Hay lugares en Madrid que te trasladan a otra época: plazas silenciosas que siguen atesorando el encanto de antaño; calles de suelo empedrado donde, discretas, asoman antiguas viviendas y palacios renovados; pintorescas esquinas con tiendas de toda la vida e históricas casas de comidas. La Bola es una de ellas.
Ubicada en la homónima calle, en el cruce con la de Guillermo Rolland, esta taberna tan castiza, fundada sin embargo en 1870 por una emprendedora asturiana, con su llamativa fachada de color rojo, decorada con puertas y ventanas de madera y curiosas lámparas exteriores en forma de bola –¡menuda casualidad!–, impone su pequeña, pero gran presencia, gastronómica y también arquitectónica, frente al cual se sitúan, a un lado, al austero y severo edificio, similar a un monasterio, que aloja actualmente la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, y, al otro, un palacio isabelino reconvertido recientemente en un impresionante hotel de lujo.
Su esencia y valor tan peculiar se aprecia nada más cruzar su pintoresca puerta.

Como por arte de magia, aparece en todo su histórico esplendor el primer “museo-comedor”, el más antiguo y más pequeño de los tres que a lo largo de las décadas se han ido abriendo paso entre los muros de esta originaria y humilde botillería de principios del siglo XIX, con sus paredes decoradas con fotos autografiadas por ilustres personajes, clientes habituales u ocasionales del lugar –entre ellos, la mismísima Ava Gardner–, sus lámparas elaboradas, procedentes del Casón del Buen Retiro, que brillan de luz propia, su mobiliario de madera digno de prestigiosas tiendas de antigüedades –como, por ejemplo, el mostrador de la entrada, en su día dotado de una pila de estaño que, con su típica grifería, fue, sin embargo, vendida a un coleccionista durante los duros años de la Guerra Civil– y, sobre todo, con ese aire acogedor y familiar, dulcemente nostálgico a la vez, capaz de llevar el comensal al pasado, a las historias de obreros y empleados que, a las doce del mediodía, comían aquí el cocido más barato, el de 1,15 pesetas, a las de los estudiantes que, una hora después, por diez céntimos más tomaban el que llevaba también gallina, y, finalmente, a las de los periodistas y senadores, damas y caballeros, de trajes pesados y voluminosos y modales refinados –así me los imagino yo– que, a las dos de la tarde, podían permitirse el lujo de gastarse 1,25 pesetas para disfrutar, entonces como ahora, de la versión más rica del plato estrella del local, el que incluía también carne y tocino.
Y ciento cincuenta y cinco años después nada ha cambiado, con excepción del outfit y la nacionalidad de los clientes –la mitad de ellos vienen desde muy lejos para probar esta exquisitez–.
El cocido se sigue preparando a la antigua usanza, según la receta transmitida a lo largo de cuatro generaciones a la familia Verdasco, descendientes directos de la pionera y visionaria fundadora de esta casa de comidas, la asturiana Cándida Santos. Es Mara ahora, igual de emprendedora que su antecesora, la que mantiene viva la llama, y las llamas de las brasas, de esta saga familiar, la que recibe a los comensales que no paran de entrar a todas horas –hay doble turno de comida, a las 13.30 y a las 15.00–, la que coordina los profesionales e impecables camareros, la que recoge las reservas telefónicas, la que se encarga de las redes sociales y la que, entre un plato y otro, encuentra también unos minutos, como pasó con nosotros, para entretener a sus clientes con las leyendas, y la leyenda, de este galardonado cocido madrileño.

Con estas premisas, resulta inútil ojear la carta, aunque fuera para descubrir lo que, más allá del mencionado plato, tan popular, se ofrece en este restaurante capitalino. Así que, sentados en nuestra mesa, una de las mejores, en el coqueto comedor de la entrada, al lado de una ventana con vistas a la calle de la Bola –la más solicitada, y con el mismo panorama, es la número 7, a un par de metros de nosotros, allá donde se acomodaba Don Camilo José Cela–, sin dudarlo ni un segundo pedimos directamente el primer menú, el “Especial de la casa” –hay siete disponibles, todos ellos con platos típico de la cocina madrileña, incluido uno vegetariano y unas opciones kosher y halal–, es decir, el que, tras unas aceitunas y una copa de vino, cede el protagonismo a un cocido espectacular, cocinado a fuego lento, y con cariño, sobre carbón de encina en pucheros de barro individuales –con gran alegría de la que suscribe que, conforme a su egoísmo, y también a la tradición italiana, nunca quiere compartir la comida de su plato con nadie–.
En la breve espera –la logística del servicio es impecable tras tantas décadas de experiencia– nos entretenemos observando a los escasos paseantes que, sin éxito, intentan refugiarse como pueden de una anómala y persistente lluvia que desde hace ya una semana se empeña en acercar la imagen de la soleada Madrid a la de Londres o a la de mi amada, y mucho más húmeda, Milán. De todas formas, a pesar de la climatología adversa, el día, en realidad, es perfecto: invernal, frío y lluvioso, ideal para entrar en calor con ese cocido tan tentador.

Llega así un experto camarero y, tras habernos invitado a taparnos con la servilleta para evitar embarazosas salpicaduras, puchero en la mano, recién sacado de la parrilla de carbón, vuelca en nuestro generoso plato con fideos el primer, y líquido, elemento de esta tradición culinaria que sigue un riguroso, y exitoso, protocolo de preparación y presentación: la sopa, que puede ir acompañada de guindillas y cebolleta. El connubio entre ambos ingredientes, con poca grasa y mucho sabor, es espectacular: se juntan armoniosa y gustosamente el calor del infierno y la delicadeza del paraíso…
Así que, tras haber (casi) devorado el contenido del primer vuelco, llega el momento del segundo.

Del mágico puchero salen entonces una rica variedad de ingredientes de primera calidad, que se pueden adobar con una salsa de tomate especiada con comino: unos garbanzos muy tiernos, que sin embargo conservan perfectamente su integridad, acompañado de todos sus sacramentos: un morcillo sorprendentemente jugoso, un chorizo asturiano, de Tineo, por supuesto, con su tan característico toque ahumado, un jamón exquisito, un cuadrado de tocino, un trozo de gallina y otro de tierna patata. Además, para que la experiencia sea completa, hace también acto de presencia el típico repollo, rehogado con ajo: ¡una auténtica delicia!
El contenido del segundo vuelco, al igual que el primero, así como aparece mágicamente en nuestros platos, desaparece de la misma forma, y con más alegría, para dar paso a un postre maravilloso, dulce colofón de este menú, completo y equilibrado, que, sin embargo no resulta pesado.
Así que, sin remordimientos, nos entretenemos también con unos originales buñuelos caseros de manzana, templaditos, con mermelada y helado, digno broche final de este viaje gastronómico tan especial…
Ya toca, en efecto, el segundo turno de comida y, para nosotros también un paseo a piedi bajo la lluvia, pero con paraguas, por esta zona tan céntrica, y a la vez poco conocida, de la Villa que, reticente y celosa, se ofrece en toda su autenticidad a unos cuantos fisgones afortunados y a todos los que han oído hablar de la leyenda de un cocido –uno de los mejores, sino el mejor de la capital–, que, en su día, deleitaba el paladar de la mismísima Infanta Isabel, y que sigue brillando como una (plato) estrella de esta inmortal taberna de un Madrid que fue, y que siempre será.
Buon lavoro Mara… ¡y que siga la leyenda!














El destino era la calle Velázquez 6, en el exclusivo 
Después de la foto de rigor ante ese panorama estelar, aunque todavía con la duda en el cuerpo por mi atrevimiento, los dos cruzamos ese portal y, tras recorrer una escalera y un vestíbulo invadidos por la luz artificial, nos adentramos finalmente en la oscuridad de Ricardo Sanz o, mejor dicho, en la luminosa oscuridad de su prestigioso restaurante, envuelto por un respetuoso silencio y una escenográfica penumbra, rota solo por los colores, vivos y animados, de un enorme, y llamativo, cuadro contemporáneo de temática ictícola, por supuesto, de 
Tras la zona de recepción –en la que, bajo unos evocadores círculos luminosos suspendidos que parecen aureolas de este santo, o diablo, de la cocina, se exponen, en una vitrina lateral, los diferentes certificados y reconocimiento de excelencia–, se abría la sala principal, decorada de una forma sencilla y elegante, de diseño atemporal e minimalista, conforme a la mejor tradición japonesa, con madera en el techo y en el suelo, un fuerte pilar principal, sustentando lo que parecía una nube estilizada, sillas y mesas bajas, distribuidas en dos niveles, y una larga y reluciente barra, frente a la cual se distribuían unos asientos altos para los que quieran disfrutar de cerca del espectáculo de la preparación de la comida.
Hipnotizada por su arte ‒no por la falta de cocción de los alimentos que tan hábilmente manipulaban– y por la armonía que acompañaba sus movimientos silenciosos y sincronizados, no me había percatado de que la encargada de la sala nos estaba esperando para llevarnos a nuestra mesa y dejarnos a la merced del experto, y apasionado, sumiller Jorge Thuiller, y de un profesional, y a la vez afable, camarero llamado Alberto.
Mientras la sala poco a poco se iba asombrosamente llenando de gente de todas las edades y nacionalidades, el sumiller nos propuso acompañar el menú con un espumoso catalán, un Recaredo Terrers, Brut Nature, de Corpinnat. Sus frescas burbujas, de viva acidez, fueron las encargadas de acompañar una primera degustación de aperitivos o, mejor dicho, de un “aperitivo zensai” que, escenográficamente presentado, se encargaba de introducirnos, según un orden prestablecido, en el concepto “japo-cañí” con el cual Ricardo Sanz se ha dado a conocer a principio de este milenio y siglo: primero fue un misocido, caldo de cocido fusionado con miso, después una croqueta de atún con mayonesa japonesa, luego una fresca ensalada de espinacas con sésamo tostado, para continuar con un pedacito de anguila y finalizar con una gyoza.
Superada con honor esta primera etapa, que finalizaba con unos espárragos ‒de Tudela, por supuesto‒ aliñados con maestría, hizo acto de presencia el bis de bivalvos, formado por una zamburiña gallega con mantequilla ahumada de miso y una concha fina de Málaga con salsa brava. Ambas, presentadas como unas auténticas joyas sobre lo que me parecía una especie de altar, me atraparon con su sabor delicioso, como también lo hicieron unas impresionantes, y frescas, ostras, desprovistas de perlas, pero ricas en esencias del mar, abrazadas, casi protegidas por una caja de madera.
Mimados por Alberto que, como todo el personal de sala, y de cocina, ejercía su labor con gran profesionalidad, llegó la hora de la genial reinterpretación de los huevos rotos o, mejor dicho, de unos “boles de atún”, soberbia mezcla de huevos de corral con patata negra canaria y de un espectacular atún macerado, recién pescado, o así lo parecía, en el rico y animado mar (del mercado) de la capital.
Nos presentamos, le expresamos toda nuestra admiración por sus creaciones gastronómicas, intentando, sin éxito, que nos revelara el secreto de su exquisitez, le inmortalizamos con una foto, y él, con una silenciosa y tímida sonrisa de gratitud y satisfacción en la mirada, así como apareció, se fue.
Fue así como, a falta de uno, se materializaron dos tris de estos, el primero de pez limón con mojito, salmón marinado con toque coreano de kimuchi y ventresca de atún flambeada, y el segundo de huevo de codorniz y trufa, pez mantequilla y una originalísima hamburguesa de Waygu con arroz frito. David, extasiado, probaba, y disfrutaba, uno tras otro, de esos manjares, mientras que la que suscribe, que hasta ese momento había heroica y gustosamente todos los platos ofrecidos, tuvo un instante de duda frente al de huevo de codorniz. Ya no le tenía ningún miedo al pescado crudo, al de Ricardo Sanz, por supuesto, pero ese huevo, que con su vivo color amarillo coronaba ese hongo tan valioso, seguía siendo para mí un (casi) insuperable impedimento. Me lo hubiera saltado sin problemas, pero fue tanta, y tan acertada, la insistencia de mi marido que, con los ojos cerrados, me hice con él de un sol bocado –reconozco que no me desagradó, pero, sin lugar a duda, todo lo demás me conquistó con mucha más pasión–.
Con ese último “esfuerzo”, creíamos que la degustación ya se había acabado pero, en realidad, acompañado por un tinto Malleoulus de las bodegas Emilio Moro, según la impecable sugerencia del atento sumiller, se materializó una última, y sabrosa, pieza gastronómica: un temaki de torrezno que, una vez más, sorprendió no sólo nuestro paladar, con su increíble, y conseguida, fusión soriano-japonesa, sino también nuestra vista, presentado como estaba en un curioso plato de líneas curvas y onduladas que, como olas de un mar oceánico en libertad, parecía fusionarse con esta pieza artesanal.
El show concluyó, con la misma elegancia, delicadeza y exquisitez con la que había empezado, y, felices y agradecidos, salimos de ese original templo japo-mediterráneo madrileño, cruce de caminos entre culturas gastronómicas tan lejanas, y a la vez tan cercanas, gracias a la genialidad de Ricardo Sanz, que destaca como un faro, sol(es) y estrella en el rico firmamento culinario de la capital.
Ahora bien, tras esta experiencia de cocina de fusión nipona, de sublime calidad, que enamora, y enamorará, no sólo a sus apasionados fans, los de siempre y de verdad, sino también a todos a los que, como yo, tozudamente desconfiados, desconocían esta sublime realidad, puedo seguir declarando, orgullosa, bajo las miradas asombradas, casi incrédulas de mis amigos ‒italianos y españoles‒, que se declaran fans incondicionales y convencidos expertos en materia, que «No me gusta la cocina japonesa»; «He ido a Japón y no he probado el pescado crudo»; «El sushi no me entra ni siquiera por los ojos»… ¡con la única excepción del universo estelar de Ricardo Sanz Wellington!
Tras casi un mes de calor sofocante, rondando casi siempre los cuarenta grados de día y poco menos de treinta por la noche, finalmente la feroz, casi infernal, climatología había decidido dar un respiro a todos los que permanecíamos estoicamente en la capital, dando paso a unas temperaturas más propias de finales de septiembre.
Teníamos toda la ciudad para nosotros; el mismo centro, siempre lleno de turistas, parecía habernos hecho un hueco para que disfrutáramos con toda tranquilidad, acompañados por una leve y placentera brisa nocturna, de las pintorescas calles alrededor de la plaza de Chueca, increíblemente silenciosas, casi desiertas. Entraban ganas de pasear a piedi horas y horas por este precioso barrio madrileño, pero el “deber” gastronómico nos reclamaba a viva voz cerca de la hermosa plaza del Rey –donde, por cierto, descubrí un reloj solar en lo alto de un moderno edificio, no precisamente bello–, detrás de la curiosa Casa de la Siete Chimeneas, en el número trece de la calle Colmenares.
Allí, al final de esta breve vía –donde, al lado del renovado Barganzo, y apropiándose de su originaria ubicación, se impone también la presencia desenfadada de su hermano pequeño, “
Así que, facilona yo, bajo la mirada desconsolada de David, resignado, una vez más, a mí voluble voluntad, nos dispusimos a embarcarnos en el increíble y exótico festín de Oriente Medio, inaugurado con las seductoras danzas de un pintoresco Pani Puri falafel, una auténtica obra de arte que conquistó de inmediato nuestro sentido de la vista gracias a su acertada combinación de formas y colores. Daba casi pena comérselo de un solo bocado, como nos sugirió Pablo, el eficaz ayudante de Aviv, pero, obedientes, seguimos su consejo, y entonces una explosiva mezcla de diferentes sabores se adueñó de nuestro sentido del gusto, provocándonos lágrimas de alegría…
Y cuando aún nos estábamos “recuperando” de semejante bondad, se personó ante nosotros un hummus, especialidad de la casa, en nuestro caso ligeramente picante, el Masabbaha, un estrepitoso puré de garbanzos –la legumbre que, con ingenioso juego de palabras incluido, da nombre a este restaurante–, mezclado con shifka, limón, comino y un toque de AOVE y acompañado de un delicadísimo y templado pan de pita, que nos permitió no desperdiciar ni un solo gramo de tan increíble manjar, gracias también a unos poco elegantes, pero socorridos, barquitos.
Tras una breve pausa, que aprovechamos para conversar con el increíble compositor de la sinfonía que estábamos viviendo, empezó donde había acabado el anterior, es decir por todo lo alto, el tercer acto. Su íncipit, en efecto, potente y poderoso, fue marcado por un Shishbarak o, mejor dicho, en italiano, por una especie de tortellini hechos en casa –que nada tenían que envidiar a los que se degustan en Bolonia, cuna privilegiada de este tipo de pasta–, rellenos de queso labneh y espinacas, y servidos con piñones y una salsa de yogur caliente y más espinacas –era sólo un tortellino y, aunque de buen tamaño, debo admitir que muy gustosamente hubiera devorado los cinco que normalmente se pueden comer a la carta–. Feliz y satisfecha, no me importaba en absoluto dar rienda suelta a mis instintos básicos alimentarios en esa noche fuera de lo ordinario; tenía muy claro que un par de kilos más, bien ganados, no iban a impedirme disfrutar de ese momento.
Así que seguimos con el festival, con el baile de las degustaciones, con la sinfonía musical. Para desengrasar, Aviv, atento y profesional, nos propuso una ensalada, no una ensalada cualquiera, una Tabulé de verano, perfectamente aderezada, en la que identificamos, más allá de una fresca nectarina de temporada, unas cuantas hierbas como el perejil, menta y rúcula, tan populares en Italia.
Ya me notaba algo más ligera, lista para devorar una Flor para Tami, la original ofrenda floral que Aviv ha dedicado a su mujer –ella, atrevida como él, también lo dejó todo, incluida su profesión de abogado, para dedicarse en cuerpo y alma seguir a este sueño gastronómico compartido hecho realidad– para que todo el mundo pueda ser conquistado por esta flor de calabacín frita, otra conocida especialidad italiana, pero que nada tenía que ver con ésta, de origen israelí, rellena de arroz y queso mozzarella y servida con yogur, hierbabuena y sejug verde.
Y aún faltaba otro plato para finalizar este acto, a saber, unas rodajas de calabaza asadas en el horno, caramelizadas con miel de dátil y envueltas por una crema, y pepitas, de esta misma fruta con tahini y pimientos encurtidos. Su sabor, suave y dulce, era el preludio de los postres y de un nuevo intervalo, marcado por un último chupito a base de limón y arak.
Sólo faltaba una última tarea antes de salir de allí rodando felizmente –si hubiera dependido de mí, hubiera probado todos los platos de la carta, sin ningún remordimiento–: tomarnos una foto con el artífice de esa composición musical, excelso autor de esa obra de arte culinaria y experto guía de ese viaje de ensueño que nos había trasladado a tierras israelíes, a la cultura mediterránea más profunda y, en general, a un universo paralelo, y excepcional, de colores, sabores y olores difícil de olvidar. Aviv allí estaba, prudente y discreto, pero listo, y (justamente) orgulloso, para dejarse retratar en su templo gastronómico entre todos aquellos productos, frescos y de primerísima calidad –de hecho él, dinámico y genial, va cambiando constantemente la carta en función de la disponibilidad de los mismos– que ya le han llevado al estrellato en Madrid y, esperemos en un futuro muy cercano, a la merecida estrella Michelin, una más para colgar en el firmamento que ya tiene en sus habilidosas manos y en nuestra peculiar, y familiar, guía “aliapìedesca”.









Soy italiana y adoro la cocina de mi amado País, sobre todo la pasta, pero tras descubrir
Aquí apareció Alberto, responsable de dar la bienvenida a bordo de El Bajío a todos los apasionados pasajeros gastronómicos como nosotros, que nos acompañó rápidamente a nuestros asientos privilegiados, reservados en primera clase, al lado de un llamativo y original árbol de la vida.
Y mientras esperábamos cómodamente sentados, envueltos por los tonos suaves y relajantes de esa excepcional nave espacial “bajíana”, en la que dominaban la austera pero acertada elegancia de la madera, en el suelo, en el techo y en las mesas, la desnuda piedra, en las columnas, y el latón, en decenas de originales espejos circulares de todo tipo y tamaño, se personó con una contagiosa sonrisa, y afectuosas palabras en los labios, Yolanda, sobrecargo-directora de operaciones, relaciones públicas y mucho más de ese vuelo especial que en breve íbamos a disfrutar.
Para ir preparándonos para el inminente e increíble despegue gastronómico, nos ilustró, con pasión desenfrenada, sobre la historia de la mexicana cocinera
Alcanzado ya el nivel de crucero, empezó entonces el valse de unos cuantos azafatos-camareros que, atentos y preparados, nos iban presentando los diferentes platos y las múltiples salsas que los acompañaban –yo, en toda sinceridad, a duras penas conseguía retener en mi mente todos esos exóticos ingredientes, distraída y cautivada como estaba por los aromas y colores de las viandas–.
Había dado instrucciones a la amabilísima tripulación para que nos llevaran a la clase Ambassador, aún más acogedora y escenográfica que la Business, ubicada, por muy extraño que pudiera aparecer, en una cabina-planta inferior –y no en la superior, como suele pasar en estos vuelos transoceánicos–, al final de una escalera envuelta por el misterio y embrujo de una opaca iluminación.
Y allí se materializó un espacio espectacular, cubierto por unas llamativas e impresionantes bóvedas de ladrillo que, no sé por qué, me recordó las de la Fundación Canal o de conocidos locales del centro histórico de Madrid, formada por tres elegantes salones –que se utilizan sobre todo los fines de semana para el tardeo o para celebraciones y ocasiones especiales, siendo posible aprovecharlos también como tranquilos y sosegados reservados– y una espectacular barra central, reluciente e impoluta, con elegantes sillas altas y valiosas botellas a la vista, de todo tipo, formas y colores, iluminada por una curiosa lámpara que exaltaba aún más la decoración retro, de los años sesenta o setenta, de ese coqueto rincón –en cualquier momento esperaba que apareciera como por arte de magia el protagonista de Mad Men y sus colegas de profesión–.
Daba gusto de verdad estar-viajar allí.
Recorrí la calle Gatzambide que se abría paso entre elegantes palacios, y, en un par de minutos, tras toparme con la “proa” de una iglesia que se parecía a un barco, la de san Juan Crisóstomo, alcancé mi destino: Calma. Allí estaba ese oasis de paz capitalino que ya desde el exterior, a través de su escaparate cristalino enmarcado por colores claros, infundía serenidad. Pero fue cruzar su puerta, más bien un portal espacio-temporal, y me vi trasladada a otro lugar, a un espacio de ensueño donde, con unas sonrisas y dulces palabras en los labios, me estaban esperando Yolanda, hada titular del mismo, y su fiel escudera Beatriz, maga(-masajista) de las manos.
Yolanda, estilosa, con unos vaqueros y un jersey blanco que se fundía perfectamente con el mismo y relajante color que imperaba en el ambiente, me contó entonces no sólo de sus travesías desde Ciudad Real hasta Catar para acabar finalmente en Madrid, sino también, y sobre todo, de este sanador y prometedor proyecto personal que iba acompañado de sus ganas de vivir y hacer vivir con “calma” y serenidad a todos aquellos, y aquellas, que se acercaran allí. Sin lugar a duda, lo había conseguido: era suficiente fijarse en la decoración, limpia e impoluta, de esa planta baja, elegante tarjeta de visita de lo que se escondía bajo ese suelo reluciente, para captar el cariño y la ilusión de ese nuevo camino de regeneradora tranquilidad que había emprendido un año atrás, para ella y todos los demás.
“¡Estás en tu casa!”, me dijo amablemente, ignorando el peligro que conllevaba esa frase ante una persona como yo, ya enamorada del lugar y deseosa de descubrir todos sus rincones para quedarme allí todo el tiempo que hiciera falta… ¡y mucho más!
Me enseñó entonces, siempre en esa planta, una habitación, con baño anexo, donde se realizaban los diferentes tratamientos faciales, vitamínicos, reparadores, exfoliadores, estimulantes, todos ellos rigurosamente naturales y con productos de primera calidad entre toallas perfectamente dobladas, exquisitos detalles decorativos y un omnipresente orden y limpieza –ese último detalle, para una persona tan escrupulosa como la que suscribe, (me) infundía un plus de paz y serenidad–.
Allí bajamos entonces las tres, el hada, la maga y un extraño ser, es decir yo, que, extasiada y distraída, no paraba de mirar por todas partes. Las luces se atenuaron y una paz (aún más) interior se fue paulatinamente apoderando de mí.
Estaba en el corazón de ese Edén terrestre semienterrado ocupado al centro por un pacificador olivo rodeado de piedras blancas sobre una alfombra de yuta donde también descansaban cestas de mimbre con muestras de los productos que se utilizaban o plantas secas, damianas y ánforas de terracota: asombroso como con tan pocas piezas se podía inspirar tanto…
En esa zona del paraíso que tanta (y tan sana y serena) envidia me generaba por su decoración –Yolanda, responsable de ello, posee indudablemente ese don del cual yo estoy desprovista– había sólo una sauna, con su ducha reglamentaria al lado, sino también otra habitación, igual de impoluta y bien cuidada que la de la planta superior, con una camilla para los diferentes tratamientos corporales –hay una amplia variedad entre masajes ayurvédicos, tonificadores, reductores o dulces rituales– y, sobre todo, una espectacular estancia: la “Sala Calma”.
Sobre un valioso suelo antiguo que, afortunada e inteligentemente, se había mantenido a lo largo de las diferentes reformas, aparecía un mostrador ocupado por bebidas y productos naturales mientras que unas lámparas orientales iluminaban las invitantes hamacas al fondo de la estancia y unas cómodas sillas de mimbre en un rincón lateral, mientras que espejos, teteras y biombos completaban ese cuadro de mil y una noches.
“¡Estás en tu casa!” –volvían a mi memoria las palabras de bienvenida del hada, mientras, en efecto, empezaba a plantearme quedarme allí para siempre…–. Yolanda, tan amable como de costumbre, me explicó que esa sala no sólo estaba destinada a unos momentos de relajación suplementaria después de los tratamientos, sino que también se podía alquilar para organizar talleres, presentaciones, eventos y beauty parties para celebrar, por ejemplo, cumpleaños de adolescentes presumidas como la mía o de jóvenes de todas las edades.
Y mientras soñaba con ese lugar, la maga Beatriz me recordó que había llegado el momento de “someterme” a su dulce tortura –ya había pasado más de media hora desde cuando había cruzado el mágico stargate “calmiano”–, así que, tras echar una rápida mirada a otra estancia, dotada de una sola camilla y con ducha incorporada, me acompañó a la mía, más amplia, con dos camillas y también una ducha. Inútil decir que ese espacio, para variar, brillaba, casi deslumbraba, por el orden y la limpieza.
Toda la indumentaria o los productos necesarios para el tratamiento estaban perfectamente colocados o colgados: albornoces, zapatillas, gorro, toallas, aceites, sales, perfumes y aromas…
El hada se despidió entonces de mí, la puerta se cerró, las luces bajaron de intensidad, una música relajante mezclada con unos aromas exóticos, casi enigmáticos, acarició poco a poco el ambiente y mi ritual corporal, el de Reina de Egipto, empezó. Tumbada en la camilla, entregada a la magia de las manos de Beatriz, me fui paulatinamente hundiendo (casi) en un sueño profundo mientras que ella, silenciosa y pacientemente limpiaba e hidrataba mi piel con aceites, la exfoliaba con sales del Mar Muerto y la envolvía con barro del mismo mar, rico en portentosos minerales.
Sus manos, expertas y delicadas, se apoderaban de mí, de mi cuerpo y de mi mente y, con la ayuda de dulces fragancias de incienso y mirra, me trasladaban a otra dimensión, hasta épocas y lugares lejanos, entre pirámides, templos y falucas, Valle de Reyes, Colosos y Esfinges de un floreciente y Antiguo Egipto dominado por faraones y una única y esplendorosa reina, la grandiosa, bella y seductora, Cleopatra…
Envuelta entonces como una momia en una especie de película transparente para que se absorbieran perfectamente todos los valiosos, y (casi) milagrosos productos naturales, me quedé allí tumbada un buen rato, soñando con los ojos cerrados, (casi) flotando en el aire, hasta que Beatriz, educadamente, me avisó de que había llegado el momento de resurgir de mis cenizas… ¡y así fue!
Pero Cronos, que acababa de concederme el don de rejuvenecer como nunca la piel de mi cuerpo, nutriéndola e hidratándola intensamente, para lucirla brillante y suave como la seda, no era del mismo aviso. No tenía que abusar de su clemencia y de la paciencia de sus mandatarias, el hada y la maga. Ya sobraban mis ganas de volver atrás en el pasado hasta la edad de mi adolescencia. Ya tenía ahora mismo una segunda juventud corporal…
Así que, escuchando su sabio aviso, me volví a vestir, encantada de mi misma y de la vida, cerrando tras de mí la puerta de esa estancia mágica donde durante una hora y media había estado práctica, y maravillosamente, abducida en otra dimensión. Salí entonces al encuentro del hada Yolanda que ya me estaba esperando en la acogedora y relajante “Sala Calma” para tomar un té o un café, al son de música “calmada” y velas aromáticas, y, una vez más, nos pusimos a hablar de nuestras vidas, de proyectos de entonces, de ahora y de siempre, de ayudas y sonrisas compartidas.
Cronos, sin embargo, volvió a hacer acto de presencia en mi imaginación –era tarde: había pasado más de dos horas en ese lugar embrujado– y, con el recuerdo del fantástico ritual, me invitó, esta vez con más autoridad, a volver a la realidad de siempre. Me despedí entonces de Beatriz y Yolanda y, feliz y relajada, con la cabeza bien alta, me lancé por las calles soleadas y animadas de Madrid, esplendorosa por dentro y por fuera como una reina verdadera, reina de mí misma, reina Alia de Italia –aunque, en la realidad, Alia fue reina de Jordania; de allí viene mi nombre… pero esa ya es otra historia 😉–.
«Baldoria”, que en italiano se podría también expresar con “(fare) un bel casino”, significa, traducido al español, jolgorio, fiesta, jaleo o alegría.
Y eso es justo lo que se respira y se vive por dentro y por fuera de este 
Aquí entonces, en este lugar lleno de vita y vitalidad, aterrizamos un miércoles por la noche mi marido y yo, empujados por mi eterna nostalgia de mi amada patria italiana. En la sala principal, a rebosar de gente –¡que “alegría”!–, entre las mesas y sillas de todo tipo y colores, a la par de las curiosas lámparas que las iluminaban, unos habilidosos y rápidos camareros, con llamativos delantales de tonos pasteles, rosas y azules, parecían danzar un baile especial con sus bandejas repletas de platos y copas mientras iban y venían a gran velocidad desde la amplia cocina a vista, donde destacaba un curioso forno a legna “baldoriano”, revestido de azulejos de color del mar.
Sus pasos apresurados parecían ir al compás de los gestos calculados de una 
Así que mientras abríamos boca con un sabroso pan-focaccia acompañado por una soberbia salsa de pesto, y con una cerveza y un cocktail exquisito, “ParacetAmore”, rara y acertada mezcla de ese Bellini y Rossini que tanto echo de menos en España, nos decantamos finalmente por unas vegetarianas, y peculiares, «croquetas alla parmigiana», y una «atuna matata» formada por dos brioches de tartar de atún, stracciatella pugliese, calabacín allá scapece napoletana y almendras tostadas.
Esos spaghetti, más bien bucatini, fatti in casa, que se adaptaban perfectamente a los cálidos y coloridos abrazos de sus respectivos platos hondos, eran una verdadera obra de arte, y tanto era así que (casi) daba pena comérselos.
Sólo faltaba cumplir con una última y dura tarea, la del postre, a pesar de estar ya (más que) saciados.
El festín (¡por fin!), y la festa, se había acabado para nosotros, aunque la baldoria seguía por todos los rincones del local, por dentro –incluido el de acceso al singular antibagno donde, en una pared, cuelga un letrero luminoso que rinde homenaje a Raffaella Carrá con un conocido “A far l’amore comincia tu”– y también por fuera, con una cola de jóvenes madrileños de todo el mundo que, con su segundo turno, estaban ya deseando “fare un bel casino”… ¡con, y en, Baldoria, por supuesto!
En Madrid no hay mar… ¡pero sí hay puerto! Y no un puerto cualquiera, sino un puerto ubicado en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, el de Salamanca. “
Aprodamos así en la primera sala de este puerto, cálida y acogedora, de mesas altas de madera, barra reluciente y tapeo estiloso informal –“casual chic” lo llamarían mis compatriotas italianos–. Nada más amarrar, una sirena llamada Camille nos cautivó, más bien nos atrapó, con su sonrisa y su dulce canto de amables palabras y acento francés –de hecho, es francesa de verdad–. Cual

No pude, sin embargo, distraerme más con la conseguida decoración y con mis sueños veraniegos de mar y sol; acababa de presentarse el hábil capitán del puerto “lagascano”, Paco Carrascosa, andaluz de nacimiento y “compinche” de Camille. Así que, a la merced de la sirena, que con elegancia y amabilidad nos proponía, e iba reponiendo con impecable puntualidad, unos vinos de calidad –la correspondiente carta es muy amplia y abunda la posibilidad de elegir por copas–, y del afable y simpático capitán, que, en perfecta sincronía, nos mecía con sus clásicas y a la vez innovadoras creaciones gastronómicas, de media ración en media ración –hay una generosa variedad de platos de esta tipología– nos fuimos hundiendo poco a poco, camino de una bendita perdición.
Desde la proa, es decir, desde la pecera a vista donde trabajaba el capitán con su grumete, se fueron así acercando unas muy canarias papas arrugadas, con los dos mojos, el verde y el picón, al cual mejor, que dieron paso, desde popa, a un sublime canapé de foie en su punto de sal; a babor hicieron acto de presencia unas riquísimas, y tiernísimas, alcachofas confitadas en aceite virgen extra, marcadas a la parrilla y acompañadas de jamón crujiente, mientras que a estribor nos asaltaron unos excepcionales barquillos de berenjena con miel; y, como si todo ello no fuera suficiente para conquistar nuestros cuerpos y nuestras mentes, fueron unos deliciosos langostinos salteados, que combinaban a la perfección con un fresco guacamole y una exótica espuma de mango, los que nos hicieron perder el rumbo por completo, con la ayuda también de un tartar de atún de excelsa calidad y aspecto, además de sabor seductor gracias a una increíble mezcla de pipirrana tropical, alga wakame y falsos guisantes de wasabi.

Pero ellos, piadosos y generosos, simplemente se despidieron de nosotros con un apretón de manos, una sonrisa en los labios y un prometedor “¡hasta pronto!”, permitiéndonos abandonar su puerto exepcional para volver a nuestro hogar, a nuestra Ítaca italo-española donde unos hijos adolescentes,
La recién inaugurada
Desde hace unos días en la pintoresca 



Allí estaba la sauna, con los clásicos interiores de madera, protegida por una cristalera e iluminada con unos relajantes tonos violetas; a continuación, una ducha, con agua fría y caliente, en función del contraste térmico que se quería experimentar, y, finalmente, la auténtica joya de la corona: la piscina climatizada, envuelta en una mágica y fantástica atmosfera de mil y unas noches.
Después del obligado reportaje, con la paciente e inestimable ayuda de mi “compañera de fatigas”, llegó, por fin, el momento de sumergirnos de lleno, nunca mejor dicho, en ese templo de la Salus Per Aquam.
Sus manos empezaron a deslizarse por nuestros cuerpos, desde los pies hasta la cabeza y viceversa; sus manos, delicadas pero firmes, y con un calor progresivo, relajaban todos nuestros músculos, nervios, tendones, y también michelines; obnubilándonos el cuerpo y la mente; sus dedos, fuertes y ligeros, descontracturaban cada una de las vértebras de nuestra columna fatigada; las toallas, a diferentes temperaturas, nos envolvían en cálidos y escalofriantes abrazos; los diferentes aceites impregnaban la piel de un dulce aroma, y el silencio, imperioso y potente, se imponía en el fantástico ambiente…




Estábamos acercándonos poco a poco a la torre, al corazón palpitante de ese lugar, al centro de la colección y a un jardín aún más cuidado que el del recinto anterior, donde la hierba, perfectamente cortada y embellecida por una fuente pintoresca, parecía el green de un campo de golf.
Sin embargo, la propia realidad, sin necesidad de recurrir a mi desenfrenada imaginación, ya nos estaba preparando una nueva e intensa emoción…
Abría las danzas como una cautivadora sirena un Bentley 3,5 Saloon del 1934, gris metalizado, que, si no hubiera sido por el diferente emblema y la diferente orientación de las parrillas del radiador, bien se hubiera podido confundir con todos los ejemplares “rollsroycianos” que le seguían –no en vano 
Era inmensa la emoción que me provocaba ver desfilar todos esos ejemplares ante mis ojos: un Phantom VI del 1970 que había pertenecido al productor de cine estadounidense
Y más y más… El despliegue parecía no tener límites.
También había un Phantom V Touring Limousine negro del 1961, de seis metros de longitud, que recordaba al de John Lennon, con ese aspecto psicodélico de color amarillo y dotado, en la parte posterior, de una cama doble, en lugar del asiento trasero, y de telvisión, heladera, teléfono, sistema de sonido y, por supuesto, reproductor de discos… ¡extravagancias de los ricos!
Y, para finalizar en belleza y originalidad, un vistoso Phantom II Cabrio del 1930, en aluminio pulido e interior en cuero rojo, flanqueado por otro, más “sobrio”, modelo Limousine, de color negro y típico aire inglés. ¿Qué más se podía pedir? ¿Quién podía imaginar que existía alguien de verdad que, en la realidad, tuviera una colección de coches, a escala real, igual a la de menores dimensiones, con la que jugaba mi hermano mayor de pequeño? Admito que, anta semejante belleza, yo misma, que nunca me había interesado en el mundo del motor, empezaba a apasionarme y a fantasear con la idea de asistir, en familia, a competiciones, concursos y exhibiciones de coches de época, con la intención de aprender algo más, y disfrutar, de ese mundo tan glamouroso y especial…
Pero no podía entretenerme con mis sueños: la visita, a pesar de todo lo que ya habíamos gozado, seguía adelante, más adelante que nunca, camino de una imponente puerta de madera, que, decorada con un noble escudo, parecido, en mi imaginación, al de la flor de lis medicea, iba a llevarnos al sexto y último pabellón.
Sin que pudiéramos tomar aliento, también se personaban ante nosotros un lujoso “Roi des Belges” del 1910, el Rolls-Royce más antiguo de toda la colección, así llamado por el pedido realizado en su día por el rey belga
” del 1922, fabricado en la mencionada localidad estadounidense, donde se había implantado una nueva fábrica para suplir a la creciente demanda americana de los modelos Silver Ghost, que estaba flanqueado por un “Springfield Limousina Sedanca”, del 1926, de cuerpo granate y aletas y capotas negras, con chasis americano, a la par del anterior, pero carrozado por la antigua compañía francesa J. B. Belvalette.
Un elegante piano de cola, al fondo de esa “sala del trono”, parecía estar esperando al mismísimo
Y así fue como apareció ante nosotros, improvisa y mágicamente, la imponente y altiva Torre que había sido motivo y origen de toda aquella colección, símbolo de un desafío, o, mejor dicho, del “Desafío”, y de una misión (casi) imposible, rodeada por un foso cubierto de hierba verde, abrazada por una muralla románticamente revestida por hiedra trepadora, embellecida por unos rústicos edificios de piedra y tejas rojas y enriquecida por una sugestiva piscina central…
Así que, muy a nuestro pesar, volvimos sobre nuestros pasos, nos despedimos de la Hall Baronnial, nos encontramos con María y sus amigos, nos presentamos y, para variar, volvimos a hablar en italiano y de mi amada Italia ya que la ilustre pareja, española, llevaba años viviendo en Nápoles y codeándose con la jet set partenopea. Cualquier excusa valía para no alejarnos de allí, para no dejar atrás a esa fantástica Torre Loizaga, para no cruzar esa fantástica cancela del principio que, una vez más, se abría automáticamente ante nosotros.
Nos despedimos entonces con un “arrivederci” y, después de haber lanzado una última y nostálgica mirada a mi coche favorito, el Isotta custodiado en el pabellón de la entrada, dejamos atrás ese recinto embrujado, exclusivo y, afortunadamente, apartado que jamás íbamos a olvidar.