Casa-Museo Cerralbo: ¡La fiesta del año! [Segunda parte]

[… Sigue]

Viernes, 9 de junio de 1893

El Conde y el Condesito de Aliapiedienfamilia ya se encontraban en el moderno barrio de Arguelles, repasando mentalmente la versión acordada para justificar su ausencia a la presentación de la residencia familiar capitalina del Marqués de Cerralbo, aristócrata de alto linaje emparentado con la Casa de Alba, la de Medinaceli y la de Osuna, Senador del Reino desde hace una década –de ahí la ubicación de su nueva morada, a unos pocos pasos, a piedi, del Senado– y, desde hace poco, representante de don Carlos de Borbón y Austria, pretendiente al trono de España.

Conforme iban avanzando hacia la casa de que tanto habían oído hablar en los exquisitos almuerzos del Restaurante Lhardy durante el decenal proceso de edificación, padre e hijo ya no estaban tan convencidos del buen éxito de su (innoble) expedición. Se bajaron de su carruaje a una prudencial distancia del hermoso palacio, obra de los afamados arquitectos Sureda, Cabello y Asó y Cabello Lapiedra, cuya arquitectura, con cuatro fachadas y otros tantos torreones, al estilo de los hôtels particuliers parisinos, imponía ya de por sí un cierto respeto, como si fuera una proyección, en piedra y ladrillo, de la autoridad y poderío de su blasonado propietario, y, de incógnito, decidieron recorrer caminando el perímetro exterior del edificio para admirarlo en su totalidad.

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La primera reja… ¡cerrada!

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La segunda cancela… ¡ abierta!

Mientras paseaban por la calle Juan Álvarez Mendizábal, pudieron divisar a través de una reja los setos cuidados de un jardín de diseño romántico en el que destacaba un evocador templete-mirador, haciendo esquina con la calle Ventura Rodríguez, y, un poco más adelante, se encontraron con otra cancela, abierta de par en par y sin (aparente) vigilancia, que parecía invitarles a descubrir la belleza clásica de ese espacio verde, poblado de bustos de emperadores romanos, protagonistas de un glorioso pasado, que se alternaban entre bancos a la espera de huéspedes afortunados, o de fisgones atrevidos.

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El templete-mirador

Y así fue como los varones de Aliapiedienfamilia, cautivados por la bucólica visión e inexplicablemente empujados por una irrefrenable curiosidad, decidieron ignorar por una vez las sagradas normas sociales, escritas o por escribir, y entraron por ese acceso, sin pedir permiso a nadie.

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El romántico jardín

Aquel lugar era a un auténtico paraíso, un oasis de paz urbano, dominado en el centro por un amplio espacio irregular –el actual Estanque, según la recreación de este ambiente realizada en el 1995– y embellecido por unas marmóreas esculturas, incluida la de un jabalí, en su mayoría de proveniencia italiana, por flores y plantas cuyas hojas y colores celebraban los últimos días de la primavera y por unos serpenteantes senderos que se perdían en la armonía de los clásicos elementos, naturales y materiales.

Ese jardín era una auténtica joya. Tal era su encanto que los dos intrusos, distraídos, no se percataron de que, desde el piso superior del hexagonal templete-mirador, entre las columnas y los bustos que lo decoraban, alguien les estaba observando…

Era don Antonio, el marquesito, el cual, con gran puntería, acababa de lanzar una bellota a la cabeza de su querido amigo, el condesito. Acto seguido, después de haber bajado rauda y silenciosamente desde ese privilegiado belvedere, se personó repentinamente ante los dos visitantes. Después del susto, los tres se saludaron calurosamente, como si hubieran pasado décadas desde su último encuentro cuando, en realidad, sólo habían transcurrido cuatro días desde que coincidieron en la fiesta organizada por el duque de Rivas en el Palacio de Viana.

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La actual Galería

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El Salón Rojo

Tras un agradable paseo por el jardín, se encaminaron hacia los aposentos del joven anfitrión, orientados hacia ese pintoresco espacio verde –un espacio que pocos años después, tras el fallecimiento de don Antonio, fue convertido en el ala de verano del edificio, con diferentes gabinetes y salones–, pero éste, antes de llevarlos ante la presencia de su padrastro, quiso revelar a los huéspedes los secretos del palacio.

Recorrieron así un largo pasillo por el que los criados circulaban sigilosamente –la actual Galería, cuyas paredes están decoradas con cuadros de temática religiosa y con un reloj despertador, del tipo lantern clock, que, con sus más de trescientos años, constituye el más antiguo de entre los setenta diferentes ejemplares de la casa-museo–, dejando atrás los cuartos de diario –ahora conocidos como “salones de colores”, en función del tono de las tapicerías y de los paramentos: el Salón Rojo, que era utilizado por el marqués como despacho, el Salón Amarillo, que servía como comedor de diario y también de gabinete de confianza, el único que presenta en la decoración de la pared el papel pintado original, y la Salita Rosa, recreada como gabinete de la señorita Amelia, hermana de don Antonio–.

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El Salón Amarillo

Bajaron después por una angosta escalera de servicio –a la que se accede desde el actual Pasillo, repleto de recuerdos carlistas del marqués, que conecta también con el austero dormitorio de este último durante su período de viudedad, así recreado a partir del inventario de la casa–, hasta llegar al semisótano, ubicado en la parte más baja del edificio, en términos geográficos, y también sociales, allá donde, sin embargo, se encontraba el verdadero alma de la casa, el epicentro de su vida cotidiana, el corazón de sus actividades diarias.

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El actual Pasillo

En esas estancias en penumbra, de techos bajos y decoración escueta, bajo la atenta mirada de un serio mayordomo y de una impasible ama de llaves, se movían con la gracia de una recurrente danza colectiva camareros uniformados, doncellas impecables y cocineras apresuradas: ese lugar era un verdadero hormiguero, animado por auténticos profesionales que, en el desempeño de sus funciones, se erguían como sólidos cimientos de esa catedral familiar, como imprescindibles pilares de esa vivienda tan espectacular.

Según avanzaba la inesperada y reveladora visita guiada, el conde y el condesito se sentían cada vez más incómodos, y no sólo por la visión de ese mundo subterráneo, de ese universo escondido y opaco que permitía el perpetuo brillo de las estrellas que vivían en el firmamento de las plantas superiores, sino también por la sincera confianza y amistad que les estaba brindando el joven marquesito, mostrándoles lo que normalmente no se podía, o no se quería, ver, en claro contraste con el engaño que ellos estaban a punto de perpetrar.

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Acceso al semi-sótano

Finalizaron el atípico tour recorriendo toda la planta a lo largo y a lo ancho, por fuera y por dentro, con sus cocinas, despensas, guadarneses, cocheras y cuadras –estancias todas ellas desaparecidas en la actualidad y ocupadas por los aseos, los almacenes, los vestuarios del personal y el Aula Didáctica, en el que los fines de semana tienen lugar interesantes y originales talleres familiares– y después se dirigieron hacia el Gran Portal subiendo por una escalera diferente a la anterior.

Una vez allí, los visitantes se quedaron sin palabras…

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El Gran Portal

Ese espacio no era un simple acceso a las plantas superiores, un medio para llegar al nivel del entresuelo y, más arriba, al piso principal. Se trataba de una esplendorosa carta de presentación de un viaje in crescendo hacia la poderosa opulencia, hacia el lujo más desenfrenado, hacia un mundo privilegiado que estaban a punto de emprender.

Padre e hijo ya se estaban imaginando el futuro asombro de su esposa y hermana, respectivamente, con ocasión del venidero evento pero, por el momento, tenían que centrar todos sus pensamientos en su (mezquina) misión, sin permitir que el esplendor y la suntuosidad que les rodeaba les distrajera de su (vil) propósito.

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El primer tramo de la Escalera de Honor

Así que, siguiendo a Don Antonio, subieron el primer tramo de la escenográfica e impresionante Escalera de Honor, con balaustrada y peldaños de mármol, y, a través de un descansillo, accedieron a la parte de la vivienda utilizada a diario por los Marqueses de Cerralbo –futuro ala de invierno del palacio–.

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El Recibimiento

Allí, en el Recibimiento, el joven anfitrión se despidió de ellos con tanto afecto y calor que, una vez más, sus conciencias se tambalearon. Y como si todo ello no fuera suficiente, un gran espejo, un tremó, que dominaba esa sobria sala, les asestó el golpe (casi) definitivo, al permitirles contemplar las imágenes de un padre y un hijo cómplices de una inminente mentira a la cara de un querido amigo.

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«Virgen con el Niño» de Van Dyck

Por mucho que los dos mejoraran su aspecto formal, arreglándose el pelo y retocando los pliegues de sus atuendos, nada de eso podía remediar en lo mínimo la sustancia de su alma. Para más inri, ambos creyeron advertir la presencia de una delicada “Virgen con el Niño” que, desde la limítrofe Capilla, con su mirada levantada hacia el cielo, parecía reprocharles su innoble comportamiento –la obra, recientemente atribuida a Van Dyck, estuvo expuesta en este espacio durante los dos primeros meses de este año–.

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El opaco Salón «de Confianza» (¡!)

Sin embargo, no tuvieron tiempo de averiguar si esa figura tan evocadora había sido fruto de un espejismo provocado por la progresiva frustración puesto que en ese preciso instante el marqués había hecho acto de presencia en la estancia desde el contiguo Salón de Confianza.

Con una sonrisa en los labios y un fuerte apretón de manos, el marqués invitó a sus amigos a acomodarse con él en ese salón de recibir de diario, destinado, como su propio nombre indica, a las visitas íntimas e informales.

Nuevamente, padre e hijo se sintieron avergonzados consigo mismos ante la “confianza” que les estaba brindando el padrastro de don Antonio, y, una vez más, fue un espejo, un coqueto psiqué de estilo Dresde o Sajonia, el encargado de revelarles, cristalina y silenciosamente, que no eran los más hermosos, ni por fuera y ni por dentro, del Reino de España, sino más bien todo lo contrario. Asaltados por la opacidad, casi oscuridad, de una situación en la que la única nota de color la ponía una espectacular lámpara de cristal, de clara proveniencia veneciana.

Los tres hombres se sentaron en la mesa central y, mientras esperaban que les sirvieran el té, empezaron a hablar animadamente de todo un poco, comentando los últimos acontecimientos políticos y también deportivos, acompañados por los acordes de fondo de “Le lac de Côme” de Galos, una pieza de nostálgicas y dulces reminiscencias italianas que a menudo tocaba Aliapiedi en su casa, ejecutada para la ocasión por la Marquesa de Villa-Huerta en el Cuarto del Mirador –así llamado por el balcón volado, cubierto integralmente de hierro y cristal, que da a la calle Ferraz, justo encima de la antigua entrada de servicio, rebautizado posteriormente como Salón de Música, en la que en la actualidad se pueden apreciar, más allá del magnífico piano, de la marmórea chimenea, del gran espejo de felpa o del escritorio de dama, unas llamativas cortinas de Aubusson, las únicas en tonos azules de todo el palacio, y, en una pared, una puerta, aún visible, que, a través de un pasillo, llevaba a un aseo y a las alcobas privadas de los dos hermanos, doña Amelia y don Antonio–.

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El actual Salón de Música

La conversación era fluida y amena y mientras los minutos, más bien las horas, pasaban con una rapidez inusual, tal y como puntualmente recordaban los relojes del marqués, padre e hijo casi estaban olvidando el motivo de su visita. Fue mientras comentaban los resultados de las recientes carreras en el Hipódromo de la Castellana cuando los visitantes, al unísono, se acordaron de las de Longchamps, candidatas el día anterior entre las tres mejores excusas para no comparecer en el que se perfilaba como el gran acontecimiento social del año. En ese momento ambos palidecieron tanto que, en comparación, el blanco roto de las sublimes jarras y jarrones de porcelana de Meissen que les rodeaba parecía haberse convertido en gris oscuro.

Don Enrique, percatándose enseguida de ese repentino cambio en la pigmentación de sus invitados, ordenó inmediatamente a sus criados que trajeran agua y unos cuantos terrones de azúcar, pero, por mucho que el conde y el condesito se hidrataran e ingirieran esa cantidad de glucosa, nada ni nadie podía mitigar ese blancor, ni aliviar los escalofríos que recorrían sus cuerpos y sus almas: el peso de la mentira venidera les estaba aplastando con todas sus fuerzas…

Fue el padre quien, tras recuperar mínimamente la compostura, hizo acopio de todo su valor y expuso sin rodeos ni tapujos el verdadero (falso, en realidad) motivo de su visita, disculpándose a renglón seguido por tamaña mezquindad y deslealtad. El marqués se quedó sin palabras: durante unos eternos segundos pareció ausente, ensimismado en sus pensamientos, mientras que la misma melodía que antes resonaba suavemente entre las augustas paredes del palacio, ahora callaba tristemente…

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El piano de doña Inocencia

El trío, reunido en ese irónico salón, dedicado a una confianza a punto de desaparecer entre ellos para siempre, permaneció unos momentos más en silencio, sin moverse, como si fuera un grupo escultórico, uno más de los que decoraban la casa por doquier, petrificado por el hechizo de una Medusa imaginaria, o no tan imaginaria ya que la mencionada gorgona dominaba las corazas de los bustos masculinos esparcidos por el palacio, hasta que fue interrumpido en su estática y plástica posición por la llegada de la marquesa, doña Inocencia.

La mujer, con su presencia, reanimó como por arte de magia a los nobles personajes y, tras disculparse por no haberles saludado antes alegando que estaba concentrada en sus estudios musicales entre las coquetas paredes con cenefa floral del boudoir, les comunicó que, muy a su pesar, no podía entretenerse con ellos ya que había sido invitada por doña María del Rosario Falcó y Osorio, Condesa de Siruela, a una velada literaria femenina acompañada de un tentempié en el cercano Palacio de Liria.

Tras la fugaz aparición, el aplastante silencio volvió a apoderarse de la estancia durante un brevísimo espacio de tiempo que, a los invitados, abatidos por la traición que acababan de cometer, les pareció eterno…

Fue el marqués quien rompió el hielo estallando en una inesperada carcajada. Perplejos, el conde y el condesito intercambiaron sus   miradas sin entender nada hasta que el anfitrión, con su característica franqueza y nobleza, les reveló lo que le estaba pasando por la cabeza en ese preciso instante: ¡envidia!, ¡sana, profunda y sincera envidia!

Les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, podían escabullirse de ese acto social; les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, no iban a ser el centro de todas las miradas; les envidiaba porque ellos, a diferencia de él, no tenían que ser los protagonistas de una noche de gala que tanto emocionaba a las mujeres de su casa cuanto les aburría a su hijastro y a él.

El conde y su hijo no podían creerlo: en esa familia, tan distinguida y blasonada, pasaba lo mismo que en la propia.

Fueron entonces ellos los que, desatados, empezaron a reírse de sí mismos, de la situación, tan absurda como reveladora, y, en general, de esa forma de vida, privilegiada pero encorsetada a la vez.

Don Enrique, entonces, con su espléndido talante y su nobleza innata, les invitó a celebrar juntos, esa misma noche, en su recién estrenada morada, el valor de la verdad y el honor de la amistad.

Dicho y hecho, los sirvientes ya estaban añadiendo dos cubiertos en el anexo Salón Comedor para satisfacer los deseos de su señor y, media hora después, los cuatro, incluido el marquesito que, encantado, se había unido a la alegre compañía, se encontraban sentados en la hermosa mesa central, perfectamente vestida, arropados por las cálidas paredes de esa estancia, decorada con sendos bodegones y besada por los cálidos rayos del sol al atardecer.

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El cálido y acogedor Salón Comedor

Y entre risas, bromas y guiños, entre plato y plato, copa y copa, taza y taza, las del consommé y las del café de la sobremesa, servido en el diván de comodidad, los dos amigos y los dos amiguitos disfrutaron como nunca de los placeres de la vida, de la vida verdadera, de la vida más espontánea y más sincera.

[Continuará… ]

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