[… Sigue] Recobrada la compostura, proseguí con mi viaje temporal: la “Antigüedad tardía y la Edad Media” me esperaban a la salida de un nuevo túnel cronológico introductorio con las habituales proyecciones audiovisuales. De repente quedé estupefacta por las elaboradas seis coronas, entre ellas la de Recesvinto, y cinco cruces de oro y piedras preciosas que componían el tesoro visigodo de Guarrazar: el esplendor de esas ofrendas votivas, destinadas a iglesias y monasterios, como símbolos del cristianísimo, parecía contradecir la teoría de aquella época “oscura”, los llamados “secoli bui”, que empezó con la caída del Imperio romano de Occidente y terminó a principios del siglo XI, y de la cual, cuando era estudiante, siempre había oído hablar en términos negativos, sobre todo en relación con el crecimiento cultural y literario de la población.
Esas obras de la manufactura humana hablaban por si solas. En mi caso, desde luego, fueron capaces de atraerme, engatusarme y finalmente conquistarme con su riqueza decorativa hasta el punto de llevarme a aplastar, esta vez sí, mi nariz, o mejor, todo mi cuerpo, contra aquel cristal infranqueable que se erigía en terrible barrera transparente entre nosotros. Convertida para la ocasión en una “Gollum medieval”, metida de lleno no en la ficticia y “tolkiana” Tercera Edad del Sol, sino en el Primer Milenio después de Cristo, intenté inútilmente hacerme con “mi tesoro”…
Tras lograr alejarme de aquella tentadora vitrina y, con la (absurda) esperanza de encontrar en las salas siguientes, dedicadas al auge de la Edad Media, unas piezas que ejercitaran menor poder de atracción sobre mi limitada fuerza de voluntad, empecé a correr hacia delante: ¡Que gran equivocación!
Lo que me aguardaba era todo lo contrario.
Con mi reciente desdoblamiento de personalidad había olvidado que me encontraba en la península ibérica y que ésta había sufrido durante siglos la invasión de los árabes y, con ella, la maravillosa oleada del arte musulmán en “Al-Ándalus”.
Así que, bajo una gran maqueta de la mezquita de Córdoba, y precedido por capiteles de diferentes facturas, montados sobre modernas columnas con función de soporte, como si de guardias gigantes se tratara, no pude evitar encontrarme con el famoso bote de Zamora, regalo de Al-Hakam II para su concubina Zoa, con su virtuosa decoración sobre marfil de pavos reales, gacelas y pájaros entre árboles, palmas, tallos, hojas, brotes y flores estilizadas.
Un poco más allá estaba la marmórea pila de Almanzor, donde entre temas vegetales, algunos de ellos esculpidos en relieve y otros en liso, destacaban, en un lateral, una pareja de imperiosas águilas con las alas desplegadas cobijando a unos cuantos cuadrúpedos.
Y, por último, a escasos metros de distancia, me topé con unos imponentes jarrones de reflejos dorados, con inscripciones en caracteres cúficos, que se levantaban orgullosos cuales soberbios ejemplos del arte cerámica de los reinos nazaríes de Granada.
Aturdida y desorientada, proseguí mi recorrido luchando contra mis instintos “gollumianos”, e intentando resistirme ante las magnificas obras del arte mudéjar que discurrían ante mis ojos, testigos inigualables de la progresiva fusión del arte islámico con el cristiano, según avanzaba la reconquista.
Pasé bajo techumbres de madera como si de verdad estuviera en las originarias cámaras reales o cúpulas de nobles palacios de donde provenían; crucé arcos de yeso, que en aquellos lejanos tiempos formaban parte de los augustos edificios, y que para la ocasión estaban dispuestos como originales puertas de acceso a las sucesivas salas del museo; franqueé sólidas puertas de dos batientes con motivos geométricos, trazados mediante la combinación de listones de madera, cabezas de clavo semiesféricas y herrajes, que cerraban, o abrían, ingresos de iglesias que sustituían a antiguas mezquitas…
Todo eso era demasiado y, repentinamente, rodeada por esa fantástica realidad histórico-arqueológica, me desmoroné: la cabeza me daba vueltas, las piernas me temblaban y el corazón iba a mil…
Tuve que salir de allí, de aquella Edad Media, primero musulmana, y luego cristiana, que tan vigorosamente exaltaba las dotes humanas como despiadadamente ofuscaba mi (supuesta) lucidez.
Corrí hacia una portada románica abocinada con dos arquivoltas, apoyadas sobre columnas de fuste acanalado y helicoidal, en busca de la salvación, de una vía de escape de aquella exposición. Pero no fue así.
Detrás de ella se ocultaban los flamantes ascensores y la original escalera de antes que me invitaban a subir a la planta de arriba para prolongar aquella dulce tortura expositiva.
Como mis fuerzas (físicas y mentales) escaseaban, me decidí esta vez por el medio mecánico y, una vez en la segunda planta, mientras recorría la sala dedicada a los reinos cristianos medievales, me autoimpuse una aparente indiferencia hacia todo lo que me rodeaba, con el fin de ahorrar energías y evitar caer en mis habituales visiones “aliapiedescas”.
Así, fingí ignorar la excelente factura de la primera representación escultórica de un Crucificado, el llamado Crucifijo de don Fernando y doña Sancha, donado por estos reyes a la colegiata de San Isidro de León.
Después, intenté no detenerme ante el arco románico de piedra caliza, traído de la abadía de San Pedro de las Dueñas, que, en sus capiteles, presentaba unas violentas escenas de lucha.
Y, del mismo modo, aparenté desinterés ante la magnificencia de un sepulcro, ya de estilo gótico, compuesto de un sarcófago con estatua yaciente, que protegía, como así rezaba el epitafio en latín, entre otras, a la “fecunda en virtudes, piadosa, limpia de todo pecado mundano, prudente y elocuente” Doña Inés Rodríguez de Villalobos.
Pero todo esfuerzo de apatía fue en vano. Me emocioné, me sorprendí y me detuve frente a cada una de aquellas obras. Ya no podía más cuando ante la espectacular estatua de alabastro de Pedro I de Castilla, caí presa de mi fantasía. Ese pudiente rey, vistiendo su pesada armadura, cubierta por un manto real, orando, con las manos juntas, arrodillado delante de mí, como si fuera yo su soberana, captó inevitablemente toda mi atención: le miré, le observé, le escuché y, después, le hablé, le conforté y le perdoné todos sus pecados: ¡Aliapiedi había vuelto en si!
Después de ese increíble vis-à-vis, me despedí de él y de los numerosos objetos religiosos –cruces de término, capas de oro y seda y figuras exentas de santas– que ocupaban, casi invadían, aquella sala, y con paso firme me lancé hacia la Edad Moderna.
En las tres estancias que me aguardaban había colecciones muy diversas en función de los materiales y de la técnica de fabricación artesanal o industrial: desde esculturas en madera, piedra, mármol y bronce, hasta pinturas, instrumentos científicos, armas, platería, joyería, pasando por cerámicas, vidrios, muebles, textiles, piedras duras, instrumentos musicales y herramientas de diferentes usos.
A la par de mis pasos acelerados dejé que desfilaran, primero, los astrolabios planisféricos, que colgaban en las vitrinas como si fueran enormes “gong”, luego, el ábaco neperiano, una de las primeras calculadoras, que estaba guardado en una coqueta arqueta de palosanto con incrustaciones de marfil, y, finalmente, la llamativa y “floreal” silla de manos de madera dorada que hubiera hecho las delicias de “la niña en la quinta dimensión”.
Dejé atrás todo eso y, después de haber cruzado la sala que conectaba las alas izquierda y la derecha del imponente edificio, y que está dedicada a la “Historia del Museo”, me sumergí en el misterioso Egipto y en el cautivador Oriente Próximo.
Me quedaba poco tiempo a disposición, apenas media hora antes de quedarme encerrada –después de todo no era mala idea, pensé– en ese sector del museo rodeada de enigmáticas estatuas de granito, como la de un anciano llamado Harsonmtusemhat, sacerdote, príncipe y escriba a la vez, y de basalto, como la de Nectanebo I, de ataúdes antropomorfos de madera policromada pertenecientes, entre otros, a sacerdotes de diferentes templos con esos nombres tan imposibles de pronunciar (Amenemhat o Ankhefenkhonsu), y de temibles momias, de mujeres y varones, cuya estructura ósea se reflejaba, como una radiografía, en el cristal de las vitrinas que la contenían –esas impactantes imágenes me recordaron la de la abrumadora y conmovedora Sábana Santa, expuesta en Turín con ocasión del Jubileo, cuya supuesta figura del cuerpo de Cristo se proyectaba en un panel encima de ella–.
A pesar del aspecto lúgubre de aquellas salas, dedicadas al universo religioso y funerario, ese mundo tan exótico ejerció sobre mí un embrujo infinito.
Esa cultura, esa civilización y esa arquitectura monumental, de la que allí solo había una pequeña, aunque significativa, muestra no podían dejar indiferente a nadie.
Y todavía faltaba la grandiosa Grecia clásica, tanto la continental como la que incluía Jonia, Magna Grecia y Sicilia, objeto de mis obligados estudios de bachiller durante cinco años, y de mi espontánea admiración a posteriori.
En la última sala de aquella planta, me quedé en estática contemplación ante una de las mejores colecciones de vasos cerámicos de Europa, integrada por delicadas crateras y elegantes ánforas, que abarcaban desde la época micénica hasta la helenística, con sus decoraciones figuradas, que representaban los aspectos más relevantes de esta antigua sociedad: el mito, la religión, el poder, la política, el teatro y la literatura.
Heracles en persona defendía a aquellas valiosas piezas con su propio cuerpo al desnudo, en la plenitud de su juventud y belleza atemporal –¡sus esculpidos abdominales marmóreos hubieran provocado la envidia del mismísimo Cristiano Ronaldo!– y frente a ese semidiós con el que muchas veces me había comparado en mi faceta de anti-heroína “aliapiedesca”, incapaz de tomar decisiones razonables y de controlar mis instintos básicos frente a tesoros arquitectónicos, artísticos o arqueológicos, me sentí estremecer.
Al límite de mis fuerzas, después de tres intensas horas de visita, cual golpe letal, apareció detrás de mí el espléndido dios Apolo que, con una sonrisa pícara entre sus labios, en lugar de susurrarme dulces palabras de amor, me condenó haciendo suyo el duro pensamiento del historiador Diógenes Laercio:
“Doy gracias al Destino,
por ser hombre y no animal,
por ser varón y no mujer,
por ser griego y no bárbaro”.
No tuve tiempo de reaccionar, de replicar o de razonar. Esa frase tan lapidaria, inscrita a sus pies, y que ponía el (insólito) colofón final a aquel (hasta aquel fatídico instante) estimulante viaje en el tiempo, me hizo entrar en crisis, no en la crisis económica del principio de este relato, olvidada por completo, o mejor dicho, saboreada ante la riqueza tecnológica y cultural que me había acompañado hasta aquel momento, sino en una crisis mucho más profunda, mucho más dura, mucho más sufrida: una crisis personal.
Cabizbaja me dirigí a la entreplanta, cruzando rápidamente el pasillo dedicado a “La moneda, algo más que dinero”, y seguí bajando hasta la planta baja, en busca de un lugar aislado donde reflexionar sobre aquellas palabras tan drásticas. Me refugié entonces en el exótico jardín que se escondía detrás de la terraza de la cafetería del museo, y sentada en un banco, sola, deprimida y aniquilada, rodeada de diferentes variedades de flores y plantas, me enfrenté a mi misma, a mi naturaleza y a mi esencia de mujer.
Una pareja de imponentes esfinges aladas de bronce, ubicadas a ambos lados de la originaria escalera principal de acceso al museo, me miraban con aire de reproche, orgullosas de si mismas, a pesar de pertenecer al mundo animal, y no al humano, al femenino, y no al masculino, y al actual (¿bárbaro?) y no griego. Atraída por aquellas mudas e insólitas sirenas terrestres, me acerqué a ellas y, bajo el influjo de su soberbia presencia… ¡las imité!
Levanté la cabeza y con mirada firme y paso decidido me dirigí hacia la elaborada reja de aquel elegante edificio que estaba a punto de cerrarse. Pero una última señal, un extraño dibujo que asomaba entre las plantas del mencionado oasis urbano, captó mi atención y, desafiando los últimos minutos, casi segundos, que corrían en mi contra, la seguí.
Bajé una escalera, me adentré en la oscuridad, entré en un húmedo lugar subterráneo y, segura de mi misma, fuerte de mi “humana” y “femenina” curiosidad que vencía cualquier otro miedo, entré en una cueva… ¡llena de bisontes!
No tuve miedo. A pesar de ser una “bárbara mujer” y de tener que enfrentarme sola a aquella temible manada, cual impávida torera italiana, no me moví ni un centímetro, contuve el aliento y, quieta y en silencio, esperé la embestida…
El impacto fue tremendo, de tal magnitud que nada más entrar fui abatida por el vigor de la fuerza rupestre de aquella “Capilla Sextina” capitalina. Caí a sus pies, a los pies de decenas de salvajes animales, a los pies de un techo que reproducía parte del de las cueva de Altamira, y tendida en el suelo, al lado de un enorme espejo que reflejaba esas abrumadoras imágenes policromadas, cerré los ojos y volví a los orígenes, a los orígenes de una grandiosa humanidad que partiendo de una cueva primitiva, con crisis o sin ella, había sido capaz de llegar tan lejos, deslumbrando a sus semejantes con un museo tan impresionante…
Una nota final. Si estáis agotados después de la emocionante visita al MAN, os aconsejo reponer fuerzas, unos pocos pasos más allá, en el sorprendente y deslumbrante Platea, un antiguo cine, el Carlos III, reconvertido en un impresionante espacio de ocio gastronómico y musical, digno de ser visto, olido y saboreado.
Y después de esta etapa multisensorial, ¿por qué no seguir el camino por la elegante calle Serrano y, al número 41, bajar los escalones que dan acceso a una curiosa agencia-librería “De Viaje” en busca de un libro “aliapiedesco” – es decir, “Aliapiedi… a Dublino”, hijo real de este blog virtual – para un regalo “all’italiana” con el que sorprender un amigo, familiar o uno mismo?
¡Buen provecho… y felices compras!