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La Bola: una taberna legendaria y un cocido de leyenda

Hay lugares en Madrid que te trasladan a otra época: plazas silenciosas que siguen atesorando el encanto de antaño; calles de suelo empedrado donde, discretas, asoman antiguas viviendas y palacios renovados; pintorescas esquinas con tiendas de toda la vida e históricas casas de comidas. La Bola es una de ellas.

Ubicada en la homónima calle, en el cruce con la de Guillermo Rolland, esta taberna tan castiza, fundada sin embargo en 1870 por una emprendedora asturiana, con su llamativa fachada de color rojo, decorada con puertas y ventanas de madera y curiosas lámparas exteriores en forma de bola –¡menuda casualidad!–, impone su pequeña, pero gran presencia, gastronómica y también arquitectónica, frente al cual se sitúan, a un lado, al austero y severo edificio, similar a un monasterio, que aloja actualmente la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, y, al otro, un palacio isabelino reconvertido recientemente en un impresionante hotel de lujo.

Su esencia y valor tan peculiar se aprecia nada más cruzar su pintoresca puerta.

Como por arte de magia, aparece en todo su histórico esplendor el primer “museo-comedor”, el más antiguo y más pequeño de los tres que a lo largo de las décadas se han ido abriendo paso entre los muros de esta originaria y humilde botillería de principios del siglo XIX, con sus paredes decoradas con fotos autografiadas por ilustres personajes, clientes habituales u ocasionales del lugar –entre ellos, la mismísima Ava Gardner–, sus lámparas elaboradas, procedentes del Casón del Buen Retiro, que brillan de luz propia, su mobiliario de madera digno de prestigiosas tiendas de antigüedades –como, por ejemplo, el mostrador de la entrada, en su día dotado de una pila de estaño que, con su típica grifería, fue, sin embargo, vendida a un coleccionista durante los duros años de la Guerra Civil– y, sobre todo, con ese aire acogedor y familiar, dulcemente nostálgico a la vez, capaz de llevar el comensal al pasado, a las historias de obreros y empleados que, a las doce del mediodía, comían aquí el cocido más barato, el de 1,15 pesetas, a las de los estudiantes que, una hora después, por diez céntimos más tomaban el que llevaba también gallina, y, finalmente, a las de los periodistas y senadores, damas y caballeros, de trajes pesados y voluminosos y modales refinados –así me los imagino yo– que, a las dos de la tarde, podían permitirse el lujo de gastarse 1,25 pesetas para disfrutar, entonces como ahora, de la versión más rica del plato estrella del local, el que incluía también carne y tocino.

Y ciento cincuenta y cinco años después nada ha cambiado, con excepción del outfit y la nacionalidad de los clientes –la mitad de ellos vienen desde muy lejos para probar esta exquisitez–.

El cocido se sigue preparando a la antigua usanza, según la receta transmitida a lo largo de cuatro generaciones a la familia Verdasco, descendientes directos de la pionera y visionaria fundadora de esta casa de comidas, la asturiana Cándida Santos. Es Mara ahora, igual de emprendedora que su antecesora, la que mantiene viva la llama, y las llamas de las brasas, de esta saga familiar, la que recibe a los comensales que no paran de entrar a todas horas –hay doble turno de comida, a las 13.30 y a las 15.00–, la que coordina los profesionales e impecables camareros, la que recoge las reservas telefónicas, la que se encarga de las redes sociales y la que, entre un plato y otro, encuentra también unos minutos, como pasó con nosotros, para entretener a sus clientes con las leyendas, y la leyenda, de este galardonado cocido madrileño.

Con estas premisas, resulta inútil ojear la carta, aunque fuera para descubrir lo que, más allá del mencionado plato, tan popular, se ofrece en este restaurante capitalino. Así que, sentados en nuestra mesa, una de las mejores, en el coqueto comedor de la entrada, al lado de una ventana con vistas a la calle de la Bola –la más solicitada, y con el mismo panorama, es la número 7, a un par de metros de nosotros, allá donde se acomodaba Don Camilo José Cela–, sin dudarlo ni un segundo pedimos directamente el primer menú, el “Especial de la casa” –hay siete disponibles, todos ellos con platos típico de la cocina madrileña, incluido uno vegetariano y unas opciones kosher y halal–, es decir, el que, tras unas aceitunas y una copa de vino, cede el protagonismo a un cocido espectacular, cocinado a fuego lento, y con cariño, sobre carbón de encina en pucheros de barro individuales –con gran alegría de la que suscribe que, conforme a su egoísmo, y también a la tradición italiana, nunca quiere compartir la comida de su plato con nadie–.

El mágico puchero individual…

… y sus centenares de compañeros!

En la breve espera –la logística del servicio es impecable tras tantas décadas de experiencia– nos entretenemos observando a los escasos paseantes que, sin éxito, intentan refugiarse como pueden de una anómala y persistente lluvia que desde hace ya una semana se empeña en acercar la imagen de la soleada Madrid a la de Londres o a la de mi amada, y mucho más húmeda, Milán. De todas formas, a pesar de la climatología adversa, el día, en realidad, es perfecto: invernal, frío y lluvioso, ideal para entrar en calor con ese cocido tan tentador.

Llega así un experto camarero y, tras habernos invitado a taparnos con la servilleta para evitar embarazosas salpicaduras, puchero en la mano, recién sacado de la parrilla de carbón, vuelca en nuestro generoso plato con fideos el primer, y líquido, elemento de esta tradición culinaria que sigue un riguroso, y exitoso, protocolo de preparación y presentación: la sopa, que puede ir acompañada de guindillas y cebolleta. El connubio entre ambos ingredientes, con poca grasa y mucho sabor, es espectacular: se juntan armoniosa y gustosamente el calor del infierno y la delicadeza del paraíso…

Así que, tras haber (casi) devorado el contenido del primer vuelco, llega el momento del segundo.

Del mágico puchero salen entonces una rica variedad de ingredientes de primera calidad, que se pueden adobar con una salsa de tomate especiada con comino: unos garbanzos muy tiernos, que sin embargo conservan perfectamente su integridad, acompañado de todos sus sacramentos: un morcillo sorprendentemente jugoso, un chorizo asturiano, de Tineo, por supuesto, con su tan característico toque ahumado, un jamón exquisito, un cuadrado de tocino, un trozo de gallina y otro de tierna patata. Además, para que la experiencia sea completa, hace también acto de presencia el típico repollo, rehogado con ajo: ¡una auténtica delicia!

El contenido del segundo vuelco, al igual que el primero, así como aparece mágicamente en nuestros platos, desaparece de la misma forma, y con más alegría, para dar paso a un postre maravilloso, dulce colofón de este menú, completo y equilibrado, que, sin embargo no resulta pesado.

Así que, sin remordimientos, nos entretenemos también con unos originales buñuelos caseros de manzana, templaditos, con mermelada y helado, digno broche final de este viaje gastronómico tan especial…

Ya toca, en efecto, el segundo turno de comida y, para nosotros también un paseo a piedi bajo la lluvia, pero con paraguas, por esta zona tan céntrica, y a la vez poco conocida, de la Villa que, reticente y celosa, se ofrece en toda su autenticidad a unos cuantos fisgones afortunados y a todos los que han oído hablar de la leyenda de un cocido –uno de los mejores, sino el mejor de la capital–, que, en su día, deleitaba el paladar de la mismísima Infanta Isabel, y que sigue brillando como una (plato) estrella de esta inmortal taberna de un Madrid que fue, y que siempre será.

Buon lavoro Mara… ¡y que siga la leyenda!

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Brunch en Papagena: Una obra culinaria en cuatro actos

Me encantan los brunch.

Sin embargo, desde cuando vine a vivir a Madrid, hace más de veinte años, solo tuve una única ocasión de disfrutar de esa, para mí genial, combinación de breakfast + lunch que en mi amada ciudad de nacimiento, Milán, a principios del Tercer Milenio ya estaba de moda entre los hoteles y cafeterías de un cierto nivel. Aquí, sin embargo, más allá de la inicial escasa oferta, lo que me impedía disfrutar de esta peculiar fórmula de avituallamiento dominical era mi marido que, a pesar del paso de los años, seguía manteniendo, a diferencia de la que suscribe, un metabolismo de eterno adolescente que le permitía no perdonar nunca un breakfast en toda regla y un lunch como es debido –y, entre medias, si fuera posible, un tentempié–, sin extrañas florituras americanas.

Así que, tras más de dos décadas casados, me iba costar no poco esfuerzo volver a engañarle para llevarle, más bien arrastrarle, a un brunch madrileño. Pero cuando me enteré de que en la sexta planta del prestigioso Teatro Real capitalino se había inaugurado un espacio privilegiado con vistas superlativas al Palacio Real, llamado Papagena –en honor a la contraparte femenina del divertido hombre-pájaro de la Flauta Mágica de Mozartdecorado por el afamado Luis García Fraile –dato relevante para mí, amante de la estética y de la “forma” de las cosas– y en el que, además de las cenas ofrecidas, también entreactos, de jueves a domingo, se organizaba también un brunch dominical, en un horario amplio y razonable, desde las 12.00 hasta las 16.30, con una carta diseñada por el chef estelar y solar Ramón Freixa, con dos estrellas Michelin y tres soles Repsol –este dato, obviamente, jugaba a favor de la pasión de mi marido por la sustancia gastronómica–, ya tenía todos los ingredientes para poner en marcha un irrenunciable plan “brunchiano”.

Dicho y hecho un domingo de mediados de febrero que, por la temperatura agradable, se parecía más al de uno del mes siguiente, ya estábamos en la elegante y escenográfica plaza de Oriente, mandada construir por el rey José Bonaparte. El sol, cálido y poderoso, besaba con sus rayos la fachada principal de ese coliseo que, inaugurado por Isabel II para que Madrid, en términos líricos, estuviera a la par de las demás capitales europeas –pero, en honor a la verdad, tengo que reconocer que es imposible alcanzar el nivel y la belleza de la Scala de Milán–, silencioso, a la par de su majestuoso vecino, el Palacio Real, asistía al espectáculo de la vida en los homónimos jardines orientales a sus pies, repletos, cada vez más, de turistas procedentes de todos los países del mundo y de pájaros alegres que, con sus bailes y cantes anunciaban en el ambiente la llegada de una cada vez más prematura primavera –¿y, a lo mejor, de Papageno y Papagena?–.

Tras unos minutos de obligada contemplación, y las fotos de rigor, dejamos atrás aquella postal, encaminándonos por una de las dos calles que flanqueaban el Teatro Real, la de Carlos III, y, unos pocos pasos a piedi, nos topamos con una puerta giratoria de acceso, secundario, al mencionado teatro tras la cual, en un amplio vestíbulo, se encontraba el servicio de guardarropa. Tras haber dejado mi abrigo, nos fuimos directos hacia el ascensor, siguiendo las instrucciones de la amable encargada, rumbo a la sexta planta, y nada más abrirse las puertas de nuestro medio de elevación hacia el cielo de Madrid, o el de Papagena, como invitante tarjeta de visita musical, se materializó un valioso y antiguo clavicémbalo que, enseguida, captó toda mi atención, y la de mi Smart-phone.

Mi marido, paciente pero hambriento –a pesar de que ya había desayunado algo–, me estaba esperando y, finalmente, a los pocos minutos los dos hicimos nuestro ingreso triunfal en el regio y flamante restaurante.

La decoración y la arquitectura, por supuesto, fueron lo primero que me impactó: techos altos de cortinas infinitas, escenográficas plantas colgantes como si se tratara de unos jardines de Babilonia, cómodos sofás de líneas curvas e llamativos colores turquesa y esmeralda, una barra reluciente de exóticas reminiscencias -o, al menos, a mí me produjo esa sensación–, una luz artificial que, discreta y suave, se sumaba a la natural que entraba de los enormes ventanales y, tras estos, una soberbias e incomparables vistas a la fachada este del Palacio Real y de la, más reciente, y menos armoniosa, Catedral de la Almudena (v. foto de la portada).

Todo ello, para mí, ya era de por sí motivo suficiente para quedarme más que satisfecha con la elección, olvidándome por completo que, en realidad, la verdadera finalidad de esa misión “papagenaria” era la de conquistar el exigente paladar de mi eterno adolescente. Había llegado la hora de la verdad: para mí, para él y, sobre todo, para el curioso personaje de la célebre obra mozartiana –la última, y la más espectacular de todas, a la que asistí en mi amada Scala milanesa, en el milenio pasado–.

El encargado de la sala, impecable, nos llevó a nuestra mesa, bien presentada, con servilletas bordadas, vasos de cristal y una evocadora rosa roja, que, atrevida, nos recordaba la nula celebración por parte de ambos del anterior día de San Valentín. A los pocos minutos se personó un camarero, perfectamente uniformado, que, dándonos la bienvenida con un Chandon Garden Spritz, nos explicó como había que interpretar la inminente obra culinaria en cuatro actos llamada “Menú Brunch”.

Tras la líquida ouverture, a base también de agua natural ligeramente aromatizada, empezó el primer, y sólido, acto, titulado “A disfrutar”. En él los dulces y salados protagonistas eran croissant d’or, que brillaban de luz propia, pain au chocolat y financier de café, a los que se sumaban unas atípicas porras con jamón, una quiche caprese, afortunada mezcla de pesto italiano (de verdad) y hojaldre francés, y una mille crepe de salmón, mientras que un elegante, y exquisito, coctel semisólido de yogurt y guayaba puso el sinfónico colofón de esta primera parte de la obra.

A continuación, tras un pausado momento de descanso en el que la relajante, y acertada, música de ambiente intentaba socavar mi voluntad de mantenerme despierta tras una larga noche cumpleañera, digna de ese concepto de comida pero no de un cuerpo, el mío, que había descansado solo unas seis horas, finalmente se abrió el segundo acto, titulado “A compartir”.

Durante el mismo, venciendo mi resistencia típicamente italiana a no compartir nunca la comida sino a disfrutarla siempre de forma individual, con un plato dodo para mí, probamos una selección de quesos, entre los que identifiqué claramente un buen parmiggiano reggiano, y diferentes embutidos, acompañados por uvas, nueces, picos y grissini italianos, y una refrescante y saludable “fruta a la fruta”, compuesta por melón, piña y sandia, enriquecidos con suaves toques de zumos naturales.

Tras una nueva pausa entreactos –el lugar es un auténtico oasis de paz, ideal para hacer pasar las horas sin prisa y disfrutar de los lujos de la vida– empezó el tercero, titulado “Solo para ti”, como si el mismísimo Papagena, en plena caza de pájaros, hubiera leído mis anteriores, e individualistas, pensamientos. Así que, feliz y satisfecha, pudiendo dar rienda suelta a mi egoísmo gastronómico, pedí “solo para mi” un maravilloso bagel cristalino de agucate, burrata y mango, mientras que él, “solo para él”, se hizo con unos fantásticos huevos benedictinos con bacon.

A gusto, en ese ambiente tan tranquilo y privilegiado, que contrastaba con las vistas de una animada plaza oriental, ya nos daba pena de que finalizara esa elaborada armonía de sabores, esa dulce sinfonía de colores, esas mágicas notas de una flauta de aromas freixanas y mozartianas que nos cautivaban también con un “Dulce final”. El acto de clausura, en efecto, del festín gastronómico que estábamos viviendo se materializó entonces con una poderosa trufa pecania, unos labios de Freixa, un músico de chocolate blanco y violetas, una diamante de vainilla y avellana –estos últimos dos, dignos de mención especial–, y una original infusión de manzana e hinojo.

La obra había terminado, in crescendo, a lo grande, con un catártico final y, por fin, mi eterno adolescente esbozó una sonrisa y unas cuantas palabras de aprobación por ese desayuno-almuerzo tan poco tradicional: ¿Se había entonces reconciliado con el brunch? ¿Había por fin triunfado el amor de Papagena y Papageno y el de la lianta Aliapiedi y el resignado Davidapiedi? ¿Había el destino de una flauta, y cocina, mágica vuelto a unir en la misma ola gastronómica a dos novios enamorados de más de dos décadas atrás?

Fueron un par de pájaros, que volteaban en los cercanos jardines de Oriente, los que, acercándose a uno de los altos ventanales de Papagena, contestaron a todas las dudas con una conocida melodía: Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papagena! Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Pa – Papageno!

[Continuará (espero) con una nueva aventura “aliapiedesca” durante una obra, lírica y gastronómica, en el Teatro Real]

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Ricardo Sanz Wellington: Faro, estrella y sol(es) del firmamento gastronómico español

«No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos».

Así iba yo por la vida, declarando, casi con orgullo, mi ignorancia en materia gastronómica nipona, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia. Pero todo cambió –«mai dire mai», dijo un viejo sabio italiano, ¡puede que con antepasados japoneses!– cuando en mi errático camino “aliapiedesco” se cruzó el nombre “Ricardo Sanz Wellington”.

Confieso que lo que de inmediato captó mi atención fue el último apellido, el inglés, que enseguida me trajo a la memoria la imagen del prestigioso y lujoso hotel capitalino donde se alojaban mis padres en sus visitas a la capital en los años ochenta y noventa del siglo pasado, cuando Madrid empezaba a hacerse un hueco, cada vez más grande y merecido, en el panorama turístico, y no sólo turístico, europeo. Nada me sonaba, sin embargo, el nombre y el primer apellido, españoles –como corresponde a un madrileño “gato de verdad”, por los cuatro costados– que, mea culpa, identificaban a un afamado, y estrellado, chef, responsable de haber introducido más de veinte años atrás justo esa cocina japonesa que se ha ido expandiendo por todo el mundo a una velocidad de vértigo, en términos de cantidad, pero no siempre de calidad, como una nueva, y arrasadora, moda culinaria.Investigué entonces sobre él, sobre este ilustre desconocido (para mí), que había sido declarado por la Real Academia de Gastronomía mejor restaurador, en 2006, y, por el Gobierno de Japón, promotor de la cultura nipona, en 2016.

Llegué entonces a la conclusión de que si, aunque fuera una sola vez en mi vida, tenía que probar la, tan aclamada por todos, cocina japonesa, lo haría de la mano, de las expertas manos, del mejor representante de ella en el rico panorama gastronómico capitalino, todo un chef con tres soles Repsol y, last but not least, con una estrella, o étoile, Michelin –pronunciado con acento francés 😉–.

Así que, armándome de valor, y de una vestimenta apropiada a la incierta climatología de una noche de principios de otoño, en la que aún llevaba en el cuerpo las ganas del verano y en la mente el inminente, y ya retrasado, cambio de armario, acompañada, como siempre, por David, me animé a enfrentarme a la cocina “japo”, con el “consuelo” de que la propuesta del restaurante en cuestión prometía toques de fusión mediterránea.

20241010_232631221769577618650750920241010_232645216614530160505521El destino era la calle Velázquez 6, en el exclusivo barrio de Recoletos, en pleno distrito de Salamanca, a una corta distancia del conocido parque de El Retiro. Aparcamos enseguida en una calle muy cercana y, unos pocos pasos a piedi más tarde, ya nos encontrábamos ante el esplendoroso portal que da acceso al Ricardo Sanz Wellington, cuya entrada, por fuera, estaba separada de la principal del hotel, a menudo custodiada por un enorme toro vestido de torero, que hace compañía al impecable, y siempre presente, botones uniformado.

Unas enormes farolas art déco de latón, iguales a las que decoran toda la planta baja de la elegante estructura hotelera, brillaban, y hacían brillar, en la oscuridad de la capital, ese elegante acceso donde, además, destacaban con luz propia unas cuantas, y prestigiosas, condecoraciones: los tres soles de la Guía Repsol y la exclusiva estrella de la Guía Michelin, un auténtico y original firmamento (casi) a ras del suelo, que de por sí imponía cierto respeto y admiración.

20241010_203735536886084118383386620241010_2328322631309846653384858Después de la foto de rigor ante ese panorama estelar, aunque todavía con la duda en el cuerpo por mi atrevimiento, los dos cruzamos ese portal y, tras recorrer una escalera y un vestíbulo invadidos por la luz artificial, nos adentramos finalmente en la oscuridad de Ricardo Sanz o, mejor dicho, en la luminosa oscuridad de su prestigioso restaurante, envuelto por un respetuoso silencio y una escenográfica penumbra, rota solo por los colores, vivos y animados, de un enorme, y llamativo, cuadro contemporáneo de temática ictícola, por supuesto, de Abraham Lacalle.

20241010_204527767920218847782294120241010_2044551426278778247915689Tras la zona de recepción –en la que, bajo unos evocadores círculos luminosos suspendidos que parecen aureolas de este santo, o diablo, de la cocina, se exponen, en una vitrina lateral, los diferentes certificados y reconocimiento de excelencia–, se abría la sala principal, decorada de una forma sencilla y elegante, de diseño atemporal e minimalista, conforme a la mejor tradición japonesa, con madera en el techo y en el suelo, un fuerte pilar principal, sustentando lo que parecía una nube estilizada, sillas y mesas bajas, distribuidas en dos niveles, y una larga y reluciente barra, frente a la cual se distribuían unos asientos altos para los que quieran disfrutar de cerca del espectáculo de la preparación de la comida.

Aquí, en esta zona tan destacada del local, como si se tratara de su centro de gravedad –de hecho, así es–, unos estratégicos puntos de luz ilustraban, y exaltaban, la habilidosa labor de unos expertos cocineros –entre ellos Esteban Murata, valiosa mano derecha , y socio, de Ricardo Sanz– que, armados de cuchillos afilados, con cortes firmes y precisos se entretenían, y entretenían, con selectas carnes y crudos pescados.

20241010_2225526700714194431553757Hipnotizada por su arte ‒no por la falta de cocción de los alimentos que tan hábilmente manipulaban– y por la armonía que acompañaba sus movimientos silenciosos y sincronizados, no me había percatado de que la encargada de la sala nos estaba esperando para llevarnos a nuestra mesa y dejarnos a la merced del experto, y apasionado, sumiller Jorge Thuiller, y de un profesional, y a la vez afable, camarero llamado Alberto.

Estaba a punto de iniciar la aventura gastronómica, en todos los sentidos, y yo seguía planteándome cómo hacer que David diera buena cuenta de los platos que no me inspiraran sin que nadie se diera cuenta. Así que, cómodamente sentados en una estratégica esquina con vistas a todo el restaurante, incluida la evocadora barra, tras una cerveza helada y un sencillo vaso de agua, empezó el festín del dinámico, y completo, menú Omakase, que cambia en función de los productos de temporada y está formado por unos cuantos platos icónicos del “maestro de maestros” o, mejor dicho, “Kyoshi”, Sanz –nombre con el cual se ha bautizado el otro exitoso restaurante madrileño perteneciente al grupo Ricardo Sanz y alojado en hotel Double Tree by Hilton Madrid-Prado.

Sin embargo, antes de emprender este peligroso viaje hacia la tierra del Sol Naciente, tenía que solucionar un problema técnico, estrictamente relacionado con mi falta de práctica con la comida oriental: los palillos. Podía manejarlos, en realidad, pero no a nivel de experto como David o cualquier japonés, así que, para evitar manchar, debido a mi escasa destreza, la servilleta de lino o la mesa de cuero, tan sencilla, y a la vez tan estilosamente preparada, según la mejor tradición japonesa, con todos los elementos, impolutos y milimétricamente colocados, un poco avergonzada –¿por qué me había metido en ese lío?, pensé–, pedí amablemente a Alberto si podía traerme unos (vulgares) cubiertos, y él, con una sonrisa, me contestó que también disponían de unos palillos especiales, dotados de un curioso (y socorrido) mecanismo elástico que permite a cualquiera manejarlos con gran facilidad. Feliz y aliviada, por fin me encontraba lista de verdad para probar por primera vez en mi vida, o por lo menos intentarlo, unos cuantos nigiris, sashimi… ¡y lo que hiciera falta!

20241010_2051241734396287206175322Mientras la sala poco a poco se iba asombrosamente llenando de gente de todas las edades y nacionalidades, el sumiller nos propuso acompañar el menú con un espumoso catalán, un Recaredo Terrers, Brut Nature, de Corpinnat. Sus frescas burbujas, de viva acidez, fueron las encargadas de acompañar una primera degustación de aperitivos o, mejor dicho, de un “aperitivo zensai” que, escenográficamente presentado, se encargaba de introducirnos, según un orden prestablecido, en el concepto “japo-cañí” con el cual Ricardo Sanz se ha dado a conocer a principio de este milenio y siglo: primero fue un misocido, caldo de cocido fusionado con miso, después una croqueta de atún con mayonesa japonesa, luego una fresca ensalada de espinacas con sésamo tostado, para continuar con un pedacito de anguila y finalizar con una gyoza.

Con respeto y temor –con exclusión de las gyozas, que probé, encantada, por primera vez en Japón–, sin prisa pero sin pausa, un bocado tras otro, comía cada uno de esos tesoros en miniatura, sin pensar en los ingredientes, de alta calidad, por supuesto, que, en otra ocasión, nunca me hubiera planteado probar –desde la mayonesa hasta la anguila, por citar sólo dos ejemplos–, pero, a pesar de mis prejuicios, y bajo la mirada sorprendida de David, fui conquistada por cada uno de ellos.

20241010_210228816193858814542455020241010_2112505714208904453612933Superada con honor esta primera etapa, que finalizaba con unos espárragos ‒de Tudela, por supuesto‒ aliñados con maestría, hizo acto de presencia el bis de bivalvos, formado por una zamburiña gallega con mantequilla ahumada de miso y una concha fina de Málaga con salsa brava. Ambas, presentadas como unas auténticas joyas sobre lo que me parecía una especie de altar, me atraparon con su sabor delicioso, como también lo hicieron unas impresionantes, y frescas, ostras, desprovistas de perlas, pero ricas en esencias del mar, abrazadas, casi protegidas por una caja de madera.

Encantada, cada vez más animada y alejada de mis resistencias psicológicas, me enfrenté seguidamente con valor, y bastante curiosidad, a un peculiar tris de usuzukuri, que se abría con un original y “reactivo” pez limón con flor eléctrica que, en honor al prohibido pez globo, producía un efecto mágico en la boca, casi adormilando el paladar. A pesar del (inexistente) peligro de un electroshock bucal, divertida y entretenida, no dudaba ni un segundo en hacerme con ese plato tan original, al cual le siguió el del corte fino de una magnífica lubina con salsa meunier, y otro, delicioso, de toro con pa amb tomaquet.

Y todo ello, por supuesto, rigurosamente crudo, crudo como nunca hubiera querido, crudo y, como nunca, ¡exquisito!

20241010_2138455785747247956715888Mimados por Alberto que, como todo el personal de sala, y de cocina, ejercía su labor con gran profesionalidad, llegó la hora de la genial reinterpretación de los huevos rotos o, mejor dicho, de unos “boles de atún”, soberbia mezcla de huevos de corral con patata negra canaria y de un espectacular atún macerado, recién pescado, o así lo parecía, en el rico y animado mar (del mercado) de la capital.

Y mientras comentábamos la calidad de los productos utilizados, y proporcionados en su justa cantidad, a favor de una magnífica digestión y de una nula sensación de pesadez, como si se tratara de una visión celestial, apareció por fin él, el chef, el itamae, el kyoshi, el maestro de maestros, con su cuidada barba blanca, a juego con la estilosa, e impoluta, chaquetilla decorada con el simpático logo del grupo Ricardo Sanz, y sus cordiales palabras, pocas, medidas y, sobre todo, de calidad, a la par de su comida.

20241010_2235558455456006409280897Nos presentamos, le expresamos toda nuestra admiración por sus creaciones gastronómicas, intentando, sin éxito, que nos revelara el secreto de su exquisitez, le inmortalizamos con una foto, y él, con una silenciosa y tímida sonrisa de gratitud y satisfacción en la mirada, así como apareció, se fue.

Hombre de pocas palabras, y muchos hechos, tras saludar también a los demás comensales que se deleitaban con su comida, se dirigió hacia la barra, uniéndose a su valioso equipo como director de orquesta del vals, armonioso y sincronizado, que llevaba a la preparación, y perfección, de sus nigiris tan afamados, y, por ende, tan imitados…

20241010_2151371001906849463095836Fue así como, a falta de uno, se materializaron dos tris de estos, el primero de pez limón con mojito, salmón marinado con toque coreano de kimuchi y ventresca de atún flambeada, y el segundo de huevo de codorniz y trufa, pez mantequilla y una originalísima hamburguesa de Waygu con arroz frito. David, extasiado, probaba, y disfrutaba, uno tras otro, de esos manjares, mientras que la que suscribe, que hasta ese momento había heroica y gustosamente todos los platos ofrecidos, tuvo un instante de duda frente al de huevo de codorniz. Ya no le tenía ningún miedo al pescado crudo, al de Ricardo Sanz, por supuesto, pero ese huevo, que con su vivo color amarillo coronaba ese hongo tan valioso, seguía siendo para mí un (casi) insuperable impedimento. Me lo hubiera saltado sin problemas, pero fue tanta, y tan acertada, la insistencia de mi marido que, con los ojos cerrados, me hice con él de un sol bocado –reconozco que no me desagradó, pero, sin lugar a duda, todo lo demás me conquistó con mucha más pasión–.

20241010_2214096536026939589145995Con ese último “esfuerzo”, creíamos que la degustación ya se había acabado pero, en realidad, acompañado por un tinto Malleoulus de las bodegas Emilio Moro, según la impecable sugerencia del atento sumiller, se materializó una última, y sabrosa, pieza gastronómica: un temaki de torrezno que, una vez más, sorprendió no sólo nuestro paladar, con su increíble, y conseguida, fusión soriano-japonesa, sino también nuestra vista, presentado como estaba en un curioso plato de líneas curvas y onduladas que, como olas de un mar oceánico en libertad, parecía fusionarse con esta pieza artesanal.

Daba pena comérsela, pero así tenía que ser para alcanzar el gran final de ese festín espectacular, con un delicado, y tradicional, mochi a base de arroz glutinoso relleno de cremoso, acompañado por un típico licor japonés cuyo nombre no puedo recordar, pero cuyo sabor llegó directo al paladar.

20241010_223819El show concluyó, con la misma elegancia, delicadeza y exquisitez con la que había empezado, y, felices y agradecidos, salimos de ese original templo japo-mediterráneo madrileño, cruce de caminos entre culturas gastronómicas tan lejanas, y a la vez tan cercanas, gracias a la genialidad de Ricardo Sanz, que destaca como un faro, sol(es) y estrella en el rico firmamento culinario de la capital.

20241010_2248458164387937230272833Ahora bien, tras esta experiencia de cocina de fusión nipona, de sublime calidad, que enamora, y enamorará, no sólo a sus apasionados fans, los de siempre y de verdad, sino también a todos a los que, como yo, tozudamente desconfiados, desconocían esta sublime realidad, puedo seguir declarando, orgullosa, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia, que «No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos»… ¡con la única excepción del universo estelar de Ricardo Sanz Wellington!

¡Gracias por tu hospitalidad, Ricardo Sanz!

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Barganzo: ¡(Ya) «Ha nacido una estrella»!

Soy bastante especial, más bien caprichosa, con la comida; no como de todo, más bien de nada, y, en especial, a diferencia de los demás miembros de mi familia, no me gusta la carne, salvo raras excepciones, las propias de los niños: las albóndigas, las hamburguesas, muy hechas, por supuesto, o los escalopes a la milanesa… ¡como yo!

Así que cuando en mi horizonte gastronómico se cruzó Barganzo, tuve claro cuál iba a ser mi destino para una gustosa cena veraniega. Este precioso restaurante, en efecto, ubicado en el barrio de Tribunal, respondía no sólo a mis exigentes y estrictos criterios culinarios, al ser cien por cien vegetariano, sino también a mis recientes deseos de probar cocinas más exóticas y originales, por ser cien por cien kosher.

Dicho y hecho, en pleno mes de agosto, me las ingenié para reservar una mesa en este local, un martes por la noche, en plena semana de la Fiesta de la Asunción, cuando Madrid se vacía repentinamente de la mayoría de su población residente.

La noche era perfecta.

20240813_21015080535258283117097Tras casi un mes de calor sofocante, rondando casi siempre los cuarenta grados de día y poco menos de treinta por la noche, finalmente la feroz, casi infernal, climatología había decidido dar un respiro a todos los que permanecíamos estoicamente en la capital, dando paso a unas temperaturas más propias de finales de septiembre.

20240813_2100422272369845578458752Teníamos toda la ciudad para nosotros; el mismo centro, siempre lleno de turistas, parecía habernos hecho un hueco para que disfrutáramos con toda tranquilidad, acompañados por una leve y placentera brisa nocturna, de las pintorescas calles alrededor de la plaza de Chueca, increíblemente silenciosas, casi desiertas. Entraban ganas de pasear a piedi horas y horas por este precioso barrio madrileño, pero el “deber” gastronómico nos reclamaba a viva voz cerca de la hermosa plaza del Rey –donde, por cierto, descubrí un reloj solar en lo alto de un moderno edificio, no precisamente bello–, detrás de la curiosa Casa de la Siete Chimeneas, en el número trece de la calle Colmenares.

20240813_210608328665146596065227Allí, al final de esta breve vía –donde, al lado del renovado Barganzo, y apropiándose de su originaria ubicación, se impone también la presencia desenfadada de su hermano pequeño, “De Pita Madre”–, estaba hablando por teléfono, al aire libre, el valiente padre de ambos, Aviv Mizrachi, admirando a la vez, o así lo imagino yo, los relucientes escaparates de sus dos hijos comerciales, fruto de una atrevida inversión de entonces y de un merecido éxito de ahora. Barganzo, en especial, tras su breve, pero intensa, existencia en tierra madrileña –abrió sus puertas hace cuatro años, justo antes de la pandemia– brillaba ahora de luz propia con su elegante letrero iluminado y las amplias cristaleras que, asomando también a la calle de San Marcos, captaban los últimos reflejos de un sol a punto de ceder el protagonismo a una luna llena…

Nos lanzamos entonces al encuentro del chef que, tras las debidas presentaciones, nos acompañó hasta el interior de ese precioso local que, tras una conseguida y refinada reforma integral, nos acogió en todo su esplendor.

Una larga barra, donde poder comer o “simplemente” disfrutar de unos originales y elaborados cócteles, genéricos o de temporada, recibía al comensal entre elementos rústicos de madera, en las sillas, las puertas y las mesas, que combinaban sorprendentemente con los de acero, de estilo industrial, en las tuberías y conductos de ventilación a la vista; frondosas ramas de olivo, potente símbolo de paz, colgaban escenográficamente de los techos perfectamente insonorizados, intentando alcanzar con sus ramas las relucientes y amplias cristaleras; originales vitrinas exponían una gran variedad, no sólo de botellas de vino, sino también de productos de temporada, frutas y verduras, en su mayoría, con las que el genial Aviv alimentaba cada día su desenfrenada imaginación y creatividad tras haber abandonado su profesión, tal vez rígida y encasillada, de director financiero, mientras que una amplia e impoluta cocina, también a la vista, entretenía a los clientes con el espectáculo de los colores azules del fuego a gas, los grises de las sartenes y el arcoíris de las especias, hierbas y salsas que adornaban y enriquecían cada plato.

Encantada, me entretenía como siempre con la decoración, con la forma, con el aspecto exterior de las cosas, olvidándome momentáneamente de nuestra principal misión, centrada en la comida, en la sustancia, en la esencia de las cosas…

Mientras David daba cuenta de una cerveza y yo de un vino blanco –he de confesar que los posibles controles de alcoholemia me dejaron con las ganas de probar un llamativo Mary Barganzo, a base de mermelada de tomate picante, zumo de limón, vodka y zumo de tomate–, Aviv nos propuso uno de los dos menús degustación el primero, de dos horas de entretenimiento y gozo gastronómico, al precio de sesenta euros, y el segundo, de tres horas de duración, por diez euros adicionales–. Nos miramos perplejos, pues habíamos ido allí con la idea de compartir dos o tres platos, y puede que un postre, con el fin de no perjudicar nuestros estómagos y, en mi caso, una operación bikini que, como siempre, ni siquiera había empezado cuando el verano ya tocaba a su fin, pero tardamos muy poco –más bien yo, debo confesar– en cambiar de opinión y dejarnos guiar de las manos y la maestría del generoso anfitrión. Al fin y al cabo, se trataba de nuestro viaje de verano, de nuestro viaje a Israel, de nuestro viaje a un país que había descubierto nueve años atrás en la exitosa y fabulosa Expo de mi amada ciudad de nacimiento, Milán, y que a ambos nos había cautivado, no sólo por la belleza de su pabellón, con diferencia el mejor de todos los que tuvimos ocasión de visitar –y no fueron pocos–, sino también de su oferta cultural…

20240813_2130224427678417712622178Así que, facilona yo, bajo la mirada desconsolada de David, resignado, una vez más, a mí voluble voluntad, nos dispusimos a embarcarnos en el increíble y exótico festín de Oriente Medio, inaugurado con las seductoras danzas de un pintoresco Pani Puri falafel, una auténtica obra de arte que conquistó de inmediato nuestro sentido de la vista gracias a su acertada combinación de formas y colores. Daba casi pena comérselo de un solo bocado, como nos sugirió Pablo, el eficaz ayudante de Aviv, pero, obedientes, seguimos su consejo, y entonces una explosiva mezcla de diferentes sabores se adueñó de nuestro sentido del gusto, provocándonos lágrimas de alegría…

20240813_2137332577909753552863878Y cuando aún nos estábamos “recuperando” de semejante bondad, se personó ante nosotros un hummus, especialidad de la casa, en nuestro caso ligeramente picante, el Masabbaha, un estrepitoso puré de garbanzos –la legumbre que, con ingenioso juego de palabras incluido, da nombre a este restaurante–, mezclado con shifka, limón, comino y un toque de AOVE y acompañado de un delicadísimo y templado pan de pita, que nos permitió no desperdiciar ni un solo gramo de tan increíble manjar, gracias también a unos poco elegantes, pero socorridos, barquitos.

Y eso era sólo el principio…

Un chupito de pepino con jinebra puso el punto final al primer acto de esa prometedora obra gastro-musical, dando paso al segundo que se estrenaba a lo grande con un riquísimo, y crujiente, Cigar, una masa brick rellena de puré de patatas y cebolla confitada con sumaq, servido con tahini y sejug, unos ingredientes cuya existencia desconocíamos por completo, pero que en el paladar sonaban como una auténtica melodía perfectamente acompasada.

Educada y entregada a la causa, no dejaba ni una gota de la increíble salsa que lo abrazaba, preparándome en cuerpo y alma para el siguiente plato, la remolacha amarilla con higo, dos productos que, en otras circunstancias, por culpa de mis selectos gustos caprichosos, nunca hubiera probado, pero que, acompañados por el toque amargo de una rúcula deliciosamente aliñada, que también se utiliza con alegría en mi tierra, me supieron a gloria.

Sorprendida por mi recién adquirida versatilidad gastronómica, a continuación probé sin miedo un misterioso Lajuj, una especie de pancake salado, con un leve toque picante, que, acompañado por una increíble mezcla de diferentes mieles, verduras y fruta de temporada, había que partir por la mitad para poder apreciar todo su potencial, siempre según los sabios consejos de Pablo.

Y así, en pleno climax, en el momento de máxima intensidad de sabores, dimos cuenta de un segundo chupito, esta vez a base de sandía y vodka, para dar un merecido descanso a nuestros cinco sentidos tras tanta, y tan explosiva, diversión gastronómica.

El segundo acto, entre vítores y aplausos silenciosos, había finalizado.

20240813_2233277804874768950220456Tras una breve pausa, que aprovechamos para conversar con el increíble compositor de la sinfonía que estábamos viviendo, empezó donde había acabado el anterior, es decir por todo lo alto, el tercer acto. Su íncipit, en efecto, potente y poderoso, fue marcado por un Shishbarak o, mejor dicho, en italiano, por una especie de tortellini hechos en casa –que nada tenían que envidiar a los que se degustan en Bolonia, cuna privilegiada de este tipo de pasta–, rellenos de queso labneh y espinacas, y servidos con piñones y una salsa de yogur caliente y más espinacas –era sólo un tortellino y, aunque de buen tamaño, debo admitir que muy gustosamente hubiera devorado los cinco que normalmente se pueden comer a la carta–. Feliz y satisfecha, no me importaba en absoluto dar rienda suelta a mis instintos básicos alimentarios en esa noche fuera de lo ordinario; tenía muy claro que un par de kilos más, bien ganados, no iban a impedirme disfrutar de ese momento.

20240813_2237078050263362821529368Así que seguimos con el festival, con el baile de las degustaciones, con la sinfonía musical. Para desengrasar, Aviv, atento y profesional, nos propuso una ensalada, no una ensalada cualquiera, una Tabulé de verano, perfectamente aderezada, en la que identificamos, más allá de una fresca nectarina de temporada, unas cuantas hierbas como el perejil, menta y rúcula, tan populares en Italia.

20240813_2249087842113029869121478Ya me notaba algo más ligera, lista para devorar una Flor para Tami, la original ofrenda floral que Aviv ha dedicado a su mujer –ella, atrevida como él, también lo dejó todo, incluida su profesión de abogado, para dedicarse en cuerpo y alma seguir a este sueño gastronómico compartido hecho realidad– para que todo el mundo pueda ser conquistado por esta flor de calabacín frita, otra conocida especialidad italiana, pero que nada tenía que ver con ésta, de origen israelí, rellena de arroz y queso mozzarella y servida con yogur, hierbabuena y sejug verde.

20240813_2258185599793365199532603Y aún faltaba otro plato para finalizar este acto, a saber, unas rodajas de calabaza asadas en el horno, caramelizadas con miel de dátil y envueltas por una crema, y pepitas, de esta misma fruta con tahini y pimientos encurtidos. Su sabor, suave y dulce, era el preludio de los postres y de un nuevo intervalo, marcado por un último chupito a base de limón y arak.

Esa pausa nos sirvió para dialogar nueva y amablemente de todo un poco con Aviv, intentando sonsacarle la receta secreta de su maestría culinaria –pero no hubo forma: es un don innato y él, afortunadamente, ha sabido aprovecharlo–, hasta que se materializaron las dos últimas y soberbias creaciones, fulcro del cuarto, y último, acto, centrado en mi suave caída en los calóricos, y bienvenidos, abismos de un típico Malabi, un delicado flan hecho con agua de rosas y acompañado de fruta y pistacho, y de una gustosa, potente y poderosa, Mousse de chocolate y café con cardamomo.

En ello consistió el apoteósico final del increíble menú degustación, cuyo precio, en relación con la cantidad y, sobre todo, calidad de los ingredientes utilizados resulta bastante contenido.

20240813_2347004361855773630522125Sólo faltaba una última tarea antes de salir de allí rodando felizmente –si hubiera dependido de mí, hubiera probado todos los platos de la carta, sin ningún remordimiento–: tomarnos una foto con el artífice de esa composición musical, excelso autor de esa obra de arte culinaria y experto guía de ese viaje de ensueño que nos había trasladado a tierras israelíes, a la cultura mediterránea más profunda y, en general, a un universo paralelo, y excepcional, de colores, sabores y olores difícil de olvidar. Aviv allí estaba, prudente y discreto, pero listo, y (justamente) orgulloso, para dejarse retratar en su templo gastronómico entre todos aquellos productos, frescos y de primerísima calidad –de hecho él, dinámico y genial, va cambiando constantemente la carta en función de la disponibilidad de los mismos– que ya le han llevado al estrellato en Madrid y, esperemos en un futuro muy cercano, a la merecida estrella Michelin, una más para colgar en el firmamento que ya tiene en sus habilidosas manos y en nuestra peculiar, y familiar, guía “aliapìedesca”.

¡Suerte con tu aventura estelar!

Para nosotros: ¡Ya «Ha nacido una estrella»!

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Frívolos: Cena, espectáculo, amistad… ¡y mucha frivolidad!

Hay personas con las que conectas enseguida, con sólo una llamada, con unas pocas palabras, con una mirada. Con Amparo, polifacética responsable de comunicación de “Frívolos”, fue así.

Todo empezó con un mensaje virtual que nunca llegó a su destino o, mejor dicho, que acabó en la carpeta de Spam de su correo electrónico para que nuestra potencial relación epistolar acabara sin ni siquiera empezar. Pero el destino, el Fato caprichoso, lo arregló todo y, a los pocos días, en una calurosa noche de verano, mientras que ella conducía de vuelta a casa tras una de sus enésimas e intensas jornadas de trabajo y yo me entretenía con tareas domésticas (muy domésticas) al aire libre, ya estábamos las dos conversando amablemente por teléfono, sería mejor decir “enrollándonos como unas persianas”, sobre múltiples temas, gastronómicos, in primis, pero también viajeros, políticos y futbolísticos, como si nos conociéramos de toda la vida –o nos hubiera gustado que así fuera–. Y, entre una charla y otra, acordamos una cita en el mencionado restaurante (y mucho más), inaugurado hace un par de meses en San Sebastián de los Reyes.

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Nada más llegar allí, en este municipio de la Comunidad de Madrid que hasta ese momento sólo conocía por su “estiloso” outlet y, en frente, por una “microciudad” que frecuentaban mis hijos cuando eran pequeños, me sorprendió gratamente el cuidado y la belleza de su enclave, en un recinto cerrado donde, entre la rebosante vegetación, poblada por peligrosos animales en libertad, como patos y pavos reales, se podía aparcar con absoluta facilidad –ventaja de la cual cada vez se goza menos en la capital–. Completaban ese cuadro bucólico, ideal para eventos exclusivos y privilegiados –que, en efecto, tendrán lugar en un futuro no muy lejano–, no sólo las vistas, a la sierra y también a las cinco torres madrileñas, sino también un curioso y llamativo arco-pasillo de tonos rojos que recordaba aquel, casi infinito, del célebre santuario sintoísta de Fushimi Inari Taisha in Kyoto, formado por centenares de puertas torii del mismo color. En este caso, ese elemento arquitectónico era el curioso e invitante portal de acceso al templo de la diversión y, sin pensármelo dos veces, tras las fotos de rigor, acompañada por mi marido, me lancé hacia él.

Un paso tras otro, a piedi, nos fuimos acercando, literalmente, a un peligroso huracán infernal que, proyectado al final del sugestivo túnel, acogía, casi engullía, a los atrevidos, y animados, comensales. Allí no nos esperaba Lucifer, sino Ricardo, atento y profesional responsable de sala con una larga y consolidada trayectoria en el sector hostelero y, después de treinta segundos de reloj, mi (des)conocida interlocutora telefónica, excelente anfitriona de ese lugar.

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Nos reconocimos inmediatamente, nos sonreímos, nos abrazamos y, tras las debidas presentaciones, encantadas de habernos por fin conocido, empezamos la visita guiada por ese increíble reino de la “frivolidad” que se había milagrosa y espectacularmente levantado en unos pocos meses sobre las cenizas de un anterior local.

Ahora allí todo resplandecía: la impresionante y sugestiva barra central, parecida a un llamativo “árbol de la vida” bajo cuyas ramas de madera los maestros cockteleros, con maestría y habilidad, preparaban pociones mágicas, la amplia cocina a vista, “frívolamente” dirigida por el afamado chef Álvaro Vela, que, sin pensarlo dos veces, aceptó regresar a la madre patria desde se retiro luxemburgués, y las impolutas y elegantes mesas, altas y bajas, de la sala central, algunas de las cuales desaparecen a medianoche, como por arte de magia, convirtiendo la sala en una animada pista de baile, para poder disfrutar de la actuación, en directo, de reconocidos grupos musicales.

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Amparo y yo hablábamos sin parar, las preguntas y las respuestas se sucedían a una velocidad de vértigo, las ganas de conocer la historia, muy reciente, de ese prometedor proyecto del presente, y del futuro, aumentaban exponencialmente hasta que por fin apareció el genial artífice, y emprendedor, de toda ese reino: Alfredo Merillas.

Nuevas, entretenidas, y prácticamente infinitas, conversaciones, sobre todo gastronómicas, surgieron entre nosotros, mientras que, de pie, apoyados a la mágica barra-árbol central, tomábamos unas cervezas y un cocktail espectacular, no solo por su composición, a base de frescos y naturales frutos rojos, sino también por su (más que) original presentación ¡en un zapato de tacón! Y no un tacón cualquiera, sino el del inconfundible y elegante Louboutin que, para la ocasión, se abría de par en par para dejar saborear con una pajita su afrodisíaco y líquido contenido: ¡una auténtica “frivolidad”!

Los minutos, casi las horas, pasaban rápidamente, mientras que el sol, al horizonte, con sus últimos rayos naranjados iluminaban las mesas de la coqueta terraza exterior con vista al jardín y a los “frívolos” pavos reales, ocupadas en su totalidad a pesar de las altas temperaturas veraniegas.

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Allí nos hubiéramos quedado largo rato, conversando serena y despreocupadamente con el amable trío mosquetero formado por Amparo, Ricardo y Alfredo, pero el “deber gastronómico” apremiaba así que, tras el sorprendente descubrimiento de unos potenciales vínculos familiares por tierras manchegas –pero esta ya es otra historia–, finalmente nos sentamos en una mesa interior, al amparo del aire acondicionado y de un pavo real que, símbolo y logo de “Frívolos”, desde lo alto una pared nos vigilaba para que diéramos rienda suelta a nuestra “frivolidad”.

Y así fue.

Siguiendo las acertadas sugerencias de Ricardo empezamos nuestra “frívola” experiencia culinaria, tras una copa de vino y una cerveza acompañada por unos sabrosos y calientes chopitos con ali-oli.

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Fueron después unas cremosas y gustosísimas croquetas de marisco que se derretían en la boca las que nos dejaron un nostálgico sabor de mar, mientras que, siempre “cabalgando la ola” marina, fue un espectacular ceviche de lubina, fresquísimo y en su justo punto de lima, el que nos trasladó a las lejanas tierras peruanas –uno de los mejores ceviches que he probado en mi vida–.

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Y tras los platos de pescado, tocaron los de carne y, más específicamente, el de una impresionante presa ibérica de bellota al carbón, acompañada, en nuestro caso, por una rica ensalada de col –no suelo comer productos cárnicos, no porque sea vegetariana, sino más bien caprichosa, y mis conocimientos en materia no van más allá de una milanesa, en honor a mi ciudad, o una hamburguesa, pero este plato, con mi gran sorpresa, me conquistó tanto que a gusto degusté más de una pieza–.

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Con tanta calidad, que nos llevaba inevitablemente a comparar esas delicias culinarias, obra de un auténtico cocinero, con los platos, no precisamente exquisitos y delicados, que normalmente se sirven en los restaurantes que ofrecen también espectáculo, fuimos poco a poco acercándonos al postre, un sorprendente, y picante, brownie de chocolate con helado de vainilla, y al momento “clou” de la noche, el del sorteo ante una eficaz notaria-camarera de tres entradas para el concierto de Karol G en el Bernabéu.

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Y tras quitarse el precinto de una indestructible caja blindada de papel que custodiaba las papeletas de todos los comensales, después de unos interminables segundos de suspense… ¡¡¡salió el 27!!!, el número que en ese evento glorioso le había tocado a mi marido –el sorteo no fue amañado, os lo prometo, aunque no hubiera dudado ni un segundo en arreglarlo “a la italiana” 😉 –.

¡No se podía pedir más de tanta bendita “frivolidad”!

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Y tras brindar con una copa por el regalo inesperado, ofrecido, una vez más, por el Fato caprichoso, empezó la fiesta de verdad con el esperado show musical.

A medianoche en punto, como unas atípicas Cenicientas rockeras, los componentes del grupo “The Melody Pop” se subieron al escenario y, a los pocos minutos, dieron rienda suelta a su “frivolidad”.

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El cantante, dotado de una versatilidad gutural impresionante, entretenía el público con unas exitosas piezas de los ochenta y los noventa, como las de Hombres G, Umberto Tozzi –con una curiosa, pero conseguida, versión “españolizada” de mi “Gloria” italiana–, Pereza y muchos más, y el público, entregado, a la par que yo, no podía evitar cantar y bailar con alegría y “frivolidad” en esa sala principal, rápidamente vaciada de sus sillas y mesas para que los “frívolos” clientes pudieran “desmelenarse” libremente.

Y fue así como por culpa de, y gracias a, una magnífica y errónea casualidad, surgió una increíble amistad, embellecida por una cena rica y exquisita, una banda arrasadora y apasionada y unas entradas valiosas y codiciadas.

¡Gracias Amparo por habernos convertido a todos los efectos en unos seres “Frívolos” de verdad!

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El Bajío: Un increíble viaje mexicano

10000611514690707175249687954Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir El Bajío de Madrid, ahora, con mucha honra, acaba de subir a la segunda posición en mi podio particular aquella, pura y clásica, mejicana –la primera plaza, me temo, siempre estará ocupada por Italia 😉–.

Todo empezó un miércoles cualquiera en la capital española, cuando, a las nueve de la noche, los cálidos rayos veraniegos del sol aún iluminaban, y resaltaban, la belleza de las fachadas de elegantes palacios que, ubicados en el barrio de Chamberí, se esconden a la sombra de Almagro, entre las calles, estilosas, impolutas y silenciosas, de Zurbarán, Caracas, General Arando y Españoleto. En esta última, en el número diez, a los pies de un precioso edificio embellecido con balcones de hierro forjado, había una puerta mágica y pintoresca, más bien un portal espacio-temporal, enmarcada por luces cálidas y románticas hojas de nostálgicos colores otoñales, que nos invitaba a cruzarla. Así que, sin dudarlo ni un momento, escuchamos, y aceptamos, esa llamada y, sin darnos cuenta, nos vimos trasladados a otro lugar y a otra dimensión.

10000612372894244390149225694Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.

10000611577258861938789353524Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.

10000612362603768468438347626Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera Carmen Ramírez Degolladomejor conocida, en su tierra patria, y ahora también fuera de ella, como Titita–, enérgica fundadora de la exitosa compañía (aérea)-hostelera llamada El Bajío que cogió forma, y sabor, cincuenta años atrás en un sencillo chiringuito de Ciudad de México, allá donde ella, tras el prematuro fallecimiento de su marido, empezó a ganarse la vida, sustentando a la vez cuatro hijos, con una impecable comida que, tras expandirse rápidamente por una veintena de locales en la capital mexicana, y en su área metropolitana, conquistó también los propios hermanos Adriá, que la definieron como la mejor cocina tradicional mexicana del mundo mundial –los nietos de Titita han abierto también otros dos restaurantes en la Gran Manzana, mientras que éste de Madrid, bajo la dirección de uno de sus hijos, Raúl, es el primero que se ha estrenado en el Viejo Continente, a finales del año pasado–.

Y tras unas cuantas (más bien un centenar) de preguntas mías y otras tantes respuestas de Yolanda –paciente, entusiasta e incansable profesional que está en todo y con todo el mundo, no sólo en el restaurante sino también en las oficinas colindantes–, llegó por fin el momento de tomar aire, (des)abrocharse los cinturones y emprender el viaje mejicano con los ojos, y las bocas, abiertas de par en par…

10000612005998262499893933017Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.

Para ir abriendo boca, como aperitivo, nos sirvieron unos totopos caseros, horneados a diario, con unas salsas, no exageradamente picantes, de tomate rojo asado y tomatitos verde con toque de chile y, no podían faltar, unas clásicas margaritas –la mía, más original, pero igual de rica, con sabor a piña– recién preparadas con meticulosa habilidad por el maestro coctelero de la barra al fondo de la sala –estuve bastante rato (ad)mirándolo hipnotizada mientras con arte y maestría mezclaba los ingredientes para dar forma, y color, a esas portentosas, casi afrodisiacas, bebidas–.

Y, tras esos primeros sorbos exquisitos, aterrizamos casi enseguida, y un poco desorientados, en suelo mexicano, donde nos esperaba una espectacular recepción oficial, formada por unos cuantos chicarrones artesanos de panceta, con textura de corteza de cerdo, maravillosamente crujientes y templados, que se fundían en un abrazo salado con el imprescindible, y gustoso, guacamole.

A continuación, mientras recorríamos las calles de Ciudad de México, vino a nuestro encuentro, y a el de nuestros paladares un increíble y fresco ceviche verde de corvina, con una mezcla de lima, aguacate, aceitunas, tomate verde y cilantro que, en su conjunto, le proporcionaban un acertadísimo toque de acidez, seguido de unas exquisitas quesadillas con salsa de hongos, unos extraordinarios tacos de langostinos en chipotle, col morada marinada y pico de gallo –esta delicia gastronómica aspira a convertirse en el mejor taco de España: ¡nuestro voto ya lo tienen asegurado!– y unas impresionantes tortillas de maíz con cochinita pibil sobre base de frijoles.

Los sabores, aromas y colores de los productos, frescos y naturales, que componían estos platos iban deleitando nuestro camino mexicano, aunque poco a poco, a piedi, un paso tras otro, sin prisa pero sin pausa, íbamos acercándonos a nuestro dulce destino final, preanunciado por el curioso, pero muy acertado, toque de cacao que envolvía levemente un interesantísimo pollo con mole de Xico elaborado con un numero indeterminado de chiles, especias y frutos secos.

Y, en efecto, al poco rato, hicieron acto de presencia unos postres fabulosos –soy muy golosa: no puedo renunciar a ellos, aunque pongan en peligro, como en este caso, mi operación bikini en las playas de la Riviera Maya–: un peculiar flan de cajeta –que nos recordaba el tocino de cielo de nuestras veraniegas vacaciones gaditanas– y unos magníficos, superlativos, increíbles, espectaculares (¡y mucho más!) plátanos fritos al estilo Veracruz, cuya elaboración se concluye en la mesa, que, elaborados en el momento, se fundían ante nuestros ojos en una (¿adelgazante?) crema pastelera sin azúcar.

Y así, con ternura y dulzura, y con un peculiar café, muy diferente al que se sirve en mi amada tierra patria, de olla piloncillo y canela, nuestro viaje gastronómico a la capital mexicana había finalizado; tocaba ahora volver a aquella española, donde Yolanda, atenta como siempre, nos tenía reservada una última sorpresa a bordo de nuestro especial avión-restaurante.

10000612476808427808636006684Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.

10000612451584868123989599989Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.

10000611986284853923971425548Daba gusto de verdad estar-viajar allí.

Así que, tras tomar unas últimas fotos como souvenir de nuestro viaje relámpago mexicano, nos sentamos cómodamente en esa nueva zona V.I.P., cerramos los ojos y, en un santiamén, volvimos a Madrid, a El Bajío, de aquí, prometedor hijo menor de los veteranos de allí.

P.S. ¡Gracias Yolanda por tu generosidad y amabilidad! ¡Gracias por este viaje de ida y vuelta a las bellas tierras mexicanas! ¡Gracias por esa postal de la cocina mexicana de verdad de la Ciudad de México-Madrid! Espero que en nuestro próximo vuelo puedas sentarte a nuestro lado, en clase Business o Ambassador, para hablar, a lo largo del recorrido, de comida, de bebida, de la vida… ¡y de todo un poco!

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Calma: Una experiencia «faraónica»

Hoy era el día… ¡hoy era mi día!

Llevaba ya un par de semanas entreteniéndome con una prometedora cuenta atrás y soñando con una “faraónica” cita en Calma y por fin ese día tan deseado había llegado. Lo tenía todo planificado en nombre, y en honor, de esa “calma” a la cual me iba a “enfrentar” en ese centro de bienestar madrileño tan especial del cual ya había disfrutado en la realidad virtual con las fotos y los videos de su invitante página web.

Así que, según lo programado, me desperté con toda tranquilidad con una sonrisa de oreja a oreja en la cara, me levanté de buena gana, me duché cantando bajo el agua, me peiné serenamente, me maquillé relajadamente, puse orden en casa de buen talante, tomé en la terraza un kiwi y un zumo de naranja natural acompañados por el sonido de mi playlist de canciones soft favoritas y, alegre y despreocupada, salí de mi dulce hogar, rumbo a mi destino, en la calle Domenico Scarlatti 5, saboreando poco a poco a lo largo del trayecto en metro ese inminente viaje por los cinco sentidos…

¡O así me hubiera gustado!

En realidad, a pesar de mi germánica, más bien italiana, preparación física y psicológica, ese día el despertador no sonó –o, más probablemente, no lo oí claramente…–, me levanté agobiada porque solo tenía una hora a disposición para realizar todas las tareas domésticas, me duché rápidamente, me peiné a toda velocidad, me maquillé a ciegas, tiré en la lavadora toda la ropa que encontraba por casa, sobre todo en las habitaciones de los adolescentes, comí un kiwi de pie y sustituí el zumo de naranja exprimido manualmente por un café de máquina sin alma –gracias a un rápido cálculo trigonométrico llegué a la conclusión que iba a tardar mucho menos– e, intentando no olvidarme de nada al salir de casa de prisa y corriendo, me lancé a la calle, camino del metro, rezando para que a lo largo de las doce paradas, con transbordo incluido, hasta la de Islas Filipinas, no hubiera ningún retraso:

12-11-10-9-8-7-6-5-4-3-2-1… ¡¡¡0!!!

Ya me encontraba en la superficie, con unos increíbles diez minutos de antelación respecto a la cita programada: ya podía respirar aliviada, ya podía (por fin) disfrutar (de verdad) de mi día. El sol, además, volvía a resplandecer en el cielo azul de Madrid tras dos semanas excepcionales de frío, viento y lluvias, la primavera empezaba a teñir de verde las plantas desnudas y los pájaros con sus melodías anunciaban la llegada de largas tardes de luz.

Ahora sí que todo estaba como lo había imaginado, en armonía con el universo infinito…

20240403_1153178832110001991650017Recorrí la calle Gatzambide que se abría paso entre elegantes palacios, y, en un par de minutos, tras toparme con la “proa” de una iglesia que se parecía a un barco, la de san Juan Crisóstomo, alcancé mi destino: Calma. Allí estaba ese oasis de paz capitalino que ya desde el exterior, a través de su escaparate cristalino enmarcado por colores claros, infundía serenidad. Pero fue cruzar su puerta, más bien un portal espacio-temporal, y me vi trasladada a otro lugar, a un espacio de ensueño donde, con unas sonrisas y dulces palabras en los labios, me estaban esperando Yolanda, hada titular del mismo, y su fiel escudera Beatriz, maga(-masajista) de las manos.

Nos presentamos y empezamos a hablar tranquilamente, como si nos conociéramos desde siempre –puede que fuera parte del embrujo de ese sitio tan peculiar–, aunque a mí, tengo que reconocerlo, me costaba no poco esfuerzo centrar mi atención en la amena conversación, atrapada como estaba por la sencilla pero elegante y delicada decoración del local donde destacaban elementos naturales como la madera y el mimbre, reflejo perfecto del aspecto de su hada.

20240403_1129451750941547457996948Yolanda, estilosa, con unos vaqueros y un jersey blanco que se fundía perfectamente con el mismo y relajante color que imperaba en el ambiente, me contó entonces no sólo de sus travesías desde Ciudad Real hasta Catar para acabar finalmente en Madrid, sino también, y sobre todo, de este sanador y prometedor proyecto personal que iba acompañado de sus ganas de vivir y hacer vivir con “calma” y serenidad a todos aquellos, y aquellas, que se acercaran allí. Sin lugar a duda, lo había conseguido: era suficiente fijarse en la decoración, limpia e impoluta, de esa planta baja, elegante tarjeta de visita de lo que se escondía bajo ese suelo reluciente, para captar el cariño y la ilusión de ese nuevo camino de regeneradora tranquilidad que había emprendido un año atrás, para ella y todos los demás.

Ante mi curiosidad me especificó que ese mismo espacio había estado ocupado con anterioridad por una galería de arte –estilo tenía, indudablemente– y también por un conocido restaurante alemán, del cual aún se conservaba en el impactante techo con molduras unas ventanas acristaladas que daban una cálida y pintoresca nota de color al espacio inmaculado. Mis ganas de fisgonear acababan de despertar y el hada, dándose cuenta de ello gracias a sus poderes sobrenaturales –o, puede ser, por la inquietud que podía claramente leer en mi mirada– me propuso entonces realizar una “visita guiada” de ese pequeño paraíso terrestre, no sin antes invitarme a descalzarme y ponerme unas zapatillas, impolutas por supuesto, con la cual andar libremente a piedi tras tomar una sana bebida natural, a base de zumo de limón.

20240403_1133062491133738487567311“¡Estás en tu casa!”, me dijo amablemente, ignorando el peligro que conllevaba esa frase ante una persona como yo, ya enamorada del lugar y deseosa de descubrir todos sus rincones para quedarme allí todo el tiempo que hiciera falta… ¡y mucho más!

20240403_1131192004529490935738108Me enseñó entonces, siempre en esa planta, una habitación, con baño anexo, donde se realizaban los diferentes tratamientos faciales, vitamínicos, reparadores, exfoliadores, estimulantes, todos ellos rigurosamente naturales y con productos de primera calidad entre toallas perfectamente dobladas, exquisitos detalles decorativos y un omnipresente orden y limpieza –ese último detalle, para una persona tan escrupulosa como la que suscribe, (me) infundía un plus de paz y serenidad–.

Mi tratamiento, sin embargo, me esperaba más abajo, en la planta inferior, en una zona (aún más) especial a la cual se accedía a través de una escalera.

20240403_1134476038383125945808011Allí bajamos entonces las tres, el hada, la maga y un extraño ser, es decir yo, que, extasiada y distraída, no paraba de mirar por todas partes. Las luces se atenuaron y una paz (aún más) interior se fue paulatinamente apoderando de mí.

20240403_1144551507471225339522585Estaba en el corazón de ese Edén terrestre semienterrado ocupado al centro por un pacificador olivo rodeado de piedras blancas sobre una alfombra de yuta donde también descansaban cestas de mimbre con muestras de los productos que se utilizaban o plantas secas, damianas y ánforas de terracota: asombroso como con tan pocas piezas se podía inspirar tanto…

20240403_1141497114513156257843833En esa zona del paraíso que tanta (y tan sana y serena) envidia me generaba por su decoración –Yolanda, responsable de ello, posee indudablemente ese don del cual yo estoy desprovista– había sólo una sauna, con su ducha reglamentaria al lado, sino también otra habitación, igual de impoluta y bien cuidada que la de la planta superior, con una camilla para los diferentes tratamientos corporales –hay una amplia variedad entre masajes ayurvédicos, tonificadores, reductores o dulces ritualesy, sobre todo, una espectacular estancia: la “Sala Calma”.

Eso era el auténtico templo de la (post)-relajación.

Un lugar donde, bajo unas escenográficas bóvedas de crucerías, parecía que el tiempo iba a detenerse, gracias también, y como siempre, a unos exóticos e impactantes elementos decorativos.

20240403_1140554176032579552689388Sobre un valioso suelo antiguo que, afortunada e inteligentemente, se había mantenido a lo largo de las diferentes reformas, aparecía un mostrador ocupado por bebidas y productos naturales mientras que unas lámparas orientales iluminaban las invitantes hamacas al fondo de la estancia y unas cómodas sillas de mimbre en un rincón lateral, mientras que espejos, teteras y biombos completaban ese cuadro de mil y una noches.

20240403_113717869726130663273568“¡Estás en tu casa!” –volvían a mi memoria las palabras de bienvenida del hada, mientras, en efecto, empezaba a plantearme quedarme allí para siempre…–. Yolanda, tan amable como de costumbre, me explicó que esa sala no sólo estaba destinada a unos momentos de relajación suplementaria después de los tratamientos, sino que también se podía alquilar para organizar talleres, presentaciones, eventos y beauty parties para celebrar, por ejemplo, cumpleaños de adolescentes presumidas como la mía o de jóvenes de todas las edades.

20240403_1138498743356234619767275Y mientras soñaba con ese lugar, la maga Beatriz me recordó que había llegado el momento de “someterme” a su dulce tortura –ya había pasado más de media hora desde cuando había cruzado el mágico stargate “calmiano”–, así que, tras echar una rápida mirada a otra estancia, dotada de una sola camilla y con ducha incorporada, me acompañó a la mía, más amplia, con dos camillas y también una ducha. Inútil decir que ese espacio, para variar, brillaba, casi deslumbraba, por el orden y la limpieza.

20240403_1143332728423197460159097Toda la indumentaria o los productos necesarios para el tratamiento estaban perfectamente colocados o colgados: albornoces, zapatillas, gorro, toallas, aceites, sales, perfumes y aromas…

Eso era (mucho) mejor de como lo había imaginado…

20240403_1142535352833976140286221El hada se despidió entonces de mí, la puerta se cerró, las luces bajaron de intensidad, una música relajante mezclada con unos aromas exóticos, casi enigmáticos, acarició poco a poco el ambiente y mi ritual corporal, el de Reina de Egipto, empezó. Tumbada en la camilla, entregada a la magia de las manos de Beatriz, me fui paulatinamente hundiendo (casi) en un sueño profundo mientras que ella, silenciosa y pacientemente limpiaba e hidrataba mi piel con aceites, la exfoliaba con sales del Mar Muerto y la envolvía con barro del mismo mar, rico en portentosos minerales.

20240403_1145114861695971988076744Sus manos, expertas y delicadas, se apoderaban de mí, de mi cuerpo y de mi mente y, con la ayuda de dulces fragancias de incienso y mirra, me trasladaban a otra dimensión, hasta épocas y lugares lejanos, entre pirámides, templos y falucas, Valle de Reyes, Colosos y Esfinges de un floreciente y Antiguo Egipto dominado por faraones y una única y esplendorosa reina, la grandiosa, bella y seductora, Cleopatra…

20240403_114538986296841516515078Envuelta entonces como una momia en una especie de película transparente para que se absorbieran perfectamente todos los valiosos, y (casi) milagrosos productos naturales, me quedé allí tumbada un buen rato, soñando con los ojos cerrados, (casi) flotando en el aire, hasta que Beatriz, educadamente, me avisó de que había llegado el momento de resurgir de mis cenizas… ¡y así fue!

Me levanté a cámara lenta de la camilla con la mente aún perdida en otro mundo y, cubierta de barro, entré en la ducha, dotada como un hotel de cinco estrellas de todos las amenities necesarias para una buena ablución. La maga entonces desapareció y yo, tan relajada como estaba, abrí el grifo del agua sin ni siquiera darme cuenta, sino pasados unos cuantos minutos, de que estaba a la mínima presión. Hubiera podido quedarme horas y horas bajo ese chorro moderado quitándome despacio años de viejez con el barro del Mar Muerto y sintiéndome renacer, por fuera y por dentro…

Y tanto era así que ya estaba planteándome poder parar el tiempo que, parcialmente, ya había recuperado con ese faraónico, y fantástico, tratamiento…

20240403_1140101106858467580977110Pero Cronos, que acababa de concederme el don de rejuvenecer como nunca la piel de mi cuerpo, nutriéndola e hidratándola intensamente, para lucirla brillante y suave como la seda, no era del mismo aviso. No tenía que abusar de su clemencia y de la paciencia de sus mandatarias, el hada y la maga. Ya sobraban mis ganas de volver atrás en el pasado hasta la edad de mi adolescencia. Ya tenía ahora mismo una segunda juventud corporal…

20240403_1139081806372066111336060Así que, escuchando su sabio aviso, me volví a vestir, encantada de mi misma y de la vida, cerrando tras de mí la puerta de esa estancia mágica donde durante una hora y media había estado práctica, y maravillosamente, abducida en otra dimensión. Salí entonces al encuentro del hada Yolanda que ya me estaba esperando en la acogedora y relajante “Sala Calma” para tomar un té o un café, al son de música “calmada” y velas aromáticas, y, una vez más, nos pusimos a hablar de nuestras vidas, de proyectos de entonces, de ahora y de siempre, de ayudas y sonrisas compartidas.

Me sentía de verdad como en casa y difícil se me hacía volver a la mía…

20240403_1130243544747088923566387Cronos, sin embargo, volvió a hacer acto de presencia en mi imaginación –era tarde: había pasado más de dos horas en ese lugar embrujado– y, con el recuerdo del fantástico ritual, me invitó, esta vez con más autoridad, a volver a la realidad de siempre. Me despedí entonces de Beatriz y Yolanda y, feliz y relajada, con la cabeza bien alta, me lancé por las calles soleadas y animadas de Madrid, esplendorosa por dentro y por fuera como una reina verdadera, reina de mí misma, reina Alia de Italia –aunque, en la realidad, Alia fue reina de Jordania; de allí viene mi nombre… pero esa ya es otra historia 😉–.

Grazie Yolanda, grazie Beatriz, grazie “Calma Madrid”!

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Baldoria: «Alegría» de comer

20240320_2239361203473666508960795«Baldoria”, que en italiano se podría también expresar con “(fare) un bel casino”, significa, traducido al español, jolgorio, fiesta, jaleo o alegría.

20240320_205820349450197361446259Y eso es justo lo que se respira y se vive por dentro y por fuera de este restaurante 100% made in Italy que ocupa una amplia esquina entre la calle Ortega y Gasset y la de Francisco Silvela.

En efecto, ya desde el exterior resulta difícil no “alegrarse” a la vista de unos amplios ventanales enmarcados por cadenas de luces decorativas y composiciones floreales, así como, en el interior, tras haber cruzado la puerta corredera de esta “gran casa della gioia” capitalina, es imposible no dejarse contagiar por las risas y sonrisas de decenas de jóvenes comensales que, despreocupados, pasan divertidas veladas entre pizzas exquisitas y pastas refinadas en un espacio cuya decoración, colorida y desenfadada, recuerda la de una “alegre” y animada piazza italiana, una cualquiera, por ejemplo, de la pintoresca isla napolitana de Procida –“buon sangue non mente” ya que Ciro Cristiano, ingenioso chef, y también cofundador, de esta Little Italy gastronómica del elegante barrio de Lista, ha nacido en la maravillosa ciudad de Nápoles–.

img-20240320-wa0043603840179587492755320240320_2121401289355429447871702Aquí entonces, en este lugar lleno de vita y vitalidad, aterrizamos un miércoles por la noche mi marido y yo, empujados por mi eterna nostalgia de mi amada patria italiana. En la sala principal, a rebosar de gente –¡que “alegría”!–, entre las mesas y sillas de todo tipo y colores, a la par de las curiosas lámparas que las iluminaban, unos habilidosos y rápidos camareros, con llamativos delantales de tonos pasteles, rosas y azules, parecían danzar un baile especial con sus bandejas repletas de platos y copas mientras iban y venían a gran velocidad desde la amplia cocina a vista, donde destacaba un curioso forno a legna “baldoriano”, revestido de azulejos de color del mar.

20240320_210449830429400079080531220240320_2102417883295140902104865Sus pasos apresurados parecían ir al compás de los gestos calculados de una pareja de maestros cocteleros que, con soltura y armonía, tras una larga barra a la cual se apoyaban dos coquetas mesas altas, mezclaban y agitaban frutas y bebidas, mientras que, detrás de ellos, desde una especie de balcón-palco asomaba el verdadero director de orquesta de este divertida commedia dell’arte italiana, es decir un joven artista de buena voz y voluntad que con su guitarra animaba el ambiente, ya de por sí muy frizzante, con conocidas canciones españolas versionadas de ritmo allegro-andante.

Nos sentamos entonces en una pequeña y romántica mesa redonda, con vista directa al dinámico escenario, y enseguida se personó una sonriente y “alegre” –no podía ser menos– camarera de nombre Chicca, nacida en Italia, por supuesto, que enseguida nos asesoró con sus expertos consejos sobre los entrantes a elegir… ¡y todo lo demás!

img-20240320-wa00377619311711617511231img-20240320-wa00406332288593068301063Así que mientras abríamos boca con un sabroso pan-focaccia acompañado por una soberbia salsa de pesto, y con una cerveza y un cocktail exquisito, “ParacetAmore”, rara y acertada mezcla de ese Bellini y Rossini que tanto echo de menos en España, nos decantamos finalmente por unas vegetarianas, y peculiares, «croquetas alla parmigiana», y una «atuna matata» formada por dos brioches de tartar de atún, stracciatella pugliese, calabacín allá scapece napoletana y almendras tostadas.

Las porciones, abundantes, ya nos estaban haciendo dudar sobre la posibilidad de terminar los platos de pasta que ya habíamos encargado –el pezzo forte de este restaurante junto con las afamadas pizzas que en más de una ocasión han ganado importantes premios, el último de ellos, en el 2023, el de “Mejor Pizza de la Comunidad de Madrid”, como se puede leer en el correspondiente certificado que, enmarcado, destaca orgulloso entre cuadros y platos colgados de cerámica partenopea – y, en efecto, todas nuestras dudas se confirmaron cuando en nuestra mesa se materializaron como por arte de magia, o, más probable, por arte de la appassionata squadra di pastaipizzaioli, una maravillosa pasta alla carbonara, con pecorino romano y auténtico guanciale, como manda la tradición, y un cacio e tartufo servido escenográfica y directamente en la rueda de queso pecorino.

img-20240320-wa00365984079512806059383img-20240320-wa00351611610963005253812Esos spaghetti, más bien bucatini, fatti in casa, que se adaptaban perfectamente a los cálidos y coloridos abrazos de sus respectivos platos hondos, eran una verdadera obra de arte, y tanto era así que (casi) daba pena comérselos.

Pero el deber, y el placer, de nuestras papilas gustativas nos llamaba prepotentemente a la acción, y, dicho y hecho, sin remordimientos, nos hicimos con esa pasta rigurosa y perfectamente al dente, disfrutando “alegramente” de cada bocado al son de músicas italianas que, esta vez, sustituían las del entregado cantante español, empeñado en un merecido momento de descanso.

img-20240320-wa00312230361811338532850img-20240320-wa0032939901984710648410Sólo faltaba cumplir con una última y dura tarea, la del postre, a pesar de estar ya (más que) saciados.

Pero la gula, nuevamente, se impuso fácilmente sobre cualquier otro sentido –sobre todo el de la racionalidad, en mi caso–, y sin prestar atención a la llamada de una cada vez más alejada operación verano –“si vive una volta sola”, me justificaba conmigo misma–, pedí(mos) una exótica pannacotta, con piña, fresa, kiwi y maracuyá, y una grandiosa, también por el tamaño de la porción, «tarta de queso cremosa con pistacho de Bronte y tanto amore» –¡y cuanto amore!–, increíble explosión de dulzura, intensa y a la vez delicada, que me conquistó por completo, hasta la última cucharada.

img-20240320-wa00203303377989736297689El festín (¡por fin!), y la festa, se había acabado para nosotros, aunque la baldoria seguía por todos los rincones del local, por dentro –incluido el de acceso al singular antibagno donde, en una pared, cuelga un letrero luminoso que rinde homenaje a Raffaella Carrá con un conocido “A far l’amore comincia tu”– y también por fuera, con una cola de jóvenes madrileños de todo el mundo que, con su segundo turno, estaban ya deseando “fare un bel casino”… ¡con, y en, Baldoria, por supuesto!

P.S. En mi reel «aliapiedesco» podrás descubrir algo más sobre nuestra experiencia «baldoriana», y si te animas a reservar una mesa, llama al 910 94 49 41.

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Puerto Lagasca: Una dulce odisea de sabores, aromas y colores…

IMG-20240301-WA0016En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. Puerto Lagasca” es su nombre, en el número 81 de la homónima calle, y “Taberna” es el título que lo acompaña.

Cualquiera puede con gusto, nunca mejor dicho, amarrar aquí y dejarse arrastrar por un tsunami gastronómico de calidad. Y eso fue justo lo que hicimos nosotros, náufragos perdidos en una fría y ventosa noche de febrero, empujados por el deseo de tomar tierra, entrar en calor y disfrutar de una cena marinera en la capital.

20240229_2106108954870802493502439Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual Ulises del Tercer Milenio, incapaces de oponer resistencia, huérfanos de tapones socorridos, nos dejamos arrastrar por ella hasta el fondo del mar o, mejor dicho, hasta el final de un pasillo donde asomaban unos nostálgicos recortes de periódicos y revistas, testigos silenciosos de unas costumbres de un par de décadas atrás, cuando la gente leía, pero leía de verdad, en un papel impreso y no en un cuaderno de bitácoras virtual (😉).

Llegamos así a la sala principal o, mejor dicho, al corazón de esta isla no desierta, sino a rebosar de comensales, a pesar de ser un jueves, donde destacaba una clásica, y a la vez original, decoración mediterránea, en plena sintonía con el tipo de cocina que aquí se ofrece: lámparas cubiertas por fuertes cabos iluminaban las mesas, bajas en este caso, cazos de cocinas antiguas se alternaban en las paredes de madera y color crema a llamativas cabezas de ajos blancos y pimientos de color rojo, dibujos geométricos de tonos azulados jugaban en la pared con un pez solitario –“mejor solo que mal acompañado”, pensaba él mientras nadaba feliz en ese puerto extraordinario– y flores y plantas de una eterna primavera intentaban restar protagonismo a una curiosa esfera turquesa abrazada por una boza.

Esa no era una taberna de piratas, sino un coqueto chiringuito de playa, uno con solera, de una isla griega o, más probablemente, de una española, posiblemente de Canarias –en estas islas, en efecto, nace el ingenioso, encantador y generoso patrón de este barco, Pepe Caldas, fundador en el 2008 de esta taberna experimentada y de la de Los Gallos, su hermana menor, en términos de edad, que, sin embargo, tiene mayor dimensión y diversión, con música en directo los fines de semana y afterwork entre semana–.

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img-20240301-wa00205175589002871193292No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidadla correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.

Creíamos que habíamos llegado a un puerto seguro, pero, en realidad, esta seductora isla mediterránea en medio de la capital era una trampa en toda regla, un engañoso caballo de Troya que escondía en su vientre hermoso una nueva tempestad, una lluvia incesante de entrantes, segundos, postres y cafés.

Y dulce era naufragar en ese mar…

Así que, empujados por el viento, fuerte y decidido, de la profesionalidad de los dos maestros de ceremonia, nos enfrentamos a una embriagadora odisea de sabores, aromas y colores, intentando luchar, bastante desganados, la verdad, contra el pecado de gula.

img-20240301-wa00036948740061313787149img-20240301-wa00019088488329714777584Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde  popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.

Rendidos ante este vendaval de platos deliciosos y delicados, fueron entonces unos caneloncitos de carrillera de ternera cocinados a baja temperatura, con un leve toque de dulzura, los que nos derribaron por completo, abriendo camino a unos postres exquisitos, todo ellos rigurosa y cuidadosamente caseros.

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Siguiendo así la estela de una operación bikini que se iba alejando de nosotros a pasos agigantados o, sería mejor decir, a nudos forzados –¿Era ese el propósito de la astuta sirena y del mañoso capitán? ¿Engordarnos para luego lanzarnos al mar entre calamares gigantes y tiburones?–, fondeamos entre una tarta de queso coronada con un toque de miel y de fruta de la pasión y un tatin de manzana con creme fraîche, al puro estilo francés –¿Porquoi pas?–, y, dulcis in fundo, nunca mejor dicho, una tarta de puro chocolate con crema chantilly.

Habíamos pecado, mucho y en cantidad, pero, a pesar de ello, no nos sentíamos en absoluto pesados y, en mi caso, con ganas de pecar más y más.

Pero el intenso y peligroso viaje gastronómico, desde el norte hasta el sur del país español, había finalizado, la placentera tempestad de platos sencillos pero elaborados había remitido, el viento había amainado…

Al abrigo de un atípico limoncello holandés, que nada tenía que envidiar –como italiana lo tengo que confesar– al más famoso de Sorrento –pero siempre hay que servirlo congelado, eso sí, y en un vaso pequeño, como en este caso, a la misma temperatura glacial–, estábamos preparados para el sacrificio final, listos para ejercer como presas para algún pez voraz: ¡que Camille y Paco hicieran de nosotros lo que quisieran: lo que habíamos vivido, y saboreado, había merecido la pena!

img-20240229-wa00142251788668621559157Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes, Penélopes 2.0 sin telas y telar, nos estaban esperando desde unas cuantas horas con los brazos abiertos de par en par –¡o esto nos hubiera gustado imaginar!–.

¡Gracias entonces a Paco y Camille por esta inolvidable e increíble aventura con inicio y final feliz y enhorabuena a toda la tripulación por surfear con tanta maestría y habilidad las olas tormentosas de la gastronomía de calidad!

Volveremos a navegar por el Puerto Lagasca en familia, con amigos, con nuestros hijos o en solitario: cualquier excusa será buena para amarrar en este maravilloso y pintoresco puerto de la capital.

Avanti tutta, capitán… hasta el infinito… ¡y más allá!

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La «Montaña de los Gatos»… ¡sin montaña y sin gatos!

20231205_1200395698151403097142351La recién inaugurada Montaña de los Gatos -que, en realidad, se parece más a un cerro de unos pocos metros de altura- fue mandada construir por el rey Fernando VII en el 1800, y se encuentra en el conocido parque madrileño de El Retiro, a la altura de la calle O’Donell esquina con la avenida Menéndez Pelayo. Esta edificación singular, que se adscribe al género arquitectónico de los “caprichos”, debe su nombre a las colonias de felinos que la poblaban en el pasado, y después de haber estado cerrada durante dos décadas ha vuelto a abrir sus puertas al público para que los paseantes puedan disfrutar no sólo de las exposiciones escondidas en su sugestivo espacio abovedado interior, de forma circular, como la de “A Belén, venid”, de la pasada Navidad -la puedes ver aquí– sino también del panorama que se disfruta desde su “cima”, entre bucólicos senderos ajardinados, hermosos estanques y cascadas artificiales.

En efecto, desde “las alturas” se puede gozar de unas vistas privilegiadas del parque más famoso de la capital, declarado Patrimonio de la Humanidad junto al Paseo del Prado, y, en especial, de la hermosa Casita del Pescador y de los evocadores restos románicos, y románticos, de la Ermita de San Pelayo y San Isidro de los cuales te hablaré en un futuro post.

P.S. Si quieres ver un video «aliapiediesco» sobre esta pseudo-montaña sin gatos, pincha aquí

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«Génesis»: Una Capilla Sixtina madrileña

20240111_1122103964342660498300784Desde hace unos días en la pintoresca Iglesia Evangélica de habla alemana, escondida tras una cancela que se abre (camino) entre los imponentes edificios del paseo de la Castellana, se reproduce cotidianamente el milagro de la «Génesis«.

Entres sus altas paredes, en efecto, como por arte de magia, o, mejor dicho, de la magia del colectivo artístico Projektil, se desarrolla un espectáculo de luces, música y proyecciones que traslada al visitante, sentado, más bien tumbado, en unos puff que cubren el suelo de la estructura religiosa, incluida la zona del altar- a otra dimensión.

La iglesia, de repente, se convierte en un dinámico lienzo multicolor donde, como en una increíble Capilla Sixtina capitalina, las impactantes escenas del origen de nuestro planeta se succeden una tras otra, acompañadas por unas musicas áulicas, potentes y evocadoras.

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La luz que se separa de las tinieblas marca el primer día de la impresionante y conmovedora experiencia inmersiva; seguidamente, en el segundo día, es el agua la que se separa del cielo, mientras que en el tercero le toca a la tierra en relación al mar, dando lugar también al nacimiento de la Naturaleza, con su increíble explosión de flores, plantas y colores.

Y, al final de este viaje sugestivo y multisensorial, parecido a una experiencia religiosa, donde la iglesia durante treinta minutos se funde perfectamente con las imagenes que discurren entre sus pilares, una farolas incandescentes, que simbolizan a unas almas no en penas, sino serenas y etretenidas, llevan al espectador hasta el infinito… ¡y más allá!

P.S. Si quieres ver más fotos y vídeos «aliapiedescos» sobre «Génesis», pincha aquí y/o aquí

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Museo de los Caños del Peral: A piedi, y a los pies, de la plaza de Isabel II

¿Te habías fijado alguna vez en unas líneas doradas que recorren el suelo de la plaza de Isabel II?

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Si quieres descubrir algo más, baja a la planta -2 del metro de Ópera y adéntrate en el Museo de los Caños del Peral, después de haberte apuntado a la correspondiente, y gratuita, visita guiada organizada por Metro de Madrid.

Aquí encontrarás los restos de tres importantes estructuras que ocupaban la mencionada plazuela y que salieron a la luz durante los trabajos de instalación del ascensor de este medio de transporte: la mencionada fuente, la Alcantarilla del Arenal y el Acueducto de Amaniel.

Para entender el valor de estas piezas históricas que se ocultan bajo el suelo de Madrid, más precisamente a ocho metros bajo la plaza de Isabel II, hay que retroceder a la época en que la corte se traslada a la villa de Madrid, a mediados del siglo XVI, y a la consecuente necesidad, por evidentes motivos higiénicos, de canalizar el (ahora desaparecido) Arroyo del Arenal que salía de la plaza de la Puerta del Sol y seguía su recorrido hacia la actual calle Arrieta.

Contemporáneamente a este sistema de canalización y de alcantarillado, se levantó también la famosa fuente monumental, de estilo renacentista, larga más de treinta metros y dotada de seis caños, con sus correspondientes pilas, que sirvió para abastecer de agua a la villa, cuya población fue aumentando exponencialmente, hasta nuestros días. De este valioso líquido no sólo se abstecían los vecinos de la zona a través de sus cántaros sino también los «aguadores», unos auténticos profesionales en materia que mantuvieron en activo el oficio de recoger, suministrar y vender el agua de las fuentes a las casas, gracias también a la ayuda de sus burros, hasta principios del siglo XX.

Los Reyes, por el contrario, disponían del Acueducto de Amaniel que, levantado a principio del 1600 y utilizado hasta el 1900, salvaba el barranco del mencionado arroyo y permitía el traslado del valioso líquido hasta (los privilegiados d)el Palacio Real.

Así que la próxima vez que vayas a piedi por la plaza de Isabel II, baja la mirada y ¡fíjate bien en lo que pisas!

 

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I. P. C. E. (Instituto del Patrimonio Cultural de España): el O.V.N.I. (Objeto Volador No Identificado) y sus E.T. (ExtraTerrestres)

Hay lugares en la capital donde trabajan, discreta y silenciosamente, auténticos profesionales, para que, a la luz del sol, o, mejor dicho, a la luz de iglesias, museos o salas de exposiciones, reluzca el fruto de su paciente entrega y dedicación en la sombra. Me refiero, en este caso, a aquellas personas que, casi escondidas, en sordina, realizan sus tareas en el Instituto del Patrimonio Cultural de España.

Mi interés en realizar una visita guiada (gratuita) en este curioso edificio capitalino no estaba, en realidad, motivada por las ganas de descubrir la labor de estos excelsos especialistas, sino, más bien, por el afán de conocer, por fuera y por dentro, su arquitectura –una de mis carreras frustradas, junto con las de Historia o Literatura, en beneficio del Derecho–. Cada vez que recorría la A6, de vuelta de la oficina, camino de Madrid, siempre me llamaba la atención esa extraña figura circular de aire nórdico que, parecida a una tarta Saint-Honoré –aunque popularmente, por su forma peculiar, se la apoda “Corona de espinas”– con sus cándidos pináculos puntiagudos, desafiaba el verde y armonioso panorama de la Casa de Campo y, a su lado, el del cercano Palacio de la Presidencia de Gobierno, de estilo herreriano y tonos anaranjados.

Ese gris edificio, de líneas austeras y graves, se asemejaba en mi fantasía a un inmenso O.V.N.I. averiado, obligado a un aterrizaje forzoso, caído allí por azar. No era precisamente bello de ver, pero, lejos de provocar mi indiferencia, suscitaba mi interés. No tenía ni idea de lo que era y, menos aún, de lo que encerraba: podía ser un estadio, un centro de congresos, un pabellón de feria… pero nunca hubiera adivinado de que se trataba de este peculiar instituto dedicado a la investigación, conservación, restauración y documentación del patrimonio nacional.

Hoy me acabo de enterar.

Después de haber deambulado por la alegre y animada ciudad universitaria en busca de su acceso (casi) secreto, arriesgando mi incolumidad física al bordear repetidamente los muros exteriores de la Moncloa, por fin alcancé la cancela de entrada, en la calle Pintor el Greco 4. Enseñé mi carnet de identidad al amable vigilante y, después de que comprobara que no era una asesina en serie ni una peligrosa narcotraficante en busca y captura por la C.I.A., me indicó el camino a seguir para acceder a ese templo misterioso.

Aquella mole imperial imponía bastante respeto y, viéndola tan de cerca, me convencía aún más de su afinidad con un platillo volante. Tras haber subido una larga escalinata donde, casi al final, parecía esperarme con aire un poco chulesco un bronceo estudiante, o puede que un hombre maduro con aire y vestimenta juvenil, cuya única y estatuaria función era la de demostrar visualmente la proporción entre un ser humano y ese abrumador extraterrestre llamado I.P.C.E. (y no E.T.), una vez dentro me quedé literalmente asombrada por la increíble arquitectura, y decoración, del lugar.

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Un enorme lucernario dejaba pasar la luz natural por un óculo central que, a su vez, a través de una cúpula transparente que se reflejaba virtualmente en él, iluminaba un impresionante tesoro escondido, hecho de millares de libros, revistas y volúmenes que componían la inmensa biblioteca del Instituto, la más grande de España en este especifico ámbito “patrimonial”. Ese vestíbulo principal, ubicado en la primera planta y dominado por esa céntrica estructura de cristal, que representaba simbólicamente su corazón pulsante, era verdaderamente sensacional y una vez más tuve la sensación de encontrarme en una película de ciencia ficción, en un mundo paralelo como el de “Blade Runner”, envuelto, sin embargo, por la luz y no por la oscuridad, en una astronave que nada tenía que envidiar a la de la escena final de “Passengers”, decorada como estaba con escenográficas plantas verticales, que con sus dinámicos tonos verdes intentaban rebajar la seriedad de las formas geométricas de la estructura que las sustentaba.

La guía ya estaba esperando a los visitantes de ese día –puede que ella fuera una “V(isitante)” disfrazada– y después de habernos indicado donde estaban las taquillas para dejar los bolsoshay que tener un euro físico, y no virtual, para cerrarlas– nos llevó a la segunda planta donde, en un rincón, se exhibía una maqueta del anteproyecto de ese colosal y original edificio, presentado por Rafael Moneo y Fernando Higueras, ganador en 1961 del Premio Nacional de Arquitectura de España. Sin embargo, ese primer modelo del originario “Centro de Restauraciones Artísticas” era bastante diferente del que se fraguó sucesivamente de la mano de Fernando Higueras y Antonio Miró –coautores, también, entre otros, del llamativo Ayuntamiento de Ciudad Real o del Edificio Princesa capitalino, en la Glorieta de San Bernardo– ya que, a pesar de mantener la estructura circular, había sido dotado, por ejemplo, en 1985, de la mencionada biblioteca y de la gran claraboya acristalada.

A su lado, en una pared, descansaba también un grabado del celebre pintor Antonio López sobre la fase final del edificio, que, terminado en 1991 después de un parón de doce años, entre 1970 y el 1982, fue declarado Bien de Interés Cultural en 2001, para gran satisfacción de sus artífices que, caso único en España, aún seguían en vida.

En las salas que recorríamos no aparecía nadie, como si estuviéramos solos en esa estructura, encerrados en sus entrañas, atrapados entre sus sólidas paredes de hormigón armado. Nuestra anfitriona nos contaba que, a lo largo de esas tres plantas en superficie, coronadas por una terraza actualmente cerrada por obras, y de las otras dos subterráneas, trabajaban múltiples y diferentes profesionales: arquitectos, arqueólogos, etnógrafos, restauradores, físicos, biólogos, documentalistas, informáticos, archiveros o conservadores, entre otros.

Pero no había rastro de todos ellos: ¿Dónde estaban escondidos? ¿Dónde se habían metido?

La guía nos condujo entonces hacia un enorme montacargas, destinado al traslado de obras pesadas y voluminosas –o de muchas personas, pesadas y voluminosas– sin que hubiera algún tipo de oscilación y movimiento para no dañar su valiosa estructura –en ese momento, víctima de un golpe de patriotismo, me imaginé el David de Miguel Ángel  subiendo y bajando dentro de esa enorme cabina– y alcanzamos el segundo sótano. Se abrieron las puertas del ascensor y nos encontramos en un ambiente verdaderamente inquietante, iluminado por unas frías luces artificiales, entre extraños artilugios-robot para el desplazamiento de las obras y portales cerrados a cal y canto y dotados de alarmantes carteles de peligro de radiación. No sé si todo aquello era una despiadada trampa, si estábamos en un bunker o en un laboratorio secreto de la N.A.S.A. del que cualquier cosa podía haber escapado: una peligrosa criatura, un virus letal o un arma de destrucción masiva.

Nada de todo ello, en realidad.

Se trataba del área dedicada al análisis de las obras, a través de diferentes técnicas, como infrarrojos o radiografías, para su posterior restauración. De sus paredes colgaban, en efecto, reproducciones, más bien vivisecciones, de valiosas piezas de arte, entre que se encontraba una escultura de madera policromada perteneciente a un paso de Semana Santa, el “Sayón de la trompeta” de Gregorio Fernández, realizado entre 1614 y 1615, y que procedía del Museo Nacional de Esculturas de Valladolid. Rodeados de artísticas figuras, literalmente puestas al desnudo, seguían sin embargo brillando por su ausencia seres vivos en carne y hueso como nosotros.

Después de un rato allí abajo, subimos a la planta superior, la primera del sótano, en realidad una entreplanta, para visitar el área de textiles, allá donde se reparaban los tejidos de cualquier obra. Y, por fin, aparecieron más personas, dos para ser exactos. Ambas eran especialistas en ese campo –o alienígenas compinchados con nuestra guía– y nos explicaron la delicada y paciente labor que desarrollaban en esos talleres de ciencia ficción.

Y todas mis alarmantes dudas se vieron confirmadas de repente, nada más escuchar las palabras apasionadas de esas dos mujeres que, indudablemente, no eran unos seres humanos normales y corrientes sino seres de otra dimensión. En efecto la habilidad, paciencia y diligencia que tenían que poseer para restaurar fielmente, sin modificar su auténtica esencia, origen y naturaleza, obras antiguas y valiosas era fuera de lo normal. La dedicación, la entrega y el esfuerzo que conllevaba elegir los tejidos y los colores para seguidamente combinarlos y arreglarlos como unos artesanos de antaño, como unos amanuenses de los tejidos, como unos incunables de los vestidos, no podía ser fruto de la labor de dos sujetos terrestres. Nunca me había parado en pensar en quien estaba, literalmente, detrás de las obras, en perfectas condiciones, de las que todo el mundo disfrutaba en las diferentes sedes expositivas españolas; nunca había imaginado lo que escondía la parte posterior de cualquier pieza artística; nunca había reflexionado sobre anónimo e intenso trabajo que suponía la conservación de cada centímetro cuadrado de una vestimienta de antaño, de un manto o, por ejemplo, de un Martirio de San Jorge, del 1489, tendido ante nuestros ojos.

Una profunda admiración me salió del corazón hacia esos dos ejemplares de mujeres (¿de otro planeta?) que pasaban cada día horas y horas en un sótano escondido de un edificio apartado, tejiendo, confiadas y entregadas como unas penélopes del Tercer Milenio.

Finalizadas sus interesantes explicaciones, todos nosotros, los visitantes de la Tierra, aplaudimos al unísono esa labor paranormal, digna de mención y honor, y, después de las afectuosas despedidas, subimos a la planta cero, al corazón del edificio, al núcleo del Instituto ocupado por esa impresionante y escenográfica biblioteca circular que había entrevisto desde la llamativa cúpula acristalada de la planta de arriba.

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Miles de libros, distribuidos a lo largo de cinco galerías circulares, me rodeaban, nunca mejor dicho, me envolvían y me abrazaban con sus diferentes formas y colores. Hubiera podido quedarme allí horas y horas en estática contemplación, disfrutando de ese panorama literario iluminado por el óculo central que, salvando las debidas y patrióticas distancias, recordaba el del Panteón de Roma. Estaba soñando con los ojos abiertos en ese espacio tan escenográfico y culto, reino del silencio y la sabiduría, donde cualquier interesado en la materia hubiera podido pasar una vida entera leyendo, aprendiendo y disfrutando.

Pero el tiempo de la ensoñación había acabado, como me recordaba la encantadora responsable de ese mundo tan evocador que, muy a su pesar, tuvo que devolverme prepotentemente a la realidad, obligándome a salir de ese lugar espectacular para volver a la planta primera, la del principio, y ahora la del fin, de la visita.

Renuncié entonces a mis historias de ciencia-ficción, saludé a los extraordinarios habitantes de esa pseudo nave espacial llamada I.P.C.E. y volví a la realidad de Madrid, mientras ella, tras de mí, se elevaba silenciosamente hasta el infinito… ¡y más allá!   

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«Aliapiedi… en Madrid» por el Spa del hotel Pestana Plaza Mayor: una mañana de capricho

Hay días en los que quieres, y debes, desconectar; hay días en los que quieres, y debes, olvidarte de las tareas, y preocupaciones, cotidianas; hay día en los que quieres, y debes, pensar sólo en ti misma, por el motivo que sea.

Hoy ha sido el día.

Desde hace tiempo tenía fichado un SPA madrileño en pleno centro, no un SPA cualquiera, sino un SPA especial, peculiar y original, alojado, casi oculto, en los bajos de un hotel, el Pestana Plaza Mayor, que más castizo no puede ser ya que se encuentra ubicado en esta celebre, y principal, plaza del Madrid de los Austrias. Hoy, entonces, ha sido el día para descubrirlo y disfrutarlo en compañía de una buena amiga mía, impecable madre, esposa y mujer que, a la par de la que suscribe, quería evadirse de la cotidianidad, aunque fuera sólo por un día, aunque fuera sólo por una mañana…

Así que, casi sobre la marcha, aparcando repentinamente, y sin arrepentimiento, nuestros compromisos familiares y profesionales en nombre de una amistad que no necesita una frecuentación diaria, ya estábamos las dos, felices y emocionadas, frente al mencionado hotel, inaugurado casi cuatro años atrás, cuya deslumbrante fachada se reflejaba en la de la celebre Casa de la Panadería – que aloja actualmente en su Salón de Columnas un renovado y acogedor Centro de Turismo–. Después de las fotos de rigor entramos, sin saberlo, por el que, en realidad, es el acceso posterior del hotel, el que da a la histórica plaza mayor capitalina y. después de unos minutos de inevitable desorientación, alcanzamos finalmente la recepción, tras  bajar por una imperiosa escalera y cruzar un coqueto patio interior, cubierto por un techo de cristal, donde las pintorescas mesas y sillas ya estaban bellamente preparadas para recibir a los futuros comensales del mediodía. Allí preguntamos por nuestro destino, el tan deseado SPA, mientras que un aroma, dulce y embriagador, nos envolvía silenciosamente.

Nos indicaron un pasillo, elegante y oscuro, con muros de ladrillos y espejos antiguos en la pared, en forma de L, que era imposible adivinar a donde conducía. Pero daba igual. Las dos, empujadas por ese magnífico olor que nos atraía y nos llamaba, como si se tratara de las engañosas y despiadadas sirenas de una Odisea ítalo-española, nos lanzamos encantadas hacia esa cautivadora oscuridad, hacia ese escenográfico túnel al final del cual encontraríamos la luz, la luz del bienestar, la luz de un paraíso terrenal. Y así fue.

Tras unos pocos pasos, a piedi, se materializó ante nosotras la preciosa, y cuidada, recepción del SPA. Adrián, uno de los masajistas, nos esperaba con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios y, amablemente, nos mostró las instalaciones de este fantástico lugar: los vestuarios, con ducha incorporada, impolutos y relucientes, a la par de los lavabos de enfrente, las taquillas, los baños y, más allá, el verdadero reino de la paz y del placer: el Spa propiamente dicho.

20230307_112025Allí estaba la sauna, con los clásicos interiores de madera, protegida por una cristalera e iluminada con unos relajantes tonos violetas; a continuación, una ducha, con agua fría y caliente, en función del contraste térmico que se quería experimentar, y, finalmente, la auténtica joya de la corona: la piscina climatizada, envuelta en una mágica y fantástica atmosfera de mil y unas noches.

Pero antes de disfrutar o, mejor dicho, de meternos de lleno en ese tesoro acuático casi escondido, casi prohibido, nuestro anfitrión nos enseñó también un par de curiosas y llamativas salas, más bien salitas, de estar, donde, entre cómodas almohadas, era posible descansar y, literalmente, encerrarnos en nuestros pensamientos a través de unas preciosas y evocadoras celosías de estilo árabe. Al otro lado, se encontraba también un pequeño y precioso gimnasio, con unas cuantas máquinas (de tortura) relucientes, cuyo uso descartamos enseguida a pesar de la belleza inspiradora del espacio que lo alojaba, parecido al de la piscina, con techo abovedado y rodeado de los originarios muros de ladrillo visto pertenecientes a la antigua carbonera, que anteriormente ocupaba el lugar del SPA. Y a su lado, escondida tras otra sugerente celosía, una hermosa y sugerente estancia, exótica y cautivadora, destinada a los tratamientos corporales, individuales o en pareja, como en nuestro caso.

El conjunto de esas salas y la piscina era verdaderamente fascinante, igual, sino mejor, de cómo aparecía en las fotos, y, encantadas, nos dejamos atrapar por ese estilo oriental tan peculiar, por esos estudiados tonos oscuros, por esa cálida iluminación, por esas alfombras elaboradas, por esas sillas de mimbre y mesillas de madera y, en general, por esa decoración tan exquisita, de árabe remembranza, sencilla pero acertada.

20230307_113946Después del obligado reportaje, con la paciente e inestimable ayuda de mi “compañera de fatigas”, llegó, por fin, el momento de sumergirnos de lleno, nunca mejor dicho, en ese templo de la Salus Per Aquam.

Las dos solas, por el momento, listas, mental y físicamente, para enfrentarnos a nuestros deseos de desconectar y distraernos, después de una ducha caliente –en ningún momento contemplamos la posibilidad de utilizar el agua fría– nos tiramos (casi) literalmente a la piscina. Abrazadas por los sólidos arcos y contrafuertes en piedra del originario y antiguo edificio y por una especie de ventanas (in)discretas que dejaban traspasar un halo de luz natural –y que antes servían para la descarga del carbón desde la superficie de la plaza Mayor–, la paz y tranquilidad se apoderó de nosotras. No hacía falta nada más.

La presencia de esa mágica agua subterránea –que me recordaba el embrujo de la Cisterna Basílica de Estambul–, el sugestivo entorno y nuestra amistad era todo lo que se necesitaba para que nos relajáramos poco a poco, para que fluyeran lentamente las palabras, para que se alejaran plácidamente los pensamientos negativos y para que la falta de gravedad levantara nuestros cuerpos, y nuestras almas…

Y tras un buen rato en este místico y catártico estado, fue el calor seco de la sauna el que nos abrazó ardientemente con sus ochenta grados. Los minutos pasaban, las charlas pausadas seguían, las sonrisas se sucedían y las miradas se endulzaban. No notábamos ni siquiera el calor, y la sequedad, en aumento, centradas en pensar egoístamente solo en nosotras y en nuestro momento… Fue sólo gracias a, o por culpa de, nuestro atento anfitrión, anunciándonos que había llegado nuestra hora… ¡de (más) placer! que nos despertamos del catatónico ensimismamiento.

Un masaje nos esperaba en esa cabina tan original que habíamos visto antes y que, en realidad, parecía una romántica y evocadora cueva, decorada con aceites corporales y toallas suaves. Nos cambiamos una vez más, nos tendimos las dos boca abajo en dos camillas flanqueadas, sin parar de agradecer la suerte de ese día, y, al cabo de unos minutos hicieron acto de presencia en la original estancia dos masajistas. Se apagaron las luces, ya de por sí tenues, la sugestiva oscuridad volvió a hacer acto de presencia y una música celestial, de puro y total relax, empezó a sonar. Fueron entonces los hábiles y entregados profesionales los que se encargaron de exaltar el encanto de una aromaterapia sensacional.

20230307_111846Sus manos empezaron a deslizarse por nuestros cuerpos, desde los pies hasta la cabeza y viceversa; sus manos, delicadas pero firmes, y con un calor progresivo, relajaban todos nuestros músculos, nervios, tendones, y también michelines; obnubilándonos el cuerpo y la mente; sus dedos, fuertes y ligeros, descontracturaban cada una de las vértebras de nuestra columna fatigada; las toallas, a diferentes temperaturas, nos envolvían en cálidos y escalofriantes abrazos; los diferentes aceites impregnaban la piel de un dulce aroma, y el silencio, imperioso y potente, se imponía en el fantástico ambiente…

Ninguna de las dos hablaba, cada una disfrutando de su masaje, cada una gozando de ese viaje. El tiempo se había parado. Estábamos en otra dimensión, en un universo paralelo, con los ojos cerrados y los corazones abiertos. El sueño de una mañana de invierno se acababa de realizar: la fantasía, desenfrenada, había volado, la alegría, interior, se había desatado.

Pero el gran final también había llegado.

Los dos profesionales, discretos y respetuosos, nos murmuraron al oído la (triste) noticia mientras que las dos, tendidas en las mágicas camillas que nos habían trasladado a otro mundo, esa cabina que no teníamos ninguna gana de abandonar para regresar a la realidad, así que nos resistíamos a incorporarnos, esperando un milagro que nos permitiera quedarnos allí el resto del día, y también de la noche, para probar todos los múltiples tratamientos, masajes y rituales que se ofrecen en el SPA.

Pero hoy no era el día para otro sueño (prohibido) de amigas y mujeres (¡¿desesperadas?!), de modo que, con mucho esfuerzo, las dos, “en plan zen”, felizmente desorientadas, casi adormiladas, después de tomar un hidratante té y una infusión, nos despedimos de nuestros ángeles de la guarda, más bien unos magos del deleite, y salimos finalmente del hotel, esta vez por el acceso principal, el que da a la calle Imperial 8, allá donde un tiempo se encontraba una estación de bomberos. Nos dirigimos hacia la Plaza Mayor, sin caer en la tentación de un típico, y tópico, bocadillo de calamares madrileño, y, bajo la luz del sol que ahora invadía la plaza y su gente, mirando una última vez con nostálgico placer la fachada posterior del hotel, nos dirigimos al aparcamiento, camino de nuestras tareas, compromisos y responsabilidades, familiares y profesionales, cotidianas…

– “¿Y si huimos a lo Thelma y Louise?” – me preguntó ella entre risas. Nuestras cómplices miradas, y unas cuantas sonrisas, se cruzaron, el coche arrancó, nos cogimos de la mano y nos lanzamos por las calles del centro de Madrid… ¡hasta el infinito y más allá!

Pero esta ya es otra historia…

P.S. Este relato también se incluirá en el futuro libro «Aliapiedi… en Madrid» (work in progress!)

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«Aliapiedi… en Madrid» por la Real Academia de Medicina: el conserje-guía y la italiana (Segunda parte)

[… Sigue] Él, desconsolado, me juraba y perjuraba, que, muy a su pesar, no podía hacer nada al respecto, que dependía de la voluntad del bibliotecario y que éste, con toda probabilidad, no me dejaría acceder, dada la presencia de eruditos y sabios estudiosos del mundo de la medicina.

Pero ¿por qué no intentarlo? le pregunté yo guiñándole el ojo.

Y tras recorrer una preciosa escalera de antaño y cruzar una antesala donde, custodiados por unas vitrinas, se exhibían valiosos documentos relacionados con el mundo de la medicina, ya me encontraba en la planta de arriba, siempre a su lado, ante una imperiosa puerta de madera, cerrada a cal y canto. Él la abrió sigilosa y delicadamente, con esa prudencia que tanto le caracterizaba, y murmullando desde la lejanía al bibliotecario, le pidió humildemente si podía dejarme pasar para tomar unas fotos. El serio y autoritario guardián de ese reino escondido, tras haberme rápidamente observado de los pies a la cabeza, con un solemne gesto de la cabeza… ¡asintió!

¡No me lo podía creer!

Accedí a ese lugar sagrado dando cabezazos de alegría y conteniendo mis ganas de gritar y dar saltos de júbilo, mientras que mi conserje favorito, volvía a sus tareas, despidiéndose de mí. Centenares, miles, de libros me envolvieron con las letras doradas de sus títulos, con sus lomos antiguos, con sus hojas amarillentas de escritos del pasado. Un par de valiosas mesas, rodeadas de sillas, de antaño, unas lámparas de latón y tonos verdes y un simpático reloj de madera encima de ellas constituían el evocador mobiliario que complementaba el de las espectaculares estanterías, dotadas de una elaborada reja en el segundo nivel. Al encanto y calor decorativo de esa habitación se sumaba el de unos radiadores de época y un parqué de verdad, que crujía a cada uno de mis emocionados pasos. Intentando mantener la compostura, frenando mi euforia, realicé un nutrido reportaje sin molestar a la única persona allí presente, hasta que, pletórica, abandoné esa exclusiva biblioteca, dando las gracias a su valioso guardián.

Y como si no fuera suficiente todo lo que ya había visto y disfrutado, ya que estaba sola en esa primera planta, de puntillas aproveché para explorarla, como si fuera un ladrón de guante blanco. Entré en una nueva sala, más pequeña que la anterior, dedicada a José Botella Llusiá, parte del Museo de Medicina Infanta Margarita, donde, tras unas vitrinas, se exhibían decenas, puede que un centenar, de microscopios; accedí a una habitación contigua, desde cuya ventana indiscreta se podía espiar el imperioso patio central, y, volviendo sobre mis pasos, me colé en el Salón de Gobierno, también decorado con centenares de libros, enciclopedias y revistas de antaño, protegidas en nobles estanterías de madera que rodeaban una larga mesa central iluminada por un par de lámparas de cristal que recordaban, con sus dimensiones reducidas, a la de la planta baja.

Podía haber estado allí todo el tiempo que me hubiera apetecido, pues no había nadie y las pocas, y autoritarias, personas que se cruzaban en mi camino me saludaban como si fuera de la casa. Respetuosa y educada devolvía los saludos con afecto y simpatía hasta que decidí regresar a la planta baja para despedirme ya de una vez, y de verdad, del verdadero amo de esa casa, el conserje de la Real Academia de Medicina.

Le agradecí su amabilidad y cortesía, le felicité por su sabiduría y le abracé imaginariamente con mis sonrisas y palabras italianas.

“Grazie, complimenti e a presto, amico mio!”, no te olvidaré.

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Detalle de la Biblioteca

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«Aliapiedi… en Madrid» por la Real Academia de Medicina: el conserje-guía y la italiana (Primera parte)

Hay días más afortunados y menos afortunados: éste fue uno de los primeros.

Estaba en Callao, a la salida de un conocido centro comercial “inglés”, y aún disponía de buena parte de la mañana para pasear a piedi por el centro de Madrid. Abrí mi Google Maps personalizado y vi que, entre los múltiples sitios de interés “aliapiediesco” virtualmente apuntados, a unos pocos centenares de metros se encontraba la Real Academia de Medicina.

A pesar de que en los días anteriores había sido claramente ignorada mi petición por email de visitarla, ahora, teniéndola tan cerca, no podía dejar escapar la ocasión de intentarlo en persona. Llegué entonces al número 12 de la calle Arrieta y ante mi apareció este edificio, enredado, nunca mejor dicho, por unas obras de mejora de su fachada de estilo neoclásico. El imperial portal, impresionantemente embellecido por dos columnas en forma de Hércules, ya de por sí, prometía y, después de la foto de rigor, más bien una decena, con paso firme y decidido entré allí o, por lo menos, esa fue mi intención.

Un obrero, uno de los muchos que con soltura entraban y salían de allí como si se tratara de su casa, me detuvo justo en el zaguán, explicándome que el acceso estaba prohibido por los (evidentes) trabajos en curso. Le miré perpleja y desconcertada: ¿No sabía ese hombre con quien estaba hablando? ¿No sabía que mi clara e irrenunciable voluntad era la de acceder a ese sitio? ¿No sabía que no hubiera aceptado un no por respuesta? Así que, sin inmutarme, le repliqué que necesitaba pedir una información y él, advirtiendo mi firmeza, me dejó pasar sin rechistar e indicándome a quién tenía que dirigirme. Dicho y hecho retomé mi camino hacia delante, con paso aún más firme, como si fuera una verdadera, autoritaria y “real” académica de la Medicina.

Mi siguiente interlocutor, el veterano conserje del edificio, educada y pacientemente escuchó mi deseo de realizar tan inoportuna cuan improbable visita guiada mientras que alrededor de nosotros se alternaban empleados de todo tipo llevando escombros, alfombras, papeles y más enseres no bien identificados. El amable, muy amable, señor, con tono avergonzado, me respondió que durante la pandemia tales visitas habían sido suspendidas y que, muy a su pesar, aún no habían sido reanudadas. Pero, y una vez más, hoy no iba a rendirme tan fácilmente, no iba a aceptar resignadamente un no por respuesta, no iba a volver sobre mis pasos tan fácilmente.

A sus espaldas, en efecto, entre la mudanza en curso, había entrevisto un suntuoso patio, con una enorme alfombra central y una impresionante lámpara de cristal: esos dos elementos eran demasiados invitantes para dejarlos allí donde estaban, a unos pocos pasos de mi mirada fisgona. Le pregunté entonces si, por lo menos, podía acercarme a ese sitio para tomar unas fotos y él, delicadamente, como si sufriera al negarse, asintió con la cabeza. Dicho y hecho mi dulce escolta-cicerone me llevó a ese suntuoso Patio de Honor, coronado por una espectacular vidriera y enmarcado por arcos y columnas, como si de un magnífico templo se tratara. Y mientras tomaba fotos desde todas las perspectivas posibles, intentando no chocar con los obreros en plena acción, me percaté de que al fondo de éste había una puerta entreabierta que dejaba suponer una nueva sorpresa. Mi detector de tesoros escondidos se había activado y, con delicada desfachatez, pregunté nuevamente a mi acompañante si podía acercarme también a esa sala. El hombre, incapaz de decir(me) que no, me acompañó entonces hasta el impresionante Salón de Actos, que se estaba engalanando para la solemne sesión inaugural del curso académico 2023 de esa misma tarde.

Llena de entusiasmo y gratitud, con los ojos abiertos de par en par, me encontré en una especie de suntuoso teatro -de hecho su modelo de referencia fue el antiteatro de la Escuela de Medicina de Londres-, con sillas de madera y telas rojas, decorado con medallones de médicos y enriquecido por una sinuosa balconada en voladizo y una nueva y espectacular vidriera, engalanada con las cabezas de Hipócrates y Galeno, que competía en belleza con un enorme arco central dominado por la cabeza de una diosa.

Rodeada por ese hermoso panorama, no daba crédito a mi suerte.

Satisfecha, siempre escoltada por mi fiel amigo, le agradecí esa improvisada visita guiada -con todo lo que él sabía y me contaba parecía un auténtico guía, tal y como le hice saber-, interrogándole ambigua y maliciosamente sobre los demás espacios incluidos en las visitas guiadas del pasado. El hombre, tembloroso ante esta nueva pregunta con retintín -listo él, ya había entendido cual iba a ser mi siguiente petición-, con un hilo de voz me contestó que los de la primera planta, donde había una exposición permanente y una biblioteca. Apenas pronunciadas esas palabras, percibí su instantáneo arrepentimiento, consciente de que se había metido en otro lío, y utilicé todos los recursos a mi alcance, sonrisas, lágrimas y dulces palabras en italiano para que me dejara acercarme allí… [Continuará… ]

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El suntuoso Patio de Honor

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«Aliapiedi… en Madrid» por San Nicolás de Bari: el museo más pequeño de la capital

En mi post sobre la muralla árabe, el histórico “punto cero” madrileño, comenté que es lo único que queda del pasado musulmán de Madrid, con exclusión de algún alminar reutilizado como campanario. Es éste el caso de San Nicolás de Bari de los Servitas, la iglesia más antigua de la capital, parroquia de la comunidad italiana en España, y por ello apodada “la iglesia de los italianos”, a la cual tengo mucho cariño por obvias razones patrióticas y también materno-familiares.

El domingo pasado, después de muchos años, volví a acercarme a piedi a este templo del siglo XII que intenta pasar desapercibido en el entramado de callecitas y plazoletas que conforman el sugestivo Madrid de los Austrias. Llegué a la tranquila plaza del Biombo, con su coqueta fuente de cinco caños adosada a los muros posteriores de un edificio de viviendas que, entre antiestéticas escaleras de emergencias, no se avergonzaba de enseñar la ropa tendida, y, unos pocos pasos más allá, en la esquina con la Travesía del Biombo, apareció el ábside de esta iglesia y su histórica torre, discreta y reservada. Después de haberla fotografiada en su totalidad haciendo alarde de mis dotes de (frustrada) contorsionista, crucé el pasaje medieval de la mencionada travesía y me acerqué a la puerta de entrada, en la plaza de San Nicolás, que, abierta de par en par, quería invitarme a entrar para recordar aquellos tiempos lejanos cuando, con los niños pequeños, alumnos de la Scuola statale italiana de Madrid, veníamos aquí a oír la misa de Navidad, en italiano, por supuesto.

Aceptada la invitación, crucé el pórtico de entrada de granito bajo la mirada del mismísimo San Nicolás, obra del escultor Luis Salvador Carmona, y, después de haber esperado que finalizara la función religiosa, me puse a deambular por la iglesia de la cual había olvidado por completo la decoración interior, fruto, como el resto de la estructura, de una reforma del siglo XVII. Al fondo del templo, justo en frente de la capilla de la Dolorosa que, coronada por una cúpula circular con linterna, conservaba tras unas rejas del siglo XVII, un retablo neoclásico, unas tallas y un busto en terracota policromada del siglo XVIII, me fijé en su hermana gemela que, en lugar de custodiar la imagen santa de una Virgen, atesoraba una pequeña y simbólica exposición permanente, puede que una de las más pequeñas de la capital. Se trataba de un sorprendente micro-museo dedicado al pasado musulmán de Madrid y a la mirable labor de los alarifes y albañiles mudéjares que, en época cristiana, habían construido, según una teoría, el alminar de una vieja mezquita o, según otra, la torre mudéjar muy primitiva de esta iglesia. Entre los documentos y objetos expuestos destacaba, en el centro, una maqueta de la famosa torre, cuyo chapitel herreriano es un añadido del siglo XVIII, especificándose no solo que su interior se mantiene intacto, sino que también conserva un espléndido basamento de sillares de pedernal. Inútil decir que mientras leía esa información a través de los barrotes de una despiada reja me entraron unas ganas irrefrenables, primero, de visitar los sótanos de la iglesia y, después, de subirme a la torre para verificar lo que acababa de aprender. Pero el cura estaba ocupado en una charla con un par de fieles y no había nadie más a quien preguntar sobre esa (im)posible visita que se me acababa de antojar.

Dejé entonces atrás ese altar sui generis que rendía homenaje a la labor de los artífices musulmanes, salí de San Nicolás, eché una última mirada a su antigua torre, símbolo de la unión, por lo menos a nivel profesional, de árabes y cristianos, y me despedí de ella con un “arrivederci”, ¡orgullosa de mi italianidad y de mi iglesia!

P.S. Esta historia «aliapiedesca» se incluirá también en el futuro libro «Aliapiedi… en Madrid» (work in progress!)

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«Aliapiedi… en Madrid» por la plaza de la Cebada: con las «alas en los pies» en el Centro Deportivo Municipal

En el barrio popular y equivocadamente llamado de “La Latina” – que no existe administrativamente ya que, en realidad, pertenece al de “Palacio” –, sobre las cenizas de un ambiguo, y a la vez pintoresco, “Campo de Cebada” autogestionado, donde entre huertos urbanos, fumo (¿sexo?) y rock and roll, tenían lugar proyecciones, eventos y exposiciones de todo género y tipo, se levanta ahora un flamante centro deportivo municipal que sustituye a aquél que en este mismo solar se construyó a finales de los años sesenta del siglo pasado y que fue derribado casi cuarenta años después. Su original estructura exterior, de dominantes tonos claros, parece desafiar los colores animados de las cúpulas del cercano y renovado mercado de La Cebada, obra de Boa Mistura, mientras que sus ventanales acristalados, a pie de calle, parcialmente cubiertos por unas grises bandas horizontales, atraen sutilmente las miradas indiscretas de los atentos paseantes. Esas antipáticas barreras visuales, en efecto, dejan entrever una piscina cubierta donde voluntariosos nadadores, de día y de noche, realizan decenas de largos con alegría y pasión – o así me los imagino yo, obligada a nadar casi todos los días por prescripción médica y no por puro disfrute personal –, provocando a sabiendas las ganas de cualquiera o, por lo menos, las mías, de observar más de cerca ese lugar.

Así fue como una mañana cualquiera, después de haber preguntado inocentemente en recepción si podía acceder a esa zona, me entretuve paseando a piedi por todas las plantas de este gimnasio en compañía de un amable monitor y de otra fisgona como yo – o puede que fuera una verdadera deportista interesada en el tema –, visitando sus pabellones y las múltiples y relucientes salas de fitness y musculación, repletas de unas extrañas máquinas de tortura de última generación que, con solo verlas en acción, me provocaban a la vez miedo y sudor. Pero máxima fue mi sorpresa cuando, en la azotea del edificio en cuestión, me topé con una escenográfica y curvilínea pista de atletismo que, con sus tonos azules, serpentea encima de la plaza de la Cebada. Desde allí arriba, donde sólo entrenaban dos atrevidos atletas, desafiando las intemperies de un soleado pero gélido día invernal, tomé unas cuantas “fotos de altura” de los edificios que rodean este peculiar gimnasio urbano: el mencionado y popular mercado, el teatro La Latina – donde siguen cantando los maravillosos “chicos de oro” de “Los chicos del coro” – , un palacio imperioso a su lado, y la recién inaugurada plazoleta dedicada a Lina Morgan -en realidad, un trozo de espacio robado a la mencionada plaza principal-. No pude disfrutar mucho de ese peculiar e inesperado panorama no sólo por el riesgo de congelación sino también porque aún me esperaba mi verdadero (y olvidado) objetivo del día: la piscina que durante tanto tiempo había intentado evitar mi mirada acosadora. Allí estaba ella, flanqueada por otra de menor tamaño, llena de agua salada a una temperatura correcta para cualquiera, casi unos 27º, pero inaguantable para una friolera como yo – la de mi barrio, afortunadamente, para mi cuerpo y mi mente, ronda los 28º -. Ya no era tan inalcanzable como antes: la tenía literalmente a mis pies y ya no me interesaba.

Salí del original centro deportivo municipal “La Cebada”, entré en el metro de “La Latina” y me topé con una nueva sorpresa: un mural de más de dos mil piezas de cerámica pintadas a mano que, como un mapa temático ilustrado, enseña todos los sitios frecuentados por Lina Morgan, la célebre actriz que nació y pasó gran parte de su vida en este barrio madrileño, ¡el de Palacio, y no el de La Latina! 

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«Aliapiedi… en Madrid» por la muralla árabe: el verdadero kilómetro cero madrileño

¡Empezamos desde cero!

O, mejor dicho, volvemos a empezar desde cero, donde todo inició, donde Madrid nació y donde se sembró la semilla para mi futura pasión hacia esta bella villa y capital de España.

Es aquí, en efecto, en esta empinada Cuesta de la Vega donde un tiempo se abría, o se cerraba, la homónima puerta, donde hace trece siglos Muhammed I, quinto emir omeya de Córdoba, decidió levantar la fortaleza de Magerit, junto con una pequeña medina y una muralla, de la cual sigue resistiendo contra el paso del tiempo este lienzo de ciento veinte metros de longitud y dos y medio de espesor: es lo único que queda del pasado musulmán de Madrid, con exclusión de algún alminar reutilizado como campanario, y es aquí, por ende, donde habría que ubicar el kilómetro cero capitalino o, por lo menos, mi kilómetro cero «aliapiedesco», sin ánimo de quitarle protagonismo a aquel que, a casi un kilómetro (¡!) de distancia, sigue marcando bajo los pies, y las pisadas, de millares de paseantes diarios el punto de salida de las carreteras radiales españolas, aguantando estoicamente las periódicas obras de la Puerta del Sol.

Pero ese es un kilómetro cero moderno y, en cierto sentido, artificial; éste es un kilómetro cero histórico y real. Es aquí donde han empezado la(s) historia(s), y las leyendas, que a lo largo de los siglos han ido formando los «Pilares de la Tierra» madrileña, y es aquí donde, agradecida al mencionado emir, al cual está dedicado el homónimo parque, más bien parquecito, de estilo andalusí que parece abrazar, casi sustentar, este valioso y supérstite trozo de muralla árabe, donde volveré a andar a piedi por el Magerit de entonces, por el Madrid de ahora:

¡Empieza (otra vez) la aventura bloguera “aliapiedesca” y empieza (por primera vez) la aventura literaria del futuro «Aliapiedi… en Madrid»!

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Torre Loizaga: El Reto (Segunda parte)

[Sigue… ] María, siempre a nuestro lado, nos llevó por el extenso parque, tan extenso que los cuatro habíamos perdido por completo la orientación, y de repente, entre las plantas frondosas y la hiedra trepadora, como en un sueño o en un cuadro romántico, apareció una muralla y una puerta flanqueada por dos torres.

20220831_113517Estábamos acercándonos poco a poco a la torre, al corazón palpitante de ese lugar, al centro de la colección y a un jardín aún más cuidado que el del recinto anterior, donde la hierba, perfectamente cortada y embellecida por una fuente pintoresca, parecía el green de un campo de golf.20220831_121617

Ese sitio era el perfecto decorado para centenares de historias –ya no delictuosas–, que empezaban a rondar a toda velocidad en mi cabeza: cuentos de mil y una noches, intrépidas y trepidantes aventuras de amor o épicas películas de ciencia ficción –por ejemplo, como escenario de uno de los fabulosos Reinos de Juego de Tronos–.

20220831_115443Sin embargo, la propia realidad, sin necesidad de recurrir a mi desenfrenada imaginación, ya nos estaba preparando una nueva e intensa emoción…

Un mágico y cuarto pabellón, cubierto por láminas de madera, apareció entre la vegetación y, una vez más, se nos cortó la respiración.

Una nueva y larga fila de Rolls Royce de diferentes décadas hizo acto de presencia y un silencio sepulcral, mezcla especial de admiración y respeto reverencial, se apoderó del ambiente. María, acostumbrada desde siempre a ese esplendor, nos guiaba con facilidad y soltura en ese mar de relucientes coches de diferentes tipo y colores que componían una armoniosa ola de carrocerías.

20220831_114123Abría las danzas como una cautivadora sirena un Bentley 3,5 Saloon del 1934, gris metalizado, que, si no hubiera sido por el diferente emblema y la diferente orientación de las parrillas del radiador, bien se hubiera podido confundir con todos los ejemplares “rollsroycianos” que le seguían –no en vano Bentley fue adquirida por la rival Rolls Royce en el 1931 y entre el 1949 y el 2002 las dos marcas siguieron la misma línea de fabricación en la nueva planta de Crewe–.

Tras él, en esa construcción dedicada al periodo «entreguerras», se presentaban en pompa magna los magníficos colegas de la doble R entrelazada: unos Silver Wraith de los años cincuenta, entre los cuales destacaban dos limusinas que habían pertenecido a la flota de vehículos de la mismísima Familia Real británica y que, por ese mismo motivo, ostentaban unos rasgos particulares, como los asientos tapizados en tela, la ausencia de cromados en las puertas o de las placas de las matrículas, un soporte en el techo para lucir el escudo de Armas Real y un foco de color azul para el uso de las dignidades durante las visitas en las colonias; un negro Silver Dawn con carrocería estándar de acero y un “Espíritu del Éxtasis” arrodillado en su radiador, como en los anteriores Silver Wraith, elemento que se había introducido en el mercado al finalizar la segunda Guerra Mundial; unos Silver Cloud, serie I-II-III, que hacían las delicias de todos nosotros, y, en  su día, también las del rey Raniero de Mónaco que utilizó el primero de ellos para su espectacular boda monegasca-hollywoodiana, y, para finalizar, unos más “modestos” “Baby Rolls” de los años Treinta, modelos 20HP, 20/25 HP y 25/30 HP, así llamados porque, en la dura época de la recesión que siguió a la postguerra, estaban destinados a unos “humildes” conductores propietarios, y no a sus chóferes.

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Y si todo ello fuera poco, al lado de ese pabellón, comunicado con el mismo, estaba otro, el quinto, puede que el más exclusivo de todos, o así creíamos nosotros, dedicado a la increíble serie “Phantom”, a la cual se unían cuatro ejemplares de Silver Ghost de los años Veinte del siglo pasado. Nuestra guía nos comentó que esa era una de las pocas salas en el mundo donde se exhibían estos modelos, desde el I al VI, que decidí compartir inmediatamente por WhatsApp con mi hermano, apasionado de los coches desde sus años mozos, hasta el punto de ser capaz de identificarlos con sólo escuchar el ruido de un motor.

20220831_115001 Era inmensa la emoción que me provocaba ver desfilar todos esos ejemplares ante mis ojos: un Phantom VI del 1970 que había pertenecido al productor de cine estadounidense Sam Spiegel, un modelo que había desfilado por las calles londinense durante el Jubileo de Plata de la Reina Isabel; un  Phantom III, versión Limousine, del 1936; un Landualette, del 1937, que tenía la misma disposición de las ruedas y los mismos colores, negro y amarillo, que el utilizado por el villano Goldfinger en la homónima película de James Bond

20220831_114915Y más y más… El despliegue parecía no tener límites.

Había también un Phantom IV del 1956, de cobre dorado y plata, cuyo originario propietario había sido el Emir de Kuwait –había encargado “sólo” tres ejemplares–, y por ello dotado de una protección especial para evitar que entrara la arena en el interior o en el motor –no en vano ese modelo era el favorito de jefes de Estado y casas reales, como la Reina de Inglaterra, el Shá de Persia o el Aga Khan–.

20220831_114944También había un Phantom V Touring Limousine negro del 1961, de seis metros de longitud, que recordaba al de John Lennon, con ese aspecto psicodélico de color amarillo y dotado, en la parte posterior, de una cama doble, en lugar del asiento trasero, y de telvisión, heladera, teléfono, sistema de sonido y, por supuesto, reproductor de discos… ¡extravagancias de los ricos!

20220831_115207Y, para finalizar en belleza y originalidad, un vistoso Phantom II Cabrio del 1930, en aluminio pulido e interior en cuero rojo, flanqueado por otro, más “sobrio”, modelo Limousine, de color negro y típico aire inglés. ¿Qué más se podía pedir? ¿Quién podía imaginar que existía alguien de verdad que, en la realidad, tuviera una colección de coches, a escala real, igual a la de menores dimensiones, con la que jugaba mi hermano mayor de pequeño? Admito que, anta semejante belleza, yo misma, que nunca me había interesado en el mundo del motor, empezaba a apasionarme y a fantasear con la idea de asistir, en familia, a competiciones, concursos y exhibiciones de coches de época, con la intención de aprender algo más, y disfrutar, de ese mundo tan glamouroso y especial…

20220831_121409Pero no podía entretenerme con mis sueños: la visita, a pesar de todo lo que ya habíamos gozado, seguía adelante, más adelante que nunca, camino de una imponente puerta de madera, que, decorada con un noble escudo, parecido, en mi imaginación, al de la flor de lis medicea, iba a llevarnos al sexto y último pabellón.

María, reina sin corona, pero con mucho brillo, de esa mágica torre-castillo, abrió fácilmente ese sólido portal y una espectacular cueva de Ali Babá nos alumbró.

Ese pabellón, que en realidad era una sala monumental de aire medieval, de espesos muros de piedra, lujosas alfombras, imperiales lámparas y techos de madera, atesoraba las auténticas joyas de la corona, las preciosas, luminosas y esplendorosas joyas de una increíble corona decorada con unos diamantes, seis para ser exactos, llamados Silver Ghost, más valiosos que los rubies por su alta fiabilidad también en territorios inhóspitos como el desierto, según las palabras del mismísimo Lawrence de Arabia.

Ese increíble lugar, acertadamente bautizado por el historiador y escritor inglés John Fasal como “Hall Baronnial”, era el templo dedicado a la esencia, pureza, arte y elegancia de la originaria fábrica inglesa…

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A pesar de que a lo largo del recorrido ya nos habíamos ido acostumbrando al lujo y al esplendor, esa parte de la colección, y el impresionante cofre que la custodiaba, nos dejó a todos sin palabras, con excepción de María que, sin darle mucha importancia, nos comentaba que, si su tío hubiera vivido más tiempo, hubiera intentado convertir también los anteriores pabellones en (suntuosos) salones como aquél. El espacio era ideal para proteger esos últimos modelos que, como auténticas estrellas hollywoodiana, desfilaban uno tras otro sobre alfombras rojas y persas, bajo los reflectores de antorchas artificiales.

El primer Rolls-Royce que se prestó a posar para nuestras cámaras fue un espectacular Silver Ghost Open Fronted Limousine, con más de ciento diez años de antigüedad. Sus formas exteriores recordaban ya sea las de los primeros vehículos de motor, con un techo plano para alojar la rueda de repuesto y un espacio abierto para el conductor, que a las de los carruajes, con las luces traseras de freno parecidas a los antiguos focos, que a las de los coches de caballos, con sus peculiares manillas de las puertas, mientras que su ropa interior, de lujosa tapicería, maqueta y maderas nobles, traía a la memoria la imagen de un salón de la época eduardiana. No era de extrañar que, con esta histórica figura, tan coqueta y redondeada, esta magnífica creación de Barker&co. hubiera conquistado los corazones de todos los apasionados del mundo del motor, empezando por el de su primer propietario, el alcalde de Melbourne. Difícil nos resultaba quitarle los ojos de encima para fijarlos en la cercana estrella, el Silver Ghost Style Colonial del 1914, que se presentaba sin la famosa estatuilla frontal, lo que obedecía al hecho que, al tratarse de un coche deportivo destinado a competir en las pruebas alpinas, tenía que adaptarse a las normas de estos concursos que obligaban a sellar el capó de aluminio y el radiador para evitar que se añadiera agua o aceite durante la competición.

20220831_115844Sin que pudiéramos tomar aliento, también se personaban ante nosotros un lujoso “Roi des Belges” del 1910, el Rolls-Royce más antiguo de toda la colección, así llamado por el pedido realizado en su día por el rey belga Leopoldo II al carrocero Rothschild, que llevaba una capota de lona negra abatible, unos asientos en cuero rojo y una carrocería azul, exquisita, y exclusiva, y desprovisto, por su antigüedad, de la famosa estatuilla; a su lado, un colega del 1913, destinado al palacio de Blenheim, lugar de nacimiento del ilustre Winston Churchill, que había participado en el 1907 en la larga carrera Pekín-París y, por ende, dotado de unos anacrónicos frenos de disco acoplados a sus ruedas delanteras, y, finalmente, para concluir por todo lo alto este desfile único e inimitable, hacía acto de presencia, con su vestimenta negra y su capota color hueso, un “Springfield Cabrio20220831_120023” del 1922, fabricado en la mencionada localidad estadounidense, donde se había implantado una nueva fábrica para suplir a la creciente demanda americana de los modelos Silver Ghost, que estaba flanqueado por un “Springfield Limousina Sedanca”, del 1926, de cuerpo granate y aletas y capotas negras, con chasis americano, a la par del anterior, pero carrozado por la antigua compañía francesa J. B. Belvalette.

Y con ese último modelo, la visita se acabó… ¡o no!

20220831_120841Un elegante piano de cola, al fondo de esa “sala del trono”, parecía estar esperando al mismísimo Cole Porter para que tocara una de sus célebres composiciones en honor de la doble R entrelazada y, mientras me imaginaba en ese espacio tan evocador y sugestivo recepciones de ensueño, María, cariñosa y despiadada al mismo tiempo, sin permitir que retomáramos aliento ante tanto y tan portentoso poderío, nos asestó un último golpe de efecto, abriéndonos aún más las puertas de ese increíble hogar o, mejor dicho, abriéndonos un portal lateral de madera de ese espectacular Hall Baronnial.

20220831_120155Y así fue como apareció ante nosotros, improvisa y mágicamente, la imponente y altiva Torre que había sido motivo y origen de toda aquella colección, símbolo de un desafío, o, mejor dicho, del “Desafío”, y de una misión (casi) imposible, rodeada por un foso cubierto de hierba verde, abrazada por una muralla románticamente revestida por hiedra trepadora, embellecida por unos rústicos edificios de piedra y tejas rojas y enriquecida por una sugestiva piscina central

¡No se podía pedir más!

Ese fantástico lugar, uno más que parecía haber salido de un cuento de hadas, se dejó mirar, fotografiar y admirar sin rechistar, orgulloso de enseñarnos su belleza y grandeza extraordinaria que se aprovechaba y explotaba sólo y excepcionalmente para eventos exclusivos, bodas fabulosas o rodajes de películas –aunque esto último lo descubrimos a la vuelta, cuando, llenos de nostalgia, decidimos visionar la serie “Intimidad”, rodada integralmente en Bilbao y sus alrededores, y comprobamos que una de las escenas finales había sido rodada en este magnífico lugar–.

La hermosura de ese sitio tan peculiar, que no está abierto al público en general y no se incluye en la visita del museo, era imposible de explicar con palabras, y mis hijos, sobre todo la pequeña de la casa, soñadores y llenos de ilusión, al igual que su madre, ya estaban planificando fiestas de futuras nupcias imaginarias, millonarias y multitudinarias –yo misma, a pesar de haber disfrutado de una magnífica celebración en mi amada Milán, ¡soñaba con volver a casarme una y otra vez sólo por el gusto de organizar allí fantásticos banquetes y recepciones! –.

Nuestra anfitriona, sin dar mayor importancia a nuestro asombro, nos dejó allí, a nuestro aire, en ese magnifico entorno como si, una vez más, estuviéramos en nuestra casa, y se fue al encuentro de unos amigos que también querían disfrutar del sueño hecho realidad de su tío: ¡Ojalá nos hubiéramos quedado encerrados allí, a la sombra de la mítica, casi mitológica, Torre Loizaga! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese paraíso terrenal, entre jardines, piscinas y mesas que estaban preparadas para centenares de comensales! ¡Ojalá nos hubiéramos quedado en ese sueño de verano de mil y una noches! ¡Ojalá!…

Pero había que poner el punto final a esa fantástica aventura familiar.

20220831_120245Así que, muy a nuestro pesar, volvimos sobre nuestros pasos, nos despedimos de la Hall Baronnial, nos encontramos con María y sus amigos, nos presentamos y, para variar, volvimos a hablar en italiano y de mi amada Italia ya que la ilustre pareja, española, llevaba años viviendo en Nápoles y codeándose con la jet set partenopea. Cualquier excusa valía para no alejarnos de allí, para no dejar atrás a esa fantástica Torre Loizaga, para no cruzar esa fantástica cancela del principio que, una vez más, se abría automáticamente ante nosotros.

20220831_122049Nos despedimos entonces con un “arrivederci” y, después de haber lanzado una última y nostálgica mirada a mi coche favorito, el Isotta custodiado en el pabellón de la entrada, dejamos atrás ese recinto embrujado, exclusivo y, afortunadamente, apartado que jamás íbamos a olvidar.

La realidad nos esperaba con toda su vitalidad, la de los chicos haciendo planes sobre su futuro para conseguir algo parecido, a través de un invento revolucionario, de una lotería o, más sencillamente, de sus estudios; la del padre que, conduciendo ensimismado en sus pensamientos, repasaba los increíbles momentos que acabábamos de vivir, juntos y revueltos, y la de la que suscribe que, con su mente inquieta, ya estaba pensando, con una sonrisa en los labios, en el próximo reto: ¡conseguir el Isotta, aunque fuera solo por un día, para su 50º aniversario!

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