Esa imagen la perseguía, esa imagen la perturbaba, esa imagen la acosaba…
Desde que se había mudado a Madrid, hacía ya quince años, esa imagen no la había dejado tranquila ni un solo momento: se le aparecía en las tiendas de recuerdos, en las cubierta de las guías, en las postales de los kioscos, hasta en los mismos sueños.
Esa imagen la obsesionaba…
Pasaban los meses, los años, hasta los decenios, y no podía zafarse de ella, seguía presente en sus pensamientos, autoritaria en sus sentimientos. Aliapiedi ya no sabía cómo actuar, y se preguntaba desesperada si, de una vez por todas, debía de enfrentarse a esa imagen, a sus fantasmas, puede que fantasías, o si, por el contrario, debía adoptar una postura indiferente, impasible, ante esas frecuentes apariciones. Descartada la segunda opción, no sólo por la dificultad de librarse de esa imagen, sino también, y sobre todo, por una inconfesable voluntad de hacerla suya, suya para siempre, suya a su manera, en un día caluroso, en consonancia con el agosto capitalino, aprovechando que se había quedado “a solas” con su marido, sin hijos y sin haber aprovechado la ocasión para escaparse en una romántica, y tórrida, “toccata y fuga”, tomó la firme decisión de desafiar a aquella imagen, retándola en un “vis-à-vis” de imprevisibles consecuencias…
El destino “imaginario”, tantas veces encontrado y tantas veces evitado, era un famoso jardín madrileño, el del Campo del Moro, un espacio cuyo nombre aludía al caudillo musulmán Alí Ben Yusuf, empeñado, sin éxito, en reconquistar la ciudad cristiana de la originaria Mayrit después de la muerte del rey Alfonso VI.

La discreta puerta del Paseo de la Virgen del Puerto

La puerta, de acceso restringido, de la Cuesta de San Vicente
Accedieron al actual y rectangular recinto morisco por la puerta oeste, la del Paseo de la Virgen del Puerto, más humilde y discreta que la de la Cuesta de San Vicente, al norte, y la de la Cuesta de la Vega, al sur, pero la única abierta al público, aunque pasaba casi desapercibida entre los barrotes de una verja de hierro forjado.
La modesta entrada ocultaba, a la izquierda, una curiosa pasarela de madera perdiéndose entre palmeras, de frente, un elegante cartel asomando entre los arbustos y recordando las normas y horarios de visita, y sobre todo, a la derecha, un sorprendente balcón con vistas que hubiera hecho palidecer el mismísimo veronés de Julieta y desde el cual se disfrutaba de una vista asombrosa y excepcional, la de la imagen que tanto obcecaba a Aliapiedi: una amplia explanada verde, sólo interrumpida en su herbosa y empinada continuidad por un par de fuentes con la majestuosa fachada occidental del imperioso Palacio Real al fondo.
Esa era la imagen: la imagen de entonces, la imagen de ahora, la imagen de siempre…

Balcón con vistas: la imagen de entonces, la imagen de ahora, la imagen de siempre
Aliapiedi permaneció bloqueada, preguntándose si esa imagen tantas veces reproducida en postales, guías y carteles era real o fruto de su imaginación, ya que su hermosura, su esplendor y su luz natural, en vivo y en directo, al desnudo, sin filtros y sin retoques, superaba ampliamente la de la ficción.
Esa imagen era única e incomparable…

La petrificada escalera entre rocalla
Aliapiedi estaba allí, frente a ella, como tantas veces se la había imaginado sin saber qué decir, ni qué hacer, ni qué sentir. Se había quedado de piedra, al igual que la pintoresca escalera doble que, entre rocalla ornamental, bajaba a sus pies. Fue entonces su marido, hábil fotógrafo amateur, el que tomó la iniciativa, inmortalizando la superlativa panorámica mientras que ella intentaba recobrar la compostura por la emoción de ese encuentro tan inesperado, y a la vez tan esperado, tratando de capturar con su temblorosa cámara digital la imagen tan sensacional.

La gruta artificial (Túnel de Bonaparte)
Bajaron entonces de esa posición privilegiada, sobre una gruta artificial, proyectada por Juan de Villanueva con el fin de conectar el edificio real con los jardines de la Casa de Campo, y se acercaron a la parte más baja del Campo del Moro, a los pies de esas Praderas de las Vistas del Sol diseñadas por el arquitecto mayor de palacio durante el reinado de Isabel II, Narciso Pascual y Colomer.

Aliapiedi, «a piedi», y «ai piedi», de las Praderas de las Vistas del Sol
En la esquina izquierda de la explanada les dio la bienvenida el mismísimo rey Juan Carlos I, recordándoles que él había sido el responsable de la apertura al público de ese jardín, casi cincuenta años atrás, mientras que en la esquina opuesta un cartel con un mapa y unas breves notas históricas les ayudaron a orientarse en ese extenso recinto verde de casi veinte hectáreas.

Su Majestad, el rey Juan Carlos I
Una vez recuperada la compostura, Aliapiedi, esta vez sí, fue capaz de tomar una foto del útil callejero agreste y, atraída por los colores azules sobre fondo verde que indicaban la presencia de agua, decidió dirigirse hacia uno de los tres estanques que decoraban el lado meridional del jardín.
Por el breve camino a lo largo de un Paseo de la Circunvalación cuyo nombre no hacía justicia a la paz y tranquilidad que allí reinaba, se toparon de repente con un extraño e imponente vehículo, aparcado solitario bajo un techo cubierto por unas precoces hojas pre-otoñales.

Un carromato solitario o… ¡en buena compañía!
Mejor visto, sin embargo, ese curioso medio de transporte, un carromato, o lo que fuera, no parecía tan solo, sin más bien en buena compañía; pero ella, dudando una vez más de su lucidez, prefirió no decir nada y quedarse callada, observando en silencio esa pieza con sus inquilinos reales o imaginarios, teniéndose para sí la inquietante sospecha.
Llegaron entonces a destino, unos pocos metros más allá, y esta vez sus sentidos no le fallaron, como pudo comprobar por el estupor que también se había apoderado de su marido.
Ese espejo, que no espejismo, acuático llamado Estanque de los Carruajes, decorado con flores, plantas y animales, era una auténtica maravilla.
En sus límpidas aguas, manchadas por los cálidos colores de hojas ya caídas y besadas por los reflejos de un sol amigo, nadaban pacíficamente patos y cisnes, de carne y hueso, entre ranas, de piedra, que escupían chorros de sus bocas o descansaban a la sombra de plantas ubicadas en islotes.

El puente con ruedas hacia el Museo de Carruajes
Un pintoresco puente sobre cuyo empedrado, y no por casualidad, estaban dibujadas unas ruedas, salvaba el hídrico conjunto llevando a los estupefactos visitantes al (ahora cerrado) Museo de Carruajes cuya sobria arquitectura funcional, obra de Ramón Andrada, le recordaba a Aliapiedi la de los edificios de estilo socialista visitados en Polonia o en Rusia.

El micro-bambusal
Y como si ello no fuera suficiente, para dar más realismo a la atrevida comparación, en un lado del acuático recinto divisaron unas fuertes cañas de bambú, un bambusal en miniatura que también les recordó no el tan famoso de Kyoto, el de Arashiyama, estropeado en su grandiosidad y espectacularidad por las hordas de turistas, sino el, más íntimo, más recóndito y más acogedor, de Kamakura, ubicado en el interior del engatusador y poco frecuentado templo budista de Hokoku-ji. Se dejaron entonces abrazar por el nostálgico y a la vez hermoso recuerdo de los dulces y evocadores aromas de esas tierras tan lejanas, por los melodiosos y a la vez relajantes sonidos de la naturaleza, por los contagiosos sentimientos de la paz en el hombre…
Y tanto fue así que, abstraídos por la dimensión japonesa, no se percataron de que a su espalda, silenciosa y elegantemente, como de puntillas, se les estaban acercando unas coloreadas criaturas…
Fue el crujir de unas hojas las que delataron esas majestuosas presencias, las mismas que Aliapiedi había creído ver a los mandos del vehículo de antes: ¡eran pavos, pavos reales, que desplegaban todos sus colores!
Altivos y soberbios deambulaban por esos parajes como si todo el real conjunto, palacio y jardín, les perteneciera a ellos, reyes entre los reyes, señores de esas tierras.

La Rosaleda, sin rosas y sin agua
Aliapiedi y su marido se quedaron boquiabiertos y, después del momento de desorientación, en ese peculiar y regio Día de Acción de Gracias madrileño, se lanzaron a la caza de los nobles animales para inmortalizarlos con sus cámaras digitales.
Finalizado el safari fotográfico, satisfechos con sus presas, siguieron entonces con la exploración del territorio.
Allí cerca estaba La Rosaleda, con su fuente central sedienta y sus flores que la rodeaban, y, un poco más allá, el camino principal se perdía tras una reja ya no tan esplendorosa flanqueada por un cartel que prohibía el paso por esa zona donde, según el mapa, se encontraban los Viveros e Invernaderos.

Una inquietante reja cerrada…
El compañero de Aliapiedi, como siempre respetuoso con las normas, consiguió convencerla de que desistiera en su absurdo propósito de adentrarse en terreno prohibido, en busca de tesoros desconocidos, aprovechando un pasaje lateral que permanecía abierto, y, dando la espalda a la reja que no hubiera desentonado en una película de miedo como puerta de acceso a una casa embrujada oculta en un bosque –¿acaso era eso lo que buscaba Aliapiedi, empujada por sus adrenalínicos temores y por sus constantes visiones?–, los dos volvieron sobre sus pasos, dirigiéndose, a través del Paseo de Civiles, hacia un edificio que tampoco hubiera deslucido en un lúgubre escenario.

El Chalet de Corcho en todo su lúgubre esplendor
Se trataba del Chalet de Corcho, una curiosa edificación de finales del siglo XIX, que asomaba de entre la romántica vegetación con su (ahora) siniestra presencia, fruto del descuido y del paso de los años.

Una presencia siniestra y…

… misteriosa…
La destartalada barandilla que lo rodeaba, su “no invitante” puerta entreabierta y sus ventanales que, misteriosamente, vistos desde atrás, asumían extraños colores, no impidió que el edificio le trajera a la mente los “caprichosos” edificios de su jardín favorito, tan amado por ella, y que ahora, ante la secreta belleza, a veces estropeada, a veces ennoblecida, de este parque morisco, tenía la absurda sensación de estar traicionando.
Y esa sensación de culpabilidad la capturó nuevamente unos pocos metros más allá, deambulando por el elegante Paseo de Damas donde, entre pinares, encontraron el cautivador Chalet de la Reina, también obra de Repullés, pero que, a diferencia del anterior, deslumbraba con su pintoresca arquitectura de estilo tirolés a la cual solo le faltaban unos copos de nieves veraniegos deslizándose por sus techos puntiagudos…

El deslumbrante y veraniego Chalet de la Reina
Tocaba ahora encontrar la Fuente de la Almendrita y los dos, recorriendo un Paseo de los Mosquitos afortunadamente no poblado por esos insectos tan molestos, alejándose del camino principal, a gusto se perdieron entre hermosos senderos arbolados, caminos semiocultos y románticos atajos que, con su trazado irregular, obra del jardinero Ramón Oliva, nada tenían que envidiar, reflexionaba ella cual traidora amante, a la laberíntica y seductora estructura del caprichoso jardín de los duques de Osuna. En busca entonces del valioso pequeño fruto (¿prohibido?), los dos se encontraron con elementos ornamentales y vegetales de toda especie y tipo, desde artísticos jarrones que se elevaban entre setos hasta farolas con sus brazos hacia el cielo, desde bancos rodeando troncos seculares hasta criaturas de facciones sin iguales, desde ramas sujetadas por escenográficos pilares hasta pintorescas cestas de basura cuyo mimbre se mimetizaba con la naturaleza.
Ese parque era una continua fuente de curiosos descubrimientos pero de la de la almendrita no había rastro ni indicio alguno.
Cuando ya habían recorrido toda la parte oriental del parque entre Paseos de Hayas, Plátanos y Minas, topándose nuevamente con carteles de “acceso restringido” cada vez que se acercaban a los terraplenes donde se asentaban la Plaza de la Armería y el Palacio Real, decidieron bajar al azar hacía unos de los numerosos bosquetes esparcidos por ese campo y… ¡eureka!

¿La Fuente de la Almendrita o la Fontana de Trevi?
Estaban a punto de rendirse cuando, allí, casualmente, se toparon con la tan ansiada recompensa: una fuente muy sencilla y de dimensiones muy modestas pero que a ellos, después de tantas vueltas, les pareció tan grandiosa como la de Trevi, en Roma.
Satisfechos, descansaron un momento en uno de los bancos solitarios que la rodeaban, disfrutando de ese rincón tan acogedor y tomando fuerzas para enfrentarse al segundo tramo de la empinada subida principal que arrancaba desde una fuente mucho más sensacional, la de las Conchas.

La grandiosa Fuente de las Conchas
Aliapiedi trepó las Praderas de las Vistas del Sol con paso firme, decidida a enfrentarse nuevamente con sus fantasmas y su fantasía, hasta alcanzar su cima.

La escalada de Aliapiedi atravesando su imagen
Allí arriba, en el punto más alto accesible del tapiz de hierba natural con toques paisajísticos de estilo inglés, formando parte de la imagen que tanto la obsesionaba, miró desafiante al último elemento que se le resistía de la espectacular postal, la Fuente de los Tritones, defendida en su marmórea monumentalidad por el vallado recinto del palacio real.

El cara a cara final de Aliapiedi con la imagen: un imprevisible cruce de miradas
Fue entonces en ese preciso instante cuando, segura de sí misma, decidió que, en lugar de atacar, de vencer a sus espectros, de imponerse a sus visiones, la estrategia más indicada era la de rendirse al excelso panorama, dándose la vuelta y disfrutando de la imagen desde el lado opuesto.

La victoria de Aliapiedi: la imagen a sus espaldas
Y así, sin armas y sin batallas, triunfante sobre su mejor pesadilla, ella saboreó su peculiar momento de gloria…
Fue como siempre su marido quien, cogiéndole de la mano, la despertó de sus sueños llevándola por el Paseo de Alí Ben Yusuf, en el lado norte de ese campo ocupado, según la historia, por las tropas del emir Alí, y conquistado, con la fantasía, por una tal Alía (piedi)…
Y mientras ella pensaba en la extraña coincidencia, su marido, con los pies en el suelo, trató de distraerla mostrándole los escudos que afloraban entre las hiedras, las puertas secretas, tapiadas entre las rocas, y un poco más allá, cerca del homónimo estanque, una estatua de La Chata.
Pero ella siguió ensimismada, centrada en un último detalle, abstraída por una última reflexión.
Y queriendo poner el colofón final a su obsesión, se encaminaron juntos hacia el punto de salida por el Paseo de Isabel II. Después de subir los empedrados escalones que abrazaban la gruta de antes, los dos se encontraron nuevamente en la balconada del inicio del recorrido y en ese preciso instante Aliapiedi, desenfundó su cámara digital, y, esta vez sí, firme y sin temblores, fijó su objetivo y disparó una última instantánea.
Y así fue como por fin hizo suya, suya para siempre, suya a su manera, la imagen tantas veces evitada, la imagen tantas veces deseada…

La imagen de Aliapiedi… ¡a su manera!