Me encantan los brunch.
Sin embargo, desde cuando vine a vivir a Madrid, hace más de veinte años, solo tuve una única ocasión de disfrutar de esa, para mí genial, combinación de breakfast + lunch que en mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a principios del Tercer Milenio ya estaba de moda entre los hoteles y cafeterías de un cierto nivel. Aquí, sin embargo, más allá de la inicial escasa oferta, lo que me impedía disfrutar de esta peculiar fórmula de avituallamiento dominical era mi marido que, a pesar del paso de los años, seguía manteniendo, a diferencia de la que suscribe, un metabolismo de eterno adolescente que le permitía no perdonar nunca un breakfast en toda regla y un lunch como es debido –y, entre medias, si fuera posible, un tentempié–, sin extrañas florituras americanas.
Así que, tras más de dos décadas casados, me iba costar no poco esfuerzo volver a engañarle para llevarle, más bien arrastrarle, a un brunch madrileño. Pero cuando me enteré de que en la sexta planta del prestigioso Teatro Real capitalino se había inaugurado un espacio privilegiado con vistas superlativas al Palacio Real, llamado Papagena –en honor a la contraparte femenina del divertido hombre-pájaro de la Flauta Mágica de Mozart– decorado por el afamado Luis García Fraile –dato relevante para mí, amante de la estética y de la “forma” de las cosas– y en el que, además de las cenas ofrecidas, también entreactos, de jueves a domingo, se organizaba también un brunch dominical, en un horario amplio y razonable, desde las 12.00 hasta las 16.30, con una carta diseñada por el chef estelar y solar Ramón Freixa, con dos estrellas Michelin y tres soles Repsol –este dato, obviamente, jugaba a favor de la pasión de mi marido por la sustancia gastronómica–, ya tenía todos los ingredientes para poner en marcha un irrenunciable plan “brunchiano”.
Dicho y hecho un domingo de mediados de febrero que, por la temperatura agradable, se parecía más al de uno del mes siguiente, ya estábamos en la elegante y escenográfica plaza de Oriente, mandada construir por el rey José Bonaparte. El sol, cálido y poderoso, besaba con sus rayos la fachada principal de ese coliseo que, inaugurado por Isabel II para que Madrid, en términos líricos, estuviera a la par de las demás capitales europeas –pero, en honor a la verdad, tengo que reconocer que es imposible alcanzar el nivel y la belleza de la Scala de Milán–, silencioso, a la par de su majestuoso vecino, el Palacio Real, asistía al espectáculo de la vida en los homónimos jardines orientales a sus pies, repletos, cada vez más, de turistas procedentes de todos los países del mundo y de pájaros alegres que, con sus bailes y cantes anunciaban en el ambiente la llegada de una cada vez más prematura primavera –¿y, a lo mejor, de Papageno y Papagena?–.
Tras unos minutos de obligada contemplación, y las fotos de rigor, dejamos atrás aquella postal, encaminándonos por una de las dos calles que flanqueaban el Teatro Real, la de Carlos III, y, unos pocos pasos a piedi, nos topamos con una puerta giratoria de acceso, secundario, al mencionado teatro tras la cual, en un amplio vestíbulo, se encontraba el servicio de guardarropa. Tras haber dejado mi abrigo, nos fuimos directos hacia el ascensor, siguiendo las instrucciones de la amable encargada, rumbo a la sexta planta, y nada más abrirse las puertas de nuestro medio de elevación hacia el cielo de Madrid, o el de Papagena, como invitante tarjeta de visita musical, se materializó un valioso y antiguo clavicémbalo que, enseguida, captó toda mi atención, y la de mi Smart-phone.
Mi marido, paciente pero hambriento –a pesar de que ya había desayunado algo–, me estaba esperando y, finalmente, a los pocos minutos los dos hicimos nuestro ingreso triunfal en el regio y flamante restaurante.
La decoración y la arquitectura, por supuesto, fueron lo primero que me impactó: techos altos de cortinas infinitas, escenográficas plantas colgantes como si se tratara de unos jardines de Babilonia, cómodos sofás de líneas curvas e llamativos colores turquesa y esmeralda, una barra reluciente de exóticas reminiscencias -o, al menos, a mí me produjo esa sensación–, una luz artificial que, discreta y suave, se sumaba a la natural que entraba de los enormes ventanales y, tras estos, una soberbias e incomparables vistas a la fachada este del Palacio Real y de la, más reciente, y menos armoniosa, Catedral de la Almudena (v. foto de la portada).
Todo ello, para mí, ya era de por sí motivo suficiente para quedarme más que satisfecha con la elección, olvidándome por completo que, en realidad, la verdadera finalidad de esa misión “papagenaria” era la de conquistar el exigente paladar de mi eterno adolescente. Había llegado la hora de la verdad: para mí, para él y, sobre todo, para el curioso personaje de la célebre obra mozartiana –la última, y la más espectacular de todas, a la que asistí en mi amada Scala milanesa, en el milenio pasado–.
El encargado de la sala, impecable, nos llevó a nuestra mesa, bien presentada, con servilletas bordadas, vasos de cristal y una evocadora rosa roja, que, atrevida, nos recordaba la nula celebración por parte de ambos del anterior día de San Valentín. A los pocos minutos se personó un camarero, perfectamente uniformado, que, dándonos la bienvenida con un Chandon Garden Spritz, nos explicó como había que interpretar la inminente obra culinaria en cuatro actos llamada “Menú Brunch”.
Tras la líquida ouverture, a base también de agua natural ligeramente aromatizada, empezó el primer, y sólido, acto, titulado “A disfrutar”. En él los dulces y salados protagonistas eran croissant d’or, que brillaban de luz propia, pain au chocolat y financier de café, a los que se sumaban unas atípicas porras con jamón, una quiche caprese, afortunada mezcla de pesto italiano (de verdad) y hojaldre francés, y una mille crepe de salmón, mientras que un elegante, y exquisito, coctel semisólido de yogurt y guayaba puso el sinfónico colofón de esta primera parte de la obra.
A continuación, tras un pausado momento de descanso en el que la relajante, y acertada, música de ambiente intentaba socavar mi voluntad de mantenerme despierta tras una larga noche cumpleañera, digna de ese concepto de comida pero no de un cuerpo, el mío, que había descansado solo unas seis horas, finalmente se abrió el segundo acto, titulado “A compartir”.

Durante el mismo, venciendo mi resistencia típicamente italiana a no compartir nunca la comida sino a disfrutarla siempre de forma individual, con un plato dodo para mí, probamos una selección de quesos, entre los que identifiqué claramente un buen parmiggiano reggiano, y diferentes embutidos, acompañados por uvas, nueces, picos y grissini italianos, y una refrescante y saludable “fruta a la fruta”, compuesta por melón, piña y sandia, enriquecidos con suaves toques de zumos naturales.

Tras una nueva pausa entreactos –el lugar es un auténtico oasis de paz, ideal para hacer pasar las horas sin prisa y disfrutar de los lujos de la vida– empezó el tercero, titulado “Solo para ti”, como si el mismísimo Papagena, en plena caza de pájaros, hubiera leído mis anteriores, e individualistas, pensamientos. Así que, feliz y satisfecha, pudiendo dar rienda suelta a mi egoísmo gastronómico, pedí “solo para mi” un maravilloso bagel cristalino de agucate, burrata y mango, mientras que él, “solo para él”, se hizo con unos fantásticos huevos benedictinos con bacon.

A gusto, en ese ambiente tan tranquilo y privilegiado, que contrastaba con las vistas de una animada plaza oriental, ya nos daba pena de que finalizara esa elaborada armonía de sabores, esa dulce sinfonía de colores, esas mágicas notas de una flauta de aromas freixanas y mozartianas que nos cautivaban también con un “Dulce final”. El acto de clausura, en efecto, del festín gastronómico que estábamos viviendo se materializó entonces con una poderosa trufa pecania, unos labios de Freixa, un músico de chocolate blanco y violetas, una diamante de vainilla y avellana –estos últimos dos, dignos de mención especial–, y una original infusión de manzana e hinojo.
La obra había terminado, in crescendo, a lo grande, con un catártico final y, por fin, mi eterno adolescente esbozó una sonrisa y unas cuantas palabras de aprobación por ese desayuno-almuerzo tan poco tradicional: ¿Se había entonces reconciliado con el brunch? ¿Había por fin triunfado el amor de Papagena y Papageno y el de la lianta Aliapiedi y el resignado Davidapiedi? ¿Había el destino de una flauta, y cocina, mágica vuelto a unir en la misma ola gastronómica a dos novios enamorados de más de dos décadas atrás?
Fueron un par de pájaros, que volteaban en los cercanos jardines de Oriente, los que, acercándose a uno de los altos ventanales de Papagena, contestaron a todas las dudas con una conocida melodía: Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papagena! Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papageno!
[Continuará (espero) con una nueva aventura “aliapiedesca” durante una obra, lírica y gastronómica, en el Teatro Real]

Tras casi un mes de calor sofocante, rondando casi siempre los cuarenta grados de día y poco menos de treinta por la noche, finalmente la feroz, casi infernal, climatología había decidido dar un respiro a todos los que permanecíamos estoicamente en la capital, dando paso a unas temperaturas más propias de finales de septiembre.
Teníamos toda la ciudad para nosotros; el mismo centro, siempre lleno de turistas, parecía habernos hecho un hueco para que disfrutáramos con toda tranquilidad, acompañados por una leve y placentera brisa nocturna, de las pintorescas calles alrededor de la plaza de Chueca, increíblemente silenciosas, casi desiertas. Entraban ganas de pasear a piedi horas y horas por este precioso barrio madrileño, pero el “deber” gastronómico nos reclamaba a viva voz cerca de la hermosa plaza del Rey –donde, por cierto, descubrí un reloj solar en lo alto de un moderno edificio, no precisamente bello–, detrás de la curiosa Casa de la Siete Chimeneas, en el número trece de la calle Colmenares.
Allí, al final de esta breve vía –donde, al lado del renovado Barganzo, y apropiándose de su originaria ubicación, se impone también la presencia desenfadada de su hermano pequeño, “
Así que, facilona yo, bajo la mirada desconsolada de David, resignado, una vez más, a mí voluble voluntad, nos dispusimos a embarcarnos en el increíble y exótico festín de Oriente Medio, inaugurado con las seductoras danzas de un pintoresco Pani Puri falafel, una auténtica obra de arte que conquistó de inmediato nuestro sentido de la vista gracias a su acertada combinación de formas y colores. Daba casi pena comérselo de un solo bocado, como nos sugirió Pablo, el eficaz ayudante de Aviv, pero, obedientes, seguimos su consejo, y entonces una explosiva mezcla de diferentes sabores se adueñó de nuestro sentido del gusto, provocándonos lágrimas de alegría…
Y cuando aún nos estábamos “recuperando” de semejante bondad, se personó ante nosotros un hummus, especialidad de la casa, en nuestro caso ligeramente picante, el Masabbaha, un estrepitoso puré de garbanzos –la legumbre que, con ingenioso juego de palabras incluido, da nombre a este restaurante–, mezclado con shifka, limón, comino y un toque de AOVE y acompañado de un delicadísimo y templado pan de pita, que nos permitió no desperdiciar ni un solo gramo de tan increíble manjar, gracias también a unos poco elegantes, pero socorridos, barquitos.
Tras una breve pausa, que aprovechamos para conversar con el increíble compositor de la sinfonía que estábamos viviendo, empezó donde había acabado el anterior, es decir por todo lo alto, el tercer acto. Su íncipit, en efecto, potente y poderoso, fue marcado por un Shishbarak o, mejor dicho, en italiano, por una especie de tortellini hechos en casa –que nada tenían que envidiar a los que se degustan en Bolonia, cuna privilegiada de este tipo de pasta–, rellenos de queso labneh y espinacas, y servidos con piñones y una salsa de yogur caliente y más espinacas –era sólo un tortellino y, aunque de buen tamaño, debo admitir que muy gustosamente hubiera devorado los cinco que normalmente se pueden comer a la carta–. Feliz y satisfecha, no me importaba en absoluto dar rienda suelta a mis instintos básicos alimentarios en esa noche fuera de lo ordinario; tenía muy claro que un par de kilos más, bien ganados, no iban a impedirme disfrutar de ese momento.
Así que seguimos con el festival, con el baile de las degustaciones, con la sinfonía musical. Para desengrasar, Aviv, atento y profesional, nos propuso una ensalada, no una ensalada cualquiera, una Tabulé de verano, perfectamente aderezada, en la que identificamos, más allá de una fresca nectarina de temporada, unas cuantas hierbas como el perejil, menta y rúcula, tan populares en Italia.
Ya me notaba algo más ligera, lista para devorar una Flor para Tami, la original ofrenda floral que Aviv ha dedicado a su mujer –ella, atrevida como él, también lo dejó todo, incluida su profesión de abogado, para dedicarse en cuerpo y alma seguir a este sueño gastronómico compartido hecho realidad– para que todo el mundo pueda ser conquistado por esta flor de calabacín frita, otra conocida especialidad italiana, pero que nada tenía que ver con ésta, de origen israelí, rellena de arroz y queso mozzarella y servida con yogur, hierbabuena y sejug verde.
Y aún faltaba otro plato para finalizar este acto, a saber, unas rodajas de calabaza asadas en el horno, caramelizadas con miel de dátil y envueltas por una crema, y pepitas, de esta misma fruta con tahini y pimientos encurtidos. Su sabor, suave y dulce, era el preludio de los postres y de un nuevo intervalo, marcado por un último chupito a base de limón y arak.
Sólo faltaba una última tarea antes de salir de allí rodando felizmente –si hubiera dependido de mí, hubiera probado todos los platos de la carta, sin ningún remordimiento–: tomarnos una foto con el artífice de esa composición musical, excelso autor de esa obra de arte culinaria y experto guía de ese viaje de ensueño que nos había trasladado a tierras israelíes, a la cultura mediterránea más profunda y, en general, a un universo paralelo, y excepcional, de colores, sabores y olores difícil de olvidar. Aviv allí estaba, prudente y discreto, pero listo, y (justamente) orgulloso, para dejarse retratar en su templo gastronómico entre todos aquellos productos, frescos y de primerísima calidad –de hecho él, dinámico y genial, va cambiando constantemente la carta en función de la disponibilidad de los mismos– que ya le han llevado al estrellato en Madrid y, esperemos en un futuro muy cercano, a la merecida estrella Michelin, una más para colgar en el firmamento que ya tiene en sus habilidosas manos y en nuestra peculiar, y familiar, guía “aliapìedesca”.









Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir
Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.
Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.
Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera
Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.
Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.
Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.
Daba gusto de verdad estar-viajar allí.
En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. “
Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual

No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidad –la correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración –hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.
Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.

Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes,
Las calles, en esa noche tan especial, estaban vacías, sólo pobladas por centenares de agentes de policías, como en el peor momento del duro confinamiento de hace un par de años: parecía que había vuelto esa real pesadilla, pero fue suficiente divisar la coqueta y animada terraza de este local para olvidarse de todo lo demás y volver a la realidad de un encierro provisional y, afortunadamente, excepcional.
Ensimismada en mis fantasiosas reflexiones, después de que mi marido me sacara un par de fotos en la entrada, por fin entramos en el famoso “Martinica”.
Unos amables, y profesionales, camareros, nos dieron la bienvenida mientras que un paso tras otro, nos adentrábamos aún más en el territorio de Martinica, empujados por la llamativa presencia de una cristalera central que abrazaba una hiedra, o puede que fueran unas algas, alojadas en su interior que se asemejaban, en mi mente desenfrenada, a los tentáculos de una peligrosa medusa vegetal.
Un poco más allá, al final de esa extensa sala principal -hay otra, más apartada y recogida, con diferente decoración, aunque igual de escenográfica– “in sordina”, discreta y silenciosamente sentado en una mesa, la mente y el brazo de la belleza formal y, en breve, también sustancial, de este restaurante: el Chef Marcello, con la C mayúscula, ganador de diferentes premios en certámenes nacionales e internacionales.
Después de que nos enseñara una colorida vidriera ubicada en una pared lateral de la sala, que había hecho traer expresamente desde el salamantino
Abrió el baile gastronómico un cocktail literalmente explosivo, una “Flor de Caña Passion”, a base de ron, canela y fruta de la pasión, que, servido “en llamas”, con su espectacular presentación vegetal evocaba la imagen de exóticas playas: la pasión no sólo de su Autor sino también de la fruta que llevaba en su interior se apoderó enseguida de nuestro paladar.
El aperitivo, a base de unos sencillos, y nostálgicos, “grissini” italianos -una especie de colines, muy difíciles de encontrar aquí y que tanto me recuerdan mi país- con un poco de pan con el cual acompañar una salsa de mantequilla, un poco de aceite y unas cuantas aceitunas ya nos había conquistado por completo pero una fresca y saludable ensalada de tomate, piparras, gambones a la parrilla, queso curado y salmorejo, presentada en un precioso plato de color rojo-rosado que parecía fusionarse con su rico contenido, nos cautivó aún más.
Fue después una berenjena a la parmesana ítalo-japonesa la que me hizo avergonzar de la “parmigiana di melanzane” que a veces, en mi casa, humildemente, ofrecía a mis comensales: el vegetal, con los demás misteriosos ingredientes, se derretía suavemente en la sartén y en nuestras bocas abiertas de par en par.
Una fresca copa de Godello para mí y una cerveza 8/70 aún más fresca para mi consorte acompañaron una premiada albóndiga de rabo de toro, anguila ahumada, berenjena y yema curada -segundo mejor plato de rabo de toro de España de 2019, según recitaba la carta-.
Mi marido, carnívoro de profesión, muchísimo más que yo, devoraba ávidamente ese manjar, celebrando en cada bocado su delicada bondad, mientras que yo disfrutaba con una exquisita lubina salvaje a la brasa con puntalette con salsa de txangurro a la donostiarra y una crema de esa albahaca -“basilico”, en mi idioma- que, tan presente en Italia, tanto echo de menos aquí en España.
Y, por si todo ello no hubiera sido suficiente para satisfacer nuestros pecados de gula, una carrillera de ternera al curry rojo con yogur de calabaza y cremoso de zanahoria consiguió despertar nuevamente los instintos básicos de los dos.
No se podía pedir más… sólo un exótico “viaje a Marruecos”, en honor a la mujer marroquí del Chef, donde a una impresionante base de chocolate blanco se añadían, en un pintoresco, dinámico y colorido arcoíris de colores, arenas de frambuesa, galletas, canela, menta y curry con leche fusionada de jengibre y limón: una auténtica obra de arte gastronómica que, adrede y a gusto, no pudimos evitar destrozar con cada bocado.
Faltaba poner el punto final a esa cena tan rica, y enriquecedora, con una de las mejores bebidas de mi tierra: un frío limoncello, servido helado y rigurosamente sin hielo y en un vaso pequeño, alto y fino, como es debido, que con su poder digestivo parecía borrar mágicamente todas las calorías ingeridas despreocupadamente hasta aquel momento. Pero daba igual: Marcello, el local, la cena y esa noche tan original merecían que se apartaran, por ese día, todos los propósitos de una operación bikini espectacular.
Pero la auténtica sorpresa se encontraba al final de esta sala donde, casi oculto en la pared, se abría un mágico ascensor…
El extraño “quintoelemento”, que se añadía a la tierra, al aire, al agua y al fuego, se personó en decenas de flores y plantas que se unían a las que aparecían en diferentes macropantallas; el indefinido “quintoelemento” se materializó en una soberbia decoración donde, entre sofás y sillas, mesas altas y bajas, destacaba una marmórea barra central, repleta de copas impolutas, botellas de diferentes marcas y cocteleras a la espera de ser agitadas; el increíble “quintoelemento” tomó cuerpo en una impresionante cúpula que, dotada de unas pantallas cóncavas retráctiles de casi doscientos metros cuadrados de extensión donde se proyectaba contenido en la máxima resolución, se abría al cielo de Madrid, fusionando armoniosamente los elementos reales y virtuales de ese paraíso terrestre celestial.


Fueron primero unas grandiosas ostras ponzu acompañadas por caviar de arenque, maridadas con champan, que nos sugirió y sirvió Adolfo, el cordial y profesional jefe de sala, las que provocaron un tsunami de sensaciones en el paladar, trasladándonos a dulces recuerdos de agua, sal y mar; seguidamente unos brioches croissants con berenjena, tartar de toro y trufa de rey
, que aunaban los sabores más delicados del monte, el mar y la huerta, nos dejaron con la boca abierta de par en par; un fresquísimo y delicadísimo tiradito de salmón, ligeramente marinado, nos robó el gusto y el corazón;
un exótico y singular taco hindú, que se comía con las manos, nos hizo literalmente chuparnos los dedos; pero el chili crab del señorito, con bogavante, cangrejo real y una sabrosísima salsa con toque picante nos enamoró perdidamente.
Esa valiosa obra de arte culinaria enmarcada en una rústica cazuela hubiera podido ser el colofón final de nuestra espectacular experiencia sensorial, pero “quintoelemento” nos sorprendió una vez más con una escenográfica presentación, con una cortina de humo, calor y vapor desde el cual surgió una espléndida hacha de ternera lechal, cuya carne, a pesar de la escasa cocción, se deshacía levemente en la boca mientras que un dulce amargo aroma de barbacoa envolvía delicadamente ese manjar.
No se podía comer ni pedir más.
Las copas de vino, tinto y blanco, que se habían sucedido en un dulce vals a lo largo de toda la comida, bajo la armoniosa batuta de Adolfo, dejaban por fin paso a los cafés -ellos también a la altura de la situación, con mi gran asombro, como exigente italiana que soy, en constante, desesperada, y la mayoría de las veces, infructuosa búsqueda de un buen ejemplar de esta bebida en la capital-, acompañados por un chocolate en tres texturas que nos cautivó con su dulzura…
Fue entonces, cuando, al final de este festín, de este grandioso homenaje, los dos entendimos plenamente el significado de “quintoelemento”: se trataba de una soberbia exaltación de los cinco sentidos, de una impecable fusión de cocina asiática y latinoamericana, pero con una sólida base mediterránea, gracias al arte y a la experiencia del afamado chef Juan Suárez de Lezo, de un inolvidable viaje gastronómico a través de una experiencia inmersiva en continua evolución, de una increíble satisfacción y emoción para la comida y la alegría de la vida…