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Brunch en Papagena: Una obra culinaria en cuatro actos

Me encantan los brunch.

Sin embargo, desde cuando vine a vivir a Madrid, hace más de veinte años, solo tuve una única ocasión de disfrutar de esa, para mí genial, combinación de breakfast + lunch que en mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a principios del Tercer Milenio ya estaba de moda entre los hoteles y cafeterías de un cierto nivel. Aquí, sin embargo, más allá de la inicial escasa oferta, lo que me impedía disfrutar de esta peculiar fórmula de avituallamiento dominical era mi marido que, a pesar del paso de los años, seguía manteniendo, a diferencia de la que suscribe, un metabolismo de eterno adolescente que le permitía no perdonar nunca un breakfast en toda regla y un lunch como es debido –y, entre medias, si fuera posible, un tentempié–, sin extrañas florituras americanas.

Así que, tras más de dos décadas casados, me iba costar no poco esfuerzo volver a engañarle para llevarle, más bien arrastrarle, a un brunch madrileño. Pero cuando me enteré de que en la sexta planta del prestigioso Teatro Real capitalino se había inaugurado un espacio privilegiado con vistas superlativas al Palacio Real, llamado Papagena –en honor a la contraparte femenina del divertido hombre-pájaro de la Flauta Mágica de Mozartdecorado por el afamado Luis García Fraile –dato relevante para mí, amante de la estética y de la “forma” de las cosas– y en el que, además de las cenas ofrecidas, también entreactos, de jueves a domingo, se organizaba también un brunch dominical, en un horario amplio y razonable, desde las 12.00 hasta las 16.30, con una carta diseñada por el chef estelar y solar Ramón Freixa, con dos estrellas Michelin y tres soles Repsol –este dato, obviamente, jugaba a favor de la pasión de mi marido por la sustancia gastronómica–, ya tenía todos los ingredientes para poner en marcha un irrenunciable plan “brunchiano”.

Dicho y hecho un domingo de mediados de febrero que, por la temperatura agradable, se parecía más al de uno del mes siguiente, ya estábamos en la elegante y escenográfica plaza de Oriente, mandada construir por el rey José Bonaparte. El sol, cálido y poderoso, besaba con sus rayos la fachada principal de ese coliseo que, inaugurado por Isabel II para que Madrid, en términos líricos, estuviera a la par de las demás capitales europeas –pero, en honor a la verdad, tengo que reconocer que es imposible alcanzar el nivel y la belleza de la Scala de Milán–, silencioso, a la par de su majestuoso vecino, el Palacio Real, asistía al espectáculo de la vida en los homónimos jardines orientales a sus pies, repletos, cada vez más, de turistas procedentes de todos los países del mundo y de pájaros alegres que, con sus bailes y cantes anunciaban en el ambiente la llegada de una cada vez más prematura primavera –¿y, a lo mejor, de Papageno y Papagena?–.

Tras unos minutos de obligada contemplación, y las fotos de rigor, dejamos atrás aquella postal, encaminándonos por una de las dos calles que flanqueaban el Teatro Real, la de Carlos III, y, unos pocos pasos a piedi, nos topamos con una puerta giratoria de acceso, secundario, al mencionado teatro tras la cual, en un amplio vestíbulo, se encontraba el servicio de guardarropa. Tras haber dejado mi abrigo, nos fuimos directos hacia el ascensor, siguiendo las instrucciones de la amable encargada, rumbo a la sexta planta, y nada más abrirse las puertas de nuestro medio de elevación hacia el cielo de Madrid, o el de Papagena, como invitante tarjeta de visita musical, se materializó un valioso y antiguo clavicémbalo que, enseguida, captó toda mi atención, y la de mi Smart-phone.

Mi marido, paciente pero hambriento –a pesar de que ya había desayunado algo–, me estaba esperando y, finalmente, a los pocos minutos los dos hicimos nuestro ingreso triunfal en el regio y flamante restaurante.

La decoración y la arquitectura, por supuesto, fueron lo primero que me impactó: techos altos de cortinas infinitas, escenográficas plantas colgantes como si se tratara de unos jardines de Babilonia, cómodos sofás de líneas curvas e llamativos colores turquesa y esmeralda, una barra reluciente de exóticas reminiscencias -o, al menos, a mí me produjo esa sensación–, una luz artificial que, discreta y suave, se sumaba a la natural que entraba de los enormes ventanales y, tras estos, una soberbias e incomparables vistas a la fachada este del Palacio Real y de la, más reciente, y menos armoniosa, Catedral de la Almudena (v. foto de la portada).

Todo ello, para mí, ya era de por sí motivo suficiente para quedarme más que satisfecha con la elección, olvidándome por completo que, en realidad, la verdadera finalidad de esa misión “papagenaria” era la de conquistar el exigente paladar de mi eterno adolescente. Había llegado la hora de la verdad: para mí, para él y, sobre todo, para el curioso personaje de la célebre obra mozartiana –la última, y la más espectacular de todas, a la que asistí en mi amada Scala milanesa, en el milenio pasado–.

El encargado de la sala, impecable, nos llevó a nuestra mesa, bien presentada, con servilletas bordadas, vasos de cristal y una evocadora rosa roja, que, atrevida, nos recordaba la nula celebración por parte de ambos del anterior día de San Valentín. A los pocos minutos se personó un camarero, perfectamente uniformado, que, dándonos la bienvenida con un Chandon Garden Spritz, nos explicó como había que interpretar la inminente obra culinaria en cuatro actos llamada “Menú Brunch”.

Tras la líquida ouverture, a base también de agua natural ligeramente aromatizada, empezó el primer, y sólido, acto, titulado “A disfrutar”. En él los dulces y salados protagonistas eran croissant d’or, que brillaban de luz propia, pain au chocolat y financier de café, a los que se sumaban unas atípicas porras con jamón, una quiche caprese, afortunada mezcla de pesto italiano (de verdad) y hojaldre francés, y una mille crepe de salmón, mientras que un elegante, y exquisito, coctel semisólido de yogurt y guayaba puso el sinfónico colofón de esta primera parte de la obra.

A continuación, tras un pausado momento de descanso en el que la relajante, y acertada, música de ambiente intentaba socavar mi voluntad de mantenerme despierta tras una larga noche cumpleañera, digna de ese concepto de comida pero no de un cuerpo, el mío, que había descansado solo unas seis horas, finalmente se abrió el segundo acto, titulado “A compartir”.

Durante el mismo, venciendo mi resistencia típicamente italiana a no compartir nunca la comida sino a disfrutarla siempre de forma individual, con un plato dodo para mí, probamos una selección de quesos, entre los que identifiqué claramente un buen parmiggiano reggiano, y diferentes embutidos, acompañados por uvas, nueces, picos y grissini italianos, y una refrescante y saludable “fruta a la fruta”, compuesta por melón, piña y sandia, enriquecidos con suaves toques de zumos naturales.

Tras una nueva pausa entreactos –el lugar es un auténtico oasis de paz, ideal para hacer pasar las horas sin prisa y disfrutar de los lujos de la vida– empezó el tercero, titulado “Solo para ti”, como si el mismísimo Papagena, en plena caza de pájaros, hubiera leído mis anteriores, e individualistas, pensamientos. Así que, feliz y satisfecha, pudiendo dar rienda suelta a mi egoísmo gastronómico, pedí “solo para mi” un maravilloso bagel cristalino de agucate, burrata y mango, mientras que él, “solo para él”, se hizo con unos fantásticos huevos benedictinos con bacon.

A gusto, en ese ambiente tan tranquilo y privilegiado, que contrastaba con las vistas de una animada plaza oriental, ya nos daba pena de que finalizara esa elaborada armonía de sabores, esa dulce sinfonía de colores, esas mágicas notas de una flauta de aromas freixanas y mozartianas que nos cautivaban también con un “Dulce final”. El acto de clausura, en efecto, del festín gastronómico que estábamos viviendo se materializó entonces con una poderosa trufa pecania, unos labios de Freixa, un músico de chocolate blanco y violetas, una diamante de vainilla y avellana –estos últimos dos, dignos de mención especial–, y una original infusión de manzana e hinojo.

La obra había terminado, in crescendo, a lo grande, con un catártico final y, por fin, mi eterno adolescente esbozó una sonrisa y unas cuantas palabras de aprobación por ese desayuno-almuerzo tan poco tradicional: ¿Se había entonces reconciliado con el brunch? ¿Había por fin triunfado el amor de Papagena y Papageno y el de la lianta Aliapiedi y el resignado Davidapiedi? ¿Había el destino de una flauta, y cocina, mágica vuelto a unir en la misma ola gastronómica a dos novios enamorados de más de dos décadas atrás?

Fueron un par de pájaros, que volteaban en los cercanos jardines de Oriente, los que, acercándose a uno de los altos ventanales de Papagena, contestaron a todas las dudas con una conocida melodía: Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papagena! Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papageno!

[Continuará (espero) con una nueva aventura “aliapiedesca” durante una obra, lírica y gastronómica, en el Teatro Real]

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