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Brunch en Papagena: Una obra culinaria en cuatro actos

Me encantan los brunch.

Sin embargo, desde cuando vine a vivir a Madrid, hace más de veinte años, solo tuve una única ocasión de disfrutar de esa, para mí genial, combinación de breakfast + lunch que en mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a principios del Tercer Milenio ya estaba de moda entre los hoteles y cafeterías de un cierto nivel. Aquí, sin embargo, más allá de la inicial escasa oferta, lo que me impedía disfrutar de esta peculiar fórmula de avituallamiento dominical era mi marido que, a pesar del paso de los años, seguía manteniendo, a diferencia de la que suscribe, un metabolismo de eterno adolescente que le permitía no perdonar nunca un breakfast en toda regla y un lunch como es debido –y, entre medias, si fuera posible, un tentempié–, sin extrañas florituras americanas.

Así que, tras más de dos décadas casados, me iba costar no poco esfuerzo volver a engañarle para llevarle, más bien arrastrarle, a un brunch madrileño. Pero cuando me enteré de que en la sexta planta del prestigioso Teatro Real capitalino se había inaugurado un espacio privilegiado con vistas superlativas al Palacio Real, llamado Papagena –en honor a la contraparte femenina del divertido hombre-pájaro de la Flauta Mágica de Mozartdecorado por el afamado Luis García Fraile –dato relevante para mí, amante de la estética y de la “forma” de las cosas– y en el que, además de las cenas ofrecidas, también entreactos, de jueves a domingo, se organizaba también un brunch dominical, en un horario amplio y razonable, desde las 12.00 hasta las 16.30, con una carta diseñada por el chef estelar y solar Ramón Freixa, con dos estrellas Michelin y tres soles Repsol –este dato, obviamente, jugaba a favor de la pasión de mi marido por la sustancia gastronómica–, ya tenía todos los ingredientes para poner en marcha un irrenunciable plan “brunchiano”.

Dicho y hecho un domingo de mediados de febrero que, por la temperatura agradable, se parecía más al de uno del mes siguiente, ya estábamos en la elegante y escenográfica plaza de Oriente, mandada construir por el rey José Bonaparte. El sol, cálido y poderoso, besaba con sus rayos la fachada principal de ese coliseo que, inaugurado por Isabel II para que Madrid, en términos líricos, estuviera a la par de las demás capitales europeas –pero, en honor a la verdad, tengo que reconocer que es imposible alcanzar el nivel y la belleza de la Scala de Milán–, silencioso, a la par de su majestuoso vecino, el Palacio Real, asistía al espectáculo de la vida en los homónimos jardines orientales a sus pies, repletos, cada vez más, de turistas procedentes de todos los países del mundo y de pájaros alegres que, con sus bailes y cantes anunciaban en el ambiente la llegada de una cada vez más prematura primavera –¿y, a lo mejor, de Papageno y Papagena?–.

Tras unos minutos de obligada contemplación, y las fotos de rigor, dejamos atrás aquella postal, encaminándonos por una de las dos calles que flanqueaban el Teatro Real, la de Carlos III, y, unos pocos pasos a piedi, nos topamos con una puerta giratoria de acceso, secundario, al mencionado teatro tras la cual, en un amplio vestíbulo, se encontraba el servicio de guardarropa. Tras haber dejado mi abrigo, nos fuimos directos hacia el ascensor, siguiendo las instrucciones de la amable encargada, rumbo a la sexta planta, y nada más abrirse las puertas de nuestro medio de elevación hacia el cielo de Madrid, o el de Papagena, como invitante tarjeta de visita musical, se materializó un valioso y antiguo clavicémbalo que, enseguida, captó toda mi atención, y la de mi Smart-phone.

Mi marido, paciente pero hambriento –a pesar de que ya había desayunado algo–, me estaba esperando y, finalmente, a los pocos minutos los dos hicimos nuestro ingreso triunfal en el regio y flamante restaurante.

La decoración y la arquitectura, por supuesto, fueron lo primero que me impactó: techos altos de cortinas infinitas, escenográficas plantas colgantes como si se tratara de unos jardines de Babilonia, cómodos sofás de líneas curvas e llamativos colores turquesa y esmeralda, una barra reluciente de exóticas reminiscencias -o, al menos, a mí me produjo esa sensación–, una luz artificial que, discreta y suave, se sumaba a la natural que entraba de los enormes ventanales y, tras estos, una soberbias e incomparables vistas a la fachada este del Palacio Real y de la, más reciente, y menos armoniosa, Catedral de la Almudena (v. foto de la portada).

Todo ello, para mí, ya era de por sí motivo suficiente para quedarme más que satisfecha con la elección, olvidándome por completo que, en realidad, la verdadera finalidad de esa misión “papagenaria” era la de conquistar el exigente paladar de mi eterno adolescente. Había llegado la hora de la verdad: para mí, para él y, sobre todo, para el curioso personaje de la célebre obra mozartiana –la última, y la más espectacular de todas, a la que asistí en mi amada Scala milanesa, en el milenio pasado–.

El encargado de la sala, impecable, nos llevó a nuestra mesa, bien presentada, con servilletas bordadas, vasos de cristal y una evocadora rosa roja, que, atrevida, nos recordaba la nula celebración por parte de ambos del anterior día de San Valentín. A los pocos minutos se personó un camarero, perfectamente uniformado, que, dándonos la bienvenida con un Chandon Garden Spritz, nos explicó como había que interpretar la inminente obra culinaria en cuatro actos llamada “Menú Brunch”.

Tras la líquida ouverture, a base también de agua natural ligeramente aromatizada, empezó el primer, y sólido, acto, titulado “A disfrutar”. En él los dulces y salados protagonistas eran croissant d’or, que brillaban de luz propia, pain au chocolat y financier de café, a los que se sumaban unas atípicas porras con jamón, una quiche caprese, afortunada mezcla de pesto italiano (de verdad) y hojaldre francés, y una mille crepe de salmón, mientras que un elegante, y exquisito, coctel semisólido de yogurt y guayaba puso el sinfónico colofón de esta primera parte de la obra.

A continuación, tras un pausado momento de descanso en el que la relajante, y acertada, música de ambiente intentaba socavar mi voluntad de mantenerme despierta tras una larga noche cumpleañera, digna de ese concepto de comida pero no de un cuerpo, el mío, que había descansado solo unas seis horas, finalmente se abrió el segundo acto, titulado “A compartir”.

Durante el mismo, venciendo mi resistencia típicamente italiana a no compartir nunca la comida sino a disfrutarla siempre de forma individual, con un plato dodo para mí, probamos una selección de quesos, entre los que identifiqué claramente un buen parmiggiano reggiano, y diferentes embutidos, acompañados por uvas, nueces, picos y grissini italianos, y una refrescante y saludable “fruta a la fruta”, compuesta por melón, piña y sandia, enriquecidos con suaves toques de zumos naturales.

Tras una nueva pausa entreactos –el lugar es un auténtico oasis de paz, ideal para hacer pasar las horas sin prisa y disfrutar de los lujos de la vida– empezó el tercero, titulado “Solo para ti”, como si el mismísimo Papagena, en plena caza de pájaros, hubiera leído mis anteriores, e individualistas, pensamientos. Así que, feliz y satisfecha, pudiendo dar rienda suelta a mi egoísmo gastronómico, pedí “solo para mi” un maravilloso bagel cristalino de agucate, burrata y mango, mientras que él, “solo para él”, se hizo con unos fantásticos huevos benedictinos con bacon.

A gusto, en ese ambiente tan tranquilo y privilegiado, que contrastaba con las vistas de una animada plaza oriental, ya nos daba pena de que finalizara esa elaborada armonía de sabores, esa dulce sinfonía de colores, esas mágicas notas de una flauta de aromas freixanas y mozartianas que nos cautivaban también con un “Dulce final”. El acto de clausura, en efecto, del festín gastronómico que estábamos viviendo se materializó entonces con una poderosa trufa pecania, unos labios de Freixa, un músico de chocolate blanco y violetas, una diamante de vainilla y avellana –estos últimos dos, dignos de mención especial–, y una original infusión de manzana e hinojo.

La obra había terminado, in crescendo, a lo grande, con un catártico final y, por fin, mi eterno adolescente esbozó una sonrisa y unas cuantas palabras de aprobación por ese desayuno-almuerzo tan poco tradicional: ¿Se había entonces reconciliado con el brunch? ¿Había por fin triunfado el amor de Papagena y Papageno y el de la lianta Aliapiedi y el resignado Davidapiedi? ¿Había el destino de una flauta, y cocina, mágica vuelto a unir en la misma ola gastronómica a dos novios enamorados de más de dos décadas atrás?

Fueron un par de pájaros, que volteaban en los cercanos jardines de Oriente, los que, acercándose a uno de los altos ventanales de Papagena, contestaron a todas las dudas con una conocida melodía: Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papagena! Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papageno!

[Continuará (espero) con una nueva aventura “aliapiedesca” durante una obra, lírica y gastronómica, en el Teatro Real]

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Barganzo: ¡(Ya) «Ha nacido una estrella»!

Soy bastante especial, más bien caprichosa, con la comida; no como de todo, más bien de nada, y, en especial, a diferencia de los demás miembros de mi familia, no me gusta la carne, salvo raras excepciones, las propias de los niños: las albóndigas, las hamburguesas, muy hechas, por supuesto, o los escalopes a la milanesa… ¡como yo!

Así que cuando en mi horizonte gastronómico se cruzó Barganzo, tuve claro cuál iba a ser mi destino para una gustosa cena veraniega. Este precioso restaurante, en efecto, ubicado en el barrio de Tribunal, respondía no sólo a mis exigentes y estrictos criterios culinarios, al ser cien por cien vegetariano, sino también a mis recientes deseos de probar cocinas más exóticas y originales, por ser cien por cien kosher.

Dicho y hecho, en pleno mes de agosto, me las ingenié para reservar una mesa en este local, un martes por la noche, en plena semana de la Fiesta de la Asunción, cuando Madrid se vacía repentinamente de la mayoría de su población residente.

La noche era perfecta.

20240813_21015080535258283117097Tras casi un mes de calor sofocante, rondando casi siempre los cuarenta grados de día y poco menos de treinta por la noche, finalmente la feroz, casi infernal, climatología había decidido dar un respiro a todos los que permanecíamos estoicamente en la capital, dando paso a unas temperaturas más propias de finales de septiembre.

20240813_2100422272369845578458752Teníamos toda la ciudad para nosotros; el mismo centro, siempre lleno de turistas, parecía habernos hecho un hueco para que disfrutáramos con toda tranquilidad, acompañados por una leve y placentera brisa nocturna, de las pintorescas calles alrededor de la plaza de Chueca, increíblemente silenciosas, casi desiertas. Entraban ganas de pasear a piedi horas y horas por este precioso barrio madrileño, pero el “deber” gastronómico nos reclamaba a viva voz cerca de la hermosa plaza del Rey –donde, por cierto, descubrí un reloj solar en lo alto de un moderno edificio, no precisamente bello–, detrás de la curiosa Casa de la Siete Chimeneas, en el número trece de la calle Colmenares.

20240813_210608328665146596065227Allí, al final de esta breve vía –donde, al lado del renovado Barganzo, y apropiándose de su originaria ubicación, se impone también la presencia desenfadada de su hermano pequeño, “De Pita Madre”–, estaba hablando por teléfono, al aire libre, el valiente padre de ambos, Aviv Mizrachi, admirando a la vez, o así lo imagino yo, los relucientes escaparates de sus dos hijos comerciales, fruto de una atrevida inversión de entonces y de un merecido éxito de ahora. Barganzo, en especial, tras su breve, pero intensa, existencia en tierra madrileña –abrió sus puertas hace cuatro años, justo antes de la pandemia– brillaba ahora de luz propia con su elegante letrero iluminado y las amplias cristaleras que, asomando también a la calle de San Marcos, captaban los últimos reflejos de un sol a punto de ceder el protagonismo a una luna llena…

Nos lanzamos entonces al encuentro del chef que, tras las debidas presentaciones, nos acompañó hasta el interior de ese precioso local que, tras una conseguida y refinada reforma integral, nos acogió en todo su esplendor.

Una larga barra, donde poder comer o “simplemente” disfrutar de unos originales y elaborados cócteles, genéricos o de temporada, recibía al comensal entre elementos rústicos de madera, en las sillas, las puertas y las mesas, que combinaban sorprendentemente con los de acero, de estilo industrial, en las tuberías y conductos de ventilación a la vista; frondosas ramas de olivo, potente símbolo de paz, colgaban escenográficamente de los techos perfectamente insonorizados, intentando alcanzar con sus ramas las relucientes y amplias cristaleras; originales vitrinas exponían una gran variedad, no sólo de botellas de vino, sino también de productos de temporada, frutas y verduras, en su mayoría, con las que el genial Aviv alimentaba cada día su desenfrenada imaginación y creatividad tras haber abandonado su profesión, tal vez rígida y encasillada, de director financiero, mientras que una amplia e impoluta cocina, también a la vista, entretenía a los clientes con el espectáculo de los colores azules del fuego a gas, los grises de las sartenes y el arcoíris de las especias, hierbas y salsas que adornaban y enriquecían cada plato.

Encantada, me entretenía como siempre con la decoración, con la forma, con el aspecto exterior de las cosas, olvidándome momentáneamente de nuestra principal misión, centrada en la comida, en la sustancia, en la esencia de las cosas…

Mientras David daba cuenta de una cerveza y yo de un vino blanco –he de confesar que los posibles controles de alcoholemia me dejaron con las ganas de probar un llamativo Mary Barganzo, a base de mermelada de tomate picante, zumo de limón, vodka y zumo de tomate–, Aviv nos propuso uno de los dos menús degustación el primero, de dos horas de entretenimiento y gozo gastronómico, al precio de sesenta euros, y el segundo, de tres horas de duración, por diez euros adicionales–. Nos miramos perplejos, pues habíamos ido allí con la idea de compartir dos o tres platos, y puede que un postre, con el fin de no perjudicar nuestros estómagos y, en mi caso, una operación bikini que, como siempre, ni siquiera había empezado cuando el verano ya tocaba a su fin, pero tardamos muy poco –más bien yo, debo confesar– en cambiar de opinión y dejarnos guiar de las manos y la maestría del generoso anfitrión. Al fin y al cabo, se trataba de nuestro viaje de verano, de nuestro viaje a Israel, de nuestro viaje a un país que había descubierto nueve años atrás en la exitosa y fabulosa Expo de mi amada ciudad de nacimiento, Milán, y que a ambos nos había cautivado, no sólo por la belleza de su pabellón, con diferencia el mejor de todos los que tuvimos ocasión de visitar –y no fueron pocos–, sino también de su oferta cultural…

20240813_2130224427678417712622178Así que, facilona yo, bajo la mirada desconsolada de David, resignado, una vez más, a mí voluble voluntad, nos dispusimos a embarcarnos en el increíble y exótico festín de Oriente Medio, inaugurado con las seductoras danzas de un pintoresco Pani Puri falafel, una auténtica obra de arte que conquistó de inmediato nuestro sentido de la vista gracias a su acertada combinación de formas y colores. Daba casi pena comérselo de un solo bocado, como nos sugirió Pablo, el eficaz ayudante de Aviv, pero, obedientes, seguimos su consejo, y entonces una explosiva mezcla de diferentes sabores se adueñó de nuestro sentido del gusto, provocándonos lágrimas de alegría…

20240813_2137332577909753552863878Y cuando aún nos estábamos “recuperando” de semejante bondad, se personó ante nosotros un hummus, especialidad de la casa, en nuestro caso ligeramente picante, el Masabbaha, un estrepitoso puré de garbanzos –la legumbre que, con ingenioso juego de palabras incluido, da nombre a este restaurante–, mezclado con shifka, limón, comino y un toque de AOVE y acompañado de un delicadísimo y templado pan de pita, que nos permitió no desperdiciar ni un solo gramo de tan increíble manjar, gracias también a unos poco elegantes, pero socorridos, barquitos.

Y eso era sólo el principio…

Un chupito de pepino con jinebra puso el punto final al primer acto de esa prometedora obra gastro-musical, dando paso al segundo que se estrenaba a lo grande con un riquísimo, y crujiente, Cigar, una masa brick rellena de puré de patatas y cebolla confitada con sumaq, servido con tahini y sejug, unos ingredientes cuya existencia desconocíamos por completo, pero que en el paladar sonaban como una auténtica melodía perfectamente acompasada.

Educada y entregada a la causa, no dejaba ni una gota de la increíble salsa que lo abrazaba, preparándome en cuerpo y alma para el siguiente plato, la remolacha amarilla con higo, dos productos que, en otras circunstancias, por culpa de mis selectos gustos caprichosos, nunca hubiera probado, pero que, acompañados por el toque amargo de una rúcula deliciosamente aliñada, que también se utiliza con alegría en mi tierra, me supieron a gloria.

Sorprendida por mi recién adquirida versatilidad gastronómica, a continuación probé sin miedo un misterioso Lajuj, una especie de pancake salado, con un leve toque picante, que, acompañado por una increíble mezcla de diferentes mieles, verduras y fruta de temporada, había que partir por la mitad para poder apreciar todo su potencial, siempre según los sabios consejos de Pablo.

Y así, en pleno climax, en el momento de máxima intensidad de sabores, dimos cuenta de un segundo chupito, esta vez a base de sandía y vodka, para dar un merecido descanso a nuestros cinco sentidos tras tanta, y tan explosiva, diversión gastronómica.

El segundo acto, entre vítores y aplausos silenciosos, había finalizado.

20240813_2233277804874768950220456Tras una breve pausa, que aprovechamos para conversar con el increíble compositor de la sinfonía que estábamos viviendo, empezó donde había acabado el anterior, es decir por todo lo alto, el tercer acto. Su íncipit, en efecto, potente y poderoso, fue marcado por un Shishbarak o, mejor dicho, en italiano, por una especie de tortellini hechos en casa –que nada tenían que envidiar a los que se degustan en Bolonia, cuna privilegiada de este tipo de pasta–, rellenos de queso labneh y espinacas, y servidos con piñones y una salsa de yogur caliente y más espinacas –era sólo un tortellino y, aunque de buen tamaño, debo admitir que muy gustosamente hubiera devorado los cinco que normalmente se pueden comer a la carta–. Feliz y satisfecha, no me importaba en absoluto dar rienda suelta a mis instintos básicos alimentarios en esa noche fuera de lo ordinario; tenía muy claro que un par de kilos más, bien ganados, no iban a impedirme disfrutar de ese momento.

20240813_2237078050263362821529368Así que seguimos con el festival, con el baile de las degustaciones, con la sinfonía musical. Para desengrasar, Aviv, atento y profesional, nos propuso una ensalada, no una ensalada cualquiera, una Tabulé de verano, perfectamente aderezada, en la que identificamos, más allá de una fresca nectarina de temporada, unas cuantas hierbas como el perejil, menta y rúcula, tan populares en Italia.

20240813_2249087842113029869121478Ya me notaba algo más ligera, lista para devorar una Flor para Tami, la original ofrenda floral que Aviv ha dedicado a su mujer –ella, atrevida como él, también lo dejó todo, incluida su profesión de abogado, para dedicarse en cuerpo y alma seguir a este sueño gastronómico compartido hecho realidad– para que todo el mundo pueda ser conquistado por esta flor de calabacín frita, otra conocida especialidad italiana, pero que nada tenía que ver con ésta, de origen israelí, rellena de arroz y queso mozzarella y servida con yogur, hierbabuena y sejug verde.

20240813_2258185599793365199532603Y aún faltaba otro plato para finalizar este acto, a saber, unas rodajas de calabaza asadas en el horno, caramelizadas con miel de dátil y envueltas por una crema, y pepitas, de esta misma fruta con tahini y pimientos encurtidos. Su sabor, suave y dulce, era el preludio de los postres y de un nuevo intervalo, marcado por un último chupito a base de limón y arak.

Esa pausa nos sirvió para dialogar nueva y amablemente de todo un poco con Aviv, intentando sonsacarle la receta secreta de su maestría culinaria –pero no hubo forma: es un don innato y él, afortunadamente, ha sabido aprovecharlo–, hasta que se materializaron las dos últimas y soberbias creaciones, fulcro del cuarto, y último, acto, centrado en mi suave caída en los calóricos, y bienvenidos, abismos de un típico Malabi, un delicado flan hecho con agua de rosas y acompañado de fruta y pistacho, y de una gustosa, potente y poderosa, Mousse de chocolate y café con cardamomo.

En ello consistió el apoteósico final del increíble menú degustación, cuyo precio, en relación con la cantidad y, sobre todo, calidad de los ingredientes utilizados resulta bastante contenido.

20240813_2347004361855773630522125Sólo faltaba una última tarea antes de salir de allí rodando felizmente –si hubiera dependido de mí, hubiera probado todos los platos de la carta, sin ningún remordimiento–: tomarnos una foto con el artífice de esa composición musical, excelso autor de esa obra de arte culinaria y experto guía de ese viaje de ensueño que nos había trasladado a tierras israelíes, a la cultura mediterránea más profunda y, en general, a un universo paralelo, y excepcional, de colores, sabores y olores difícil de olvidar. Aviv allí estaba, prudente y discreto, pero listo, y (justamente) orgulloso, para dejarse retratar en su templo gastronómico entre todos aquellos productos, frescos y de primerísima calidad –de hecho él, dinámico y genial, va cambiando constantemente la carta en función de la disponibilidad de los mismos– que ya le han llevado al estrellato en Madrid y, esperemos en un futuro muy cercano, a la merecida estrella Michelin, una más para colgar en el firmamento que ya tiene en sus habilidosas manos y en nuestra peculiar, y familiar, guía “aliapìedesca”.

¡Suerte con tu aventura estelar!

Para nosotros: ¡Ya «Ha nacido una estrella»!

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Frívolos: Cena, espectáculo, amistad… ¡y mucha frivolidad!

Hay personas con las que conectas enseguida, con sólo una llamada, con unas pocas palabras, con una mirada. Con Amparo, polifacética responsable de comunicación de “Frívolos”, fue así.

Todo empezó con un mensaje virtual que nunca llegó a su destino o, mejor dicho, que acabó en la carpeta de Spam de su correo electrónico para que nuestra potencial relación epistolar acabara sin ni siquiera empezar. Pero el destino, el Fato caprichoso, lo arregló todo y, a los pocos días, en una calurosa noche de verano, mientras que ella conducía de vuelta a casa tras una de sus enésimas e intensas jornadas de trabajo y yo me entretenía con tareas domésticas (muy domésticas) al aire libre, ya estábamos las dos conversando amablemente por teléfono, sería mejor decir “enrollándonos como unas persianas”, sobre múltiples temas, gastronómicos, in primis, pero también viajeros, políticos y futbolísticos, como si nos conociéramos de toda la vida –o nos hubiera gustado que así fuera–. Y, entre una charla y otra, acordamos una cita en el mencionado restaurante (y mucho más), inaugurado hace un par de meses en San Sebastián de los Reyes.

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Nada más llegar allí, en este municipio de la Comunidad de Madrid que hasta ese momento sólo conocía por su “estiloso” outlet y, en frente, por una “microciudad” que frecuentaban mis hijos cuando eran pequeños, me sorprendió gratamente el cuidado y la belleza de su enclave, en un recinto cerrado donde, entre la rebosante vegetación, poblada por peligrosos animales en libertad, como patos y pavos reales, se podía aparcar con absoluta facilidad –ventaja de la cual cada vez se goza menos en la capital–. Completaban ese cuadro bucólico, ideal para eventos exclusivos y privilegiados –que, en efecto, tendrán lugar en un futuro no muy lejano–, no sólo las vistas, a la sierra y también a las cinco torres madrileñas, sino también un curioso y llamativo arco-pasillo de tonos rojos que recordaba aquel, casi infinito, del célebre santuario sintoísta de Fushimi Inari Taisha in Kyoto, formado por centenares de puertas torii del mismo color. En este caso, ese elemento arquitectónico era el curioso e invitante portal de acceso al templo de la diversión y, sin pensármelo dos veces, tras las fotos de rigor, acompañada por mi marido, me lancé hacia él.

Un paso tras otro, a piedi, nos fuimos acercando, literalmente, a un peligroso huracán infernal que, proyectado al final del sugestivo túnel, acogía, casi engullía, a los atrevidos, y animados, comensales. Allí no nos esperaba Lucifer, sino Ricardo, atento y profesional responsable de sala con una larga y consolidada trayectoria en el sector hostelero y, después de treinta segundos de reloj, mi (des)conocida interlocutora telefónica, excelente anfitriona de ese lugar.

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Nos reconocimos inmediatamente, nos sonreímos, nos abrazamos y, tras las debidas presentaciones, encantadas de habernos por fin conocido, empezamos la visita guiada por ese increíble reino de la “frivolidad” que se había milagrosa y espectacularmente levantado en unos pocos meses sobre las cenizas de un anterior local.

Ahora allí todo resplandecía: la impresionante y sugestiva barra central, parecida a un llamativo “árbol de la vida” bajo cuyas ramas de madera los maestros cockteleros, con maestría y habilidad, preparaban pociones mágicas, la amplia cocina a vista, “frívolamente” dirigida por el afamado chef Álvaro Vela, que, sin pensarlo dos veces, aceptó regresar a la madre patria desde se retiro luxemburgués, y las impolutas y elegantes mesas, altas y bajas, de la sala central, algunas de las cuales desaparecen a medianoche, como por arte de magia, convirtiendo la sala en una animada pista de baile, para poder disfrutar de la actuación, en directo, de reconocidos grupos musicales.

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Amparo y yo hablábamos sin parar, las preguntas y las respuestas se sucedían a una velocidad de vértigo, las ganas de conocer la historia, muy reciente, de ese prometedor proyecto del presente, y del futuro, aumentaban exponencialmente hasta que por fin apareció el genial artífice, y emprendedor, de toda ese reino: Alfredo Merillas.

Nuevas, entretenidas, y prácticamente infinitas, conversaciones, sobre todo gastronómicas, surgieron entre nosotros, mientras que, de pie, apoyados a la mágica barra-árbol central, tomábamos unas cervezas y un cocktail espectacular, no solo por su composición, a base de frescos y naturales frutos rojos, sino también por su (más que) original presentación ¡en un zapato de tacón! Y no un tacón cualquiera, sino el del inconfundible y elegante Louboutin que, para la ocasión, se abría de par en par para dejar saborear con una pajita su afrodisíaco y líquido contenido: ¡una auténtica “frivolidad”!

Los minutos, casi las horas, pasaban rápidamente, mientras que el sol, al horizonte, con sus últimos rayos naranjados iluminaban las mesas de la coqueta terraza exterior con vista al jardín y a los “frívolos” pavos reales, ocupadas en su totalidad a pesar de las altas temperaturas veraniegas.

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Allí nos hubiéramos quedado largo rato, conversando serena y despreocupadamente con el amable trío mosquetero formado por Amparo, Ricardo y Alfredo, pero el “deber gastronómico” apremiaba así que, tras el sorprendente descubrimiento de unos potenciales vínculos familiares por tierras manchegas –pero esta ya es otra historia–, finalmente nos sentamos en una mesa interior, al amparo del aire acondicionado y de un pavo real que, símbolo y logo de “Frívolos”, desde lo alto una pared nos vigilaba para que diéramos rienda suelta a nuestra “frivolidad”.

Y así fue.

Siguiendo las acertadas sugerencias de Ricardo empezamos nuestra “frívola” experiencia culinaria, tras una copa de vino y una cerveza acompañada por unos sabrosos y calientes chopitos con ali-oli.

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Fueron después unas cremosas y gustosísimas croquetas de marisco que se derretían en la boca las que nos dejaron un nostálgico sabor de mar, mientras que, siempre “cabalgando la ola” marina, fue un espectacular ceviche de lubina, fresquísimo y en su justo punto de lima, el que nos trasladó a las lejanas tierras peruanas –uno de los mejores ceviches que he probado en mi vida–.

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Y tras los platos de pescado, tocaron los de carne y, más específicamente, el de una impresionante presa ibérica de bellota al carbón, acompañada, en nuestro caso, por una rica ensalada de col –no suelo comer productos cárnicos, no porque sea vegetariana, sino más bien caprichosa, y mis conocimientos en materia no van más allá de una milanesa, en honor a mi ciudad, o una hamburguesa, pero este plato, con mi gran sorpresa, me conquistó tanto que a gusto degusté más de una pieza–.

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Con tanta calidad, que nos llevaba inevitablemente a comparar esas delicias culinarias, obra de un auténtico cocinero, con los platos, no precisamente exquisitos y delicados, que normalmente se sirven en los restaurantes que ofrecen también espectáculo, fuimos poco a poco acercándonos al postre, un sorprendente, y picante, brownie de chocolate con helado de vainilla, y al momento “clou” de la noche, el del sorteo ante una eficaz notaria-camarera de tres entradas para el concierto de Karol G en el Bernabéu.

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Y tras quitarse el precinto de una indestructible caja blindada de papel que custodiaba las papeletas de todos los comensales, después de unos interminables segundos de suspense… ¡¡¡salió el 27!!!, el número que en ese evento glorioso le había tocado a mi marido –el sorteo no fue amañado, os lo prometo, aunque no hubiera dudado ni un segundo en arreglarlo “a la italiana” 😉 –.

¡No se podía pedir más de tanta bendita “frivolidad”!

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Y tras brindar con una copa por el regalo inesperado, ofrecido, una vez más, por el Fato caprichoso, empezó la fiesta de verdad con el esperado show musical.

A medianoche en punto, como unas atípicas Cenicientas rockeras, los componentes del grupo “The Melody Pop” se subieron al escenario y, a los pocos minutos, dieron rienda suelta a su “frivolidad”.

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El cantante, dotado de una versatilidad gutural impresionante, entretenía el público con unas exitosas piezas de los ochenta y los noventa, como las de Hombres G, Umberto Tozzi –con una curiosa, pero conseguida, versión “españolizada” de mi “Gloria” italiana–, Pereza y muchos más, y el público, entregado, a la par que yo, no podía evitar cantar y bailar con alegría y “frivolidad” en esa sala principal, rápidamente vaciada de sus sillas y mesas para que los “frívolos” clientes pudieran “desmelenarse” libremente.

Y fue así como por culpa de, y gracias a, una magnífica y errónea casualidad, surgió una increíble amistad, embellecida por una cena rica y exquisita, una banda arrasadora y apasionada y unas entradas valiosas y codiciadas.

¡Gracias Amparo por habernos convertido a todos los efectos en unos seres “Frívolos” de verdad!

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El Bajío: Un increíble viaje mexicano

10000611514690707175249687954Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir El Bajío de Madrid, ahora, con mucha honra, acaba de subir a la segunda posición en mi podio particular aquella, pura y clásica, mejicana –la primera plaza, me temo, siempre estará ocupada por Italia 😉–.

Todo empezó un miércoles cualquiera en la capital española, cuando, a las nueve de la noche, los cálidos rayos veraniegos del sol aún iluminaban, y resaltaban, la belleza de las fachadas de elegantes palacios que, ubicados en el barrio de Chamberí, se esconden a la sombra de Almagro, entre las calles, estilosas, impolutas y silenciosas, de Zurbarán, Caracas, General Arando y Españoleto. En esta última, en el número diez, a los pies de un precioso edificio embellecido con balcones de hierro forjado, había una puerta mágica y pintoresca, más bien un portal espacio-temporal, enmarcada por luces cálidas y románticas hojas de nostálgicos colores otoñales, que nos invitaba a cruzarla. Así que, sin dudarlo ni un momento, escuchamos, y aceptamos, esa llamada y, sin darnos cuenta, nos vimos trasladados a otro lugar y a otra dimensión.

10000612372894244390149225694Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.

10000611577258861938789353524Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.

10000612362603768468438347626Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera Carmen Ramírez Degolladomejor conocida, en su tierra patria, y ahora también fuera de ella, como Titita–, enérgica fundadora de la exitosa compañía (aérea)-hostelera llamada El Bajío que cogió forma, y sabor, cincuenta años atrás en un sencillo chiringuito de Ciudad de México, allá donde ella, tras el prematuro fallecimiento de su marido, empezó a ganarse la vida, sustentando a la vez cuatro hijos, con una impecable comida que, tras expandirse rápidamente por una veintena de locales en la capital mexicana, y en su área metropolitana, conquistó también los propios hermanos Adriá, que la definieron como la mejor cocina tradicional mexicana del mundo mundial –los nietos de Titita han abierto también otros dos restaurantes en la Gran Manzana, mientras que éste de Madrid, bajo la dirección de uno de sus hijos, Raúl, es el primero que se ha estrenado en el Viejo Continente, a finales del año pasado–.

Y tras unas cuantas (más bien un centenar) de preguntas mías y otras tantes respuestas de Yolanda –paciente, entusiasta e incansable profesional que está en todo y con todo el mundo, no sólo en el restaurante sino también en las oficinas colindantes–, llegó por fin el momento de tomar aire, (des)abrocharse los cinturones y emprender el viaje mejicano con los ojos, y las bocas, abiertas de par en par…

10000612005998262499893933017Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.

Para ir abriendo boca, como aperitivo, nos sirvieron unos totopos caseros, horneados a diario, con unas salsas, no exageradamente picantes, de tomate rojo asado y tomatitos verde con toque de chile y, no podían faltar, unas clásicas margaritas –la mía, más original, pero igual de rica, con sabor a piña– recién preparadas con meticulosa habilidad por el maestro coctelero de la barra al fondo de la sala –estuve bastante rato (ad)mirándolo hipnotizada mientras con arte y maestría mezclaba los ingredientes para dar forma, y color, a esas portentosas, casi afrodisiacas, bebidas–.

Y, tras esos primeros sorbos exquisitos, aterrizamos casi enseguida, y un poco desorientados, en suelo mexicano, donde nos esperaba una espectacular recepción oficial, formada por unos cuantos chicarrones artesanos de panceta, con textura de corteza de cerdo, maravillosamente crujientes y templados, que se fundían en un abrazo salado con el imprescindible, y gustoso, guacamole.

A continuación, mientras recorríamos las calles de Ciudad de México, vino a nuestro encuentro, y a el de nuestros paladares un increíble y fresco ceviche verde de corvina, con una mezcla de lima, aguacate, aceitunas, tomate verde y cilantro que, en su conjunto, le proporcionaban un acertadísimo toque de acidez, seguido de unas exquisitas quesadillas con salsa de hongos, unos extraordinarios tacos de langostinos en chipotle, col morada marinada y pico de gallo –esta delicia gastronómica aspira a convertirse en el mejor taco de España: ¡nuestro voto ya lo tienen asegurado!– y unas impresionantes tortillas de maíz con cochinita pibil sobre base de frijoles.

Los sabores, aromas y colores de los productos, frescos y naturales, que componían estos platos iban deleitando nuestro camino mexicano, aunque poco a poco, a piedi, un paso tras otro, sin prisa pero sin pausa, íbamos acercándonos a nuestro dulce destino final, preanunciado por el curioso, pero muy acertado, toque de cacao que envolvía levemente un interesantísimo pollo con mole de Xico elaborado con un numero indeterminado de chiles, especias y frutos secos.

Y, en efecto, al poco rato, hicieron acto de presencia unos postres fabulosos –soy muy golosa: no puedo renunciar a ellos, aunque pongan en peligro, como en este caso, mi operación bikini en las playas de la Riviera Maya–: un peculiar flan de cajeta –que nos recordaba el tocino de cielo de nuestras veraniegas vacaciones gaditanas– y unos magníficos, superlativos, increíbles, espectaculares (¡y mucho más!) plátanos fritos al estilo Veracruz, cuya elaboración se concluye en la mesa, que, elaborados en el momento, se fundían ante nuestros ojos en una (¿adelgazante?) crema pastelera sin azúcar.

Y así, con ternura y dulzura, y con un peculiar café, muy diferente al que se sirve en mi amada tierra patria, de olla piloncillo y canela, nuestro viaje gastronómico a la capital mexicana había finalizado; tocaba ahora volver a aquella española, donde Yolanda, atenta como siempre, nos tenía reservada una última sorpresa a bordo de nuestro especial avión-restaurante.

10000612476808427808636006684Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.

10000612451584868123989599989Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.

10000611986284853923971425548Daba gusto de verdad estar-viajar allí.

Así que, tras tomar unas últimas fotos como souvenir de nuestro viaje relámpago mexicano, nos sentamos cómodamente en esa nueva zona V.I.P., cerramos los ojos y, en un santiamén, volvimos a Madrid, a El Bajío, de aquí, prometedor hijo menor de los veteranos de allí.

P.S. ¡Gracias Yolanda por tu generosidad y amabilidad! ¡Gracias por este viaje de ida y vuelta a las bellas tierras mexicanas! ¡Gracias por esa postal de la cocina mexicana de verdad de la Ciudad de México-Madrid! Espero que en nuestro próximo vuelo puedas sentarte a nuestro lado, en clase Business o Ambassador, para hablar, a lo largo del recorrido, de comida, de bebida, de la vida… ¡y de todo un poco!

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Puerto Lagasca: Una dulce odisea de sabores, aromas y colores…

IMG-20240301-WA0016En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. Puerto Lagasca” es su nombre, en el número 81 de la homónima calle, y “Taberna” es el título que lo acompaña.

Cualquiera puede con gusto, nunca mejor dicho, amarrar aquí y dejarse arrastrar por un tsunami gastronómico de calidad. Y eso fue justo lo que hicimos nosotros, náufragos perdidos en una fría y ventosa noche de febrero, empujados por el deseo de tomar tierra, entrar en calor y disfrutar de una cena marinera en la capital.

20240229_2106108954870802493502439Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual Ulises del Tercer Milenio, incapaces de oponer resistencia, huérfanos de tapones socorridos, nos dejamos arrastrar por ella hasta el fondo del mar o, mejor dicho, hasta el final de un pasillo donde asomaban unos nostálgicos recortes de periódicos y revistas, testigos silenciosos de unas costumbres de un par de décadas atrás, cuando la gente leía, pero leía de verdad, en un papel impreso y no en un cuaderno de bitácoras virtual (😉).

Llegamos así a la sala principal o, mejor dicho, al corazón de esta isla no desierta, sino a rebosar de comensales, a pesar de ser un jueves, donde destacaba una clásica, y a la vez original, decoración mediterránea, en plena sintonía con el tipo de cocina que aquí se ofrece: lámparas cubiertas por fuertes cabos iluminaban las mesas, bajas en este caso, cazos de cocinas antiguas se alternaban en las paredes de madera y color crema a llamativas cabezas de ajos blancos y pimientos de color rojo, dibujos geométricos de tonos azulados jugaban en la pared con un pez solitario –“mejor solo que mal acompañado”, pensaba él mientras nadaba feliz en ese puerto extraordinario– y flores y plantas de una eterna primavera intentaban restar protagonismo a una curiosa esfera turquesa abrazada por una boza.

Esa no era una taberna de piratas, sino un coqueto chiringuito de playa, uno con solera, de una isla griega o, más probablemente, de una española, posiblemente de Canarias –en estas islas, en efecto, nace el ingenioso, encantador y generoso patrón de este barco, Pepe Caldas, fundador en el 2008 de esta taberna experimentada y de la de Los Gallos, su hermana menor, en términos de edad, que, sin embargo, tiene mayor dimensión y diversión, con música en directo los fines de semana y afterwork entre semana–.

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img-20240301-wa00205175589002871193292No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidadla correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.

Creíamos que habíamos llegado a un puerto seguro, pero, en realidad, esta seductora isla mediterránea en medio de la capital era una trampa en toda regla, un engañoso caballo de Troya que escondía en su vientre hermoso una nueva tempestad, una lluvia incesante de entrantes, segundos, postres y cafés.

Y dulce era naufragar en ese mar…

Así que, empujados por el viento, fuerte y decidido, de la profesionalidad de los dos maestros de ceremonia, nos enfrentamos a una embriagadora odisea de sabores, aromas y colores, intentando luchar, bastante desganados, la verdad, contra el pecado de gula.

img-20240301-wa00036948740061313787149img-20240301-wa00019088488329714777584Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde  popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.

Rendidos ante este vendaval de platos deliciosos y delicados, fueron entonces unos caneloncitos de carrillera de ternera cocinados a baja temperatura, con un leve toque de dulzura, los que nos derribaron por completo, abriendo camino a unos postres exquisitos, todo ellos rigurosa y cuidadosamente caseros.

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Siguiendo así la estela de una operación bikini que se iba alejando de nosotros a pasos agigantados o, sería mejor decir, a nudos forzados –¿Era ese el propósito de la astuta sirena y del mañoso capitán? ¿Engordarnos para luego lanzarnos al mar entre calamares gigantes y tiburones?–, fondeamos entre una tarta de queso coronada con un toque de miel y de fruta de la pasión y un tatin de manzana con creme fraîche, al puro estilo francés –¿Porquoi pas?–, y, dulcis in fundo, nunca mejor dicho, una tarta de puro chocolate con crema chantilly.

Habíamos pecado, mucho y en cantidad, pero, a pesar de ello, no nos sentíamos en absoluto pesados y, en mi caso, con ganas de pecar más y más.

Pero el intenso y peligroso viaje gastronómico, desde el norte hasta el sur del país español, había finalizado, la placentera tempestad de platos sencillos pero elaborados había remitido, el viento había amainado…

Al abrigo de un atípico limoncello holandés, que nada tenía que envidiar –como italiana lo tengo que confesar– al más famoso de Sorrento –pero siempre hay que servirlo congelado, eso sí, y en un vaso pequeño, como en este caso, a la misma temperatura glacial–, estábamos preparados para el sacrificio final, listos para ejercer como presas para algún pez voraz: ¡que Camille y Paco hicieran de nosotros lo que quisieran: lo que habíamos vivido, y saboreado, había merecido la pena!

img-20240229-wa00142251788668621559157Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes, Penélopes 2.0 sin telas y telar, nos estaban esperando desde unas cuantas horas con los brazos abiertos de par en par –¡o esto nos hubiera gustado imaginar!–.

¡Gracias entonces a Paco y Camille por esta inolvidable e increíble aventura con inicio y final feliz y enhorabuena a toda la tripulación por surfear con tanta maestría y habilidad las olas tormentosas de la gastronomía de calidad!

Volveremos a navegar por el Puerto Lagasca en familia, con amigos, con nuestros hijos o en solitario: cualquier excusa será buena para amarrar en este maravilloso y pintoresco puerto de la capital.

Avanti tutta, capitán… hasta el infinito… ¡y más allá!

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Martinica: Pasión italiana y cocina fusión

A pesar de vivir en una ciudad tan acogedora, dinámica y bella, como Madrid, siempre añoro mi amada tierra patria, Italia. Así que cada vez que se cruza por mi camino algún elemento italiano, ya sea un local, una exposición o un evento, no puedo evitar emocionarme y hacer todo lo posible para ser parte de ello. Esto es lo que me pasó con “Martinica” o, mejor dicho, con su chef, Marcello Salaris, compatriota mío, que, después del éxito cosechado en Salamanca con su céntrico y homónimo gastro-bar y el restaurante “María y el Lobo”, hace un año, decidió probar suerte en Madrid con un nuevo templo gastronómico dedicado a la cocina fusión con base mediterránea pero en el que siempre destaca el tan deseado (por mí) toque italiano.

No podía dejar escapar esta itálica ocasión así que, como de costumbre, me las ingenié para ir cuanto antes a este restaurante arrastrando, como siempre, a mi marido en mi enésimo capricho patriótico. Obviamente, antes de reservar, me había documentado a conciencia sobre este local, pero, a pesar de todo lo que ya había visto y leído en otros blogs, en la página web y en los comentarios en la red, este lugar me sorprendió mucho más en su aspecto real que en el virtual.

El día elegido para cenar allí no podía haber sido peor acertado por mi: un martes por la noche, pero no un martes cualquiera, sino el martes que precedía la inauguración de la cumbre de la OTAN en la capital. Madrid estaba prácticamente blindada, cerrada a cal y canto, y no sólo en los alrededores de IFEMA, sede de este evento de fama mundial, sino también por la zona donde está ubicado este restaurante, en la calle Pinar 6, en un discreto, elegante y silencioso oasis de paz que, como un espejismo, se deja ver entre Serrano y la Castellana, a la altura de la plaza Emilio Castelar, casi al lado de la Embajada-fortaleza de los Estados Unidos.

20220628_210023-1Las calles, en esa noche tan especial, estaban vacías, sólo pobladas por centenares de agentes de policías, como en el peor momento del duro confinamiento de hace un par de años: parecía que había vuelto esa real pesadilla, pero fue suficiente divisar la coqueta y animada terraza de este local para olvidarse de todo lo demás y volver a la realidad de un encierro provisional y, afortunadamente, excepcional.

Nos paramos un momento a admirar el ingreso del restaurante, flanqueado por dos enormes y diferentes macetas desde las cuales sobresalían unas plantas, o puede que fueran unas hojas gigantescas, no muy bien identificadas. A su lado un amplio ventanal, enmarcado por unos azulejos del color del mar ­-sardo, por supuesto- que, abierto al aire fresco de la noche, daba a la terraza de antes, como si la intención fuera (en mi imaginación) que los comensales de los dos espacios, el interior y el exterior, interactuaran y conversaran entre ellos­

IMG-20220630-WA0001-1Ensimismada en mis fantasiosas reflexiones, después de que mi marido me sacara un par de fotos en la entrada, por fin entramos en el famoso “Martinica”.

Ante nuestros ojos apareció una enorme sala, ocupada por refinados sillones de terciopelo, con detalles de latón, que bien hubieran podido lucir en un sofisticado ambiente de la afamada serie “Mad Men”, ambientada en los años setenta del siglo pasado; en un lateral, una amplia barra donde, perfectamente alineadas, brillaban decenas de botellas y centenares de diferentes copas deseosas de ser llenadas; lámparas disfrazadas de plantas -o puede que fuera al revés- colgaban con sus plumas llamativas encima de las mesas mientras que unos árboles huérfanos de hojas, pero cargados de románticas luces y rosas, se fundían con las paredes de un espacio inspirado a un estilo art déco modernizado gracias a la intervención del estudio de arquitectura Lauzan.

IMG-20220630-WA0003-1Unos amables, y profesionales, camareros, nos dieron la bienvenida mientras que un paso tras otro, nos adentrábamos aún más en el territorio de Martinica, empujados por la llamativa presencia de una cristalera central que abrazaba una hiedra, o puede que fueran unas algas, alojadas en su interior que se asemejaban, en mi mente desenfrenada, a los tentáculos de una peligrosa medusa vegetal.

IMG-20220630-WA0005-1Un poco más allá, al final de esa extensa sala principal -hay otra, más apartada y recogida, con diferente decoración, aunque igual de escenográfica– “in sordina”, discreta y silenciosamente sentado en una mesa, la mente y el brazo de la belleza formal y, en breve, también sustancial, de este restaurante: el Chef Marcello, con la C mayúscula, ganador de diferentes premios en certámenes nacionales e internacionales.

Obviamente tenía(mos) que conocerle, así que nos acercamos a él, nos presentamos, intercambiamos opiniones sobre Madrid, sobre Italia y nuestras respectivas regiones -él es originario de un pueblo de Cerdeña, isla que puede ampliamente presumir del mar más espectacular del Mediterráneo… ¡sino del mundo mundial!-.

IMG-20220630-WA0007-1Después de que nos enseñara una colorida vidriera ubicada en una pared lateral de la sala, que había hecho traer expresamente desde el salamantino Museo de Art Déco y Art Nouveau Casa Lis, y que me tomara una foto de los dos, por fin llegó el momento de probar sus creaciones culinarias, apartando mis ganas de seguir hablando de nuestra tierra y de todo un poco. Nos sentamos entonces cerca del amplio ventanal de la entrada y nos preparamos para disfrutar del festival de olores, sabores y colores de su cocina ítalo-internacional.

IMG-20220630-WA0000-1Abrió el baile gastronómico un cocktail literalmente explosivo, una “Flor de Caña Passion”, a base de ron, canela y fruta de la pasión, que, servido “en llamas”, con su espectacular presentación vegetal evocaba la imagen de exóticas playas: la pasión no sólo de su Autor sino también de la fruta que llevaba en su interior se apoderó enseguida de nuestro paladar.

20220628_211503-1El aperitivo, a base de unos sencillos, y nostálgicos, “grissini” italianos -una especie de colines, muy difíciles de encontrar aquí y que tanto me recuerdan mi país- con un poco de pan con el cual acompañar una salsa de mantequilla, un poco de aceite y unas cuantas aceitunas ya nos había conquistado por completo pero una fresca y saludable ensalada de tomate, piparras, gambones a la parrilla, queso curado y salmorejo, presentada en un precioso plato de color rojo-rosado que parecía fusionarse con su rico contenido, nos cautivó aún más.

IMG-20220630-WA0015-1Fue después una berenjena a la parmesana ítalo-japonesa la que me hizo avergonzar de la “parmigiana di melanzane” que a veces, en mi casa, humildemente, ofrecía a mis comensales: el vegetal, con los demás misteriosos ingredientes, se derretía suavemente en la sartén y en nuestras bocas abiertas de par en par.

IMG-20220630-WA0013-1Una fresca copa de Godello para mí y una cerveza 8/70 aún más fresca para mi consorte acompañaron una premiada albóndiga de rabo de toro, anguila ahumada, berenjena y yema curada -segundo mejor plato de rabo de toro de España de 2019, según recitaba la carta-.

IMG-20220630-WA0011-1Mi marido, carnívoro de profesión, muchísimo más que yo, devoraba ávidamente ese manjar, celebrando en cada bocado su delicada bondad, mientras que yo disfrutaba con una exquisita lubina salvaje a la brasa con puntalette con salsa de txangurro a la donostiarra y una crema de esa albahaca -“basilico”, en mi idioma- que, tan presente en Italia, tanto echo de menos aquí en España.

IMG-20220630-WA0010-1Y, por si todo ello no hubiera sido suficiente para satisfacer nuestros pecados de gula, una carrillera de ternera al curry rojo con yogur de calabaza y cremoso de zanahoria consiguió despertar nuevamente los instintos básicos de los dos.

IMG-20220630-WA0009No se podía pedir más… sólo un exótico “viaje a Marruecos”, en honor a la mujer marroquí del Chef, donde a una impresionante base de chocolate blanco se añadían, en un pintoresco, dinámico y colorido arcoíris de colores, arenas de frambuesa, galletas, canela, menta y curry con leche fusionada de jengibre y limón: una auténtica obra de arte gastronómica que, adrede y a gusto, no pudimos evitar destrozar con cada bocado.

20220628_222817-1Faltaba poner el punto final a esa cena tan rica, y enriquecedora, con una de las mejores bebidas de mi tierra: un frío limoncello, servido helado y rigurosamente sin hielo y en un vaso pequeño, alto y fino, como es debido, que con su poder digestivo parecía borrar mágicamente todas las calorías ingeridas despreocupadamente hasta aquel momento. Pero daba igual: Marcello, el local, la cena y esa noche tan original merecían que se apartaran, por ese día, todos los propósitos de una operación bikini espectacular.

Tomamos un último sorbo, brindamos por España y por Italia y ¡gozamos hasta el final de ese Martinica tan especial!

P.S. Si queréis acercaros a este restaurante al mediodía, de lunes a viernes tienen un interesante menú gastronómico a 30 € que incluye dos entrantes, pescado, carne, postre y una bebida… ¡más que suficiente para satisfacer los paladares más hambrientos y exigentes!

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El misterioso «quintoelemento»: ¡un lugar fuera de lo normal, una experiencia excepcional, un estreno triunfal!

Me encanta salir, cada vez más; me encanta vivir Madrid, de noche y de día; me encanta descubrir sin solución de continuidad todo lo que ofrece esta grandiosa capital que, en mi humilde opinión, se está convirtiendo paulatinamente en un imprescindible referente a nivel europeo, como si se tratara de una Gran Manzana del Viejo Continente.

Con los hijos ya adolescentes y (presumidamente) autosuficientes -o, por lo menos, así lo creen ellos- dispongo de más tiempo no sólo para recorrer a piedi los múltiples y diferentes barrios madrileños, en busca de sus lugares menos conocidos y más peculiares, sino también para frecuentar locales, restaurantes, tabernas y bares que, desafiando las pandémicas adversidades, resisten o se multiplican por doquier. Llevaba tiempo deseando reflejar en mi blog esta abundancia cultural y también gastronómica de la capital, este bullicioso y estimulante fermento que hacen de Madrid la mejor ciudad del momento, pero nunca encontraba el sitio ideal para estrenar a lo grande un apartado “aliapiedesco” dedicado al sector de la restauración. Quería que mis primeros pasos blogueros en el universo culinario estuvieran a la altura de los de Neil Armstrong en la Luna y de sus míticas palabras, “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad” -las comparaciones son odiosas, soy consciente de ello, y, en este caso, muy pretenciosas, ¡pero no puedo evitar pensar humildemente a lo grande!- y, para ese fin, tenía que dar con un lugar que fuera peculiar, excepcional y fuera de lo normal, casi de ciencia ficción. Así que cuando en mi camino virtual se cruzó el nombre, las fotos y la descripción de un evocador y futurista “quintoelemento”, enseguida me di cuenta de que éste era la tan buscada ocasión y que tenía que ingeniármelas para conocerlo, saborearlo y, eventualmente, difundirlo.

Reconozco que, en general, teniendo más debilidad por la forma, es decir, por los aspectos estéticos de las cosas, lo que más me llamó la atención, fue su rebuscada decoración, su llamativa estructura, su ingeniosa arquitectura, mientras que mi marido, amante de la sustancia de las cosas, sólo tenía ojos y oídos, mientras le hablaba de este restaurante, para su carta, para su largo listado de platos elaborados, para sus exóticos productos que ya estaba mentalmente pregustando.

Así que un miércoles cualquiera, a la hora de comer, cada uno de nosotros con sus preferencias y motivaciones, nos acercamos al número 125 de la calle Atocha, allá donde, a unos pocos pasos del Museo Reina Sofía, se levantaba un edificio bastante austero en cuya fachada destacaba el letrero de “Teatro Kapital”, anunciando la presencia de esta emblemática discoteca capitalina, en la que diferentes ambientes y géneros musicales se distribuyen verticalmente, en las primeras cinco plantas del mismo.

Un majestuoso guardián, que custodiaba ese lugar (¿sagrado?) nos acompañó en el interior y, de repente, nos encontramos en un vestíbulo obscuro y llamativo; parecía que la noche había caído improvisamente, una noche estrellada y resplandeciente, deseosa de reflejarse en los centenares de cristales de una clásica bola de discoteca que colgaba de su techo, deseosa de animarse en un elegante red carpet a nuestros pies, deseosa de ostentarse en una luminosa zona de photocall.

Planta 6- bodega (2)Pero la auténtica sorpresa se encontraba al final de esta sala donde, casi oculto en la pared, se abría un mágico ascensor…

Allí nos dejó nuestro amable acompañante, después de haber pulsado la tecla con el número sietela sexta planta está destinada a eventos más íntimos y acoge una bodega que atesora más de ciento cincuenta referencias de selectos vinos– y, de repente, después del breve ascenso, apareció “quintoelemento” en todo su esplendor: habíamos llegado a otra dimensión, a otro universo, a un Edén prohibido, o puede que no tanto…

20220504_142930El extraño “quintoelemento”, que se añadía a la tierra, al aire, al agua y al fuego, se personó en decenas de flores y plantas que se unían a las que aparecían en diferentes macropantallas; el indefinido “quintoelemento” se materializó en una soberbia decoración donde, entre sofás y sillas, mesas altas y bajas, destacaba una marmórea barra central, repleta de copas impolutas, botellas de diferentes marcas y cocteleras a la espera de ser agitadas; el increíble “quintoelemento” tomó cuerpo en una impresionante cúpula que, dotada de unas pantallas cóncavas retráctiles de casi doscientos metros cuadrados de extensión donde se proyectaba contenido en la máxima resolución, se abría al cielo de Madrid, fusionando armoniosamente los elementos reales y virtuales de ese paraíso terrestre celestial.

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“Quintoelemento” nos rodeaba, nos envolvía y nos abrazaba para dejarnos sin aliento…

Para mis preferencias “formales” esa puesta en escena, esa peculiar arquitectura, esa impresionante estructura de este asombroso sky restaurant era ya de por sí suficiente para quedarme satisfecha con la visita, pero para él, es decir, para “quintoelemento” todo esto no era suficiente. Él quería despertar nuestros cinco sentidos, y no sólo el de la vista; él quería que nuestros ojos y nuestras mentes fueran más allá de las relajantes imágenes de la naturaleza que discurrían ininterrumpidamente en unos dinámicos videomapping y en unas pantallas led interactivas que animaban y daban vida a las paredes revestidas con mosaicos de madera de roble y pino; él quería que también el gusto, el tacto, el oído y el olfato padecieran el impetuoso y maravilloso encanto de su presencia.

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Nos vimos entonces “obligados” a sentarnos y, gracias a un impecable servicio de mesa, empezamos a experimentar y probar en nuestra piel toda la potencia, esencia y sustancia de “quintoelemento” -¡para alegría de mi marido!-.

20220504_14322920220504_143133Fueron primero unas grandiosas ostras ponzu acompañadas por caviar de arenque, maridadas con champan, que nos sugirió y sirvió Adolfo, el cordial y profesional jefe de sala, las que provocaron un tsunami de sensaciones en el paladar, trasladándonos a dulces recuerdos de agua, sal y mar; seguidamente unos brioches croissants con berenjena, tartar de toro y trufa de rey20220504_144502, que aunaban los sabores más delicados del monte, el mar y la huerta, nos dejaron con la boca abierta de par en par; un fresquísimo y delicadísimo tiradito de salmón, ligeramente marinado, nos robó el gusto y el corazón; IMG-20220504-WA0038un exótico y singular taco hindú, que se comía con las manos, nos hizo literalmente chuparnos los dedos; pero el chili crab del señorito, con bogavante, cangrejo real y una sabrosísima salsa con toque picante nos enamoró perdidamente.

IMG-20220504-WA0042Esa valiosa obra de arte culinaria enmarcada en una rústica cazuela hubiera podido ser el colofón final de nuestra espectacular experiencia sensorial, pero “quintoelemento” nos sorprendió una vez más con una escenográfica presentación, con una cortina de humo, calor y vapor desde el cual surgió una espléndida hacha de ternera lechal, cuya carne, a pesar de la escasa cocción, se deshacía levemente en la boca mientras que un dulce amargo aroma de barbacoa envolvía delicadamente ese manjar.

IMG-20220504-WA0040No se podía comer ni pedir más.

IMG-20220504-WA0037Las copas de vino, tinto y blanco, que se habían sucedido en un dulce vals a lo largo de toda la comida, bajo la armoniosa batuta de Adolfo, dejaban por fin paso a los cafés -ellos también a la altura de la situación, con mi gran asombro, como exigente italiana que soy, en constante, desesperada, y la mayoría de las veces, infructuosa búsqueda de un buen ejemplar de esta bebida en la capital-, acompañados por un chocolate en tres texturas que nos cautivó con su dulzura…

20220504_142555Fue entonces, cuando, al final de este festín, de este grandioso homenaje, los dos entendimos plenamente el significado de “quintoelemento”: se trataba de una soberbia exaltación de los cinco sentidos, de una impecable fusión de cocina asiática y latinoamericana, pero con una sólida base mediterránea, gracias al arte y a la experiencia del afamado chef Juan Suárez de Lezo, de un inolvidable viaje gastronómico a través de una experiencia inmersiva en continua evolución, de una increíble satisfacción y emoción para la comida y la alegría de la vida…

La visita, más bien la experiencia, “quintoelemental”, había merecido la pena. Mi blog “aliapiedesco” ya tenía su primer post gastronómico, especial y triunfal: ¡toca(ba) brindar!

P.S. A los pocos días de nuestra comida, se le ocurrió a Sergio Ramos traer aquí al amigo Mbappé para que, creo yo, se enamorara perdidamente de Madrid, (¿del Real Madrid?) y, también, de la exquisita oferta gastronómica capitalina. En cualquier caso, aunque no seáis futbolistas o, en general, millonarios, “quintoelemento” ofrece también entre semana, al mediodía, un interesante menú ejecutivo, cuya relación calidad-precio es más que correcta. No os perdáis esta innovadora y vanguardista experiencia sensorial: ¡es un lujo para nada irracional del que todo el mundo debería de gozar!

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