“Hay un extraño lugar en Madrid donde de repente se hace de noche, cae la oscuridad y… se encienden las estrellas…”.
Los niños se quedaron boquiabiertos al oír esas palabras que parecían sacadas de un cuento infantil: aún no sabían que la realidad iba a ir mucho más allá de la ficción…
Era la época navideña, uno de esos gélidos días de invierno donde la mejor opción para pasar un divertido fin de semana en familia es la de invitar amigos en casa o salir de ella para encerrarse en algún otro lugar dotado de calefacción. Y esta fue mi elección. A los más pequeños les dije que íbamos a un cine “especial” -aunque las entradas cuestan cinco veces menos y el espectáculo es igual de grandioso, o más- a ver una película “especial” que se llamaba “En órbita con López”. Ellos, intrigados por la misteriosa propuesta, no dudaron ni un segundo en seguirme hacia ese nuevo destino, señalado por unas pintorescas indicaciones donde, sobre un fondo violeta, aparecían planetas y estrellas. Y así fue como, a lo lejos, empezamos a divisar una curiosa cúpula blanca, como si de un inmenso iglú urbano cubierto de nieve se tratara -por el frió que hacía, bien podía haber sido una de esas construcciones polares, pero era algo aún más sorprendente…-. El letrero esculpido en un muro de granito que lo rodeaba parcialmente no daba lugar a duda: era el Planetario de Madrid.

El extraño iglú urbano
Fuimos a la taquilla donde afortunadamente, a diferencia de nuestra segunda visita, y de lo que ocurre habitualmente, no había mucha cola para sacar las entradas y, al ir justos de tiempo, entramos enseguida en la circular Sala de Proyección, cubierta por el atípico techo abombado de antes -¿o no?…-. En el centro de la misma había un enorme artilugio, parecido a un (inofensivo) cañón del futuro, rodeado por lucecitas de colores, y lleno de agujeros cubiertos por lentes. Los más pequeños, un poco desorientados ante ese inusual instrumento tecnológico, y a caballo entre la fascinación y el miedo, me miraron perplejos. Les tranquilicé: esa “cosa” no iba a disparar peligrosas balas de fuego, sino mágicas imágenes celestes… Sólo teníamos que sentarnos en las amplias butacas, oportunamente reclinadas, y prepararnos para tomar… ¡el sol y muchísimas otras estrellas!
Una agradable música clásica de fondo hacía más llevadera la espera -entre la penumbra y la posición del asiento estábamos a puntos de relajarnos por completo- y, cuando por fin todo el mundo ocupó sus asientos, unos altavoces nos dieron la bienvenida a la Navisfera Modelo RFP-DP3, invitándonos a apagar los móviles y las cámaras de fotos: el espectáculo, o, mejor dicho, ¿el despegue?, iba a comenzar en cuatro minutos.
En ese breve lapso de tiempo nos informaron de que íbamos a participar en una importante misión de entrenamiento: llevar al satélite López un motor iónico, es decir un motor adicional, para que pudiera alcanzar su próximo destino espacial. Nos miramos todos a los ojos, con una expresión entre lo sorprendido y lo emocionado, y… fue la última vez que pudimos intercambiar nuestras miradas.
De repente se hizo de noche, cayó la oscuridad y… se encendieron las estrellas…
Los niños, como ya había sucedido esa misma mañana, se volvieron a quedar boquiabiertos, y su madre por un momento se acordó de la sensación vivida hace más de treinta años en una sala similar, más pequeña y más antigua, alojada en un edificio neoclásico de Milán, donde por primera vez asistió o, más bien, se enfrentó, a esa magia luminosa…
Era casi imposible escuchar las básicas explicaciones sobre los métodos de orientación astronómica; allí dentro, bajo ese abrumador cielo estrellado, sólo se podían concentrar todas las energías en la vista: los demás sentidos… ¡casi no tenían sentido! Los ojos estaban haciendo un esfuerzo tremendamente placentero para intentar retener en su retina a todos aquellos puntos luminosos, unos más grandes que otros, unos más claros que otros, unos más próximos que otros, que con su esplendor ofuscaban todo lo demás. ¿Estábamos en la tierra o en el espacio? ¿Era realidad o era un sueño? ¿Era ciencia o ficción?

¿Ciencia o ficción?
Ese estado de increíble y maravillosa suspensión dubitativa se vio interrumpido a los tres minutos y cincuenta segundos por la voz metálica del ordenador de a bordo de nuestra peculiar astronave, empezando la cuenta atrás, y por el sonoro ruido de un helicóptero de apoyo: estábamos a punto de despegar. De repente se apagaron las embrujadoras estrellas y se encendieron las luces artificiales del interior de la Navisfera. Volvimos en nosotros, con los cincos sentidos alerta y preparados para el anunciado lanzamiento espacial, aunque, como nos sugería la voz serena de nuestra piloto, no hiciera falta abrocharse los cinturones de seguridad. En ese momento, la niña sentada a mi lado, apretando fuerte sus manos encima de los reposabrazos, con voz trémula me susurró al oído si íbamos de verdad a “volar por los aires”… No me dio tiempo de contestarle: ya estábamos alejándonos del Parque Tierno Galván, de Madrid, de España, de Europa… y del planeta Tierra…

La cúpula-Navisfera
¡Estábamos en el espacio! Y para los pocos improvisados astronautas allí reunidos que todavía no se lo creían, la piloto mandó levantar las placas de protección solar de nuestro inesperado medio de transporte… con forma de ¡iglú-cúpula! Y así, a través de las ventanas, volvieron a aparecer las estrellas, moviéndose lentamente a nuestro alrededor -en realidad era justo al revés, al igual de lo que ocurre con la Tierra y el Sol-. Era un espectáculo grandioso y mi pequeña acompañante, al ver esa luminosa oscuridad, olvidó de inmediato todos sus miedos y empezó a disfrutar serenamente del placentero viaje espacial: ni siquiera parecía que estuviéramos flotando en el universo -de hecho sólo tuvimos que corregir un poco nuestra trayectoria ya que, según las indicaciones de un barco observador situado en el Océano Índico, nos habíamos desviado de la misma-.
Pero la tranquilidad duró poco. El ordenador nos avisó del acercamiento de un extraño objeto con forma de… ¡paraguas! -¿quién era? ¿Y que hacía allí?-. Como ella misma nos dijo, se trataba de A.N.A., acrónimo de Analizador de Nubes Atmosféricas, un satélite siempre atento y vigilante, a diferencia de otros, según ella -¿a quién se referiría?-, y cuya misión era la de observar los cambios climáticos y enviar constantemente datos sobre las nubes, temperaturas y presiones en la atmósfera para que el “hombre del tiempo” pudiera realizar sus previsiones meteorológicas. Pero lo que más llamó la atención de los niños fueron las imágenes que discurrían en su recién abierta pantalla octagonal sobre huracanes y tornados -peligrosos fenómenos naturales que, no obstante, ejercen una tremenda influencia en el imaginario infantil-, cuyas evoluciones y posibles recorridos eran objeto de constantes estudios por los humanos.

El satélite A.N.A., siempre atento y vigilante
Al rato de haberse despedido de nosotros, nos encontramos con otro satélite, esta vez con forma de… ¡móvil! Era P.A.C.O., es decir el Procesador Automático de Comunicaciones en Órbita, responsable de las telecomunicaciones entre los continentes, a través de llamadas o señales de televisión y radio, y entre los mismos satélites -sin duda una función de vital importancia ya que en la actualidad el hecho de estar tecnológicamente incomunicados equivale a la no supervivencia social…-.

El satélite P.A.C.O., de vital importancia
Él también se despidió de nosotros mientras que ya estábamos acercándonos a la órbita de L.Ó.P.E.Z., aunque no consiguiéramos verle: ¿dónde se había metido? Nuestra piloto, por lo visto acostumbrada a este pequeño imprevisto, nos invitó a llamarle en voz alta y así, siguiendo sus instrucciones, todos juntos nos pusimos a gritar su nombre. Por fin llegó: ¡se había dormido!, confirmando su apodo de “Satélite Dormilón” ya que con frecuencia, incluso en el medio de una misión, se quedaba entre los brazos de Morfeo -entendimos enseguida a quien iba dirigida la indirecta de A.N.A.-

L.O.P.E.Z., el «Satélite Dormilón»
Él también se presentó al público, explicándonos el significado de su nombre: era un satélite astronómico o, mejor dicho, un Laboratorio Óptico del Proyecto Espacial Zoom, encargado de observar la luna, los planetas cercanos y las estrellas -ya que, a lo largo de los milenios la posición de estas últimas cambia en el universo, como bien se representaba en la constelación de la Osa Mayor-.
Entre sus divertidos sueños y su voz alegre, este personaje enseguida se hizo amigo de los niños, cautivando su atención con sus sorprendentes artilugios: ojos telescópicos, gafas de sol o filtros para medir el color y la temperatura de las estrellas… Pero durante sus simpáticas demonstraciones, sucedió lo imprevisible: ¡colisionamos con una nube de partículas! Nos agarramos fuerte a nuestros asientos, esperando que nuestra misión no se acabara allí -percibía, sin verla, la mirada miedosa de la niña sentada a mi lado y, en el medio de la oscuridad, le estrechaba fuerte su manita temblante-, y pasados unos interminables segundos por fin conseguimos retomar el mando de la situación, a pesar de los importantes daños sufridos: se había agrietado el cristal de la cúpula de nuestra Navisfera y se había estropeado la antena y el ordenador de bordo. Y como si todo eso no fuera suficiente, se había roto también la antena y el motor de López… estábamos a punto de perderle -¿y de perdernos en el medio del universo?- y de quedarnos incomunicados. ¡Era un desastre galáctico! O, peor aún, el final… Un final romántico, en el medio de las estrellas, pero un final al fin y al cabo…
En ese momento tan crítico, López lanzó a la desesperada un brazo ventosa -era una auténtica caja de sorpresas, una especie de Eta Beta, el famoso hombre del futuro (ahora actual) de los tebeos que sacaba de su diminuta faldilla negra toda clase de objetos: seguro que muchos de mis compatriotas se acordarán de él con un toque de nostalgia…- y consiguió agarrarse a nuestra astronave: seguíamos juntos -¿pero perdidos?- y, afortunadamente, comunicados. Grandes y pequeños suspiramos aliviados, aunque seguíamos con cierta inquietud en el cuerpo por el hecho de estar flotando sin rumbo por el firmamento…
Y el ingenioso López nos sacó otra vez de apuros con una nueva herramienta: una bengala. La lanzó sin dudarlo ni un instante -podíamos ver su luz, pero no oírla, ya que estábamos en el espacio-, para que la E.E.E., Estación Espacial Especial, pudiera avistarnos cuanto antes, y mientras -no sé si para restar dramatismo a la delicada situación que estábamos viviendo o porque de verdad él no estaba preocupado- nos entretuvo con unos cuantos acertijos sobre las constelaciones, consiguiendo que los niños se distrajesen -y que la gelida manina a mi lado ya no apretara tanto la mía-.
Por fin llegó alguien: ¡estábamos a salvo! Era S.A.R.A., el Satélite de Ayuda y Reparación de Averías -la hubiera llamado más bien, Salvadora Adorada de Retoños Asustados-, que en unos pocos minutos consiguió reparar el cristal de la Navisfera y la antena de López, aunque la nuestra, totalmente destrozada, tenía que ser sustituida por completo en la base espacial, junto con el motor de nuestro “amigo satelital”. Pero gracias a la reparada antena de este último y a nuestro motor que, afortunadamente, no había resultado dañado por el tremendo impacto -la unión hace la fuerza, nunca mejor dicho- conseguimos, por un lado, comunicarnos con la susodicha plataforma y, por otro, llegar sanos y salvos a este nuevo destino sideral.

Nuestros salvadores: S.A.R.A. y la E.E.E.
Y mientras esperábamos que los empleados del taller cósmico terminasen su trabajo, nuestra piloto nos entretuvo contándonos las aventuras de P.E.R.E.Z. No se trataba del famoso ratón que coleccionaba los dientes de los niños, sino del Primer Explorador Remoto Enviado al Zodiaco. En el cielo estrellado aparecían unas fascinantes imágenes de todos los asteroides y planetas que había fotografiado a lo largo de su viaje: Marte, Júpiter, Saturno, Urano y, por último, Neptuno, cerca del cual había pasado anteayer, como quedaba demostrado por la retransmisión de la correspondiente grabación. El próximo destino de esa sonda de larga distancia era Plutón, y luego, más allá del sistema solar, la estrella más cercana a este último, Alfa Centauri. Pero de todas sus peripecias lo que más nos interesó fue el descubrimiento por su parte de un cometa, llamado TXZ, que representaba la próxima meta de López y el motivo por el cual habíamos participado, casi voluntariamente, en esta peligrosa misión -los cometas congelados, según nos contaron, constituyen valiosas piezas para el estudio de la formación del sistema solar-.
Y a propósito de nuestro simpático amigo de aventuras, éste ya estaba listo, y reparado, para ser lanzado hacia el misterioso destino sideral donde se encontraba TXZ -¿cuál era?-. Con otra de sus características adivinanzas el fantasioso satélite, que ya empezábamos a echar de menos, desafió por última vez los conocimientos de los niños: se trataba de la constelación de un divertido animal acuático, que se nos acercaba salteando por el espacio… ¡Adivinado! Y con la enésima respuesta acertada, gritada a coro por el público infantil, nos despedimos a duras penas de él.
Cada uno tenía que seguir con sus viajes, unos terrestres y otros espaciales…
Y cuando nos disponíamos a regresar a nuestro maravilloso planeta azul, se nos acercó un último personaje a forma de… ¡prismáticos! Era G.A.R.C.I.A., el Gran Artilugio Robotizado Con Instrumentos Astronómicos, un enorme satélite de observación astrofísica siempre ocupado en recopilar imágenes de objetos lejanos, tales como los cúmulos globulares, es decir conjuntos de estrellas -por ejemplo, las Pléyades- las nebulosas y las galaxias, para luego transmitirlas a los astrónomos de la Tierra.

El satélite G.A.R.C.I.A., gran observador
Y para los que teníamos que volver a casa, se iniciaron las pertinentes maniobras de regreso. Entramos en la atmósfera y se volvieron a tapar las paredes externas de la Navisfera con las placas de protección; la velocidad disminuyó al tiempo que la temperatura exterior subía hasta alcanzar los 2.000º C, y mientras cruzábamos los dedos para que nuestra piloto no volviera a aplastar la Sala de Exposiciones del Planetario como la última vez -podía adivinar otra vez el terror en los ojos de mi joven acompañante, que se agarraba como podía a su sillón-, nos fuimos acercando a Europa, a España, a Madrid y al Parque Tierno Galván. ¡Misión cumplida! El aterrizaje había sido perfecto, aunque nuestra comandante, al salir, nos sugería verificar si la famosa cúpula del principio estaba efectivamente en su sitio.
Había sido una fantástica experiencia, llena de sorpresas y de algún imprevisto, pero apasionadamente vivida en un mágico entorno de constelaciones, planetas, cometas, cúmulos y asteroides. El espectáculo galáctico había terminado -y no me refiero al de un conocido equipo de futbol- y empezaba a sonar una divertida y pegajosa canción de rap. Estoy segura de que vuestros hijos tararearán su melodía hasta que los acostéis en sus camas, contándoles, para que se duerman, que en la sorprendente ciudad de Madrid hay más que un cielo que nos ilumina a todos: sólo hace falta, a veces, levantar la mirada.
“¡Buenas noches, naturales o artificiales! Que soñéis con los angelitos y… con un mar de estrellas….”

…naturales! – Foto N.A.S.A.

¡Buenas noches artificiales o…
Con un poco más de tiempo, os recomiendo la visita a la curiosa y divertida Sala de Astrónomos, ubicada en la planta sótano, al lado de la Sala de Video, donde los niños, en compañía de ilustres sabios, como Galileo o Newton, experimentarán, como si de un pequeño parque de atracciones se tratara, con la fuerza de inercias, con su peso en el centro de la tierra -¡magnifico para las mujeres!- y, sobre todo, con los amenazadores agujeros negros…

El amenzador agujero negro…

¿Mars Exploration Rover Opportunity o Wall-E?

¿Cuál es el marciano?
Y luego, al salir del edificio principal, justo en frente, podréis acercaros a piedi a la Sala de Exposiciones, dedicada a Marte y al descubrimiento de agua en su suelo gracias a las imágenes transmitidas por el Mars Exploration Rover Opportunity -una especie de robot, al estilo Wall-E, en busca de señales sobre una posible forma de vida en este planeta-: seguro que los pequeños serán capaces también de encontrar a algún marciano entre esas paredes terrestres…
Una nota final: Tuve la oportunidad de asistir dos veces en familia, y en ambas ocasiones saliendo incólumes de la Navisfera, además de encantados y fascinados, a la proyección estelar arriba mencionada -una de las muchas que hay en cartelera, para grandes o pequeños-, gracias a la generosidad y amabilidad de una de las personas que, con su entusiasmo y pasión, y a pesar de los constantes recortes, siguen trabajando en la sombra, o mejor dicho, en la rota oscuridad del cielo estrellado del Planetario, un centro municipal perteneciente al Área de las Artes, Deportes y Turismo del Ayuntamiento de Madrid. Mi más sincero y profundo agradecimiento a todos los componentes de ese fantástico equipo galáctico -y sigo sin referirme al del fútbol-: sin él(los) y, entre otras cosas, sin sus fotos, las nebulosas oscuras que reinaban en mi mente, después de mi primera visita, nunca se hubieran convertido en nebulosas de emisión, brillantes y resplandecientes gracias a la luz de las estrellas, cercanas más que nunca…

Nebulosas oscuras y brillante nebulosa de emisión – Foto Ignacio de la Cueva
Otro buen articulo, enhorabuena
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Otra vez muchas gracias, Juan J. Galán. Buen fin de semana!
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¡Hay que vivir la experiencia!!!! Gracias por animarnos
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Hola Anita…De verdad creo que os va a encantar a todos, grandes y pequeños. Ya me contarás. Buen inicio de semana.
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El espectáculo es absolutamente recomendable para disfrutar en familia.
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Totalmente de acuerdo. Gracias!
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¡Qué gran historia! ¡La verdad es que me ha fascinado! Me gustan tanto las estrellas – por pura inclinación romántica – pero desconozco totalmente los «detalles», así que una visita a este espléndido sitio podría rellenar alguna que otra laguna, además de pasarmelo bien con mi princesita que acaba justo de conocer a Wall-e (¡qué película conmovedora!). He disfrutado muchísimo con este paseo urbano y espacial, ¡eres una narradora increíble! un abrazo, roberta
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Querida Roberta, gracias como siempre por tus dulces palabras. De verdad, merece la pena este romántico paseo estelar. Seguro que os va a encantar. Ya me contaras. Un beso para tu princesita y para sus padres reales! Buen viaje galáctico
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