Al norte del Parque del Oeste: En busca de la ría perdida (Primera parte)

El otoño es, en mi humilde opinión, la mejor estación para poder disfrutar de los numerosos parques y jardines de Madrid: los colores de las hojas, sus reflejos y la alfombra natural que dejan por el suelo aumentan considerablemente el carácter acogedor de estos oasis naturales urbanos, como si de unos cálidos hogares a cielo abierto se tratara.

Yo, como siempre, sigo fiel a mi jardín favorito, El Capricho, pero quería darme otra oportunidad con el Parque del Oeste que siempre había visitado por casualidad, rápidamente y sin conocimiento previo; así que, recopiladas esta vez unas cuantas noticias sobre el lugar y tras imprimir un plano del mismo, decidí explorar a piedi junto con mi familia su parte menos conocida, la que está mas al norte, ¡cerca del castillo “ultra-dimensional” del Museo del Traje!

Había leído que esta zona, al ser la más antigua, era también la que mejor conservaba su carácter paisajista y con toda mi ilusión me preparé mentalmente para encontrar algo que me recordara al jardín de los duques de Osuna: me bastaba con un rincón romántico o un detalle inesperado… ¡mi fantasía, como de costumbre, habría hecho el resto!

Pero al llegar a destino, un sábado por la mañana, la primera impresión fue cualquier cosa menos idílica. Los accesos desde la avenida de Seneca, que aparecen en medio de un césped perfectamente cortado, no invitaban en absoluto a entrar allí. Por el suelo y hasta por encima del cuidadísimo seto había restos de todo: botellas, papeles y otros materiales de origen no identificado. Como inicio no era muy alentador aunque esa imagen tan poco bucólica me sirvió para enseñar sobre el terreno a los jóvenes del futuro que me acompañaban, uno de los múltiples efectos negativos del alcohol y, sobre todo, de la tristemente difusa práctica del “botellón”.

Terminada la clase de educación cívica y cogiéndonos de la mano, nos atrevimos a cruzar juntos esa especie de “puerta al Infierno”, pasando por encima de todos esos desechos -¡los niños nombrados en el cole “cuidadores del planeta” tienen aquí mucho trabajo por hacer!-. Y, como por arte de magia, en lugar de personarse un sucio Lucifer, se presentó el parque en todo su esplendor.

No parecía estar en el centro de Madrid. Allí, rodeados de plantas de todos los tipos y géneros -debo confesar que mis conocimientos de botánica son casi nulos: ¡a duras pena distingo un pino de una piña!- estábamos un poco perdidos. Pero de mi bolsillo mágico -me sentía una mezcla entre Doraimon y Dora la Exploradora- saqué el plano impreso el día anterior donde, entre los distintos tonos de grises, sobresalían los puntos de interés de ese extenso espacio natural. Entre todos esos símbolos destacaba una línea sinuosa que había subrayado con un rotulador de color azul, haciéndola parecer una serpiente fantasmagórica: ese era nuestro destino -no el variopinto animal silvestre sino la menos peligrosa ría artificial que ese trazo simbolizaba-.

El mapa del tesoro acuático…

Pero ¿dónde estaba? La brújula dibujada en el mapa no nos servía de mucho y tampoco los navegadores de los móviles “ultra-generacionales”; así que, echando mucho de menos un cursillo acelerado de “boy scout” sobre métodos de orientación -si la memoria no me fallaba, aunque no recuerdo bien porqué, había que fijarse en donde nacía el musgo: ¿pero dónde estaba el musgo? y, sobre todo, ¿cómo era el musgo?-, al viejo estilo, nos acercamos a uno de los poquísimos paseantes para preguntarle por el supuesto curso de agua. El individuo nos miró perplejo: nunca había oído hablar de eso y, menos aún, lo había visto. Yo insistía con el tema mostrándole el infalible plano que tenía entre mis manos pero era inútil…

Incrédula e impotente, decidí tomar las riendas de la situación y poner remedio a la evidente impaciencia de mis seguidores. Tenía que elegir entre el sendero de la derecha y el de la izquierda -por intuición femenina me decanté por el primero- y luego entre subir o bajar -en comparación con la mía, la elección de Hércules en la bifurcación había sido un juego de niños, considerado además que las consecuencias de la misma sólo hubieran recaído sobre él, mientras que en mi caso, con mi decisión habría arrastrado conmigo ¡a toda mi familia!-. Guiada un poco por la comodidad y, quizás, por algo de lógica, decidí ir hacia abajo -los ríos tenían que bajar, ¿o no?- ya que allí delante había una pendiente que dejaba entrever al fondo una hendidura terrestre parecida a la de un Gran Cañón, cuya impresionante imagen volvió de repente a mi memoria, excavado por un incansable Colorado madrileño.

De lejos nos miraban unos seres humanos -¿o eran extraterrestres?- que, desplazándose con unos cómodos segways -los niños ya se estaban despistando hipnotizados por esos artilugios del futuro-, sonreían al ver nuestra fatigosa “escalada inversa”, suscitando de esa manera serias dudas sobre mi improvisado cargo de jefe-patrulla. Ejerciendo toda mi autoridad, animé a mi equipo de inexpertos exploradores a seguirme, explicándoles que aquellas personas nos estaban observando con un toque de envidia: con esos instrumentos de locomoción tan modernos nunca hubieran podido cruzar esa cuesta empinada, ¡a no ser que tuvieran la posibilidad de convertirse en todoterrenos, como si de unos Transformers se trataran! Los miembros de mi familia me miraron perplejos pero al final volvieron a confiar en mí.

De todas formas, a pesar de nuestros incansables esfuerzos para encontrar la ría del mapa, esta no aparecía por ningún lado. Sin embargo, afortunadamente, los niños se entretenían mucho descubriendo entre la fina hierba verde unos enormes hongos blancos -ventajas de vivir en una ciudad y de llevar una vida muy poco “rural”-. Pero no tardó en llegar una inoportuna lluvia de preguntas: ¿qué eran esas cosas? ¿Cómo se llamaban? Y, sobre todo, ya que la hora de la comida se acercaba a pasos agigantados, ¿se podían comer? Yo, tan incompetente en el ámbito micológico como en el botánico, les respondí que me parecían unos comestibles y alentadores champiñones -aunque me extrañara que hubiese tantos y tan al alcance de todo el mundo- pero que era mejor dejarlos en su sitio y seguir con la búsqueda de la “ría perdida”. [Continuará…]

Unos alentadores champiñones...

Unos alentadores champiñones…

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Categorías: PARQUES Y JARDINES | Etiquetas: , | 6 comentarios

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6 pensamientos en “Al norte del Parque del Oeste: En busca de la ría perdida (Primera parte)

  1. Ana

    Ya estábamos en mitad del camino…. ¡cuenta, cuenta!!

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  2. Soledad

    Alia, los foráneos sabemos de la fama nocturna del parque del oeste, no sólo por botellón, pero t diré q ahora q lo cruzo en coche a media tarde en otoño con ese colorido variado y esas majestuosas fuentes es una preciosidad d parque, hall de la casa d campo, sólo separados por una carretera q hace muchos años los dividió. precioso artículo, me encanta

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    • Hola Soledad: antes de todo, gracias por leerme y dejar tu comentario, que comparto totalmente. Qué suerte tienes al pasar por allí todas las tardes…aunque yo no me puedo quejar: tengo mi amado Capricho, una especie de hermano menor, mejor diría, hijo del Parque del Oeste. A ver si un día cruzo el hall de entrada y visito la Casa de Campo!

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  3. Roberta

    Querida Alia, ¡te vas convirtiendo en el mejor guía de Madrid! Dios mío cuántas cosas me quedan por ver, y en esta bonita estación que describes como si fuera el otoño en un mundo encantado, casi uno se espera ver a algún duende asomarse de repente por detrás de un árbol… Como siempre me ha fascinado tu paseo y a ver dónde está esa «ría perdida»…. un abrazo

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