Cuantas veces, paseando por Madrid, pasamos delante de edificios bellos por fuera y que tienen que serlo más aún por dentro, sin pararnos a pensar, por distracción o por prisa, en lo que habrá detrás de esa autoritaria fachada, más allá de ese imponente portal o dentro de ese majestuoso palacio… En mi caso el problema es siempre la falta de tiempo, no de curiosidad: miro esas obras arquitectónicas, o mejor, las admiro y, suspirando, paso resignada delante de ellas, prometiéndome, como con la Casa Museo de Velázquez, que algún día volveré para poderlas disfrutar tranquilamente por fuera y, si es posible, por dentro, o que, por lo menos, lo intentaré -hay lugares que a primera vista parecen inaccesibles pero que, con algo de suerte y un poco de desfachatez, finalmente abren sus puertas para revelar toda su abrumadora belleza interior-.
Y eso fue justo lo que me pasó con un monumental edificio neoclásico, caracterizado por unas poderosas columnas jónicas estriadas de orden gigante -atributo no indiferente: ya lo veréis-, familiarmente conocido por los madrileños como Edificio de las Cariátides por las cuatro silenciosas esculturas femeninas que custodian, y al mismo tiempo soportan, su entrada principal, y que se encuentra ubicado en el número 49 de la calle de Alcalá.
Cuando me enteré de que una de las muchas mamás que pertenecen a la atípica familia bloguera de Aliapiedi trabajaba en ese lugar privilegiado delante del cual tantas veces, a duras penas, había paseado sin detenerme, en la primera ocasión que tuve, en una tan ruidosa como divertida fiesta infantil, le pregunté directa y descaradamente si podía visitarlo. Y la madre en cuestión, mirándome entre sorprendida y encantada, esbozó una enigmática sonrisa y, con voz alegre, me dijo textualmente: “llévate la cámara de fotos… ¡ya verás!”.
Así de sencillo, así de bonito.
Con un rápido intercambio de correos electrónicos a los pocos días tenía cita con ella para disfrutar en su compañía de una especial visita privada. Quedamos a la hora de comer en una entrada lateral, en el número 4 de la calle Barquillo, destinada exclusivamente a los empleados o, puntualmente, a los ilustres invitados de la prestigiosa institución pública aquí alojada. Y yo entré por esa puerta como una de esos últimos, ya que así me hizo sentir mi encantadora acompañante que, de una forma absolutamente altruista y generosa, me guió, hasta en dos diferentes ocasiones, por las entrañas de ese monumento arquitectónico, concediéndome buena parte de su valioso tiempo y lo mejor de su amistad.
Ella ya me estaba esperando en la recepción, justo detrás de ese acceso secundario, menos monumental pero más exclusivo y, una vez pasados los pertinentes controles de seguridad, empezó a relatarme la historia de ese edificio, construido a principios del siglo pasado para la sucursal madrileña del Banco Español del Río de la Plata, y que luego pasó a ser la sede principal del Banco Central.
Al oír sus explicaciones empecé a fantasear con la mitología, imaginando que ese moderno templo “hispano-helenístico» -que es lo que siempre me había parecido desde el exterior- hubiera sido dedicado a Pluto, dios del fugaz dinero, y luego, a partir del 2006, a Palas Atenea, diosa de le eterna sabiduría, gracias a la llegada de su actual y prestigioso ocupante, el Instituto Cervantes, que con su intensa y constante labor de difusión cultural sigue manteniendo viva en el imaginario colectivo, o por lo menos en el mío, la sólida y profunda virtud representada por esa divinidad -curiosamente su estatuaria figura domina la terraza de otro edificio cercano, el Círculo de Bellas Artes, construido por el mismo innovador arquitecto, Antonio Palacios, mientras que un tiempo coronaba efectivamente el ático de la antigua sucursal del banco argentino, hasta que fue sustituida por el Banco Central por el actual reloj circular-.
Antes de comenzar el recorrido, mi guía sui generis me advirtió, otra vez sonriéndome de una forma extraña, de que la actual institución pública había intentado mantener, en la medida de lo posible, la estructura y decoración interior de los anteriores inquilinos, adaptándola a las nuevas exigencias funcionales. Y con esta breve, pero necesaria, premisa, me invitó a seguirla hacia el patio principal, es decir, el originario patio de operaciones.
Ante mí apareció un espacio sencillamente gigante, digno de una sede de los bancos que fueron y de la institución que es, cuya amplitud se veía aumentada por el silencio reinante y la absoluta ausencia de personas y de objetos, con la única excepción de una mesa central de enormes proporciones -empezaba a sentirme como una liliputiense- donde podía imaginar a los madrileños de entonces rellenando los datos de su cartilla, escribiendo volantes o firmando cheques con un bolígrafo en la mano y el cigarro en la otra, apoyándolo de vez en cuando en uno de los ceniceros que allí seguían, limpios, relucientes y, ahora, necesariamente vacíos.
A un lado de la «sala«, así denominada según los cánones de su principal constructor, colgaban, enmarcadas por unas marmóreas columnas, unas grandes fotos en blanco y negro -no podían ser de otro tamaño- sobre escenas de la vida cotidiana en las calles cercanas, algunas de las cuales eran verdaderamente impactantes, no sólo por su valor histórico sino también por su intensidad dramática; en una de las instantáneas aparecían unos niños agachados al lado de una bomba que no había explotado, durante la guerra civil: los hechos allí representados hablaban por si mismos…
Y, al otro lado, justo en frente, estaban las originarias ventanillas de los empleados del banco, que seguían manteniendo su estructura formal, aunque adaptada a una nueva función: la de estudios de grabaciones audiovisuales.
Al fondo del todo, además, se entreveía una enorme sala redonda -en su día, esplendida y artísticamente iluminada de forma natural, como descubriréis más adelante- correspondiente al majestuoso vestíbulo de la entrada principal de la institución bancaria de entonces, cuyas doradas puertas giratorias vuelven a abrirse al público cuando en él se alojan unas interesantes exposiciones temporales que, bajo el patrocinio del prestigioso instituto en cuestión, siempre son gratuitas, razón de más para visitar esta parte de la originaria edificación y disfrutar del arte dentro de un grandioso marco arquitectónico.
Estaba todavía acostumbrándome a esos gigantescos ambientes en penumbra, cuando mi acompañante me animó a seguir con la visita: las sorpresas acababan de empezar…
Subimos en un ascensor y, tras cruzar uno de los muchos pasillos llenos de despachos, llegamos a otro sorprendente lugar: la sala de reuniones. A la que suscribe, acostumbrada a lugares de debate más bien reducidos -¡la cocina de casa, para los encuentros familiares, o una minúscula habitación, para los laborales!- más que una sala de reuniones, aquello parecía la sede de las Naciones Unidas.
En el medio de ese asombroso espacio había otra enorme mesa, esta vez circular, con sus sillas perfectamente alineadas a su alrededor -¡era una liliputiense, ahora tenía la certeza!- dotada de micrófonos, televisiones para videoconferencias y otros instrumentos de comunicación no identificados que daban un toque de mayor solemnidad a ese grandioso ambiente. Pero sobre todo, o mejor, por encima de todo eso, dominaba una impresionante y grandiosa cúpula de cristal, la misma que un tiempo decoraba y dejaba pasar la luz por el mencionado vestíbulo, ahora semioscuro, cuyo techo se tapó en los años cuarenta para dar cabida a esa planta de oficinas.
Nunca hubiese imaginado que semejante lucernario, imposible de detectar desde el exterior, al permanecer oculto y arropado por un pórtico retranqueado, una falsa fachada, estuviera tan bien escondido no sólo a la vista sino también al conocimiento de muchos de los actuales madrileños. No sabía por dónde tomar las fotos -no soy una experta fotógrafa, como ya habréis podido apreciar en este blog y, en esas condiciones, o mejor, con esas dimensiones, sacar una imagen de esa amplitud y grandiosidad se convertía en una misión casi imposible- pero afortunadamente mi amiga, percatándose de mis dificultades, me sugirió un oportuno rincón, justo al lado de una ventana. Fue acercarme allí y… olvidarme de mi objetivo fotográfico. A través de esos cristales, abiertos inmediatamente para mi disfrute, podía gozar de una privilegiada panorámica de las céntricas calles, plazas y edificios capitalinos: el Banco de España, el antiguo Palacio de Comunicaciones, otra obra palaciana (y también palaciega), el Palacio de Linares y, al fondo, la Puerta de Alcalá, entre otros.
Tenía Madrid ai miei piedi… y Alia ai piedi del cielo de Madrid, cuya celebre luz entraba con toda su potencia a través de esa grandiosa cúpula, tan difícil de enmarcar en una simple instantánea.
No se podía pedir más… esa joya escondida, ese secreto bien guardado era una verdadera revelación. Estaba sobrecogida y satisfecha, al mismo tiempo. Pero… había más: el gran final, la última sorpresa, lo mejor de todo…
Volvimos sobre nuestros pasos, hacia el grandioso patio principal y, dándole a duras penas la espalda, bajamos a la planta sótano del antiguo banco, recorriendo una imponente escalera, presidida por una autoritaria escultura, dejando de un lado a uno de los suntuosos ascensores allí presentes.
Mi experta acompañante se movía como si estuviera en su casa -en realidad, es como si fuera su segunda casa por la dedicación que brinda diariamente con su presencia y su trabajo a esta institución- y yo, como siempre, la seguía atónita y curiosa -¿qué podía haber allí abajo? ¿Dónde me estaba llevando?-.
Me enseñó otra sala gigantesca, el salón de actos, donde, entre sus sólidas paredes revestidas de madera, se realizan presentaciones de productos o servicios culturales en todos los idiomas del mundo, cuando necesario, gracias a la labor «en la sombra» de unos intérpretes cuyas cabinas, no visibles desde fuera, estaban ingeniosamente ocultas detrás de un enorme espejo -en ese momento me vinieron a la mente las clásicas escenas cinematográficas de los interrogatorios policiales donde los «buenos» pueden ver y escuchar al «malo» de turno sin ser vistos o escuchados, aunque aquí, algunos veían y escuchaban, mientras que otros sólo podían escuchar-.
Otro secretillo y otra pequeña revelación… ¡y había más aún!
De repente apareció un guardia que, siguiendo las indicaciones de mi anfitriona, nos condujo delante de una puerta de madera cerrada a cal y canto -¿qué había detrás, más allá, allí dentro?-. Me miró de reojo y sacando con gesto solemne una llave del manojo que llevaba consigo -en ese momento parecía el guardián de un templo prohibido, aunque luego, por lo que se reveló delante de mis ojos, me di cuenta de que su figura se acercaba más bien a la de San Pedro ¡con las llaves del Paraíso!- nos dejó entrar en una salita, cuyas dimensiones eran bastante reducidas en comparación con todos los espacios que habíamos cruzado hasta aquel momento.
Estaba emocionada y confusa, pero atenta. Empezaba a intuir algo… pero la realidad fue mucho más allá de mi imaginación. Delante de mí se presentó el más impactante de todos los portales, puertas o accesos que hasta aquel momento había cruzado a lo largo de este blog: una gigantesca, enorme, ciclópea puerta circular y maciza, entreabierta -conseguí moverla un par de milímetros con un esfuerzo inhumano- que iba a permitirme acceder a un lugar único, creo que en el mundo entero: la Caja de las Letras del Edificio Cervantes, originaria cámara acorazada del Banco Central, construida en los años cuarenta por Manuel de Cabanyes.
Antes y ahora, ese era el lugar más seguro, protegido y valioso de todo el edificio, una vez más sabiamente aprovechado por el actual ocupante.
¿Qué utilidad podía darse a todas esas cajas de seguridad allí reunidas? La de siempre: llenarlas de valores, no monetarios, fugaces e inseguros, sino culturales, fiables y eternos -era la enésima demostración de cómo las estructuras formales del pasado podían resultar útiles, con un poco de ingenio, para las exigencias sustanciales del futuro; lástima que ese compromiso, o mejor, colaboración, entre el pasado y el presente no siempre se haya sabido, o querido, mantener en el desarrollo urbanístico de la capital, derribando muchas veces inoportuna e irracionalmente las edificaciones históricas-.
Tal y como me relató mi acompañante, los nuevos inquilinos decidieron institucionalizar una ceremonia, íntima y exclusiva, para que los creadores más significativos de España e Hispanoamérica -entre los cuales, por derecho, están todos los ganadores del Premio Cervantes– tengan el enorme privilegio -no podía ser de otra forma, o mejor, de otro tamaño- de depositar en una de las miles de cajas allí presentes un legado para la posteridad. Una vez cerrado el sólido contenedor con doble llave -una queda en manos del instituto en cuestión, y la otra en las del merecido artista-, se inscribe en el mismo no sólo el nombre del pintor, arquitecto, cineasta, músico o dramaturgo de que se trata, sino también la fecha por él establecida para volver a abrir ese pequeño pero valioso nicho y así revelar al público el tesoro allí depositado.
Esa sí que era una auténtica sorpresa, o mejor, unas cajas de sorpresas…
¿Cuántos secretos se guardaban dentro de ese lugar tan secreto?
Me puse a leer rápidamente sobre las tapas de las pocas cajas de color dorado, fáciles de distinguir de las demás de gris acero que aún no habían sido utilizadas para el susodicho fin cultural, las fechas elegidas para las futuras aperturas y los nombres de sus ilustres asignatarios y me percaté de que una, la de la editora Carmen Balcells, ya estaba abierta; era la única. Mi afable guía, que había sido una de las poquísimas personas presentes en este solemne acto, al ver dibujado en mi cara un curioso y enorme interrogante, me contó que allí dentro encontraron varios documentos de un, hasta ahora, incomprendido escritor, Aliocha Coll, médico de profesión, cuyos textos inéditos se ha comprometido a publicar esta gran descubridora de talentos literarios.
El relato sobre la estrecha relación profesional que ambos mantuvierons era conmovedor y yo la escuchaba fascinada con una “pizca gigantesca” de sana envidia que enseguida se transformó en una “pizca enorme” de dulce ilusión. No tenía que envidar nada a nadie, ni a mi acompañante, asistente privilegiada de esos actos de cierre y apertura, ni tampoco a los merecidos titulares de las cajas de seguridad: en un futuro, imaginario o real, Aliapiedi, junto con su familia, sería la protagonista indiscutible de este ilustre evento: sólo tenía que elegir una fecha de inscripción para la posteridad; el legado ya lo tenía en mi mente… y, como siempre, ¡en mi fantasía!
El tiempo lo dirá.
Como dijo Balcells en el mencionado acto de homenaje: “los escritores que lo son de verdad, que no se preocupen, que lo serán”. Así que, el blog, una vez más, y más que nunca, sigue adelante, ¡esperando que pronto lo descubra también esta prestigiosa agente literaria!
Gracias amiga mía, gracias por la(s) sorpresa(s) y gracias por esa ilusión de futuro.
Una nota final: este relato está dedicado a todas aquellas amigas, madres y mujeres -¡desesperadas o no!: vosotras sabéis bien quienes sois- que siguen apoyándome con hechos, gestos, sonrisas y palabras en esta alocada aventura bloguera, con el mismo auténtico entusiasmo del principio. Este cuaderno de bitácora tan atípico ha servido también para eso: para descubriros y apreciaros.
“Si la cultura no tiene precio… la amistad tampoco”.
Va por todas vosotras (¡y por mi, también!)
¡Feliz Día de la Mujer! Buona Festa della Donna!
¡Qué visita tan especial¡ !Y qué anfitriona¡ La verdad es que ha sido todo un privilegio, ¡así como es un privilegio trabajar en ese impresionante edificio! La idea de convertir las cajas de valores en cajas para conservar los legados de escritores y artistas – tesoros mucho más valiosos, por supuesto – me ha parecido maravillosa, y estoy segura que el hecho de que la caja de Carmen Balcells estuviera abierta ¡ha sido un signo del destino para tu futuro éxito literario! La dedicación final, en este día especial, es conmovedora, ¡¡¡¡gracias!!!! ¡El perfecto aperitivo para la cena que nos está esperando! un abrazo, roberta
PD: no vuelvas a decir que no eres una buena fotógrafa, ¡en todos tus posts hay fotos estupendas!
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Querida Roberta, amiga, madre y mujer, tu profunda amistad sin duda no te deja ver claramente la realidad, sobre todo la fotográfica! Pero no dudes ni un momento de que tu eres la primera de esas mamás que día tras días me apoyan: con este comentario lo demuestras una vez más. Y si, nos merecemos esta cena, todas juntas! Por lo que se refiere a la Caja de las Letras ha sido efectivamente una idea genial del Instituto Cervantes y si algún día allí estaré, estarás invitada!!! Un beso muy fuerte, querida amiga mía.
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Muy bueno, agradable e interesante de leer, gracias.
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Muchas gracias Juan por tus palabras, breves y valiosas. Gracias a ti por leerme y por dejar esos comentarios tan sinceros…Un saludo
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Muy bueno Alía, este me ha encantado, siempre descubriéndonos, a los que nos llamamos madrileños, tantos tesoros que no conocemos de nuestro Madriz.
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Muchísimas gracias Soledad por leer el post hasta el final y disfrutarlo tanto… ¡Espero seguir descubriendo otros tesoros madrileños para ti y tus conciudadanos! Por cierto, en el Facebook de Aliapiedienfamilia desde el 21 de diciembre de 2012 he publicado muchas pistas fotográficas sobre otro lugar desconocido y obscuro… y la semana pasada, con un reportaje allí colgado, he revelado el secreto : sigue las pistas desde esta fecha… estoy segura de que te gustará: buena caza al tesoro! Se trata de una iniciativa cultural que estoy apoyando con mi humilde página pero que te podría interesar… Buenas noches y hasta pronto! Grazie mille!
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