[Sigue… ] María, siempre a nuestro lado, nos llevó por el extenso parque, tan extenso que los cuatro habíamos perdido por completo la orientación, y de repente, entre las plantas frondosas y la hiedra trepadora, como en un sueño o en un cuadro romántico, apareció una muralla y una puerta flanqueada por dos torres.
Estábamos acercándonos poco a poco a la torre, al corazón palpitante de ese lugar, al centro de la colección y a un jardín aún más cuidado que el del recinto anterior, donde la hierba, perfectamente cortada y embellecida por una fuente pintoresca, parecía el green de un campo de golf.
Ese sitio era el perfecto decorado para centenares de historias –ya no delictuosas–, que empezaban a rondar a toda velocidad en mi cabeza: cuentos de mil y una noches, intrépidas y trepidantes aventuras de amor o épicas películas de ciencia ficción –por ejemplo, como escenario de uno de los fabulosos Reinos de Juego de Tronos–.
Sin embargo, la propia realidad, sin necesidad de recurrir a mi desenfrenada imaginación, ya nos estaba preparando una nueva e intensa emoción…
Un mágico y cuarto pabellón, cubierto por láminas de madera, apareció entre la vegetación y, una vez más, se nos cortó la respiración.
Una nueva y larga fila de Rolls Royce de diferentes décadas hizo acto de presencia y un silencio sepulcral, mezcla especial de admiración y respeto reverencial, se apoderó del ambiente. María, acostumbrada desde siempre a ese esplendor, nos guiaba con facilidad y soltura en ese mar de relucientes coches de diferentes tipo y colores que componían una armoniosa ola de carrocerías.
Abría las danzas como una cautivadora sirena un Bentley 3,5 Saloon del 1934, gris metalizado, que, si no hubiera sido por el diferente emblema y la diferente orientación de las parrillas del radiador, bien se hubiera podido confundir con todos los ejemplares “rollsroycianos” que le seguían –no en vano Bentley fue adquirida por la rival Rolls Royce en el 1931 y entre el 1949 y el 2002 las dos marcas siguieron la misma línea de fabricación en la nueva planta de Crewe–.
Tras él, en esa construcción dedicada al periodo «entreguerras», se presentaban en pompa magna los magníficos colegas de la doble R entrelazada: unos Silver Wraith de los años cincuenta, entre los cuales destacaban dos limusinas que habían pertenecido a la flota de vehículos de la mismísima Familia Real británica y que, por ese mismo motivo, ostentaban unos rasgos particulares, como los asientos tapizados en tela, la ausencia de cromados en las puertas o de las placas de las matrículas, un soporte en el techo para lucir el escudo de Armas Real y un foco de color azul para el uso de las dignidades durante las visitas en las colonias; un negro Silver Dawn con carrocería estándar de acero y un “Espíritu del Éxtasis” arrodillado en su radiador, como en los anteriores Silver Wraith, elemento que se había introducido en el mercado al finalizar la segunda Guerra Mundial; unos Silver Cloud, serie I-II-III, que hacían las delicias de todos nosotros, y, en su día, también las del rey Raniero de Mónaco que utilizó el primero de ellos para su espectacular boda monegasca-hollywoodiana, y, para finalizar, unos más “modestos” “Baby Rolls” de los años Treinta, modelos 20HP, 20/25 HP y 25/30 HP, así llamados porque, en la dura época de la recesión que siguió a la postguerra, estaban destinados a unos “humildes” conductores propietarios, y no a sus chóferes.

Y si todo ello fuera poco, al lado de ese pabellón, comunicado con el mismo, estaba otro, el quinto, puede que el más exclusivo de todos, o así creíamos nosotros, dedicado a la increíble serie “Phantom”, a la cual se unían cuatro ejemplares de Silver Ghost de los años Veinte del siglo pasado. Nuestra guía nos comentó que esa era una de las pocas salas en el mundo donde se exhibían estos modelos, desde el I al VI, que decidí compartir inmediatamente por WhatsApp con mi hermano, apasionado de los coches desde sus años mozos, hasta el punto de ser capaz de identificarlos con sólo escuchar el ruido de un motor.
Era inmensa la emoción que me provocaba ver desfilar todos esos ejemplares ante mis ojos: un Phantom VI del 1970 que había pertenecido al productor de cine estadounidense Sam Spiegel, un modelo que había desfilado por las calles londinense durante el Jubileo de Plata de la Reina Isabel; un Phantom III, versión Limousine, del 1936; un Landualette, del 1937, que tenía la misma disposición de las ruedas y los mismos colores, negro y amarillo, que el utilizado por el villano Goldfinger en la homónima película de James Bond…
Y más y más… El despliegue parecía no tener límites.
Había también un Phantom IV del 1956, de cobre dorado y plata, cuyo originario propietario había sido el Emir de Kuwait –había encargado “sólo” tres ejemplares–, y por ello dotado de una protección especial para evitar que entrara la arena en el interior o en el motor –no en vano ese modelo era el favorito de jefes de Estado y casas reales, como la Reina de Inglaterra, el Shá de Persia o el Aga Khan–.
También había un Phantom V Touring Limousine negro del 1961, de seis metros de longitud, que recordaba al de John Lennon, con ese aspecto psicodélico de color amarillo y dotado, en la parte posterior, de una cama doble, en lugar del asiento trasero, y de telvisión, heladera, teléfono, sistema de sonido y, por supuesto, reproductor de discos… ¡extravagancias de los ricos!
Y, para finalizar en belleza y originalidad, un vistoso Phantom II Cabrio del 1930, en aluminio pulido e interior en cuero rojo, flanqueado por otro, más “sobrio”, modelo Limousine, de color negro y típico aire inglés. ¿Qué más se podía pedir? ¿Quién podía imaginar que existía alguien de verdad que, en la realidad, tuviera una colección de coches, a escala real, igual a la de menores dimensiones, con la que jugaba mi hermano mayor de pequeño? Admito que, anta semejante belleza, yo misma, que nunca me había interesado en el mundo del motor, empezaba a apasionarme y a fantasear con la idea de asistir, en familia, a competiciones, concursos y exhibiciones de coches de época, con la intención de aprender algo más, y disfrutar, de ese mundo tan glamouroso y especial…
Pero no podía entretenerme con mis sueños: la visita, a pesar de todo lo que ya habíamos gozado, seguía adelante, más adelante que nunca, camino de una imponente puerta de madera, que, decorada con un noble escudo, parecido, en mi imaginación, al de la flor de lis medicea, iba a llevarnos al sexto y último pabellón.
María, reina sin corona, pero con mucho brillo, de esa mágica torre-castillo, abrió fácilmente ese sólido portal y una espectacular cueva de Ali Babá nos alumbró.
Ese pabellón, que en realidad era una sala monumental de aire medieval, de espesos muros de piedra, lujosas alfombras, imperiales lámparas y techos de madera, atesoraba las auténticas joyas de la corona, las preciosas, luminosas y esplendorosas joyas de una increíble corona decorada con unos diamantes, seis para ser exactos, llamados Silver Ghost, más valiosos que los rubies por su alta fiabilidad también en territorios inhóspitos como el desierto, según las palabras del mismísimo Lawrence de Arabia.
Ese increíble lugar, acertadamente bautizado por el historiador y escritor inglés John Fasal como “Hall Baronnial”, era el templo dedicado a la esencia, pureza, arte y elegancia de la originaria fábrica inglesa…

A pesar de que a lo largo del recorrido ya nos habíamos ido acostumbrando al lujo y al esplendor, esa parte de la colección, y el impresionante cofre que la custodiaba, nos dejó a todos sin palabras, con excepción de María que, sin darle mucha importancia, nos comentaba que, si su tío hubiera vivido más tiempo, hubiera intentado convertir también los anteriores pabellones en (suntuosos) salones como aquél. El espacio era ideal para proteger esos últimos modelos que, como auténticas estrellas hollywoodiana, desfilaban uno tras otro sobre alfombras rojas y persas, bajo los reflectores de antorchas artificiales.
El primer Rolls-Royce que se prestó a posar para nuestras cámaras fue un espectacular Silver Ghost Open Fronted Limousine, con más de ciento diez años de antigüedad. Sus formas exteriores recordaban ya sea las de los primeros vehículos de motor, con un techo plano para alojar la rueda de repuesto y un espacio abierto para el conductor, que a las de los carruajes, con las luces traseras de freno parecidas a los antiguos focos, que a las de los coches de caballos, con sus peculiares manillas de las puertas, mientras que su ropa interior, de lujosa tapicería, maqueta y maderas nobles, traía a la memoria la imagen de un salón de la época eduardiana. No era de extrañar que, con esta histórica figura, tan coqueta y redondeada, esta magnífica creación de Barker&co. hubiera conquistado los corazones de todos los apasionados del mundo del motor, empezando por el de su primer propietario, el alcalde de Melbourne. Difícil nos resultaba quitarle los ojos de encima para fijarlos en la cercana estrella, el Silver Ghost Style Colonial del 1914, que se presentaba sin la famosa estatuilla frontal, lo que obedecía al hecho que, al tratarse de un coche deportivo destinado a competir en las pruebas alpinas, tenía que adaptarse a las normas de estos concursos que obligaban a sellar el capó de aluminio y el radiador para evitar que se añadiera agua o aceite durante la competición.
Sin que pudiéramos tomar aliento, también se personaban ante nosotros un lujoso “Roi des Belges” del 1910, el Rolls-Royce más antiguo de toda la colección, así llamado por el pedido realizado en su día por el rey belga Leopoldo II al carrocero Rothschild, que llevaba una capota de lona negra abatible, unos asientos en cuero rojo y una carrocería azul, exquisita, y exclusiva, y desprovisto, por su antigüedad, de la famosa estatuilla; a su lado, un colega del 1913, destinado al palacio de Blenheim, lugar de nacimiento del ilustre Winston Churchill, que había participado en el 1907 en la larga carrera Pekín-París y, por ende, dotado de unos anacrónicos frenos de disco acoplados a sus ruedas delanteras, y, finalmente, para concluir por todo lo alto este desfile único e inimitable, hacía acto de presencia, con su vestimenta negra y su capota color hueso, un “Springfield Cabrio
” del 1922, fabricado en la mencionada localidad estadounidense, donde se había implantado una nueva fábrica para suplir a la creciente demanda americana de los modelos Silver Ghost, que estaba flanqueado por un “Springfield Limousina Sedanca”, del 1926, de cuerpo granate y aletas y capotas negras, con chasis americano, a la par del anterior, pero carrozado por la antigua compañía francesa J. B. Belvalette.
Y con ese último modelo, la visita se acabó… ¡o no!
Un elegante piano de cola, al fondo de esa “sala del trono”, parecía estar esperando al mismísimo Cole Porter para que tocara una de sus célebres composiciones en honor de la doble R entrelazada y, mientras me imaginaba en ese espacio tan evocador y sugestivo recepciones de ensueño, María, cariñosa y despiadada al mismo tiempo, sin permitir que retomáramos aliento ante tanto y tan portentoso poderío, nos asestó un último golpe de efecto, abriéndonos aún más las puertas de ese increíble hogar o, mejor dicho, abriéndonos un portal lateral de madera de ese espectacular Hall Baronnial.
Y así fue como apareció ante nosotros, improvisa y mágicamente, la imponente y altiva Torre que había sido motivo y origen de toda aquella colección, símbolo de un desafío, o, mejor dicho, del “Desafío”, y de una misión (casi) imposible, rodeada por un foso cubierto de hierba verde, abrazada por una muralla románticamente revestida por hiedra trepadora, embellecida por unos rústicos edificios de piedra y tejas rojas y enriquecida por una sugestiva piscina central…
¡No se podía pedir más!
Ese fantástico lugar, uno más que parecía haber salido de un cuento de hadas, se dejó mirar, fotografiar y admirar sin rechistar, orgulloso de enseñarnos su belleza y grandeza extraordinaria que se aprovechaba y explotaba sólo y excepcionalmente para eventos exclusivos, bodas fabulosas o rodajes de películas –aunque esto último lo descubrimos a la vuelta, cuando, llenos de nostalgia, decidimos visionar la serie “Intimidad”, rodada integralmente en Bilbao y sus alrededores, y comprobamos que una de las escenas finales había sido rodada en este magnífico lugar–.
La hermosura de ese sitio tan peculiar, que no está abierto al público en general y no se incluye en la visita del museo, era imposible de explicar con palabras, y mis hijos, sobre todo la pequeña de la casa, soñadores y llenos de ilusión, al igual que su madre, ya estaban planificando fiestas de futuras nupcias imaginarias, millonarias y multitudinarias –yo misma, a pesar de haber disfrutado de una magnífica celebración en mi amada Milán, ¡soñaba con volver a casarme una y otra vez sólo por el gusto de organizar allí fantásticos banquetes y recepciones! –.
Nuestra anfitriona, sin dar mayor importancia a nuestro asombro, nos dejó allí, a nuestro aire, en ese magnifico entorno como si, una vez más, estuviéramos en nuestra casa, y se fue al encuentro de unos amigos que también querían disfrutar del sueño hecho realidad de su tío: ¡Ojalá nos hubiéramos quedado encerrados allí, a la sombra de la mítica, casi mitológica, Torre Loizaga! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese paraíso terrenal, entre jardines, piscinas y mesas que estaban preparadas para centenares de comensales! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese sueño de verano de mil y una noches! ¡Ojalá!…
Pero había que poner el punto final a esa fantástica aventura familiar.
Así que, muy a nuestro pesar, volvimos sobre nuestros pasos, nos despedimos de la Hall Baronnial, nos encontramos con María y sus amigos, nos presentamos y, para variar, volvimos a hablar en italiano y de mi amada Italia ya que la ilustre pareja, española, llevaba años viviendo en Nápoles y codeándose con la jet set partenopea. Cualquier excusa valía para no alejarnos de allí, para no dejar atrás a esa fantástica Torre Loizaga, para no cruzar esa fantástica cancela del principio que, una vez más, se abría automáticamente ante nosotros.
Nos despedimos entonces con un “arrivederci” y, después de haber lanzado una última y nostálgica mirada a mi coche favorito, el Isotta custodiado en el pabellón de la entrada, dejamos atrás ese recinto embrujado, exclusivo y, afortunadamente, apartado que jamás íbamos a olvidar.
La realidad nos esperaba con toda su vitalidad, la de los chicos haciendo planes sobre su futuro para conseguir algo parecido, a través de un invento revolucionario, de una lotería o, más sencillamente, de sus estudios; la del padre que, conduciendo ensimismado en sus pensamientos, repasaba los increíbles momentos que acabábamos de vivir, juntos y revueltos, y la de la que suscribe que, con su mente inquieta, ya estaba pensando, con una sonrisa en los labios, en el próximo reto: ¡conseguir el Isotta, aunque fuera solo por un día, para su 50º aniversario!

Pasear a piedi entre esos históricos medios de transportes era un auténtico lujo, en todos los sentidos, y mientras nos frotábamos los ojos para comprobar que todo ese patrimonio fuera de verdad, desde el exterior oímos el ruido de un motor.
Supuse que se trataba de María –o, a lo mejor, de un asesino en serie motorizado–, así que salimos a su encuentro: la vi bajar de su coche –un utilitario normal y corriente–, vestida sencilla pero elegantemente con unos vaqueros, una camisa blanca y zapatillas de deporte. Se acercó a nosotros para presentarse, se disculpó por el leve retraso y se preparó para ejercer su papel de Cicerone.

Pero, afortunadamente, para reconducir nuestros pasos perdidos, estaba nuestra eficaz anfitriona, que nos detenía, por ejemplo, ante el coche más largo no sólo de la colección, sino de todos los existentes en esa época, un Cadillac DeVille Cabrio del 1965, que mucha gente confundía con el Lincoln del asesinato de J.F. Kennedy, o ante un original Lancia Aprilia Berlinetta del 1940, de formas sinuosas, casi voluptuosas, y diseño aerodinámico, fruto del ingenio del ilustre diseñador italiano Pininfarina, o ante un impresionante camión de bomberos Merryweather del 1939, el único existente en el mundo junto con aquel que pertenecía a la colección de la siempre eterna Reina Isabel II, en la residencia de
La conversación vertió así sobre esa soberana y su grandeza inmortal, mientras que, un paso tras otro, llegando al final de ese pabellón, entrevimos el taller de los coches, es decir, el mismo lugar donde se había retirado el sospechoso responsable de la apertura inmediata de la cancela de la entrada –en realidad, María y su presunto cómplice parecían gente más que honrada, no asesinos en serie que se dedicaban a enterrar los cuerpos en esa landa apartada y solitaria… ¡de ser así, ya lo hubieran hecho, me consolaba yo!–.

Admirábamos y nos frotábamos los ojos ante esas obras de valor incalculable que se presentaban silenciosamente a través de unas refinadas “tarjetas de visitas” a sus ruedas.
Y más y más Rolls-Royce, de todo género y tipo, que protagonizaban ese increíble viaje al pasado: Camargue, Silver Spur, Silver Wraith II. Paseábamos ante ellos mientras escuchábamos los comentarios de María, sin creer, en realidad, en lo que estábamos viendo, en esa histórica y peculiar colección de la cual muy pocas personas en el mundo podían disponer. Es frecuente, pensaba para mí, ver a jeques o una estrellas del fútbol exhibir, y hasta ostentar, coches deportivos carísimos pero, no debió ser nada sencillo conseguir esos ejemplares verdaderamente exclusivos para el disfrute propio y por el simple placer de conservar para siempre un trozo de historia del motor y de la humanidad.
Quedamos los cuatro paralizados ante esos dos monumentos de la automoción que simbolizaban no sólo la excelencia italiana gracias a la genialidad de sus diseñadores, Marcelo Gandini, en un caso, y Sergio Pininfarina, en el otro, sino también la supremacía en el mercado mundial de esas dos fábricas que, a través de sus célebres fundadores, Ferruccio Lamborghini, de un lado, y Enzo Ferrari, del otro, se disputaban el cetro para sentarse en el trono de Su Señoría la Velocidad: la elegancia del caballo frente a la potencia del toro, en esa maravillosa contienda del siempre ingenioso y novedoso made in Italy.
Por lo que a mí respecta, tengo debilidad por el Cavallino Rampante, y, en particular, por ese modelo en concreto que, después de que marcara los sueños de mi infancia con sus líneas futuristas, sus revolucionarios extractores laterales y sus originales branquias en los costados, como los de los coches de la Fórmula 1, seguía siendo tan actual y provocador como en el año de su estreno, treinta y ocho años atrás; sin embargo, debo admitir que su competidor, el Lamborghini, con su vestimenta angulosa y afilada, su opcional alerón trasero y sus peculiares puertas de coleóptero que recordaban las del fantástico DeLorean de “
Cerca de esos bólidos estaba también un precioso y deportivo Jaguar E-Type biplaza del 1970, que, para llamar aún más la atención, se había disfrazado con un colorido vestido pop art llamado “swinging London”, obra de la artista francesa
Su cercano compañero de aventuras, un Jaguar XK 120 Roadster del 1953, de formas más redondeadas, cándidos colores y largo capó, que recordaba al que conducía Clark Gable y que había ganado un premio en el Concurso de Elegancia de Pebble Beach del 2012.