La crisis.
Ese fue el primer pensamiento que me vino a la cabeza cuando, diez años después, volví a entrar en el reformado Museo Arqueológico Nacional: la crisis.
Era la primera vez que pensaba en ella con una sonrisa en los labios. Me encontraba en el moderno y grandioso vestíbulo del museo, en cuyos espacios amplios y diáfanos empecé a reflexionar espontánea y serenamente sobre la crisis.
Pensé que, a pesar de la crisis, de esta tremenda crisis, España, a diferencia de lo que ocurre en otros países europeos -incluida mi amada tierra natal-, había sido capaz de llevar a cabo, hasta el final, una obra tan ciclópea como la reforma integral de un museo cuya versión original era ya de por sí imponente; pensé que, a pesar de la crisis, no sólo se había restaurado el abrumador edificio que lo alberga sino que también se había recuperado un impresionante contenido arqueológico; pensé que, a pesar de la crisis, era posible disfrutar de la belleza del inmueble y de la riqueza de sus exposiciones, permanentes y temporales, de forma totalmente gratuita los sábados por la tarde y los domingos por la mañana, o, en el “peor” de los casos, pagando el importe correspondiente a un “relaxing café con leche” acompañado por una pieza de bollería.
En fin, con solo entrar, pensé que ¡todo eso era el resultado de la crisis!
Después de estas reflexiones, me dirigí hacia la taquilla, no sin antes preguntar en el cercano mostrador de información si ya tenían los guiones de las visitas autónomas en familia, anunciadas en su pagina web -en septiembre la respuesta fue negativa pero desde mediados de octubre el material relativo a estos recorridos familiares ya está a disposición de grandes y pequeños los fines de semana-, y, una vez superado el moderno sistema de acceso, me lancé de lleno en el mundo de la “Arqueología y patrimonio”.
Esas tres primeras salas introductivas eran apoteósicas.
Unas piezas emblemáticas de la evolución cultural, expuestas en lujosas vitrinas de cristal, cuales valiosas joyas de una elegante “boutique arqueológica”, daban paso a dos puzzles gigantescos especulares, formados por decenas de pantallas audiovisuales, cuyas imágenes y sonidos se combinaban en una infinidad de posibilidades, y finalmente, en la última estancia, un mapamundi virtual y tridimensional que envolvía al aturdido visitante con una futuristas explicaciones sobre los yacimientos arqueológicos existentes en el territorio español.
Ante aquel impactante despliegue tecnológico, la crisis volvió a ocupar mis pensamientos junto a una insólita comparación entre mi ciudad de adopción y una metrópoli recién visitada y que enamora a millones de personas: Nueva York, el símbolo del Nuevo Mundo, el emblema del progreso. En efecto, en ese preciso instante, no me pareció que el Madrid del viejo continente, viviendo, o mejor dicho, sobreviviendo a una situación económica tan “crítica”, tuviera nada que envidiar, en términos de oferta cultural, y ello sin tener en cuenta su bagaje histórico, a la indudablemente mucho más cara, y afamada, “Gran Manzana”: la tan abrumadora modernidad, de un lado, y la impresionante antigüedad, del otro, estaban justo delante de mí, ¡sin tener que cruzar un océano!
Así que, impresionada por ese juego de luces, colores y sonidos que también me traía a la memoria la “triunfal” puesta en escena de otro museo madrileño, mucho más famoso, mucho más costoso y también mucho más frecuentado, seguí el itinerario cronológico recomendado y, a través de un imaginario túnel del tiempo, me vi trasladada a las orígenes de la humanidad, a la “Prehistoria”, una época que dominaba perfectamente por la “suerte” que tenemos los padres de volver a estudiar nuestros antepasados, una y otra vez, ¡en función del número de hijos concebidos!
Gracias al “repaso prehistórico” de unos días atrás entre las cuatro paredes del hogar familiar, me sentía como en casa a pesar de la un tanto “brutal” acogida de esas primeras salas entre una réplica del esqueleto del famoso australopiteco Lucy –cuyo nombre, como aprendí de mi hijo, se debe al hecho que los arqueólogos estaban escuchando la célebre canción de los Beatles cuando lo descubrieron– y una amenazadora escultura del Niño del lago Turkana, el fósil conocido más completo de Homo ergaster.
Entre aquellos primeros módulos cronológicos dedicados a “El universo paleolítico”, en penumbra, como queriendo simbolizar las tinieblas de las que provenía la especie humana, me entretuve observando los primeros y rudimentarios instrumentos utilizados para cazar y, entre restos de pequeños roedores, reptiles y elefantes aterradores, cuyos colmillos estaban estratégica y terroríficamente ubicados en la correspondiente vitrina a su altura real, cruzando “Paisajes y sociedades de la Prehistoria reciente”, entre la fase final del Neolítico y los inicios del Calcolítico, seguí la evolución del hombre, desde el Homo heidelbergensis, el principal depredador hasta el Homo sapiens, pasando por los neandertales.
Ya estaba en la “metalúrgica” Edad del Bronce.
Allí me detuve ante la recreación de un enterramiento humano bajo el suelo del propio hogar, -práctica que para nosotros, supuestos hombres muy sabios (sapiens sapiens), resulta bastante macabra pero que por aquel entonces servía para mantener “viva” la unión del fallecido con los propios ancestros-, y, tras reparar en el ajuar funerario que descansaba al lado del personaje sepultado, símbolo de su estatus social, me alejé de aquellos tenebrosos lugares.
De repente, me deslumbró la luz: la luz de los “emblemas de poder” en una sociedad ya jerarquizada, la luz de los materiales utilizados para fabricar objetos decorativos, tales como diademas, brazaletes o ajorcas de oro, plata y marfil y la luz, ingeniosa, de la primera de muchas estaciones táctiles esparcidas por todo el museo que iluminan los ojos y el alma de los invidentes.
Al salir de aquel largo periodo prehistórico, impresionada y satisfecha por haber disfrutado “en vivo y en directo”, con la ayuda de cambiantes escenarios, lo que hasta aquel momento sólo había estudiado en los textos escolares, me topé inesperadamente con una espectacular escalera, con peldaños de madera y barandilla de cristal, que llevaba a la primera planta.
No lo dudé ni un momento y, tras descartar flamantes y cercanos ascensores, empecé a subir a piedi, como si ese recorrido “de altura” y “en altura” quisiera remarcar la progresiva elevación de la mente humana, capaz de concebir, ya en la “Protohistoria”, en un entorno comercial cada vez más activo, gracias al aumento de los viajes y el surgir de las nuevas tecnologías, unos sistemas de contabilidad que serían el preludio de los posteriores sistemas de comunicación, comercial, legislativo o ritual.
En los diferentes y elegantes expositores los juegos de pesas y balanzas cedían el paso a los soportes de plomo, bronce, piedra y cerámica para las diferentes formas de escrituras conocidas en su conjunto como “paleohispánicas”, y mientras deambulaba tranquila entre aquellas salas limpias y ordenadas, sin preocuparme del “paso del tiempo”, o, mejor dicho, disfrutando de ese “paseo en el tiempo”, asistí a la revolución cultural provocada por las “Novedades del nuevo milenio”, introducidas durante la colonización fenicia, y más tarde la griega, de las costas orientales y meridionales de la península ibérica: la introducción, y perfección, del arte de la cerámica, el uso del hierro o el desarrollo de nuevas técnicas de orfebrería, entre otros.
Vi como se constituían los primeros pueblos prerromanos, como el mítico reino de Tartessos, con sus palacios y santuarios, ejemplo de la fusión entre los elementos autóctonos y las aportaciones externas, y, pasando de mito en mito, en este “mosaico cultural” representado por Iberia, me crucé con una espectacular urna cineraria, la de la dama de Baza, imponente en su sillón alado con piezas metálicas y cerámicas a sus pies cual rico ajuar funerario; y un poco más allá, en una sala cuyo valioso contenido se entreveía a través de un enorme y alto portal a forma de arco, me encontré por fin con la más grande de todas, la dama de las damas, la “Nôtre-Dame de Madrid”: la Dama de Elche.
Allí estaba ella, altiva, soberbia y distante, atenta a todo lo que pasaba delante de sus ojos, tan enigmáticos como su identidad: ¿era una diosa, una sacerdotisa o, quizás, una aristócrata divinizada?
Daba igual. Yo me conformaba con observar tan de cerca esta elaborada escultura ibérica que, cual misteriosa Gioconda esculpida en la piedra, representa el “vivo” ejemplo del asombroso “arte” del ser humano que más de dos mil quinientos años atrás, había sido capaz de plasmar una figura tan perfectamente definida en sus facciones, en su vestimenta y, sobre todo, en sus adornos, con la sola ayuda de sus manos y de su ingenio.
Tuve que alejarme de aquella misteriosa y cautivadora mujer para no aplastarla (o mejor, para no quedar aplastada yo contra el cristal que la protegía) y, tratando de recuperar la compostura, me dirigí hacia las siguientes estancias donde, entre otros, me estaban esperando un par de graníticos verracos.
Pasé al lado de esos cerdos, o lo que fueran, cuyas funciones son de difícil definición para los expertos en materia, y, deseando que no acabara el efecto de la magia de una imaginaria -¿o puede que no tanto?- medusa me fui casi corriendo hacia el luminoso e impresionante patio principal, decorado con diferentes aras votivas de origen ibérico entre las que destacaba, en altura y hermosura, una tumba turriforme, casi de estilo azteca, con relieves decorativos que representaban mitos orientales, vigilada en su cúspide por unos temibles leones con las fauces abiertas: el sepulcro de Pozo Moro.
La luz natural que entraba a través de la gran cristalera del techo parecía casi remarcar la espiritualidad de aquellas obras humanas y el logrado connubio entre la arquitectura del edificio y el contenido arqueológico infundía un profundo sentido de paz y serenidad.
Pero, un poco más adelante, las amenazadoras e inquietantes cabezas de los toros de Costitx, posibles divinidades o elementos de culto que decoraban antiguamente un santuario talayótico y ahora una de las paredes de aquel maravilloso museo, rompieron inevitablemente esa momentánea tranquilidad; el neto contraste entre el bronce oscuro de los animales y el mármol claro de su soporte exaltaban aún más su fuerza plástica y temerosa de que detrás de ellos se escondieran unos temibles minotauros, aceleré mis pasos para refugiarme en la “Hispania romana”.
Igual que en la época de la prehistoria, la oscuridad volvió a hacer acto de presencia en las vitrinas introductorias, dedicadas a las actividades explotadas por los conquistadores, tales como la minería, la agricultura y la pesca, pero, pasando de sala en sala, una luminosidad creciente, de artificial a natural, fue poco a poco imponiéndose, como si quisiera exaltar los logros de esa grandiosa maquinaria político-administrativa llamada
Imperio romano, en la cual ya se encontraba definitivamente integrada la península ibérica: la introducción de la moneda, representada por los áureos de oro con el retrato del emperador en el anverso; la elaboración del vidrio, con una gran variedad de colores, decoraciones y formas, y, por último, la monumentalización de las áreas públicas de la ciudad, soberbiamente representada en el amplio patio interior a través de la réplica de un grandioso foro romano, centro del poder legislativo, judicial y religioso.
Entre aquellas altas paredes cuya luminosidad y verticalidad exaltaban los claros mármoles, me sentí directamente como una ciudadana más de la “Gran Urbe”, que no Manzana, deambulando entre bustos de augustos personajes cuyos detalles morfológicos eran de una precisión sencillamente abrumadora.
Allí estaba Antonino Pio, el modelo de gobernante por excelencia, con sus rizos y su barba bien marcados y, un poco más allá, Popea, asesinada por su propio marido, el despiadado Nerón, cuya belleza se reflejaba en su elaborado peinado.
Y al final de un pasillo, custodiado a un lado por esos ilustres hombres y mujeres y adornado al otro por aras, estelas, pedestales o miliarios, aparecieron, como si de dioses en la tierra se trataran, una soberbia madre, llamada Livia, esposa de Augusto, representada con un velo, cual sacerdotisa del culto imperial, y su hijo Tiberio, hábil estratega y valiente guerrero.
Esas dos figuras eran sencillamente impresionantes y a pesar de que fueran esculpidas sentadas, su imponencia, su autoridad y su poderío envolvían por completo a los atrevidos visitantes que se acercaban a ellas: yo misma tuve que contenerme para no arrodillarme a los pies de ese emperador y su progenitora, tan soberbiamente divinizados.
Pero el esplendor y la grandiosidad de la época romana no acabaron aquí.
Otra estancia de amplias dimensiones albergaba en su interior un enorme mosaico que parecía una alfombra mágica flotando en el aire, al estar ligeramente sobreelevado del suelo: el mosaico de las estaciones y los meses.
Sus millares de piezas de piedra caliza componían, cual macro-puzzle del tercer siglo, unas llamativas escenas bucólicas y mitológicas que competían en belleza con las que rodeaban la cabeza de una cercana Medusa -¿no sería ella la responsable de la eterna inmovilidad de los anteriores verracos?-, colgada en una pared y que, con semblante serio, casi enfadado, también reclamaba su atención.
Y en aquella sala, casi salón, decorada en sus paredes con otros dos majestuosos lienzos “petrificados”, embriagada por tanta hermosura, acabé desorientándome por completo adoptando una expresión sorprendida como la del simpático Genio del Año.
[Continuará… ]
Qué maravillosa visita. Llevo meses queriendo ir, pero no había encontrado el momento. Acabo de visitarlo sentada en el autobus gracias a ti. Ya solo me queda revistarlo este fin de semana.
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Gracias por tus palabras, querida Victoria. Espero que también la segunda parte del relato te acompañe en tu recorrido en autobús. Buen fin de semana… ¿en el MAN?
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estuve este verano Aliapiedienfamilia y a parte vi el palacio real y el templo de debod
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Me alegro mucho Ignis. Espero te guste también la segunda parte del relato. Gracias por tu comentario.
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http://losviajesdeignis.blogspot.com.es/search?q=madrid+2014 aqui estan todas las fotos
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Muchas gracias
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asi tus seguidores conoceran mi blog y tambien lo visitaran si puedes muestralo como pagina amiga
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