Hace poco más de un año, cuando estrené esta familiar aventura bloguera, declaraba abiertamente, sin complejos y sin vergüenza, mi auténtica pasión, mi repentino enamoramiento y mi eterno coup de foudre… ¡por un jardín!: El Capricho.Entonces como ahora todas mis atenciones, mis cariños y mis amores iban dirigidos a él, a sus plantas, a sus senderos y a sus flores. Estaba tan cegada por sus encantos que no veía, o no quería ver, más allá de su histórico y artístico recinto. Hasta que un día, observando una ardilla entre sus frondosas ramas, tuve que levantar mi mirada, limitada y ofuscada, para enfrentarme a otra realidad. Los niños, mis niños, que antes observaban encantados los cisnes blancos y negros de su Lago, que soñaban emocionados con nobles damas y valientes caballeros danzando en su Casino de Baile, y que buscaban ilusionados las “caprichosas” edificaciones ocultas entre sus árboles, de repente habían crecido: querían explorar el mundo, salir de esa jaula dorada y volar, más bien pedalear, por horizontes más lejanos.
Sabía que, antes o después, eso pasaría y así fue como llegó el día, el temido día…
A la sombra de ese acogedor jardín vivía un enorme parque, antiguo vertedero de escombros y deteriorado olivar, que muchas veces Aliapiedi, sin familia, había cruzado mecánicamente, siempre por el mismo camino.
Subía jadeando por el acceso lateral de Avenida de Logroño, pasaba delante de las cerradas taquillas de un Auditorio, mudo testigo de olvidadas notas de multitudinarios conciertos, desfilaba rápidamente al lado de centenares de pájaros de hierro de un “Paseo entre dos árboles” de Jorge Castillo, y finalmente, dejando atrás el “Monumento a la Paz” de Yolanda D’Augsburg, siempre rodeado de coches mal aparcados, y la autoritaria “Viga” de Jorge Du Bon, ubicada en un pequeño cerro cercano, llegaba a la salida opuesta, la que daba a la monumental Glorieta S.A.R. Don Juan de Borbón y Battemberg, presidida por el homónimo e imponente regio busto.
No sabía que aquellas originales esculturas simbolizaban, en un caso, el contraste entre la naturaleza viva y muerta, en el otro, la solidez de los pacíficos lazos de España en Madrid, y en el último, la simbiosis entre el paisaje urbano y la sobriedad plástica.
No sabía ni siquiera como se llamaban. Y tampoco me interesaba. Aquel automático y repetido recorrido era simple y sencillamente un cómodo atajo hacia la, entonces, parada de metro más cercana, la del flamante y prometedor Campo de las Naciones.
Hasta que un día, ese día, el temido día, los niños de un tiempo me obligaron a dejar atrás, en todos los sentidos, geográficos y sentimentales, el Capricho tan familiar para desafiar a la extensión espectacular de un ignorado Juan Carlos I, más allá de este paseo tan habitual.
Muy a mi pesar, tenía que atreverme a conocerlo. Aliapiedienfamilia iba a recorrerlo.
Y así fue como los componentes más pequeños, o mejor dicho, los menos adultos, de este núcleo familiar, empezaron, los fines de semana veraniegos, a correr libres y felices entre sus fuentes y esculturas, sus columpios y atracciones, sus sendas y carriles. Pero, con el tiempo, su despreocupada curiosidad infantil les llevaba a ir siempre más allá, un poco más lejos, unos cuantos pasos por delante, sin darse cuenta de la inquietante amplitud de aquel atractivo parque. Y, en efecto, no obstante las repetidas visitas y los continuos esfuerzos para abarcarlo en su totalidad, siempre llegaba un momento en el que nos desorientábamos, nos confundíamos e, inevitablemente, nos perdíamos.
El gigante verde, hostil enemigo, nos hacía sentir frágiles, pequeños e indefensos.
No podía permitirlo…
Pasaba por allí un viandante, y siguiendo sus instrucciones, me fui acercando a una curiosa señal, una gran pelota roja suspendida en el cielo, bañada, casi besada, por los cálidos rayos de un sol al atardecer. Aquella esfera, debajo de la cual apareció otra menor, por encima de un cilindro del mismo color, no era un gigantesco juego de formas geométricas sino un enorme Punto… İ-nformativo. Allí, finalmente, en ese extraño edificio de cristales opacos que, al lado de la taquilla, albergaba también un depósito de bicicletas, de préstamo gratuito, finalmente conseguí lo que quería: un valioso mapa del parque.
Con esta útil y reconfortante herramienta entre las manos, reunida la familia, más segura y más tranquila, decidí ir “al ataque” del enorme recinto, empezando por su perímetro externo y acabando por su meollo. El “bélico” objetivo eran las ciento sesenta hectáreas que componían la superficie de los vastos territorios madrileños de Juan Carlos I.
Para poner en acción la primera parte de mi estrategia necesitábamos un medio de transporte. Sabía donde encontrarlo.
Superada una puerta monumental de una imaginaria muralla, sorteados unos extraños obstáculos, “Sin Título” de Dani Karavan, que, simbolizando la unión entre el confortante mundo conocido y el inquietante mundo desconocido, parecían poner a prueba nuestros propósitos aventureros, llegamos finalmente al lugar establecido. A la sombra de un pinar solitario, precedido por un cartel con sus horarios, ya nos esperaba “Dotto” -“Sabio”, en español-: no era el famoso enano del cuento italiano de Blancanieves, y tampoco un fogoso caballo, al estilo de «War Horse«, sino… un sencillo tren eléctrico que, mirándonos con sus grandes faros, parecía haberse desviado de la amena, y animada, ciudad de Chuggington. Encima del mismo, más o menos disciplinado, más o menos ordenado, más o menos preparado, estaba nuestro pintoresco ejército, armado hasta los dientes: cincuenta pasajeros–soldados, el máximo permitido a bordo, dotados de atrevidos triciclos, osados carritos y peligrosos patinetes, oportunamente colocados en el último vagón con función de maletero.
Y, una vez cerradas las puertas de los compartimentos, emprendimos, con ánimo guerrero, el primero de muchos, y gratuitos, viajes a lo largo de un engañoso anillo, cuya vegetación y color del suelo variaba en función de las estaciones del año. Las dulces notas de un clavicémbalo, en lugar de un himno de batalla, circulaban por el convoy mientras que una voz metálica, cuando no cubierta por los altos tonos de conversación de los padres, muchas veces peores que sus propios hijos, empezaba a detallarnos aquel territorio, ayudándonos en nuestra batida.
En el Paseo de Verano, dominado por los colores solares de su pavimento, el dorado y el blanco, entre pinos, tilos y sóforas nos asaltaba el primer adversario estacional: el calor. Su intensidad era tremenda. Queríamos abanicarnos, refrescarnos o directamente ducharnos y, cual mágica respuesta a nuestras inquietudes, aparecían miles de hectolitros de tentadoras aguas de una larga Ría artificial cuyo curso se perdía al horizonte, bajo una extraña “Pasarela de la lluvia”, enemiga jurada de los peinados frescos de peluquería. No obstante las tremendas ganas de tirarse en ellas, teníamos que luchar contra nuestros instintos: podía ser un despiadado engaño…
Y, en efecto, agudizando la mirada, entre sus plácidas corrientes vimos aflorar unas temibles rocas cubiertas con pan de oro, “Homenaje a Agustín Rodríguez Sahún” de Toshimitsu Imái, que, cuales madrileñas Escila e Caribdis, esperaban en aparente quietud el momento oportuno para tragarse las inocentes canoas atracadas a ellas.
Era mejor alejarse de allí, lo más rápido posible, compatiblemente con la potencia del medio de transporte, para evitar el primero de numerosos escollos que componían un peligroso recorrido al estilo de Splatalot.
En una ladera lateral, un enorme anillo rojo, “Espacio Méjico”, de Andrés Casillas y Margarita García Cornejo, parecía preparado para rodar contra nosotros, mientras que en frente nos esperaba un extenso Lago artificial, poblado por carpas enormes, patos salvajes y astutas tortugas. Al igual que el anterior idílico pasaje marino, este también ocultaba sabiamente sus inesperadas trampas.
En el medio del amplio espejo de agua, se erguían unas amenazadoras figuras no bien identificadas: podían ser temibles luchadores, implacables autómatas, crueles gladiadores o… “Eolos”, de Paul Van Hoeydonck, unas (aparentemente) inocentes esculturas humanas de una pareja, un joven y un niño, simbolizando la continuidad generacional. Mejor no fiarse.
En el siguiente Paseo de Primavera, con su verde suelo y sus cerezos, árboles del amor y castaños de Indias, entre ciclistas más o menos expertos, corredores más o menos animados y patinadores más o menos hábiles, observamos a nuestra derecha un imponente torreón defensivo, compuesto por una colina de hierba fina: el inexpugnable “My Sky Hole”, de Bukichi Inoue, una enorme esfera de acero inoxidable que, rodeada por cuatro cipreses cuales impasibles guardianes, aludía a la unión del Reino del Cielo y el Reino de la Tierra. El recorrido, cada vez más árduo y peligroso, anunciaba un inevitable «Juego de Tronos«.
En la Plaza Este, flanqueada por el Campo de Golf de la Hinojosa, y subiendo por otro puente, nos sorprendió, al inicio del Paseo de Invierno, el potente y alto flujo de un imperioso Geyser, mientras que, un poco más adelante, en lo alto de un cerro, aguardaba paciente e inmóvil otro extraño medio de defensa, inscrito en un cubo virtual, cuyo anónimo nombre, “Sin título”, de José Miguel Utande, infundía aún más miedo.
No podíamos despistarnos porque, en el lado opuesto, un increíble “Pasaje Azul”, de Alexandru C. Arghira, formado por inusuales olas vegetales, que emergían suavemente desde una verde llanura, intentaba distraernos con los cánticos de unas maliciosas sirenas allí ocultas. Tapándonos los oídos en vía preventiva, alcanzábamos indemnes el Paseo de Otoño, con los tonos rojos, siena y blancos del suelo, y las hojas de los liquidambar, quercus, gingkos y chopos bolleana.
Una nueva torre, escupiendo peligrosas llamas de agua, marcaba el principio de esta última estación, la actual, y nuestras fuerzas y energías, gastadas y minadas por tantas emociones, empezaban a confundirnos los sentidos. Sedientos y hambrientos, vivíamos inusuales espejismos, teníamos extrañas visiones, padecíamos increíbles alucinaciones.
En el medio de un verde desierto urbano se materializaba una imponente Pirámide, alimentándose de los rayos solares y transmitiendo su eficaz energía, convertida en eléctrica, a la potente flota de vehículos (¿militares?) custodiados en su interior, mientras que una serpiente multicolor, “Fisiocromía para Madrid” de Carlos Cruz Díez, nos engañaba con sus calculados efectos cromáticos, intentando envolvernos en sus espiras letales.
Por mucho que intentáramos refregarnos los ojos, abrirlos y cerrarlos, el inusual panorama no cambiaba: ¿Habíamos sido víctima de algún hechizo?
El tren seguía adelante, sorteando unos gigantescos “Dedos”, de Mario Irarrázabal, pertenecientes a una mano oculta bajo tierra, quizás prisionera, en busca de libertad, quizás enemiga, en busca de nosotros. La situación empezaba a ser crítica: teníamos que recuperar el control sobre nosotros mismos pues, de lo contrario, en vez de dominadores, íbamos a acabar como dominados.
Dotto, después de unos cuantos metros, ya se había parado y, ahora, a piedi, después de haber explorado el perímetro externo de aquel territorio, con sus obstáculos, sus trampas y sus sorpresas, tocaba concretar la segunda fase de nuestra estrategia: el ataque al centro, al núcleo, a las entrañas.
Entre tortuosos senderos, ingeniosos columpios e insidiosos estanques llegábamos por fin a destino: la isla. Allí estaba, en una plataforma elevada, oculta entre palmeras, resplandeciente en su salvaje y exuberante belleza natural. Sólo era accesible a través de un puente-pasarela de madera que se perdía en un portal imaginario de dos grandes bloques de hormigón, el emblemático “Árbol de la vida”. Una vez cruzado sabíamos que iba a desencadenarse el combate final, la lucha para el poder, la batalla por el dominio total.
No sabíamos lo que nos esperaba, a qué nos íbamos a enfrentar, donde íbamos a parar y, armados de un coraje irracional, nos adentrábamos en aquel misterioso lugar.
El ataque fue rápido, sencillo y eficaz. No pudimos evitarlo, no pudimos esquivarlo, no pudimos eludirlo. Abatidos, derrotados y vencidos nos rendíamos enseguida a la potencia de la invencible e inquebrantable arma secreta del parque: el Jardín de las Tres Culturas.
Estábamos rodeados, sitiados y abrazados por tres magníficos jardines, separados en sus elementos decorativos, pero unidos por el oasis común en el que estábamos.
Nos dejamos atraer, entre lavandas, romeros y laureles, por el Jardín Cristiano, o Claustro de las Cantigas, en forma de cruz, con su campana, su templete central y su órgano de siete tubos transparentes; nos dejamos cautivar por el Jardín Árabe, o Estanque de las Delicias, envueltos por los colores y perfumes de naranjos, rosas, lilos, jazmines y árboles del amor, con sus cuatro palomares cuales minaretes, su estrella central de ocho puntas y su pabellón abierto al cielo; y, finalmente, nos dejamos seducir por el Jardín Judío o Vergel de Granados, orientado a los cuatro puntos cardinales, con sus piedras traídas de Jerusalén, su escudo de David y su fuente de caracol, entre granados, almendros y cinamonos.
En ese mágico y onírico paraje no cabía la guerra, no cabía la ofensa, no cabía la intolerancia: sólo paz, respeto y convivencia.
Era la joya más preciada, el tesoro más valioso, el bien más deseado: el Jardín del Edén, perdido, y por fin reencontrado.
Aliapiedi y el Parque se habían reconciliado, la futura amistad se había sellado.
Aprendida la lección, con ánimo renovado, devolvimos encantados, entonces equivocados y ahora arrepentidos, el dinámico saludo de un Gigante verde que siempre quiso ser nuestro amigo…
Una nota final: Los sábados y domingos por la mañana del mes de octubre, previa inscripción, se organizan en el Juan Carlos I unos talleres familiares gratuitos, para grupos de niños, acompañados por sus padres, de 3 a 5 años o de 6 a 12 años. Esperemos que esta forma divertida, y al mismo tiempo instructiva, de acercar los pequeños, y no sólo a ellos, a los múltiples y sorprendentes aspectos de la Madre Naturaleza siga en pie en los meses siguientes. Esperemos que la crisis, con el consecuente cambio de titularidad en la gestión privada del gigante verde, no dé lugar a una nueva batalla contra este parque madrileño. Esperemos, sencillamente, que todos sigan siendo sus amigos…
¡Excelente reportaje! Cada vez haces mejores fotos. Enhorabuena…
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Muchísimas gracias por tus palabras. Yo sí que he visto unas espectaculares fotos tuyas sobre este Parque… ¡Enhorabuena!
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Muy bonito parque y las esculturas ingeniosas…
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Efectivamente… así es Manel. Muchas gracias por tu comentario
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Muy bien elaborado, muy divulgativo con las fotos. nhorabuena.
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Muchísimas gracias por tus palabras… Llevaba tiempo sin escribir un nuevo post y comentarios como el tuyo me animan a seguir con esta aventura bloguera. Gracias otra vez!
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Muy bueno!!! Enhorabuena!!
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¡Muchas gracias Sigrid! Necesitaba oírlo… llevaba mucho tiempo sin escribir en este blog… Gracias otra vez!
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Fascinante. Tengo algo que enseñar a mis visitas ya que creía que les había enseñado todo.
Quizá con enseñarles tu reportaje ni necesito ni salir! Gracias, me ha gustado mucho.
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Muchísimas gracias Denise por tus preciosas palabras. Me alegra saber que te he revelado un nuevo lugar madrileño y espero que lo disfrutes mucho, en familia, con amigos o con quien quieras… Y a ser posible, ¡directamente allí, entre las muchas atracciones de este Gigante verde… amigo de todo el mundo! Un abrazo y buen fin de semana.
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Vivo muy cerca de este parque y gracias a este post me has enseñado que aun me quedan cosas por descubrir! Gracias y enhorabuena por el blog
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Muchísimas gracias Cristina. Me alegra saber que a través de mi blog te he descubierto algo más sobre este gigantesco Parque amigo… Gracias por tus palabras.
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A veces para empezar el camino sólo se necesita que alguien te lo muestre…. hasta con palabras. Lo mejor es el ánimo y las ganas de caminar y de estar al aire en familia ¡Gracias porque siempre aciertas con tus recomendaciones!
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Muchísimas gracias por dejar un comentario tan estimulante. Como te decía, entonces como ahora, lo aprecio muchísimo, amiga mía. Espero que pronto lo podáis disfrutar todos juntos en familia.
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Querida Alia, tus aventuras en familia por nuestra ciudad de adopción se convierten en visitas imprescindibles y !ya en un punto de referencia fundamental para los que viven en Madrid! ¡Nunca he visitado este parque, a pesar de haberme acercado muchas veces, y a través de tus amenas descripciones y rítmicas frases ha sido todo un descubrimiento! Cada vez narraciones más fantásticas, ¡no dejes jamás de escribir! ¡Sería una lástima para todos! muchos besos
roberta
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Querida Roberta: tus afectuosas palabras son siempre muy alentadoras y tus comentarios sobre las rítmicas frases me llenan de orgullo, al provenir de una experta poeta cual eres tu. Intentaré seguir tu valioso consejo. Gracias (gigantesca) Amiga mía.
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Este tipo de artículos, tan didácticos y trabajados, merecen mucho la pena. Enhorabuena por este post. Un saludo
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Muchísimas gracias Ángel por tu comentario tan alentador. Me alegra que te haya gustado tanto este relato. Un saludo
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Hola Alia
Gracias, por descibir tan bien los lugares, sitios e invitarnos a visitarlos.
Estoy de acuerdo con tu amiga, no dejes de escribir.
Yo me quedo con El Capricho
Un beso
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Hola Alia
Gracias, por describir tan bien los lugares y sitios e incitas a visitarlos.
Estoy de acuerdo con tu amiga, no dejes de escribir
Yo me quedo con El Capricho
Un abrazo
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Querida Julia: Gracias por tus palabras que siempre ayudan para seguir adelante con la escritura. Te lo agradezco de corazón y, además, te confieso que yo también prefiero el jardín de El Capricho. Un abrazo y buen inicio de semana.
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