba el tocino de cielo de nuestras veraniegas vacaciones gaditanas– y unos magníficos, superlativos, increíbles, espectaculares (¡y mucho más!) plátanos fritos al estilo Veracruz, cuya elaboración se concluye en la mesa, que, elaborados en el momento, se fundían ante nuestros ojos en una (¿adelgazante?) crema pastelera sin azúcar.

Y así, con ternura y dulzura, y con un peculiar café, muy diferente al que se sirve en mi amada tierra patria, de olla piloncillo y canela, nuestro viaje gastronómico a la capital mexicana había finalizado; tocaba ahora volver a aquella española, donde Yolanda, atenta como siempre, nos tenía reservada una última sorpresa a bordo de nuestro especial avión-restaurante.

10000612476808427808636006684Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.

10000612451584868123989599989Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.

10000611986284853923971425548Daba gusto de verdad estar-viajar allí.

Así que, tras tomar unas últimas fotos como souvenir de nuestro viaje relámpago mexicano, nos sentamos cómodamente en esa nueva zona V.I.P., cerramos los ojos y, en un santiamén, volvimos a Madrid, a El Bajío, de aquí, prometedor hijo menor de los veteranos de allí.

P.S. ¡Gracias Yolanda por tu generosidad y amabilidad! ¡Gracias por este viaje de ida y vuelta a las bellas tierras mexicanas! ¡Gracias por esa postal de la cocina mexicana de verdad de la Ciudad de México-Madrid! Espero que en nuestro próximo vuelo puedas sentarte a nuestro lado, en clase Business o Ambassador, para hablar, a lo largo del recorrido, de comida, de bebida, de la vida… ¡y de todo un poco!

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