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Quinta de los Molinos: La amistad en flor

Hacía ya siete años que Aliapiedi había visitado por primera y única vez la Quinta de los Molinos.

Por aquel entonces no conocía este parque madrileño en el que desembocó gracias a unos vecinos en uno de esos encuentros fortuitos que, sobre la marcha, con la magia de la amistad, se convierten en espontáneos y acertados planes de último minuto. Aquella primera vez, en familia y en buena compañía, empujando el carrito de una niña que todavía era un bebé y siguiendo con la mirada a un niño que correteaba despreocupado por los senderos empedrados, con las hijas de esos amigos ejerciendo de improvisados guías, llamó su atención la extensión de la “quinta” –denominación que, por aquel entonces, le era ajena–, como si ésta, con su alargada presencia, quisiera reclamar y reivindicar la belleza del campo en un entorno urbano que cada día se expansionaba más, engullendo la tierra con el asfalto de un arrollador boom inmobiliario.

No iba tan desencaminada.

En efecto, esa finca de recreo había sido el resultado del proyecto de un prestigioso ingeniero y catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, un tal Cesar Cort Botí, un viajero empedernido que casi un siglo atrás, movido por su pasión por el urbanismo, se hizo con la primera de varias parcelas que, poco a poco, fue adquiriendo y que acabaron conformando ese poliédrico espacio en el que trató de poner en práctica algunas de sus teorías, trasladando un paisaje campestre mediterráneo a la gran ciudad. Mucho más tarde, a principios de los ochenta del siglo pasado ese sueño hecho realidad fue vendido por los herederos del profesor al Ayuntamiento de Madrid, haciendo así posible su (gratuita) apertura al público.

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La triple propuesta «moliniana»

Años después, una nueva casualidad, también provocada por la amistad –la que le une con uno de sus más fieles seguidores virtuales–, devolvió a Aliapiedi a la quinta. Un seguidor virtual, uno de los más fieles, y también amigo, siempre comprometido con la cultura, le había anticipado que ese mismo fin de semana, coincidiendo con la famosa floración de los almendros, con carácter absolutamente excepcional, se iban a abrir al público las puertas del palacio de la quinta para albergar un concierto de la mano de un célebre cuarteto y una exposición sobre un interesante proyecto de recuperación de tres palacios históricos próximos, ubicados en las inmediaciones de tres paradas del tramo este de la línea cinco del metro: el palacio de la Quinta de los Molinos, el de la Quinta de Torre Arias y, finalmente, el del magnífico jardín de El Capricho.

Ese tripudio de razones –floración, concierto y exposición–, unido a su estimulante entorno, fue más que suficiente para animarla a pasear otra vez por ese lugar tan lejano en su memoria, como cercano, en términos geográficos, a su hogar familiar.

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¿Una puerta de acceso al parque?

Y así, un domingo por la mañana de un mes de febrero más templado de lo habitual, Aliapiedi, a pesar de albergar serias dudas sobre la posibilidad real de admirar en vivo y en directo los famosos almendros en flor –sus conocimientos en materia de botánica son bastantes limitados–, se dirigió, en compañía de su hija, hacia el (supuestamente) florecido parque. Siendo tres los objetivos de la visita y queriendo disfrutarlos con la mayor tranquilidad posible, la mujer y la mujercita se personaron delante de una de las cinco puertas de acceso, la de la calle Alcalá, con bastante antelación respecto a la hora de inicio de la segunda sesión del concierto, o eso creían…

Desde el coche, aparcado justo frente a la entrada, y a través de la ventanilla, al reparo de las, a pesar de todo, rígidas temperaturas matutinas, las dos observaron a un nutrido grupo de gente, bien abrigada, que esperaba pacientemente delante de una reja cerrada a cal y canto.

Algo, sin embargo, no cuadraba ya que a esa hora el parque debía de estar ya abierto.

Madre e hija, después de un cuarto de hora largo, vieron finalmente, a través de los barrotes de ese portal que en el pasado había gozado de un mayor esplendor, un guardián acompañado por un guía del parque, o eso les parecía, de modo que, tranquilizadas por esa visión, bajaron del vehículo, y se dirigieron al final de la cola.

Pero algo seguía sin cuadrar: ¿Por qué uno de los dos hombres que estaba más allá de la imponente entrada se sabía los nombres y apellidos de la gente que iba a acceder al recinto?

Unas frías gotas de sudor empezaron a perlar la frente de Aliapiedi, asaltada por la duda de un craso error, de un imperdonable olvido, de un desafortunado despiste y, armándose de valor, enfrentándose a la que temía revelarse como una dura realidad, se acercó a uno de entre los elegidos para preguntarle cómo había conseguido lo que tenía todo el aspecto de ser un pase vip en toda regla. El individuo, desde lo alto de su posición privilegiada, con aire compasivo, le explicó que se trataba de una visita especial, organizada por el Ayuntamiento, y que había que inscribirse previamente en Internet para poder entrar en el palacio… ¡de Torre Arias!

Al oír pronunciar ese noble nombre, tan altisonante, Aliapiedi quedó desconcertada y repentinamente sumida en la confusión de su mente –¡y de su memoria de pez!– y, tratando de recuperar la compostura bajo la inquisitiva y sorprendida mirada de su hija, se fijó con mayor detenimiento en el acceso que tenía delante… Bien mirado, no estaba tan segura de que esa entrada fuera la que había cruzado siete años atrás, aunque podía haber cambiado con el transcurso del tiempo. Entonces, cayó en la cuenta de que ese muro exterior revestido con un tembloroso yeso blanco no parecía el mismo que el de tonos rosados que creía recordar de hace un septenio –pero podía haber sido pintado– y de que esos árboles que asomaban con sus copos desde el recinto interior tenían poco de almendros, de los almendros de siete primaveras atrás –pero podían haber sido remplazados por otras familias vegetales–.

Demasiadas casualidades, pensó…

Aliapiedi, la sabelotodo sobre Madrid, la que presumía conocer la capital más que la mayoría de sus residentes o nativos, se había equivocado, por unos pocos centenares de metros, pero se había equivocado. No quedaba otra que tragarse el orgullo, agachar la cabeza, bajar la mirada y caminar calle arriba por Alcalá, de la mano de su hija, hasta llegar al número 527, en frente de la parada del metro de Suances.

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¡El acceso principal al parque con la vivienda de los guardeses!

En ese exacto punto geográfico encontró un acceso principal, flanqueado a ambos lados por la vivienda de los guardeses de la finca, que le sonó mucho más familiar. Lo atravesó, pasando por debajo de su bóveda de cañón, y enseguida se desvió del sendero principal adoquinado, fiel a su manía de salirse siempre del recorrido marcado –ya sea en autopistas, en carreteras urbanas o en senderos agrestes, en la esperanza, generalmente infructuosa, de encontrar algo insólito, original o desconocido que lleva siglos esperando ser descubierto por ella–.

Sin embargo, esta vez acertó.

Lo primero que olfateó, y luego vio, aunque fuera el principal motivo de su visita al parque, no dejó de estremecerle ni, teniendo en cuenta el espacio urbano en el que estaba ubicado, de sorprenderle: un extenso manto de colores rosa y blanco, dibujado por centenares de almendros puntuales a su cita floreal.

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Centenares y …

Ese perfumado, más bien embriagador, escenario le recordó enseguida al del magnífico Valle del Jerte, nevado de cerezos como sólo él podía estar, que había visitado quince años atrás en compañía de su futuro marido y un buen amigo de él, conocido por las circunstancias de la vida, perdido por diferentes motivos y listo para ser reencontrado, siempre que sea necesario, a pesar del paso de los años.

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… centenares y …

Esa postal que nada tenía que envidiar a las estampas, puede que retocadas, de fantásticos jardines japoneses que, al finalizar el invierno, protagonizan todas las portadas de las revistas de viajes, fue verdaderamente impactante, tanto que la criatura que le acompañaba, presumida y divertida, se ofreció rauda y veloz para posar para un reportaje cuyo cursi titular podría rezar “Flor entre las flores”.

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… centenares de …

Las dos se entretuvieron largo rato en esa encantadora arbolada pero la hora de inicio de la segunda sesión del concierto apremiaba por culpa del error geográfico de antes. Tenían poco menos de media hora para encontrar el hasta entonces nunca visto palacio entre las casi veinte hectáreas del bucólico recinto, carente de planos de situación.

 

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… almendros en flor

Aliapiedi sabía que habían accedido por la zona sur del parque, la que se caracterizaba por una apariencia más bien agrícola, y que tenían que llegar justo al lado opuesto, en el límite septentrional del mismo, allá donde destacaban los elementos de estilo romántico y paisajista.

Cruzaron entonces otras explanadas de almendros, más pobladas y más florecidas; se perdieron en un bosque de altos pinos donde bien podía esconderse un malvado lobo “perraultiano”; se reencontraron entre esbeltos eucaliptos habitados por mirlos en lugar de koalas australianos; se toparon con una rústica área infantil que se mimetizaba a la perfección con la seca vegetación que la rodeaba; volvieron a perderse en un mediterráneo olivar donde reinaba una paz oportunamente simbolizada por sus árboles de copa ancha, hasta que, finalmente, dieron con una especie de galería que hacía de enlace entre el ambiente más silvestre y el menos agreste de un parque que parecía exterminado.

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La luz al final del túnel

Y por fin, a la salida de ese oscuro túnel, vieron la luz, la luz de un cartel revelador, que anunciaba la famosa floración, el exótico concierto y la comprometida exposición.

Siguiendo aquellas indicaciones, ante sus ojos apareció un lago de considerables dimensiones con turbias aguas en busca de nitidez; un poco más allá, en el límite occidental del jardín, una fuente con cuatro tazas, flanqueada por bancos de granito; a la derecha, la así llamada Casa del Reloj, cuyas paredes rojizas destacaban sobre el fondo de cristal de un moderno polo empresarial, y, finalmente, a su lado, entre parterres de setos, uno de los famosos molinos de la quinta que con sus palas al viento traía a la memoria de Aliapiedi las imágenes de aquellos que aparecían solitarios ante gasolineras abandonadas en el medio del desierto en las películas americanas –y tampoco en esta ocasión iba ella desencaminada, ya que esos aeromotores habían sido traídos expresamente de Michigan–.

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Molinos íbero-americanos entre terrazas y espejos de agua

Distraída por la cinematográfica comparación, casi no se percató de que a su espalda se había materializado un palacio, o mejor dicho, el palacio, el eje inicial de todo ese recinto, un edificio de estilo pre-racionalista, cercano al de la secesión vienesa, que se presentaba de una forma muy seria y austera, al igual que los árboles desnudos que lo precedían y que con su seca presencia contribuían a crear un ambiente inquietante, casi de un perturbador “resplandor”.

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La álgida estampa invernal del austero palacio entre árboles desnudos

Aunque lo que realmente resultaba perturbador no era tanto el formal y lineal aspecto exterior del edificio sumergido en una álgida estampa invernal, sino más bien la cantidad de gente que hacía cola para acceder a su interior. Madre e hija se miraron con desesperación: esas decenas, puede que centenares, de personas ordenadamente colocadas una detrás de otra, no avanzaban ni un centímetro, y tampoco parecía importarles gran cosa, entretenidas como estaban en conversar entre ellas o en escrutar las pantallas de sus móviles de última generación.

Aliapiedi estuvo a punto de ceder, de renunciar a la empresa y de omitir esa parte de la visita pero justo en ese momento recibió la llamada de una querida amiga que, deprisa y corriendo, estaba llegando con su hija para asistir todas juntas al concierto, tal y como habían acordado. Esa llamada fue providencial para retomar el plan familiar original y seguirlo al pie de la letra, por larga que pudiera llegar a ser la espera…

Así todo, fue tomar esa determinación y ¡zas!, como por arte de magia, las imperiosas puertas del palacio abrirse de par en par…

Ya estaban en el vestíbulo central donde se había montado un escenario para los músicos y un “patio de butacas” para los primeros afortunados. Ellas se dirigieron rápidamente hacia una oscura sala lateral, iluminada por la exposición del ambicioso, y genial, proyecto de recuperación e unión histórico-cultural de las majestuosas y sorprendentes tres quintas y de sus palacios. Las fotos, los mapas y los paneles informativos allí exhibidos les sonaron familiares, sobre todo los que ilustraban la ubicación y estructura del jardín de El Capricho y del búnker oculto bajo su rebosante y cuidada vegetación, esperando pacientemente poder salir a la luz para darse a conocer a todo el mundo…

En ese instante, Aliapiedi no pudo evitar fantasear con los posibles programas culturales, itinerarios a piedi y eventos sociales que podrían organizarse poniendo en contacto esos tres lugares de enorme potencial.

Y así, entre sueños y deseos, con la dulce melodía que empezó a resonar en el ambiente, una sonrisa se dibujó en los labios de la hija cuando, entre el nutrido público, entrevió la cara de su antigua compañera de colegio al lado de su madre. Las niñas se saludaron, se abrazaron y se besaron con la sencillez y la ternura de unas niñas que, a pesar de no verse ya con la habitual cotidianidad, siguen reencontrándose con ilusión y con la certeza de ser y seguir siendo amigas para siempre…

Y mientras las complacidas mamás se sentaron en un asiento inventado, en el borde de una maceta de una planta ornamental, las dos mujercitas, aprendices de pianistas, se acercaron tanto como pudieron a los artistas y de pie, sin pestañear, unidas por sus manos y por sus comunes pensamientos, estuvieron desde el principio hasta el final escuchando en riguroso silencio el concierto, cautivadas por las originales y entretenidas notas musicales de latin-jazz del Maureen Choi Quartet. Los ritmos, a veces pausados a veces frenéticos, fueron poco a poco invadiendo todo el espacio, abrazando como si de una delicada niebla invisible se tratase a todos los asistentes, contagiándoles con los sonidos al compás, alternados o combinados, de un piano, un violín, una batería y un contrabajo, protagonistas de una virtuosa espiral de magia musical.

El palacio languideciente fue paulatinamente despertando de su letargo, cobrando vida y enriqueciéndose al ritmo de las estudiadas o improvisadas sinfonías, de los tonos graves o agudos de nostálgicas y evocadoras melodías, de unas notas tocadas con increíble maestría. La media hora abundante se esfumó rápidamente como los complicados acordes y los prolongados aplausos de la concurrencia y, al finalizar la sesión, todos los asistentes abandonaron encantados el edificio embrujado.

Pero la magia no había finalizado.

Fueron entonces los juegos, las risas y las palabras de dos niñas muy compenetradas las que consiguieron devolver al parque su belleza y su vitalidad de antaño, descubriendo los rincones más hermosos y los escondites más curiosos: el segundo molino, el de la rosaleda, al final de una escalera de rosas en primavera; un invernadero sin cubierta de cristal detrás de una columna jónica sin nada que soportar; unos estanques con fuentes de nítidas corrientes asomando entre terrazas abiertas entre una vegetación incipiente; una pista de tenis sin raquetas donde se vitoreaban infantiles piruetas; una grutas sin salida para satisfacer una curiosidad atrevida; unas ramas de mimosas perfumadas destinadas a unas madres muy amadas; unos arcos del triunfo levantados entre una vegetacion floreciente cuales fantasiosos decorados de relatos encantados, los de dos mujercitas soñadoras y de dos mujeres, gracias a ellas, triunfadoras…

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El triunfo de la amistad, el triunfo de la floración

Categorías: PARQUES Y JARDINES | Etiquetas: , , , , , , | 7 comentarios

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