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La Bola: una taberna legendaria y un cocido de leyenda

Hay lugares en Madrid que te trasladan a otra época: plazas silenciosas que siguen atesorando el encanto de antaño; calles de suelo empedrado donde, discretas, asoman antiguas viviendas y palacios renovados; pintorescas esquinas con tiendas de toda la vida e históricas casas de comidas. La Bola es una de ellas.

Ubicada en la homónima calle, en el cruce con la de Guillermo Rolland, esta taberna tan castiza, fundada sin embargo en 1870 por una emprendedora asturiana, con su llamativa fachada de color rojo, decorada con puertas y ventanas de madera y curiosas lámparas exteriores en forma de bola –¡menuda casualidad!–, impone su pequeña, pero gran presencia, gastronómica y también arquitectónica, frente al cual se sitúan, a un lado, al austero y severo edificio, similar a un monasterio, que aloja actualmente la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, y, al otro, un palacio isabelino reconvertido recientemente en un impresionante hotel de lujo.

Su esencia y valor tan peculiar se aprecia nada más cruzar su pintoresca puerta.

Como por arte de magia, aparece en todo su histórico esplendor el primer “museo-comedor”, el más antiguo y más pequeño de los tres que a lo largo de las décadas se han ido abriendo paso entre los muros de esta originaria y humilde botillería de principios del siglo XIX, con sus paredes decoradas con fotos autografiadas por ilustres personajes, clientes habituales u ocasionales del lugar –entre ellos, la mismísima Ava Gardner–, sus lámparas elaboradas, procedentes del Casón del Buen Retiro, que brillan de luz propia, su mobiliario de madera digno de prestigiosas tiendas de antigüedades –como, por ejemplo, el mostrador de la entrada, en su día dotado de una pila de estaño que, con su típica grifería, fue, sin embargo, vendida a un coleccionista durante los duros años de la Guerra Civil– y, sobre todo, con ese aire acogedor y familiar, dulcemente nostálgico a la vez, capaz de llevar el comensal al pasado, a las historias de obreros y empleados que, a las doce del mediodía, comían aquí el cocido más barato, el de 1,15 pesetas, a las de los estudiantes que, una hora después, por diez céntimos más tomaban el que llevaba también gallina, y, finalmente, a las de los periodistas y senadores, damas y caballeros, de trajes pesados y voluminosos y modales refinados –así me los imagino yo– que, a las dos de la tarde, podían permitirse el lujo de gastarse 1,25 pesetas para disfrutar, entonces como ahora, de la versión más rica del plato estrella del local, el que incluía también carne y tocino.

Y ciento cincuenta y cinco años después nada ha cambiado, con excepción del outfit y la nacionalidad de los clientes –la mitad de ellos vienen desde muy lejos para probar esta exquisitez–.

El cocido se sigue preparando a la antigua usanza, según la receta transmitida a lo largo de cuatro generaciones a la familia Verdasco, descendientes directos de la pionera y visionaria fundadora de esta casa de comidas, la asturiana Cándida Santos. Es Mara ahora, igual de emprendedora que su antecesora, la que mantiene viva la llama, y las llamas de las brasas, de esta saga familiar, la que recibe a los comensales que no paran de entrar a todas horas –hay doble turno de comida, a las 13.30 y a las 15.00–, la que coordina los profesionales e impecables camareros, la que recoge las reservas telefónicas, la que se encarga de las redes sociales y la que, entre un plato y otro, encuentra también unos minutos, como pasó con nosotros, para entretener a sus clientes con las leyendas, y la leyenda, de este galardonado cocido madrileño.

Con estas premisas, resulta inútil ojear la carta, aunque fuera para descubrir lo que, más allá del mencionado plato, tan popular, se ofrece en este restaurante capitalino. Así que, sentados en nuestra mesa, una de las mejores, en el coqueto comedor de la entrada, al lado de una ventana con vistas a la calle de la Bola –la más solicitada, y con el mismo panorama, es la número 7, a un par de metros de nosotros, allá donde se acomodaba Don Camilo José Cela–, sin dudarlo ni un segundo pedimos directamente el primer menú, el “Especial de la casa” –hay siete disponibles, todos ellos con platos típico de la cocina madrileña, incluido uno vegetariano y unas opciones kosher y halal–, es decir, el que, tras unas aceitunas y una copa de vino, cede el protagonismo a un cocido espectacular, cocinado a fuego lento, y con cariño, sobre carbón de encina en pucheros de barro individuales –con gran alegría de la que suscribe que, conforme a su egoísmo, y también a la tradición italiana, nunca quiere compartir la comida de su plato con nadie–.

El mágico puchero individual…

… y sus centenares de compañeros!

En la breve espera –la logística del servicio es impecable tras tantas décadas de experiencia– nos entretenemos observando a los escasos paseantes que, sin éxito, intentan refugiarse como pueden de una anómala y persistente lluvia que desde hace ya una semana se empeña en acercar la imagen de la soleada Madrid a la de Londres o a la de mi amada, y mucho más húmeda, Milán. De todas formas, a pesar de la climatología adversa, el día, en realidad, es perfecto: invernal, frío y lluvioso, ideal para entrar en calor con ese cocido tan tentador.

Llega así un experto camarero y, tras habernos invitado a taparnos con la servilleta para evitar embarazosas salpicaduras, puchero en la mano, recién sacado de la parrilla de carbón, vuelca en nuestro generoso plato con fideos el primer, y líquido, elemento de esta tradición culinaria que sigue un riguroso, y exitoso, protocolo de preparación y presentación: la sopa, que puede ir acompañada de guindillas y cebolleta. El connubio entre ambos ingredientes, con poca grasa y mucho sabor, es espectacular: se juntan armoniosa y gustosamente el calor del infierno y la delicadeza del paraíso…

Así que, tras haber (casi) devorado el contenido del primer vuelco, llega el momento del segundo.

Del mágico puchero salen entonces una rica variedad de ingredientes de primera calidad, que se pueden adobar con una salsa de tomate especiada con comino: unos garbanzos muy tiernos, que sin embargo conservan perfectamente su integridad, acompañado de todos sus sacramentos: un morcillo sorprendentemente jugoso, un chorizo asturiano, de Tineo, por supuesto, con su tan característico toque ahumado, un jamón exquisito, un cuadrado de tocino, un trozo de gallina y otro de tierna patata. Además, para que la experiencia sea completa, hace también acto de presencia el típico repollo, rehogado con ajo: ¡una auténtica delicia!

El contenido del segundo vuelco, al igual que el primero, así como aparece mágicamente en nuestros platos, desaparece de la misma forma, y con más alegría, para dar paso a un postre maravilloso, dulce colofón de este menú, completo y equilibrado, que, sin embargo no resulta pesado.

Así que, sin remordimientos, nos entretenemos también con unos originales buñuelos caseros de manzana, templaditos, con mermelada y helado, digno broche final de este viaje gastronómico tan especial…

Ya toca, en efecto, el segundo turno de comida y, para nosotros también un paseo a piedi bajo la lluvia, pero con paraguas, por esta zona tan céntrica, y a la vez poco conocida, de la Villa que, reticente y celosa, se ofrece en toda su autenticidad a unos cuantos fisgones afortunados y a todos los que han oído hablar de la leyenda de un cocido –uno de los mejores, sino el mejor de la capital–, que, en su día, deleitaba el paladar de la mismísima Infanta Isabel, y que sigue brillando como una (plato) estrella de esta inmortal taberna de un Madrid que fue, y que siempre será.

Buon lavoro Mara… ¡y que siga la leyenda!

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