Pedraza y Sepúlveda: Regreso al pasado (Primera parte)

Habían pasado ya quince años desde la primera vez que mi entonces novio, y ahora marido, me había llevado a estos dos pueblos de la provincia de Segovia en compañía de mis padres; quince años después éramos nosotros, ya en calidad de progenitores, los que íbamos a llevar a nuestros hijos a aquellos mismos lugares.

La decisión, por muy extraño que parezca, considerada mi proverbial organización milimétrica de cualquier excursión, urbana, interurbana o internacional, fue tomada en el último minuto, después de haber descartado tan rápida como inexplicablemente un destino alternativo más cercano y menos arriesgado, en términos de distancias kilométricas, ya que casi era la hora de la comida, según los horarios italianos, y del brunch, según los españoles.

No importaba. Los cuatro (¿irresponsables?) de Aliapiedienfamilia nos subimos al coche y abandonamos despreocupados la capital rumbo a Pedraza y Sepúlveda, sin haber programado ningún plan cultural, ni gastronómico.

El hermoso pueblo de Buitrago del Lozoya

El pintoresco pueblo de Buitrago del Lozoya

A lo largo de la carretera de Burgos, pasado Lozoyuela, divisamos a lo lejos las aguas azules del embalse de Riosequillo; un poco más allá, cruzado el río Lozoya, entrevimos las murallas del hermoso pueblo de Buitrago, visitado en familia unos cuantos años atrás, y, finalmente, cerca de la invisible frontera entre la Comunidad de Madrid y la de Castilla y León, nos encontramos con la (¿temible?) sierra de Somosierra… El mayor de nuestros hijos, al oír pronunciar ese nombre tan redundante, mientras me empecinaba en consultar inútilmente un mapa geográfico no precisamente actualizado -creo que era el mismo de quince años atrás-, tuvo un sobresalto, como si hubiese visto, u oído, un fantasma o, mejor dicho, como si hubieran vuelto a su memoria unos, muy reales, fantasmas del pasado: ¡el examen de Conocimiento del Medio!

El temible «relieve»

En efecto, unos pocos días atrás, el joven alumno, entre las múltiples y diferentes temáticas incluidas en esta materia tan innovadora como indeterminada, había “encarado” una que “destacaba” sobre las demás, en todos los sentidos: “El relieve”. Y tanto había sido su empeño para aprenderse la lección que, como si de un reflejo irracional se tratara, empezó a repetirnos (casi) de memoria las páginas recién estudiadas sobre la cordillera del Sistema Central, sobre sus dos grandes sierras, la de Guadarrama y la recién mencionada, y sobre los picos más importantes de cada una, el de Peñalara y el Cebollera, respectivamente.

Asombrados, y al mismo tiempo orgullosos, por tanta sabiduría filial, sobre todo si la comparamos con nuestra escasa competencia en materia, enfilamos satisfechos una carretera secundaria donde, entre verdes llanuras, se recreaban plácidamente animales de todo género y tipo: caballos y yeguas, ovejas y corderos, toros y vacas… -estas últimas objeto, o mejor, sujeto, de un animado debate con nuestro joven “sabelotodo” sobre la presencia o ausencia de cuernos encima de sus sagradas cabezas-.

A lo largo de este ameno recorrido campestre, me fijé en un cartel sobre fondo marrón que, al señalar, por su característico color, un lugar de interés turístico, despertaba, como siempre, mis ganas de desviarme del camino. En él se leía: “Cueva de los Enebralejos”…

¿Qué era aquello? Nunca había oído hablar de ese, sin duda interesante, lugar que, obviamente, no aparecía en mi mapa prehistórico, y después de un tímido intento, que ya sabía destinado al fracaso -pero “tentare non nuoce”-, para convencer al resto de la tripulación sobre la oportunidad de una improvisada expedición de reconocimiento por el interior de esa alentadora cavidad natural. Decepcionada e incomprendida, me vi obligada a apuntar su nombre en mi fiel Moleskine, a la espera de una futura, y más prospera, ocasión.

Afortunadamente, sin embargo, la reciente decepción fue enseguida compensada, e inmediatamente olvidada, con la aparición, sobre un otero, de la muralla de Pedraza. Aquella vista del fortificado recinto exterior no me resultaba en absoluto familiar, pero tras atravesar su única puerta de acceso, la puerta de la Villa, flanqueada por el torreón del correspondiente cárcel, los recuerdos afloraron rápidamente a mi memoria: las callecitas empinadas, las casas blasonadas y, sobre todo, las omnipresentes piedras, en los muros, en el suelo y hasta en el aire, en las torres de sus cuatro iglesias, no eran fáciles de olvidar.

Calles desiertas

Calles extrañamente desiertas

Nos fuimos entonces dirigiendo hacía el único parking existente en el interior del pueblo, siguiendo un invisible camino de estrecha anchura que recorría su parte meridional, y, por muy extraño que pudiera parecer, y a diferencia de mi primera experiencia “pedrazana”, pocas personas, y aún menos coches, circulaban por allí; una tremenda duda nos asaltó -¿estaría prohibido?- pero, a pesar de ella, seguimos adelante y llegamos indemnes, sobre todo los laterales del coche, a nuestro destino -¡y, a día de hoy, puedo afirmar que sin ninguna sanción administrativa!-.

Mayor aún fue nuestra sorpresa cuando apareció el mencionado lugar de estacionamiento envuelto en un halo de paz y tranquilidad, a pesar de ser un sábado soleado de primavera, en plena hora punta, mientras que quince años atrás el “panorama” había sido completamente opuesto. Recordaba un río de coches circulando, dando vueltas como hormigas (mecánicas) enloquecidas, motores de todoterrenos rugiendo, bajando por peligrosos barrancos en busca de una plaza inventada y conductores gritando, intentando maniobras al filo de lo imposible para no chocarse con los demás…

Elegido entonces el aparcamiento más oportuno sin arriesgar nuestras vidas, a la sombra y en llano, tomamos unas fotos de la ermita de San Pedro y del pigro discurrir, más abajo, ai suoi piedi, del arroyo del Vadillo, antes de dirigirnos hacia el cercano castillo, construido en el siglo XIII y rehabilitado en varias ocasiones, la última de las cuales a principios del siglo XX por el pintor Ignacio Zuloaga, que en él ubicó su estudio.

El inexpugnable e inaccesible castillo...

El inexpugnable e inaccesible castillo

Y mientras nos entreteníamos con estas imágenes bucólicas, empezamos a oír detrás de nosotros un ligero murmullo, más bien un leve ruido que, poco a poco, iba convirtiéndose en un verdadero estruendo: ¡la tan temida caravana de coches!

No sé por qué extraño motivo, o por qué afortunada conjunción astronómica, esa impresionante criatura colectiva, formada por múltiples vehículos de cuatro ruedas en columna, no había hecho antes su escenográfico acto de presencia, pero allí estaba ahora, en toda su magnitud, y multitud, lista para una rabiosa y violenta lucha para la ocupación de un trozo de territorio. Sorprendidos por aquella escena casi dantesca que en pocos segundos se había reproducido ante nuestros ojos, aceleramos el paso para evitar que todos aquellos turistas motorizados, al igual que nosotros, asaltaran el mencionado edificio militar, lanzándose a la conquista del pequeño, e indefenso, pueblo segoviano, invadiendo sus monumentos, restaurantes y locales.

La indefensa villa de Pedraza

La indefensa villa de Pedraza

Llegamos entonces, sin aliento, a la altura del foso que rodeaba la fortaleza, nos detuvimos ante su pesada, y cerrada, puerta de madera, dotada de unos amenazadores pinchos de metal, donde un cartel avisaba de que en su interior se estaba desarrollando una visita guiada y que hasta pasada media hora iba a ser imposible encontrar reparo entre aquellos fuertes muros defensivos -este era justo uno de los imprevistos que tanto temía como consecuencia de la falta de organización previa-.

Nuestras miradas se cruzaron, algunas, la de los más pequeños, con un velo de terror, otra, la del padre de familia, con aire de desaprobación, y la última, la de Aliapiedi, con un entusiasta esplendor. Ante el castillo se entabló un nuevo debate familiar sobre la oportunidad o no, según los diferentes puntos de vista, de esperar, o perder, esos valiosos treinta minutos para luego disfrutar de la visita guiada -que nos hubiera llevado otra hora-, o bien dirigirnos directamente a callejear por la bella Pedraza. Como casi siempre, después de que una amplia mayoría, casi absoluta, votara en contra del mencionado tour, “alguien” tuvo que conformarse con una estática contemplación y con una nueva anotación en su inseparable agenda: esa construcción militar seguía siendo, al igual que la primera vez, inexpugnable e inaccesible…

La (¿abandonada?) iglesia de Santa María

La (¿abandonada?) iglesia de Santa María

Nos adentramos entonces en el pueblo, pasando delante de una iglesia, la de Santa María, quizás abandonada, cerrada a cal y canto como estaba, y cuyos únicos feligreses y, al mismo tiempo, inquilinos, parecían ser una autoritaria pareja… ¡de cigüeñas!

Las legendarias cigueñas (¡para los italianos!)

Las legendarias cigueñas (¡para los italianos!)

En efecto, en su torre campanario las dos aves habían construido un elaborado, y pesado, nido de ramas, y los niños, al percatarse de esa volátil presencia, no pudieron evitar estallar de júbilo, igual que, quince años atrás, lo habían hecho su madre y sus abuelos italianos, y por ende acostumbrados a observar a esos animales, casi de leyenda, sólo en los documentales televisados ambientados en Alsacia: ¡Para mis compatriotas el hecho de verlos así, en vivo y en directo, y tan de cerca, equivalía a tener un encuentro con un tigre blanco en los Alpes!

Emocionados, olvidándonos del inexorable e impiedoso pasar del tiempo y, sobre todo, de las hordas de turistas que desfilaban detrás de nosotros, nos pusimos a tomar fotos de aquellos atípicos guardianes del edificio religioso desde todos los ángulos y perspectivas posibles y, una vez satisfechos con el reportaje ornitológico, despidiéndonos de ellos, enfilamos la calle Monte, atraídos por los típicos y cautivadores aromas de la carne asada.

Sin embargo, a pesar del incipiente hambre, y luchando contra nuestros “instintos básicos”, no permitimos que las “posadas” ubicadas a lo largo de la misma nos “captaran” con sus viandas, y decidimos, esta vez por unanimidad, seguir las indicaciones del padre de familia que quería llevarnos a un famoso restaurante, dotado de un hermoso “jardín”. En ese lugar, donde él, quince años atrás, había tomado un aperitivo con su novia de entonces y los padres de esta última, y donde, un año después, había disfrutado de una pantagruélica cena, con la novia de siempre, en la boda de uno de sus mejores amigos, nos aguardaban dulces y nostálgicos recuerdos de un presente ahora totalmente diferente…

Llegamos así a la pintoresca, e irregular, plaza Mayor, con sus portales, sus balcones y sus blasones: no había cambiado nada… ¡afortunadamente!

La pintoresca Plaza Mayor

La inmutada plaza Mayor con sus palacios, sus balcones y sus balsones

Allí seguía la iglesia de San Juan Bautista, con su altiva torre de doble arquería cual orgulloso testimonio de su origen románico; a su lado, el Ayuntamiento, con la galería, el trío de arcos y, para la ocasión, una novia radiante del brazo de su, ahora oficial, acompañante; y, finalmente, las tan famosas casas asoportaladas, ya no ocupadas por nobles moradores sino por cautivantes asadores. Y estos últimos, inevitablemente, pudieron con lo que quedaba de nuestra debilitada fuerza de voluntad: ya no podíamos resistir más… ¡y (encantados) caímos a la tentación del pecado de gula!

Portales, balcones, blasones y...

Portales, balcones, blasones…

... casas asoportaladas y cautivantes asadores

… casas asoportaladas y cautivantes asadores

Los cuatro nos sentamos en la única mesa disponible bajo ese terso cielo azul, roto sólo por el blanco voltear de imperiales cigüeñas, y tomando un despreocupado aperitivo en esa terraza tan codiciada, nos pusimos a disfrutar serenamente de la inmutada arquitectura castellana que hacía de telón de fondo al espectáculo de la dinámica vida humana: adultos fotografiando, niños correteando y novios saludando…

Pero el encanto duró poco. Los puntuales retoques del cercano campanario nos despertaron drásticamente de nuestro ensimismamiento: las dos de la tarde… una “tarda” hora de la “tarde”…

En aquella plaza, escenario privilegiado de festejos taurinos desde mediados del siglo XVI hasta nuestros días, con ocasión de las fiestas patronales, resonaron de repente en mi mente, al son de aquellas campanadas, los trágicos versos de García-Lorca, adaptados a nuestra realidad del momento -con la venía del mencionado Autor-:

“A las [dos] de la tarde
¡Ay, qué terribles [dos] de la tarde!
¡Eran las [dos] en todos los relojes!
¡Eran las [dos] en [sombra] de la tarde!”

…“¡y sin comida que nos aguarde!” [Aliapiedienfamilia]

Así que, apurados rápidamente los últimos sorbos de nuestras respectivas bebidas y pagada la cuenta, apresurados, nos pusimos otra vez a las órdenes de nuestro experto guía… ¡gastronómico!

El palacio de la Comunidad de Villa y Tierra

La Comunidad de Villa y Tierra

La desierta calle del Matadero

La soledad de la calle del Matadero

Enfilamos la calle Real, dejamos atrás el palacio de la Comunidad de Villa y Tierra, pasamos delante de la iglesia de Santo Domingo -también cerrada, aunque no abandonada-, subimos por la calle del Matadero y, extrañados por la soledad reinante en esa parte de la villa, aunque tuviéramos la certeza, confirmada por la escena del aparcamiento, de un progresivo y exponencial aumento de la población no residente, llegamos finalmente a destino.

Allí no nos esperaba una comida sabrosa, sino una verdad dolorosa: los visitantes-asaltantes estaban en el interior de ese restaurante, a la espera del botín humeante…

¡Todo el mundo se nos había adelantado!

Tomando conciencia de nuestro doble error, la falta de reserva previa y el tranquilo aperitivo, intentamos convencer por todos los medios a la encargada para que nos apuntase en una lista de espera pero su rigidez, casi tozudez, y la de todo el personal, en general, resultó ser directamente proporcional al éxito del afamado local. Indignados, no nos quedó otra que salir de allí, cabizbajos, dando la espalda a nuestro “jardín de los recuerdos”, para más inri clausurado, y, empujados por el hambre, fuimos en busca de una rápida alternativa, después de una breve incursión en la cercana oficina de turismo.

¿Inocuas tuberías o pavorosos dragones?

¿Inocuas tuberías o pavorosos dragones?

La falta de calorías empezaba a jugarnos malas pasadas y, mientras recorríamos a toda prisa el laberíntico callejero de la villa medieval, el agradable entorno arquitectónico de antes parecía ahora transformarse en una trampa mortal: el firme empedrado se estaba convirtiendo en arenas movedizas, la calle (tan) Angosta como su propio nombre indica se estaba estrechando aún más a nuestro alrededor y las mismas tuberías, apoyadas sobre pintorescas tejas, estaban mudando en pavorosos dragones de temibles fauces.

Teníamos que correr, escapar, huir de allí y refugiarnos lo más pronto posible en una casa… ¡de comidas!

Un insólito póstigo de madera

Un insólito postigo de madera

A pesar del peligro que estábamos corriendo, la que suscribe no pudo evitar detenerse delante de un postigo de madera que, ubicado bajo un siniestro tentáculo disfrazado de engañosa farola, parecía haber sido colocado al azar en el medio de un muro de piedra sin porta o sin portal: ¿Qué había detrás de ello? ¿Un pasaje secreto? ¿La guarida de un pulpo terrestre? ¿O, sencillamente, una ventana olvidada para siempre?

Los gritos desesperados de los niños y el mensaje telepático de su padre, preguntándome desconcertado cómo podía perder esos valiosos minutos con esas preguntas surreales cuando algo muy real, el apetito, se estaba apoderando progresivamente de nuestros cuerpos, interrumpieron drásticamente mis reflexiones. Alejándome entonces de aquel potencialmente peligroso, o sorprendente, descubrimiento, e instigada por unos terribles y ambiguos versos dantescos -“… più che ‘l dolor, poté ‘l digiuno”- me fui corriendo para alcanzar al resto de la familia que, bajo un típico “soportal”, conversaba animadamente con uno de los camareros -aunque tenía aires de encargado- que nos había servido el aperitivo.

El hombre, amable y sonriente, quizás demasiado amable y demasiado sonriente -¿era un brujo disfrazado de paisano?-, pero confiado, nos invitó a seguirle por una estrecha escalera -¿estábamos en peligro?- hasta la planta superior de aquel local, antigua taberna y panadería, y ahora invitante asador -¿era otro engaño?-, decorado con las originarias vigas de madera a vista y el típico mobiliario castellano.

Fue entonces cuando recordé que, precisamente, era aquel el restaurante donde, quince años atrás, habíamos almorzado con mis transalpinos progenitores y degustado, entre otros manjares, el típico cordero.

La especialidad del lugar: el cordero asado

La especialidad del lugar: el cordero asado

Unas sonrisas se dibujaron finalmente en nuestros rostros, hasta aquel momento marcados por la preocupación y la tensión, y relajados y cómodamente sentados, pedimos un menú más que abundante, que incluía, obviamente, la especialidad del lugar: el cordero asado lentamente, según el “rito ancestral”, en el horno colindante.

Aquella sabrosa y copiosa comida, comparable con la que se retrata en una divertida escena de la conocida, y lograda, película española titulada “Ocho apellidos vascos”, iba a hacer peligrar seriamente la continuación de nuestro viaje con su latente amenaza soporífera de modo que, para evitar males mayores, decidimos levantarnos cuanto antes y dar otro paseo por la villa.

Cruzamos un pasaje que se abría al lado de la torre de San Juan Bautista y nos trasladamos a una hermosa plaza, la plaza de la Olma -en mi modesta opinión, mucho más acogedora y pintoresca de la plaza Mayor que acabábamos de dejar atrás-, caracterizada por una verde hiedra que crecía, casi invadía, los muros de sus casas, por el ábside circular de la mencionada iglesia, en evidente contraste con la linealidad de las construcciones colindantes, y por un ciprés solitario que parecía querer competir en altura con la torre del campanario.

La hermosa plaza de la Olma

La acogedora plaza de la Olma

Ese lugar, al igual que la plaza de al lado, la plaza del Ganado, era encantador.

La encantadora plaza del Ganado (¡sin animales!)

La encantadora plaza del Ganado (¡sin animales!)

Después de recorrer tranquilamente este último espacio abierto sin tener que lidiar con toros y vacas (¡con o sin cuernos!), sino sólo con el empedrado omnipresente, nos dirigimos hacia el aparcamiento y mientras caminábamos por la calle Mayor, los adultos nos paramos nostálgicos ante una auténtica “reliquia del pasado”, de un pasado bastante reciente pero lo suficiente para despertar la curiosidad de nuestros jóvenes acompañantes: ¿Qué era aquello? ¿Qué ocultaba esa puerta rechinante de madera que se abría entre muros de «piedra pedrazana»? ¿Qué era aquel aparato colgando dentro de un cubículo cuadrado? [Continuará…]

Categorías: EXCURSIONES | Etiquetas: , , , , , , , , , , | 2 comentarios

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2 pensamientos en “Pedraza y Sepúlveda: Regreso al pasado (Primera parte)

  1. Roberta

    Un lugar encantador y un encantador relato, ¡como siempre! Gracias a ti Alia puedo disfrutar de maravillosos sitios que todavía no he visitado, después de mis casi quince años en tierra ibérica, es que leyendo tus aventuras familiares me parece estar allí, recorriendo las calles y las plazas, ¡ya que las fotos son tan luminosas y sugestivas y las descripciones tan impecables! a ahora a por la segunda parte… ¡un abrazo muy grande!

    PS: no sabes cómo comparto tu opinión sobre la asignatura escolar que mencionas, y la verdad es que yo me inclinaría más por «indeterminada» más bien que «innovadora»…

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    • Gracias querida Roberta, encantadora como esos lugares y relatos que mencionas. Soy yo la que disfruta siempre con tus afectuosos y generosos comentarios sobre mis descripciones y fotos (pero el autor de estas últimas es siempre mi marido: el mérito es todo suyo). Un abrazo más grande.
      P.s. comparto tu visión sobre esa famosa asignatura. ..sólo intentaba ser «políticamente correcta» pero sin duda prevalece su aspecto «indeterminado» sobre aquel «innovador»…

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