«No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos».
Así iba yo por la vida, declarando, casi con orgullo, mi ignorancia en materia gastronómica nipona, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia. Pero todo cambió –«mai dire mai», dijo un viejo sabio italiano, ¡puede que con antepasados japoneses!– cuando en mi errático camino “aliapiedesco” se cruzó el nombre “Ricardo Sanz Wellington”.
Confieso que lo que de inmediato captó mi atención fue el último apellido, el inglés, que enseguida me trajo a la memoria la imagen del prestigioso y lujoso hotel capitalino donde se alojaban mis padres en sus visitas a la capital en los años ochenta y noventa del siglo pasado, cuando Madrid empezaba a hacerse un hueco, cada vez más grande y merecido, en el panorama turístico, y no sólo turístico, europeo. Nada me sonaba, sin embargo, el nombre y el primer apellido, españoles –como corresponde a un madrileño “gato de verdad”, por los cuatro costados– que, mea culpa, identificaban a un afamado, y estrellado, chef, responsable de haber introducido más de veinte años atrás justo esa cocina japonesa que se ha ido expandiendo por todo el mundo a una velocidad de vértigo, en términos de cantidad, pero no siempre de calidad, como una nueva, y arrasadora, moda culinaria.Investigué entonces sobre él, sobre este ilustre desconocido (para mí), que había sido declarado por la Real Academia de Gastronomía mejor restaurador, en 2006, y, por el Gobierno de Japón, promotor de la cultura nipona, en 2016.
Llegué entonces a la conclusión de que si, aunque fuera una sola vez en mi vida, tenía que probar la, tan aclamada por todos, cocina japonesa, lo haría de la mano, de las expertas manos, del mejor representante de ella en el rico panorama gastronómico capitalino, todo un chef con tres soles Repsol y, last but not least, con una estrella, o étoile, Michelin –pronunciado con acento francés 😉–.
Así que, armándome de valor, y de una vestimenta apropiada a la incierta climatología de una noche de principios de otoño, en la que aún llevaba en el cuerpo las ganas del verano y en la mente el inminente, y ya retrasado, cambio de armario, acompañada, como siempre, por David, me animé a enfrentarme a la cocina “japo”, con el “consuelo” de que la propuesta del restaurante en cuestión prometía toques de fusión mediterránea.

El destino era la calle Velázquez 6, en el exclusivo barrio de Recoletos, en pleno distrito de Salamanca, a una corta distancia del conocido parque de El Retiro. Aparcamos enseguida en una calle muy cercana y, unos pocos pasos a piedi más tarde, ya nos encontrábamos ante el esplendoroso portal que da acceso al Ricardo Sanz Wellington, cuya entrada, por fuera, estaba separada de la principal del hotel, a menudo custodiada por un enorme toro vestido de torero, que hace compañía al impecable, y siempre presente, botones uniformado.
Unas enormes farolas art déco de latón, iguales a las que decoran toda la planta baja de la elegante estructura hotelera, brillaban, y hacían brillar, en la oscuridad de la capital, ese elegante acceso donde, además, destacaban con luz propia unas cuantas, y prestigiosas, condecoraciones: los tres soles de la Guía Repsol y la exclusiva estrella de la Guía Michelin, un auténtico y original firmamento (casi) a ras del suelo, que de por sí imponía cierto respeto y admiración.

Después de la foto de rigor ante ese panorama estelar, aunque todavía con la duda en el cuerpo por mi atrevimiento, los dos cruzamos ese portal y, tras recorrer una escalera y un vestíbulo invadidos por la luz artificial, nos adentramos finalmente en la oscuridad de Ricardo Sanz o, mejor dicho, en la luminosa oscuridad de su prestigioso restaurante, envuelto por un respetuoso silencio y una escenográfica penumbra, rota solo por los colores, vivos y animados, de un enorme, y llamativo, cuadro contemporáneo de temática ictícola, por supuesto, de Abraham Lacalle.

Tras la zona de recepción –en la que, bajo unos evocadores círculos luminosos suspendidos que parecen aureolas de este santo, o diablo, de la cocina, se exponen, en una vitrina lateral, los diferentes certificados y reconocimiento de excelencia–, se abría la sala principal, decorada de una forma sencilla y elegante, de diseño atemporal e minimalista, conforme a la mejor tradición japonesa, con madera en el techo y en el suelo, un fuerte pilar principal, sustentando lo que parecía una nube estilizada, sillas y mesas bajas, distribuidas en dos niveles, y una larga y reluciente barra, frente a la cual se distribuían unos asientos altos para los que quieran disfrutar de cerca del espectáculo de la preparación de la comida.
Aquí, en esta zona tan destacada del local, como si se tratara de su centro de gravedad –de hecho, así es–, unos estratégicos puntos de luz ilustraban, y exaltaban, la habilidosa labor de unos expertos cocineros –entre ellos Esteban Murata, valiosa mano derecha , y socio, de Ricardo Sanz– que, armados de cuchillos afilados, con cortes firmes y precisos se entretenían, y entretenían, con selectas carnes y crudos pescados.
Hipnotizada por su arte ‒no por la falta de cocción de los alimentos que tan hábilmente manipulaban– y por la armonía que acompañaba sus movimientos silenciosos y sincronizados, no me había percatado de que la encargada de la sala nos estaba esperando para llevarnos a nuestra mesa y dejarnos a la merced del experto, y apasionado, sumiller Jorge Thuiller, y de un profesional, y a la vez afable, camarero llamado Alberto.
Estaba a punto de iniciar la aventura gastronómica, en todos los sentidos, y yo seguía planteándome cómo hacer que David diera buena cuenta de los platos que no me inspiraran sin que nadie se diera cuenta. Así que, cómodamente sentados en una estratégica esquina con vistas a todo el restaurante, incluida la evocadora barra, tras una cerveza helada y un sencillo vaso de agua, empezó el festín del dinámico, y completo, menú Omakase, que cambia en función de los productos de temporada y está formado por unos cuantos platos icónicos del “maestro de maestros” o, mejor dicho, “Kyoshi”, Sanz –nombre con el cual se ha bautizado el otro exitoso restaurante madrileño perteneciente al grupo Ricardo Sanz y alojado en hotel Double Tree by Hilton Madrid-Prado–.
Sin embargo, antes de emprender este peligroso viaje hacia la tierra del Sol Naciente, tenía que solucionar un problema técnico, estrictamente relacionado con mi falta de práctica con la comida oriental: los palillos. Podía manejarlos, en realidad, pero no a nivel de experto como David o cualquier japonés, así que, para evitar manchar, debido a mi escasa destreza, la servilleta de lino o la mesa de cuero, tan sencilla, y a la vez tan estilosamente preparada, según la mejor tradición japonesa, con todos los elementos, impolutos y milimétricamente colocados, un poco avergonzada –¿por qué me había metido en ese lío?, pensé–, pedí amablemente a Alberto si podía traerme unos (vulgares) cubiertos, y él, con una sonrisa, me contestó que también disponían de unos palillos especiales, dotados de un curioso (y socorrido) mecanismo elástico que permite a cualquiera manejarlos con gran facilidad. Feliz y aliviada, por fin me encontraba lista de verdad para probar por primera vez en mi vida, o por lo menos intentarlo, unos cuantos nigiris, sashimi… ¡y lo que hiciera falta!
Mientras la sala poco a poco se iba asombrosamente llenando de gente de todas las edades y nacionalidades, el sumiller nos propuso acompañar el menú con un espumoso catalán, un Recaredo Terrers, Brut Nature, de Corpinnat. Sus frescas burbujas, de viva acidez, fueron las encargadas de acompañar una primera degustación de aperitivos o, mejor dicho, de un “aperitivo zensai” que, escenográficamente presentado, se encargaba de introducirnos, según un orden prestablecido, en el concepto “japo-cañí” con el cual Ricardo Sanz se ha dado a conocer a principio de este milenio y siglo: primero fue un misocido, caldo de cocido fusionado con miso, después una croqueta de atún con mayonesa japonesa, luego una fresca ensalada de espinacas con sésamo tostado, para continuar con un pedacito de anguila y finalizar con una gyoza.
Con respeto y temor –con exclusión de las gyozas, que probé, encantada, por primera vez en Japón–, sin prisa pero sin pausa, un bocado tras otro, comía cada uno de esos tesoros en miniatura, sin pensar en los ingredientes, de alta calidad, por supuesto, que, en otra ocasión, nunca me hubiera planteado probar –desde la mayonesa hasta la anguila, por citar sólo dos ejemplos–, pero, a pesar de mis prejuicios, y bajo la mirada sorprendida de David, fui conquistada por cada uno de ellos.

Superada con honor esta primera etapa, que finalizaba con unos espárragos ‒de Tudela, por supuesto‒ aliñados con maestría, hizo acto de presencia el bis de bivalvos, formado por una zamburiña gallega con mantequilla ahumada de miso y una concha fina de Málaga con salsa brava. Ambas, presentadas como unas auténticas joyas sobre lo que me parecía una especie de altar, me atraparon con su sabor delicioso, como también lo hicieron unas impresionantes, y frescas, ostras, desprovistas de perlas, pero ricas en esencias del mar, abrazadas, casi protegidas por una caja de madera.
Encantada, cada vez más animada y alejada de mis resistencias psicológicas, me enfrenté seguidamente con valor, y bastante curiosidad, a un peculiar tris de usuzukuri, que se abría con un original y “reactivo” pez limón con flor eléctrica que, en honor al prohibido pez globo, producía un efecto mágico en la boca, casi adormilando el paladar. A pesar del (inexistente) peligro de un electroshock bucal, divertida y entretenida, no dudaba ni un segundo en hacerme con ese plato tan original, al cual le siguió el del corte fino de una magnífica lubina con salsa meunier, y otro, delicioso, de toro con pa amb tomaquet.
Y todo ello, por supuesto, rigurosamente crudo, crudo como nunca hubiera querido, crudo y, como nunca, ¡exquisito!
Mimados por Alberto que, como todo el personal de sala, y de cocina, ejercía su labor con gran profesionalidad, llegó la hora de la genial reinterpretación de los huevos rotos o, mejor dicho, de unos “boles de atún”, soberbia mezcla de huevos de corral con patata negra canaria y de un espectacular atún macerado, recién pescado, o así lo parecía, en el rico y animado mar (del mercado) de la capital.
Y mientras comentábamos la calidad de los productos utilizados, y proporcionados en su justa cantidad, a favor de una magnífica digestión y de una nula sensación de pesadez, como si se tratara de una visión celestial, apareció por fin él, el chef, el itamae, el kyoshi, el maestro de maestros, con su cuidada barba blanca, a juego con la estilosa, e impoluta, chaquetilla decorada con el simpático logo del grupo Ricardo Sanz, y sus cordiales palabras, pocas, medidas y, sobre todo, de calidad, a la par de su comida.
Nos presentamos, le expresamos toda nuestra admiración por sus creaciones gastronómicas, intentando, sin éxito, que nos revelara el secreto de su exquisitez, le inmortalizamos con una foto, y él, con una silenciosa y tímida sonrisa de gratitud y satisfacción en la mirada, así como apareció, se fue.
Hombre de pocas palabras, y muchos hechos, tras saludar también a los demás comensales que se deleitaban con su comida, se dirigió hacia la barra, uniéndose a su valioso equipo como director de orquesta del vals, armonioso y sincronizado, que llevaba a la preparación, y perfección, de sus nigiris tan afamados, y, por ende, tan imitados…
Fue así como, a falta de uno, se materializaron dos tris de estos, el primero de pez limón con mojito, salmón marinado con toque coreano de kimuchi y ventresca de atún flambeada, y el segundo de huevo de codorniz y trufa, pez mantequilla y una originalísima hamburguesa de Waygu con arroz frito. David, extasiado, probaba, y disfrutaba, uno tras otro, de esos manjares, mientras que la que suscribe, que hasta ese momento había heroica y gustosamente todos los platos ofrecidos, tuvo un instante de duda frente al de huevo de codorniz. Ya no le tenía ningún miedo al pescado crudo, al de Ricardo Sanz, por supuesto, pero ese huevo, que con su vivo color amarillo coronaba ese hongo tan valioso, seguía siendo para mí un (casi) insuperable impedimento. Me lo hubiera saltado sin problemas, pero fue tanta, y tan acertada, la insistencia de mi marido que, con los ojos cerrados, me hice con él de un sol bocado –reconozco que no me desagradó, pero, sin lugar a duda, todo lo demás me conquistó con mucha más pasión–.
Con ese último “esfuerzo”, creíamos que la degustación ya se había acabado pero, en realidad, acompañado por un tinto Malleoulus de las bodegas Emilio Moro, según la impecable sugerencia del atento sumiller, se materializó una última, y sabrosa, pieza gastronómica: un temaki de torrezno que, una vez más, sorprendió no sólo nuestro paladar, con su increíble, y conseguida, fusión soriano-japonesa, sino también nuestra vista, presentado como estaba en un curioso plato de líneas curvas y onduladas que, como olas de un mar oceánico en libertad, parecía fusionarse con esta pieza artesanal.
Daba pena comérsela, pero así tenía que ser para alcanzar el gran final de ese festín espectacular, con un delicado, y tradicional, mochi a base de arroz glutinoso relleno de cremoso, acompañado por un típico licor japonés cuyo nombre no puedo recordar, pero cuyo sabor llegó directo al paladar.
El show concluyó, con la misma elegancia, delicadeza y exquisitez con la que había empezado, y, felices y agradecidos, salimos de ese original templo japo-mediterráneo madrileño, cruce de caminos entre culturas gastronómicas tan lejanas, y a la vez tan cercanas, gracias a la genialidad de Ricardo Sanz, que destaca como un faro, sol(es) y estrella en el rico firmamento culinario de la capital.
Ahora bien, tras esta experiencia de cocina de fusión nipona, de sublime calidad, que enamora, y enamorará, no sólo a sus apasionados fans, los de siempre y de verdad, sino también a todos a los que, como yo, tozudamente desconfiados, desconocían esta sublime realidad, puedo seguir declarando, orgullosa, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia, que «No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos»… ¡con la única excepción del universo estelar de Ricardo Sanz Wellington!
¡Gracias por tu hospitalidad, Ricardo Sanz!