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Medinaceli, Jadraque e Hita: Instintos básicos veraniegos

Cada vez que empiezan las vacaciones veraniegas – me refiero a las de los niños, no a las nuestras – y disminuye el trabajo en la oficina mientras que aumentan las jornadas de sol, soy víctima de mis instintos básicos aliapiedescos, consistentes en unas irrefrenables ganas de organizar viajes, visitas y excursiones. Estos efectos secundarios de la mencionada estación me resultan incontrolables y, a pesar de mis (leves) resistencias, no puedo evitar consultar en Internet cualquier información turística sobre destinos nacionales, internacionales o… ¡universales!

El año pasado no fue una excepción y, como suele ocurrirme, entre compras de billetes de avión, reservas de habitaciones en casas rurales y confirmaciones de itinerarios familiares, me encontré con un único fin de semana disponible en todo el verano para organizar una excursión en el día en los alrededores de Madrid.

Como siempre, quedaba la difícil tarea de elegir un lugar que estuviera lo suficientemente cerca de la capital para no tener que alojarnos fuera de nuestro hogar pero también lo suficientemente lejos de la misma para poder tener la sensación de evadirnos de la realidad cotidiana. Con el paso del tiempo, en efecto, las posibilidades se iban restringiendo y después de haber visitado en los pasados sábados veraniegos castillos, como los de Cuellar, Mota, Arévalo y Coca, pueblos, como Buitrago del Lozoya, Pedraza, Sepúlveda, Pastrana, Chinchón, Olmedo, Patones de Arriba o Segóbriga con sus ruinas, monasterios, como los de Uclés, El Escorial y El Paular, o palacios reales, como los de La Granja, Aranjuez o Rascafría, me encontraba sumida en un mar de dudas: ¿Dónde ir? ¿Qué lugar quedaba por descubrir? ¿Cómo sorprender una vez más a mi familia y satisfacer, al mismo tiempo, mis impulsos estacionales?

Y mientras estas cruciales preguntas rondaban en mi mente, de repente, en la pantalla de mi ordenador, en una página amiga de Aliapiedienfamilia en Facebook, apareció una prometedora noticia sobre un Festival medieval, declarado de interés turístico nacional, que se celebra anualmente el primer sábado de julio en un lugar llamado Hita. En ese preciso instante, todos mis sentidos se centraron en este evento que se organizó por primera vez en 1961 por iniciativa del profesor Manuel Criado de Val, tratándose del más antiguo de toda España en su género. El programa de actos era de lo más completo e incluía un mercado medieval, el pregón de inauguración y visitas guiadas gratuitas por el casco antiguo y sus bodegas, además de desfiles, torneos y representaciones teatrales desde la mañana hasta altas horas de la noche.

¡Era justo lo que estaba buscando!

Y eso que jamás había oído mencionar el nombre de este municipio de la provincia de Guadalajara que, sin embargo, es muy conocido por la mayoría de los españoles gracias a su célebre arcipreste, un clérigo nacido en Alcalá de Henares que en el siglo XIV escribió una de las obras cumbre de la literatura medieval: el Libro de Buen Amor. Conforme iba absorbiendo los datos históricos de esa villa, se iban apaciguándo mis instintos aliapiedescos, aunque sin llegar a calmarse del todo. Hita y su festival eran un buen objetivo turístico pero hacía falta algo más para volver a Madrid habiendo aprovechado el día en su totalidad.

Me puse entonces a consultar la invitante y bien estructurada web oficial de la Comunidad de Castilla-La Mancha y, en el apartado dedicado al patrimonio, buscando entre los numerosos castillos que por sus formas y leyendas siempre satisfacen las curiosas exigencias de los más pequeños, encontré uno que nos pillaba de camino, el castillo de Jadraque.

Ahora solo tenía que hacer realidad los deseos gastronómicos del padre de familia para que el plan que poco a poco iba componiendo fuera “el plan perfecto”. En los alrededores de Hita o Jadraque, por mucho que buscara, no conseguía encontrar restaurante que me convenciera, así que las alternativas eran acercarse al pueblo más cercano de cierto renombre, es decir Sigüenza, o bien seguir hacia el norte, hacia las tierras de Castilla y León, para alcanzar la ciudad de Medinaceli que ninguno de nosotros había visitado en su vida.

La segunda opción fue la que tuvo más éxito, y así, juntos y revueltos, cada uno con sus exigencias teóricamente satisfechas, nos pusimos en camino por la A2, desde la que, una veintena de kilómetros después de Guadalajara, divisamos a la derecha unas altas murallas que abrazaban el cuerpo restaurado del Castillo de Torija, antigua fortaleza militar que, con un poco de suerte, podría convertirse en una meta complementaria, de regreso de nuestro recorrido principal.

Ya estábamos superando la frontera invisible entre las dos Castillas y, a los pocos minutos, rodeados de obras viarias monumentales, nos encontramos con un cartel que anunciaba nuestro primer destino: Medinaceli.

Nos miramos perplejos. Ese conjunto de casitas bajas que flanqueaban la avenida que íbamos recorriendo no encajaba en absoluto con la idea de un antiguo y prestigioso casco histórico.

Algo o alguien no estaba en el lugar correcto: o ellas, las anónimas viviendas, o nosotros, los despistados viajeros. Ni lo uno ni lo otro.

Cuando ya empezaba a dudar de mi plan supuestamente perfecto, en un cruce cualquiera aparecieron en mi ayuda las providenciales flechas de color marrón y violeta, propias de los puntos de interés turístico, que, silenciosamente, nos sugerían el camino hacia el conjunto histórico-artístico, ubicado tres kilómetros más adelante, tres kilómetros más arriba.

Y, en efecto, en lo alto de un cerro, casi mimetizada con los tonos ocres del soleado territorio alrededor, divisamos la villa en todo su esplendor.

Una villa mimetizada con los tonos ocres de un soleado territorio

Una villa mimetizada con los tonos ocres de un soleado territorio

Casi en la cima de la colina, en un cruce, hizo acto de presencia una ermita solitaria, la del Humilladero que, sobria y bella, parecía preanunciarnos la superior magnificencia, en sentido geográfico, de un pueblo cuyo nombre evocaba en mi mente una imagen celestial por un mal interpretado juego de palabras y mixtura de religiones: la de una medina musulmana en lo alto de los cielos cristianos. No iba de todas formas tan descarrilada en mis fantasiosas interpretaciones que coincidían, como aprendí seguidamente, con la poética “ciudad del cielo” exaltada por Gerardo Diego.

Una soberbia y romana bienvenida

Una soberbia y romana bienvenida

Un soberbio y emblemático Arco romano, único en la Península por su triple arcada, la central para los carros y las dos laterales para los viandantes, nos dio una asombrosa bienvenida y después de haber pasado literalmente a sus pies, aparcamos el coche detrás de la curva por él dominada donde se abría un extenso campo, el Campo de San Nicolás.

Y mientras el hijo mayor aprovechaba el sagrado campo en toda su extensión como campo de fútbol de césped natural en compañía de unos compañeros de colegio que casualmente correteaban por allí, mi marido y yo nos entretuvimos con la afable y encantadora responsable de la Oficina de Turismo, ubicada justo en frente en un edificio de dos plantas conocido como “La Carbonera”. Las generosas y alentadoras explicaciones de esa mujer sobre todos los lugares dignos de ser vistos en Castilla y León, despertaba una vez más mis apaciguados instintos alipiedescos, provocando centenares de retorcidos pensamientos viajeros sobre esos múltiples destinos culturales y naturales que hacían peligrar el programado itinerario de ese día.

No podía permitirlo.

Así que, con múltiples folletos en una mano y un mapa de Medinaceli en la otra, nos preparamos para recorrer a piedi lo que un tiempo había sido un castro celtibero, luego un enclave romano, seguidamente una capital musulmana y finalmente un ducado creado por los Reyes Católicos.

Aquello prometía.

El Convento de Santa Isabel y su invitante acceso

El Convento de Santa Isabel y su invitante acceso

Después de haber recuperado a nuestro hijo futbolero, nos encaminamos hacia el cercano Convento de Santa Isabel, fundado en el siglo XVI por las Clarisas, que es el único que se mantiene en funcionamiento como tal de los cuatro existentes en el momento de máximo esplendor religioso de la villa. El portal del edificio, enmarcado por un cordón franciscano, nos invitaba a entrar y, sobre todo, a comprar alguna de las delicias elaboradas por las pacientes y monacales manos que hace tiempo dejaron de tejer elaboradas alfombras para cocinar dulces delicias.

La Colegiata y su torre campanario

La Colegiata con su torre campanario…

Sin embargo decidimos resistir a los humanos placeres del paladar y anteponer los placeres divinos del espíritu que se encontraban encerrados entre los muros románicos de la Iglesia de San Martín, que forma parte del conjunto conventual, y tras echar un vistazo a su restaurado interior, humilde y sencillo, decidimos perdernos por las evocadoras y sinuosas callejuelas empedradas de Medinaceli, tangible recuerdo de su pasado árabe, hasta alcanzar la Plazuela de la Iglesia dominada por la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción, de estilo gótico tardío, y por un abeto solitario que bien podía prestarse como emblemático Árbol de Navidad en el frío invierno medinense.

... y su barroco altar mayor

… y su barroco altar mayor

Entramos sigilosamente en el templo y, de inmediato, quedamos cautivados por la hermosa sillería del coro, de época ya renacentista, las elaboradas verjas que lo encerraban y el barroco altar mayor con su correspondiente retablo. Tanto nos impresionó que no reparamos en las campanas de su imponente torre, que nos anunciaban que se acercaba la hora del almuerzo y que el lugar religioso estaba a punto de cerrar, hecho confirmado por los amables gestos y palabras de un cura que interrumpieron nuestra estática contemplación.

Al salir de allí seguimos deambulando por la villa silenciosa y tranquila donde el tiempo parecía haberse detenido y, con ello, afortunadamente, también las hordas de turistas.

Encantadoras casonas

Encantadoras casonas de nobles orígenes

El encanto de laberínticos y estrechos pasadizos, de palacios blasonados, muchos de ellos abandonados, de nobles casonas de labrada sillería y de lienzos de murallas árabes y romanas, cual cruce de culturas del pasado, nos atrapaba dulcemente, nos seducía levemente y nos conquistaba intensamente.

Pasadizos solitarios

Pasadizos solitarios

Caminábamos despreocupados por una casi fantasmal “ciudad segura”, Ciudad de Salim, o “ciudad de la mesa”, Medina Occilis, cuando, de repente, desembocamos en su grandiosa Plaza Mayor, levantada sobre las gloriosas cenizas del foro romano.

Un resplandeciente cartel explicativo

Un resplandeciente cartel explicativo

Ese amplio espacio, tan perfectamente cuidado que no parecía real, se presentó, y se prestó, como una estrella del cine mudo para posar para nuestra improvisada sesión fotográfica mientras que un cartel explicativo, bien integrado en un escenario tan típicamente castellano, y que resplandecía bajo los rajos de un sol de justicia, nos ayudó a no desorientarnos entre tanta riqueza y hermosura arquitectónica.

De espaldas al Aula arqueológica, un moderno espacio interactivo dedicado a la historia de la villa, se ubicaba, entre elegantes soportales y bajo la severa mirada del campanario de la colegiata, la Alhóndiga, cuyo escudo ducal se encontraba parcialmente cubierto por unas banderas que ondeaban en su fachada, único elemento discordante, por sus vivos colores, con el resto del uniforme y monocromático conjunto. Un poco más le acompañaba el renacentista Palacio ducal, de simétrica sobriedad, obra de Juan Gómez de Mora y actual sede de la Fundación DEARTE, que custodia no sólo obras contemporáneas sino también antiguas, como el enorme mosaico romano hallado en esa misma plaza.

La Plaza Mayor...

La Plaza Mayor…

... sobre el antiguo foro romano

… sobre el antiguo foro romano

A pesar de ser ya la hora de la comida, no pudimos resistirnos a acceder a ese noble edificio para observar su variado contenido, además la entrada era gratuita.

El restaurado patio central del Palacio ducal

El restaurado patio central del Palacio ducal

Una vez dentro, en el magnífico patio central, también restaurado, protegido por una escenográfica cubierta de cristal, bajo los arcos de medio punto de la galería inferior, fuimos sorprendidos por unas extrañas mujeres metálicas, con un aspecto entre maniquíes y guerreras, que con su estática postura, en contraste con las sinuosas y dinámicas líneas de sus figuras, parecían proteger ese lugar – en realidad se trataba de unas obras del escultor y psicólogo Manuel Mata Gil para una campaña de sensibilización contra la violencia de género –.

Los inquilinos de la galería inferior

Las extrañas figuras de la galería inferior

El artístico

El «sillón de la Odalisca»

Y mientras desfilábamos frente a esas curiosas e ingeniosas estructuras, nos percatamos de que otras siluetas, curvas, entrelazadas entre ellas volteaban sobre nuestras cabezas en una escultórica danza, obra de Pep Roig, que nos recordaba a la pintada por Matisse.

Un millar de piezas estelares romanas

Un millar de piezas estelares romanas

En las demás salas que asomaban a aquel sorprendente espacio central se exhibían otras creaciones originales, y después de haber admirado un invitante “sillón de la Odalisca”, de Jorge Moran, en el que me hubiera acomodado gustosamente, de no ser por el (in)oportuno cristal que lo protegía, alcanzamos la estancia donde descansaba la pieza estrella, o mejor, las millares de piezas estelares del siglo IV que componían la figura de una diosa, Ceres, dominando animales de género no bien identificado, terrestres, marinos y alados, entre temas geométricos de sublime perfección.

La iglesia de San Román

La iglesia de San Román, antigua sinagoga

El recuerdo de otros magníficos mosaicos, los que están expuestos en el grandioso MAN, y con ellos el de unas historias mitológicas, llenas de magia y fantasía, estaba a punto de llevar a Aliapiedi a ese mundo tan especial, cuando la alegre voz de un infante, preso ya de un hambre creciente, la devolvió a la realidad.

El Arco árabe

El Arco árabe, antigua puerta romana

A toda prisa, nos dirigimos hacia el siguiente destino: un antiguo granero, que en la actualidad es un acogedor asador, donde la contundente y abundante comida, al igual que la bebida, dio rienda suelta a nuestro paladar.

El castillo, actual cementerio

El castillo, actual cementerio

A la salida del restaurante, dimos otro paseo de pasos perdidos por la tranquila Medinaceli, entre calzadas invadidas por una prepotente hierba salvaje, hiedras aferradas a decadentes muros y piedras que intentaban heroicamente sustentarlos, en busca de nuevos objetivos: una iglesia, la de San Román, levantada sobre las cenizas de una sinagoga y víctima del mismo polvoriento paso del tiempo; un Arco árabe, antigua puerta del primitivo campamento romano; un castillo, cuyos restos, esparcidos sobre un prado que ahora hacía las veces de cementerio, estaban allí donde un tiempo descansaba la Alcazaba, y, por último, otro mosaico impresionante, el de la discreta y apartada plaza de San Pedro, cuyas policromas imágenes geométricas, como triángulos, puntas de flecha o cadenetas, se alternaban con otras figuradas, como flores, cascos y escudos de guerreros.

La plaza de San Pedro con el mosáico

La plaza de San Pedro con el mosáico

Difícil tarea fue, una vez más, la de alejarnos de allí para seguir nuestro camino hacia el siguiente destino: Jadraque.

Nos despedimos entonces de la bella y seductora villa y bajando por donde habíamos subido, en dirección al valle del Jalón, nos topamos con una fuente, puede que celtibera, romana o árabe, donde bebimos copiosamente sus frescas aguas de entonces y de siempre.

Y por fin, a la cinco de la tarde, con un calor asfixiante, entre la meseta asolada que rodeaba una carretera empinada, cual fantasma de piedra, vimos asomar un castillo, una fortaleza inmensa cuya majestuosa presencia se percibía desde la distancia.

Ese robusto palacio residencial, mandado erigir por el hijo primogénito del cardenal Mendoza para representar la fuerza y el poderío de su augusta familia, que se dice descendiente del mismísimo Cid Campeador, sin duda, cumplía con creces el simbólico objetivo. Temblorosos y respetuosos aparcamos el coche a sus pies, o mejor, a los pies del elevado cerro cuya cima estaba integralmente ocupada por la imponente estructura de casi cien metros de longitud.

La imponente fortaleza en

La imponente fortaleza en el «desierto de los tártaros»

Allí, en el medio de ese “desierto de los tártaros” que parecía salido de la homónima novela de Buzzati, sólo estábamos nosotros y la imponente fortaleza.

El rípido y soleado ascenso

El empinado y soleado ascenso…

Casi en la cima...

… para alcanzar la cima

Acompañados por los chirridos de los grillos, como atrevidos alpinistas que se enfrentan a una cumbre nevada de polen, canícula y sequedad, fuimos ascendiendo por un irregular camino donde nuestras mismas sombras parecían abandonarnos. El calor que despedía la tierra se unía en un infernal e invisible abrazo con los rayos del astro rey y la pendiente hacía que nuestras espaldas se curvaran cada vez más, por el efecto de la gravedad.

Queríamos conquistar el castillo pero era el castillo que nos conquistaba a nosotros…

Entre visiones, espejismos y alucinaciones, alcanzamos nuestra meta y allí arriba, arriba del todo, jadeantes, disfrutamos de un panorama que quitaba el aliento, en todos los sentidos.

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La panorámica recompensa

 

Y mientras intentábamos recuperar nuestras mermadas fuerzas, ejerciendo de improvisados centinelas de esa fortaleza solitaria, divisamos en el horizonte una nube de polvo, cada vez más grande, cada vez más próxima… No, no se trataba del tan esperado ejército de tártaros, lo que se nos avecinaba era un ejército, sí, pero de modernos centauros motorizados. Esa ruidosa tropa sobre ruedas alcanzó rápidamente y ágilmente la parte superior del cerro, aunque sin llegar a la cima, a bordo de sus caballos mecánicos, y, pocos instantes más tarde, enfundados en sus monos oscuros, como si de unos guerreros tenebrosos del Tercer, o puede que el Cuarto, Milenio, sin el menor esfuerzo, se hicieron con el castillo que tanto nos había costado conquistar a nosotros.

No nos quedaba otra que retirarnos y dejar la mítica fortaleza fantasma en manos de ese improvisado enemigo. Pero nuestra rendición sin embargo no significaba que se acabaran todas las guerras.

Más batallas, más contiendas, más duras y más violentas, nos aguardaban en nuestro último destino: Hita.

El estratégico bastión natural en el que tiempo atrás se había erigido un poderoso castillo, en lo alto de un cerro, fue lo primero que vimos desde la carretera pero conforme nos fuimos acercando al centro de la villa, recorriendo sus empinadas calles, fuimos descubriendo más históricos detalles por sus empinadas calles.

Un músico sui generis

Un músico sui generis

De repente, tras atravesar la Puerta de Santa María, la única superviviente de las tres que vigilaban la extensa y fuerte muralla que mandó levantar el Marqués de Santillana, como si de una puerta del «Ministerio del Tiempo» se tratara, nos encontramos por arte de magia en la Edad Media. Desafortunadamente, ese arco apuntado con un garitón en cada lado nos había trasladado a esa época tal cual estábamos, con el aspecto de unos pintorescos personajes venidos de un futuro muy lejano y nuestra clásica pero moderna vestimenta llamaba la atención entre las damas y los caballeros que vestían refinados atuendos: elegantes ellas, con sus elaborados peinados y sus valiosos complementos decorativos, y listos para la batalla ellos, con sus armas y sus escudos.

Un mapa de antaño

Un mapa de antaño

La calle era una fiesta: músicos, juglares y unos peculiares personajes llamados botargas se mezclaban con la gente formando corrillos en los que se cantaba y bailaba a discreción. Nuestras alucinadas miradas chocaban con las firmes miradas de guerreros, jinetes y escuderos que exhibían afiladas espadas de metal reluciente y nerviosos corceles de pelaje brillante.

La escenográfica Iglesia de San Pedro

La escenográfica Iglesia de San Pedro

Era un maravilloso tripudio de colores y sonidos, de bailes y cantes, de folclore y tradición.

Sumergidos, o mejor dicho, invadidos por esa ficticia realidad o esa ficción hecha realidad, intentando no llamar demasiado la atención, exploramos la villa engalanada para la ocasión consultando un mapa de antaño esculpido en un lienzo de la muralla que bordeaba la animada Plaza del Arcipreste.

Sorteando hombres enmascarados, gigantes disfrazados y bufones descarados, alcanzamos las escenográficas ruinas de la Iglesia de San Pedro, un lugar sagrado donde un tiempo se custodiaban los sepulcros de nobles hidalgos cuyos valiosos gestos iban a emularse en el Palenque ubicado más abajo a lo largo de un tan entretenido como peligroso torneo caballeresco.

Personajes de todo tipo y facciones

Personajes de todo tipo y facciones

Eran la siete de la tarde y el mencionado recinto, precedido por múltiples y variados puestos de un auténtico y pintoresco mercado, estaba lleno a rebosar.

Al son de instrumentos marciales, entre estandartes multicolores y una contagiosa emoción colectiva, el maestro de ceremonia, dotado de trono y corona, anunció solemnemente el inicio del torneo anual desde el prestigioso palco real.

Una parodia del histriónico combate entre don Carnal y doña Cuaresma inauguró el tan ansiado espectáculo enfrentando a ambos bandos en el recinto.

El combate entre don Carnal y doña Cuaresma

El combate entre don Carnal y doña Cuaresma

Personajes de todo tipo y facciones, armados con lanzas y bastones, calentando los motores de unos carros de madera, se lanzaron sin dudarlo en un tremendo choque frontal, entre forcejeos, insultos y sádicas risas.

Sin honor y sin gloria pero con eufórica alegría se concluyó la controvertida historia. Pero lo mejor estaba por llegar.

Unas hermosas odaliscas que bailaban sensualmente una sinuosa danza del vientre se encargaron de dar la bienvenida a los verdaderos héroes del torneo, unos caballeros hechos de acero, por dentro y por fuera, que con sus pesadas armaduras se disponían a competir en una dura contienda.

Los cinco caballeros del Apocalípsis

Los cinco caballeros del Apocalípsis

Su entrada, acompañada por una épica banda sonora, fue triunfal. En el coso rectangular el entusiasmo era desbordante y se mascaba la tensión entre los protagonistas del inminente encuentro, o desencuentro. Esto iba en serio, se trataba de un despiadado “juego de tronos” en el que entre tantos luchadores sólo quedaría un superviviente, un “Highlander” hiteño que sería venerado por los siglos de los siglos.

Los combatientes desfilaban ante nosotros, humildes mortales, montando sus fogosos caballos con paramentos sin iguales.

El peligroso acoso al estafermo

El peligroso acoso al estafermo

El maestro de ceremonias los saludaba y, tras recordarles las reglas del torneo, los despedía bendiciéndoles mientras que los asistentes apostaban sobre sus cabezas sumas ingentes. Los caballeros, así llamados por el medio de transporte que utilizaban que no por los violentos gestos y ofensivas palabras que se dirigían entre ellos antes del empiezo del torneo, exhibían orgullosos las insignias de sus respectivas cofradías, gritaban altivos sus hazañas y se desafiaban soberbios entre ellos.

El momento había llegado.

La diana golpeada en su corazón de paja

La diana golpeada en su corazón de paja

Bajados los yelmos, sujetando con una mano las bridas y con la otra la lanza, los cinco jinetes de un Apocalipsis a punto de explotar, se lanzaron en un peligroso acoso a un estafermo que intentaba golpearles de rebote con su pesada maza.

Después, fue el turno de una diana cuyo corazón de paja era el objeto de unos dardos despiadados lanzados a toda velocidad.

Y por último, como colofón final de ese evento sin igual, la difícil prueba de la sortija que puso a prueba la pericia de los cinco combatientes ante un público más que exigente.

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La difícil prueba de la sortija

El valor de todos los participantes quedó sellado para siempre y la inmortalidad se concedió al último superviviente entre los vítores y aplausos de sus fervientes seguidores.

Eran las ocho de la tarde.

El festival seguía adelante y con él el júbilo de la gente entre meriendas, pasacalles y leyendas.

La tentación de quedarnos en esa Hita medieval para asistir a una justa nocturna, una representación teatral y a un concurso final nos devoraba el cuerpo y la mente. Pero una fantasiosa Puerta, la del Sol, la de un sol veraniego en su ocaso que desprendía sus últimos rayos por esas tierras manchegas de hidalgos literarios, verdaderos o imaginarios, se abrió delante de nosotros, madrileños de nacimiento o de adopción, para que regresáramos al futuro de donde habíamos venido.

Y así fue como los de Aliapiedienfamilia volvieron al actual verano recordando uno del pasado, de un pasado muy cercano o puede que mucho más lejano…

El cartel del Festival Medieval 2015

El cartel del Festival Medieval 2015

El cartel del Festival medieval 2014

El cartel del Festival medieval 2014

Una nota final: Este sábado, el primero del mes de julio, tendrá lugar la 55ª edición del Festival Medieval de Hita. Para todos aquellos que no trabajan en el Ministerio del Tiempo, las entradas, gratuitas para los menores de seis años, se pueden adquirir con antelación en la página web de su ayuntamiento o, in situ, en el punto de venta de la Plaza del Arcipreste. No esperéis a que se abra una providencial “Puerta del Tiempo”: ¡cerrad con llave la de vuestro hogar y lanzaos sin miedo en esta veraniega aventura familiar de sabor medieval!

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