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Safari Madrid: «Un lugar para (no) soñar»

Érase una vez un marqués, el Marqués de Griñón que, de vuelta de un viaje a Gran Bretaña en el que conoció a un tal Jimmy Chippierfield, inventor de las primeras reservas africanas fuera del referido continente, cautivado por la original iniciativa decidió instalar una en su finca “El Rincón”, ubicada en Aldea del Fresno, a la que bautizó, como no podía ser de otra manera, “Safari El Rincón”. El original proyecto, en el que colaboró con igual entusiasmo el famoso naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, no tuvo sin embargo el éxito deseado y, con el paso de los años, el efecto-sorpresa fue mermando al igual que las instalaciones del “salvaje conjunto”. El safari, tras sucesivos cambios de gestión y de propiedad, nunca recuperó el esplendor de sus orígenes pero, a pesar de todo, consiguió sobrevivir con todos sus animales a distintas crisis “bestiales”.

Esa era la historia que contaba a mis hijos y a su primo camino del actual “Safari Madrid” para que no esperaran encontrarse una zoológica instalación de “última generación” sino más bien un lugar sencillo en el medio del campo, cuya belleza radicaría, precisamente, en su sencillez no artificial. A los niños, en realidad, poco les preocupaban las apariencias del atípico parque que, según los relatos de amigos y familiares, se había quedado casi igual al día de su fundación, hace cuarenta años; lo que les interesaba de verdad era su rico y variado contenido, lo que ponía en evidencia que las advertencias parecían más bien destinadas a la pareja sentada delante de ellos, uno conduciendo y la otra relatando.

El salvaje logo safaresco

Un logo salvaje y bestial

Y, efectivamente, los temores de los adultos se confirmaron nada más llegar a destino: en el medio de un tortuoso sendero, flanqueado por esparto, apareció una pintoresca taquilla, con apariencia de caseta de peaje, sustentada en gruesos palos de madera que le proporcionaban un aire de cabaña, de cuya ventanilla asomó la cara de la responsable de la entrega manual, que no automática, de las entradas y, bajo petición, de un mapa del tesoro bestial y vistosas bolsas de zanahorias.

Adquirido el primero pero no las preciadas hortalizas que ya traíamos de casa para ofrecérselas a los mansos, y después de haber leído las normas de comportamiento enumeradas en el “aviso importante” que acababan de darnos – “no bajar del vehículo”, “en caso de avería, tocar el claxon”, “no sacar las manos de las ventanillas”, “no detenerse junto a los animales”, “no alimentarlos”… – nos lanzamos, a velocidad moderada, hacia la salvaje aventura familiar.

Siguiendo las indicaciones de unos anticuados carteles de madera, nos aproximamos a bordo de nuestro medio de transporte a la sección estrella del safari, la de los animales en semi-libertad. Conforme avanzábamos por el abrupto camino, teníamos la sensación de ser trasladados a otro lugar, que nos recordaba al de la conocida película americana “Un lugar para soñar”, un parque de gran potencial pero que se había resentido sensible e inevitablemente con el paso los años. Buena muestra de ello lo constituían un curioso rótulo con forma de kart, no de estilo “vintage”, sino viejo de verdad, que anunciaba una pista de karting, un tobogán gigante que resistía en pie con sus colores desteñidos y su estructura herrumbrosa y una tienda de souvenirs que vivía de recuerdos y del recuerdo del esplendor de antaño…

Mientras los padres reflexionábamos perplejos sobre cómo parecía haberse detenido el tiempo en ese lugar, los niños, cautivados por las lúdicas instalaciones, sin prestar la mínima atención a los detalles, ya se distraían del destino principal, suplicando inútilmente paradas inmediatas, que se topaban con una insistente y adverbial respuesta: “después”.

Entre disputas verbales, llegamos a las puertas del safari propiamente dicho, donde pasó algo o, mejor dicho, “alguien” inesperado que reanimó a los adultos desconfiados: una llama, en carne y hueso, que nos daba una calurosa y sorprendente bienvenida en ese hogar animalesco.

Una sorprendente bienvenida

Una sorprendente bienvenida

Un grito colectivo, de júbilo para los atrevidos niños, y de terror para la miedosa niña, resonó en el interior de nuestro vehículo con las puertas y ventanillas cerradas a cal y canto.

El animal se acercaba cada vez más, con su cara divertida y su lengua felpuda mientras nosotros, entre aturdidos y extasiados por su presencia, lo contemplábamos desde nuestra privilegiada posición, separados de él por unos pocos milímetros de cristal. La criatura, después de habernos husmeado, o mejor dicho, de haber husmeado la carrocería de nuestro coche –un consejo: ¡si vais al Safari Madrid evitad hacerlo con  un vehículo que acabe de salir del concesionario o de un túnel de lavado!–, puede que en busca de herbívora comida, afortunadamente, nos descartó como su presa inminente y, pasados unos interminables segundos, nos dio la espalda y se alejó con aire indignado, mostrándonos sus partes nobles.

Un curioso y rápido avestruz

Un curioso y rápido avestruz

Aún sin retomar la compostura después de aquel encuentro a cortísima distancia, ya estábamos en el punto de mira de un impresionante avestruz que, a pasos agigantados, se dirigía hacia nosotros.

El ave, el más grande del mundo, flanqueando nuestra jaula motorizada y doblando su esbelto cuello, se entretuvo un momento observando esa peculiar especie animal allí encerrada llamada ser humano, con unos ojos que estaban más fuera de las órbitas que los suyos pero, poco después, imitó a su predecesor y se dirigió libremente hacia el coche de delante que, haciendo caso omiso de las instrucciones, distribuía zanahorias a tutiplén, con las ventanillas inocentemente bajadas y las manos imprudentemente sacadas.

Un animalesco encuentro a cortisima distancia

Un encuentro a cortísima distancia

Y por culpa de ese gesto, pensaba la pequeña, o gracias al mismo, pensaban los mayores, empezaron a aparecer animales de todo tipo y género procedentes de la exterminada pradera en la que nos encontrábamos, algunos de los cuales, como el ciervo o el antílope, nos resultaban bastante familiares, y muchos otros como el órix, la cervicabra o los cobos, bastante desconocidos.

Una pareja de elegantes jirafas

Una pareja de elegantes jirafas

Puede que olisquearan el anaranjado alimento porque todos esos seres vivos, con una actitud más que amistosa, rozaban, lamían o, directamente, trepaban por el coche, colocando sus zuecos sobre la carrocería, provocando entre los más pequeños gritos de terror convertidos rápidamente en contagiosas risas de furor.

Los carnívoros tigres del Bengala

Los carnívoros tigres del Bengala

Un poco más allá, un par de elegantes jirafas que deambulaban por un amplio jardín cerrado captaron nuestra atención con sus cuellos alargados y su reluciente manto de figuras trapezoidales y, frente a ellas, unos carnívoros tigres de Bengala también reclamaban su salvaje protagonismo.

Al mismo tiempo, en el horizonte (del parabrisas), un “jorobado” dromedario se asomaba a las ventanillas de nuestro vehículo, ya convertido en un todo terreno, no por su versatilidad sino por las huellas de barro y las manchas de saliva con el cual iba cubriéndose.

Elefantes paseando sin prisa pero sin pausa

Elefantes paseando sin prisa pero sin pausa

Tras sortear cebras, argúíis de barbas lanudas y watusi de larga cornamenta, pudimos entrever a lo lejos unos imponentes elefantes asiáticos que, como nosotros, avanzaban sin prisa pero sin pausa, pero que, a diferencia de nosotros, lo hacían por un envidiable y amplio perímetro habitable.

Finalmente, alcanzamos la tercera sección del safari, controlada por un vigilante a bordo de una flamante camioneta en continuo movimiento, y allí nos encontramos nada menos que con el rey de los reyes, el señor de la selva, Su Majestad El León.

Por evidentes razones de seguridad, ya que a diferencia de los tigres, los regios ejemplares compartían con nosotros el amplio espacio verde en el que vivían, sin valla de separación alguna, estaba firmemente prohibido detener el vehículo así que, dando vueltas alrededor de los autoritarios depredadores, admiramos emocionados y con una pizca de temor, la fulgida y densa melena de un Simba ya crecido que descansaba al lado de su pareja, dominando el territorio con la sola fuerza de su mirada… ¡y de sus rugidos!

El Rey de los Reyes, el Señor de la Silva, Su Majestad el León

El rey de los reyes, el señor de la selva, Su Majestad El León

El poder contemplar esos animales desde tan cerca constituía una experiencia  sencillamente abrumadora y la fuerza naturalmente bestial que desprendían era algo indescriptible. Nos habríamos quedado todo el día dando vueltas por aquel seductor jardín encantado, cuales atípicas peonzas que ganan vitalidad y energía en cada giro, pero, muy a nuestro pesar, teníamos que proseguir y adentrarnos aún más en el safari.

Una cueva de Altamira a cielo abierto

Una cueva de Altamira viva y a cielo abierto

Pasamos entonces al siguiente recinto, oportunamente vallado, donde descansaban unos imponentes bisontes, cual representación real y actualizada de las murales, y milenarias, figuras de Altamira, para enfrentarnos a la última sección, puede que la más peligrosa de todas, a juzgar por los amenazadores avisos que precedían a su acceso que, entre  redes de protección, vallas y torres de vigilancia, parecía el de una prisión.

¿El acceso a una diabólica prisión o a un paraíso terrestre?

¿El acceso a una prisión o a la última sección?

Y mientras esperábamos a que un guardián abriera las puertas de esa muralla levantada como una empalizada, una inquietud creciente invadió nuestros cuerpos y nuestras mentes: ¿Qué, o quién, vivía allí atrás?

Una pareja de cebras que se daban la espalda, componiendo una curiosa y especular composición geométrica, destacaba sobre el fondo de ladrillos rojos que componían el hogar de decenas de monos; un poco más allá, un grupo de voluminosos hipopótamos, dóciles en el imaginario colectivo, pero en realidad más peligrosos que cocodrilos o leones, apagaban su sed en un estanque cercano; y cerca de la verde pared unos rinocerontes blancos, con sus característicos cuernos de queratina pero desprovistos de las míticas propiedades curativas, descansaban tranquilos y solitarios bajo el sol.

¿Una pareja de zebras o una zebra bicéfala?

¿Una pareja de cebras o una cebra bicéfala?

Admiramos extasiados los cuidados animales, habituales protagonistas de múltiples documentales y ahora de nuestras aventuras familiares, y como suspendidos en una bucólica burbuja, flotando entre especies sin iguales, navegamos entre sueños ahora reales.

Unos voluminosos y peligrosos hipopótamos

Unos voluminosos y peligrosos hipopótamos

En ese tripudio natural acabó la primera parte, puede que la más escenográfica y espectacular, de nuestra visita al Safari Madrid pero antes de irnos preguntamos al valiente guardián de este último recinto, un San Pedro del Tercer Milenio encargado de custodiar las llaves, y los candados, de ese paraíso terrestre, dónde se escondía la criatura más peligrosa: el temible oso negro.

El hombre, afable pero siempre atento, vigilando de reojo a los coinquilinos de ese espacio tan divino, nos explicó que el “primo pequeño” americano del más conocido oso europeo “pardiano”, estaba descansando o, mejor dicho, hibernando, a punto de despertarse, lleno de energías y vitalidad, con la llegada de la incipiente primavera.

Unos rinocerontes con el típico cuerno de queratina no curativa

Unos rinocerontes con el típico cuerno de queratina no curativa

Asombrados por aquella revelación, le preguntamos por el lugar elegido por el mamífero en cuestión para abandonarse a su placentero sueño reparador, a lo que el entregado interlocutor nos respondió sonriente indicándonos unos cercanos tubos gigantes en los que no habíamos reparado antes: en aquellos curiosos cilindros dormía tranquilo ese Yogui posiblemente no tan simpático como su infantil hermano mediático.

Desde una distancia prudencial, tratamos de  divisar en la atípica cueva alguna forma de vida, una ságoma oscura, una terrorífica criatura, pero allí dentro nada, ni nadie, parecía moverse…

Los watussi y su larga cornamenta

Los watusi y su larga cornamenta

Así que, acompañados por la duda, volvimos sobre nuestros pasos, o mejor dicho, sobre nuestras ruedas y nos cruzamos nuevamente con bisontes, leones, watusi, llamas, dromedarios y también nilgos, cervicabras y gamos.

Un

Un «jorobado» dromedario

Agotados por tantas e inesperadas emociones, decidimos salir de ese mágico lugar tan natural para volver a la vida real, a un pueblo cercano, poblado por seres humanos, donde reponer fuerzas en la barra de un restaurante con nombre “animalesco”, en consonancia con la excursión.

Media hora más tarde ya estábamos de vuelta en el paraíso, cruzando el río Alberche, adentrándonos entre campos y divisando esta vez un romántico torreón entre frondosas plantas que, según supimos seguidamente, era parte del Palacio El Rincón, propiedad del mencionado Marqués de Griñón. Tras un intento infructuoso de contemplar el hermoso edificio en su conjunto, nos embarcamos nuevamente en ese arca terrestre llamado Safari Madrid y conducido por un Noé moderno, de nombre compuesto más que evocador, que hace doce años se propuso sacar a flote el titánico y salvaje barco a la deriva.

El exitoso

El exitoso «Rincón de los mansos»

Como lo prometido es deuda, esta vez aparcamos el coche frente al “Rincón de los mansos”, con la intención de explorar este espacio “no-agresivo”. Los niños se lanzaron de lleno entre los dóciles animales mientras que la niña, como siempre más prudente, los miró desde el exterior del recinto, estrechando con fuerza la mano de sus padres. Tardó poco, sin embargo, en cambiar de opinión y enfrentarse, al igual que su valiente primo lejano y su heroico gran hermano, a cabras enanas y cerdos vietnamitas, alimentándolos, acariciándolos y cogiéndolos con ternura entre sus brazos.

Tarea difícil resultó después alejar a los tres jóvenes de ese “rincón” que querían  convertir en su habitación para ese día ¡y todos los siguientes!

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El escenográfico reptilario tropical

Gracias al seductor poder de unas sinuosas serpientes logramos que, por fin, los pequeños accedieran a dejar atrás, un poco a regañadientes, a sus nuevos amigos cuadrúpedos y a piedi, bajo los rayos de un sol más cálido, nos dirigimos hacia el “reptilario”, una inocua casita de rojas paredes que bien podía adaptarse al cuento de Caperucita pero que escondía un contenido espeluznante, envuelto entre las nubes de una intensa humedad y una conseguida escenografía de selva tropical.

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Una pitón reticulada enroscada

Allí dentro había pitones reticuladas, varanos de agua, lagartos acorazados o boas constrictor, entre otras especies, que nos atemorizaron y fascinaron con sus pieles maculadas, sus colas poderosas, sus formas alargadas o sus espiras peligrosas.

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Un lagarto acorazado

A pesar de la calurosa, casi sofocante, temperatura que había allí dentro, unos fuertes escalofríos recorrieron nuestros cuerpos y, después de unos cuantos minutos de miedosa observación, abandonamos tan inquietante lugar.

Sin embargo, la etapa siguiente no fue menos perturbadora.

Se trataba del contiguo “insectario” que acogía los despreocupados visitantes con un cartel en su ingreso presidido por la imagen de una tarántula peluda y un más que acertado titular “Atrozmente bellos”…

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La peligrosa tarántula peluda

Temblorosos, entramos allí dentro y, entre réplicas de ecosistemas naturales y colecciones entomológicas, nos acercamos al vivarium, repleto de ejemplares vivos, algunos camuflados, otros escondidos y unos cuantos muy animados. Nuevamente nos invadieron unos sudores fríos y respetuosamente nos despedimos de los “atroces” y “bellos” insectos exhibidos entre aquellas oscuras paredes para adentrarnos en el último edificio de ese complejo, tan inocuo por fuera como letal por dentro: la “Gruta de los cocodrilos”.

El nombre del lugar ya de por sí infundía un profundo terror pero con mucha sangre fría, tomando ejemplo de los animales a los que nos íbamos a enfrentar, y una buena dosis de valor, entramos en ese original túnel del terror, desplazándonos cautelosamente por una escenográfica pasarela sobre fauces abiertas, afiladas garras y mandíbulas potentes.

La letal tortuga mordedora

La letal tortuga mordedora

Una aterradora pareja

Una aterradora pareja de cocodrilos

Entre estos auténticos fósiles vivientes nos fijamos en una tierna pareja de tortugas mordedoras que descansaban entre las lianas, plantas y piscinas representadas en los dioramas, aparentemente dóciles pero tan letales como los aligátores y caimanes, según nos confirmaron in situ los apasionados y polifacéticos cuidadores de estos animales que, en ese momento, se dedicaban también a labores de manutención y mejora de las instalaciones. Así que, asombrados por sus científicas informaciones y sus prácticas demostraciones, nos quedamos largo rato en esa gruta silvestre donde unos valientes seres humanos se codeaban  tranquila y armoniosamente con estos imponentes reptiles, descendientes de los prehistóricos dinosaurios.

A la salida de la gruta, repusimos fuerzas con un refresco en el quiosco de al lado, bajo una extensa, y desértica, carpa –la amabilidad del personal presente suplía con creces la ausencia de gente– y, acto seguido, nos acercamos a un nuevo recinto donde en media hora aproximadamente iba a representarse una volátil exhibición.

Una amazona de frente azul

Una amazona de frente azul

Ninguno de nosotros, en realidad, tenía especial predilección por los seres alados, de modo que, sin excesivo entusiasmo, nos dirigimos hacia el lugar del mencionado espectáculo, cerca del más cautivador rincón de los mansos. Un nuevo cartel, sin embargo, llamó nuestra atención y, no demasiado convencidos, decidimos obedecer  aquella indicación, y tras pasar por debajo de un pintoresco portal que parecía dar acceso a una finca particular nos adentramos en el “Rincón de las aves” donde centenares de exóticos seres voladores de toda procedencia que componían un artístico arco-iris con sus brillantes plumajes, nos dieron una melódica bienvenida compitiendo en simpatía.

El simpático gucamayo azul

El descarado guacamayo auriazul

Engatusados por el carnaval aviario, sin saber por quien decantarnos, fuimos finalmente capturados por un guacamayo auriazul que, presumido y descarado, nos provocó con sus ágiles movimientos, sus atrevidos gestos y sus piruetas acrobáticas.

Un poco más allá se unió al entretenido juego un papagayo muy charlatán que, con su voz aguda, repitió a escondidas una y otra vez el nombre de nuestra hija. Parecía que las aves se habían puesto de acuerdo para entretenerse con los ingenuos humanos que finalmente se alejaron de sus instalaciones encantados con la tomadura de pelo… ¡o de pluma!

Ese lugar, y sus pintorescos habitantes, habían conseguido sorprendernos gratamente, por lo que, bastante más animados, nos dirigimos hacia lo que parecía una plaza de toros, aunque el coso fuera de hierba y no de arena y los protagonistas del espectáculo fueran aves en lugar de bovinos. En efecto, eran las cuatro, no las cinco, de la tarde…

Bajo un sol de justicia y con un viento que soplaba cada vez más insistente, el público esperaba, pacientemente sentado en los bancos del bucólico recinto, la llegada de las  inquietantes rapaces mientras los entrenadores permanecían en sus posiciones, mirándose preocupados…

Algo extraño había en el aire… o, mejor, el aire resultaba extraño.

En el centro de la plaza apareció entonces el responsable de la específica exhibición, que también lo es del admirable y ambicioso proyecto de conservación, educación e investigación del Safari Madrid en su conjunto.

El majestuoso halcón sacre

El majestuoso halcón sacre

La física presencia de este Noé del Tercer Milenio ya de por sí imponía un cierto respecto, comparable al que impone un torero a punto de enfrentarse a su adversario, pero fue el tono firme de sus palabras lo que nos confirmó su audacia controlada y su generosidad desinteresada: a pesar del fuerte viento que iba a dificultar las maniobras de las aves y la labor de sus monitores, el espectáculo no iba a suspenderse: “¡the show must go on!”

Aplaudiendo la atrevida iniciativa con un motivo añadido de emoción, nos dispusimos a asistir a la afamada exhibición.

A lo lejos, desde lo alto de una torre que desde el principio habían divisado nuestros espabilados acompañantes, vimos salir al primero de los aviones sin motor: el cóndor de los Andes. Su figura, cada vez más grande conforme iba acercándose a la plaza, era sencillamente majestuosa: las alas desplegadas buscando la mejor corriente, su planear libre en el cielo infinito y, finalmente, su aterrizaje elegante cual toque final de un baile perfecto nos dejaron boquiabiertos.

La armonía, y sincronía, entre el hombre y el rapaz

La armonía, y sincronía, entre el hombre y el rapaz

Y así, uno detrás de otro, cada uno esperando su turno y su momento de gloria, volaron por encima de nuestras cabezas, más de una vez al ras de las mismas, unos soberbios y altivos ejemplares, cuyas virtudes y habilidades nos eran recitadas por el entrenador principal, el Noé de siempre: águilas de vista excepcional, pigargos de garras poderosas y halcones de velocidades estrepitosas.

Nuestros gustos personales sobre las aves cambiaron por completo y, para sellar la recién nacida amistad entre humanos y volátiles, nuestro hijo se ofreció voluntario, seguro de sí mismo en su atrevimiento, para experimentar de cerca la rapaz interacción.

El simpático y exhibicionista Dioni

El simpático y exhibicionista Dioni

Un halcón peregrino llamado Dionisio, o más familiarmente Dioni, fue el elegido para que el brazo del atrevido joven fuera su destino.

Poco después un joven buitre leonado de nombre Sergio, captó todas las simpatías de un público entre asustado y entregado, a pesar de su legendario historial carroñero.

La exhibición de aves, a la que se incorporaron otros animales terrestres, como inteligentes lobos, ágiles zorros y un serval recién llegado, y adiestrado, pegando asombrosos saltos verticales, puso el colofón final de un espectáculo del todo excepcional.

El cerval y sus espectaculares saltos verticales

El cerval y sus espectaculares saltos verticales

Con una larga sonrisa en los labios, finalmente reconciliados con las aves después de haberlas conocido mejor y más de cerca, escuchando las explicaciones de ese digno sucesor del héroe Félix Rodríguez de la Fuente, nos encaminamos, siguiendo su consejo, hacia el cercano «Mini-zoo«, un establecimiento en constante remodelación donde se intenta ofrecer el mejor hábitat posible a los diferentes ejemplares allí alojados que proceden en su mayoría del tráfico ilegal.

Se trataba de la otra joya de la corona.

Allí, un puma solitario que parecía casi ejercer las funciones de guardián del insólito lugar nos dio una bienvenida bestial. Un poco más allá, una temible y fascinante pareja de carnívoros felinos, bellos, fieros, audaces y salvajes, con su piel brillante y sus ojos deslumbrantes, atentos a todos los visitantes, nos hipnotizaron con su imponente presencia a través del cristal alrededor de la extensa jaula.

Un lobo nervioso y hambriento

Un lobo nervioso y hambriento

Con ello era bastante para, una vez más, volver a casa más que satisfechos pero había mucho más: unos simpáticos y afilados puercoespines, cuales peculiares conjuntos de agujas vivientes, unos provocadores primates, nuestros históricos antecesores, un robusto y musculoso jaguar con su inconfundible pelaje a manchas y unos nerviosos lobos que no paraban de gruñir.

Paseando entonces entre tanta diversidad no sólo animal sino también vegetal, bajo árboles de copas frondosas que cubrían, casi protegiéndolo, ese “rincón mini-zoológico”, siguiendo un límpido arroyo, nos topamos finalmente con un romántico lago, escondido entre unas ramas todavía desnudas que lo enmarcaban escenográficamente.

«Un lugar para (no) soñar»

Y allí fue donde nos dimos cuenta de que el salvaje conjunto, tan vivo y tan vital, no era “Un lugar para soñar”, una película basada en hechos reales, sino “Un lugar para (no) soñar”, una experiencia basada en un sueño hecho realidad.

La vuelta al hogar dulce hogar...

La vuelta al hogar dulce hogar…

...bajo la sombra de palmeras ambiciosas

…bajo la sombra de palmeras

Acompañados por los últimos rayos de un sol casi primaveral, despidiéndonos de unos encargados empeñados en distribuir toneladas de carne entre los habitantes del mini-zoo, saludando a otros ocupados en devolver a unos dóciles ponis a su hogar, dejando atrás toboganes gigantes sin pequeños deslizándose, quioscos de comida ya desiertos y pistas de kart silenciosas, bajo la sombra alargada de palmeras ambiciosas, nos despedimos del increíble Safari Madrid de dulce sabor añejo, seguidos por la perpleja mirada de un avestruz que observaba alejarse en el horizonte dos adultos y tres niños, todos ellos sonrientes, encerrados voluntariamente en una motorizada jaula, pequeña e indecente:

¡Qué raros eran los humanos!

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La perpleja despedida del avestruz

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