Circo del Sol – KOOZA: La caja mágica de un peculiar juego de Matrioskas [Segunda parte]

[… Sigue]

Después de la pausa, el Truquista volvió al escenario, volvió a lo grande, volvió en todo su esplendor, con una brillante vestimenta de gala, formada por un frac de reflejos violetas y lentejuelas y una llamativa máscara que no hubiera desentonado en el suntuoso Carnaval en Venecia.

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El regreso del Truquista en todo su esplendor (Foto: Circo del Sol)

A su alrededor se materializó un nutrido grupo de peculiares esqueletos, con plumas, alas y espumillones, que, juntos y revueltos, con sus especiales trajes-instrumentos de percusión, hechos de carbono moldeado para que, al entrechocar entre ellos, reproduciesen el sonido del crujir de los huesos, bailaban una macabra pero sensual danza nocturna.

Esos cuerpos huesudos se movían rápida y habilidosamente al compás de una música arrasadora, como la de un can-can en un Moulin Rouge canadiense, provocando un auténtico vórtice de sonidos y colores…

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La frenética danza de los esqueletos (Foto: Circo del Sol)

Era una verdadera explosión de ritmo y dinamismo, como en un clandestino Cabaret multicolor, la que invadía a esos tétricos personajes, acompañados también por la rompedora sensualidad de una cantante que, a la par de una Jessica Rabbit de origen india, imponía con maestría su voz y su presencia; era una espectacular danza desenfrenada, pero controlada, la de esos bailarines muertos, pero vivos más que nunca, que iban siguiendo fielmente los acordes de los bajos, trombones, trompetas, saxofones, baterías, guitarras eléctricas y teclados de los seis componentes de la orquesta, y ella, observando ese increíble baile, estaba casi deseando convertirse en una “Ali(ci)apiedi en el País de las Maravillas” para lanzarse a ese mundo fuera del tiempo, dirigido por la locura del Truquista poderoso y extravagante, donde, en cualquier momento, hubiera podido aparecer hasta el Barón de Munchausen.

Pero justo cuando iba a participar activamente en ese marchoso cuento con reminiscencias de novelas gráficas, libros infantiles o viajes en el tiempo, el brillo y el esplendor de la danza de los esqueletos cesó por completo.

La oscuridad había vuelto, una siniestra oscuridad teñida de un rojo que le recordaba al de un sol en el ocaso o al de un infierno monocolor.

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El diabólico hombre enmascarado (Foto: Circo del Sol)

Un artilugio impresionante, acertadamente llamado “Rueda de la muerte”, acababa de bajar desde el Vacío, desde ese peculiar cielo kooziano que, según la necesidad, gracias al juego de las luces, podía asumir una infinita variedad de tonalidades. Su imponente estructura, formada por dos ruedas circulares unidas entre ellas por un eje central, se impuso prepotentemente en la pista, dejando a todo el mundo boquiabierto.

Ya nadie danzaba, ya nadie cantaba, ya nadie reía, ya nadie aplaudía.

Un hombre enmascarado, con el pecho al desnudo, se acercó amenazador a la primera de las dos figuras huecas circulares y, sin pestañear, entró en su interior.

Aliapiedi y su marido, preocupados, observaban fijamente a ese ser que con sus brazos forzudos poco a poco movía el extraño balancín.

La tremenda e inquietante estructura de metal se doblegaba a su voluntad, como un Goliat controlado por un humilde, pero fuerte, David y, progresivamente, cada vez con mayor velocidad, se ponía a girar sobre sí misma.

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La infernal «Rueda de la Muerte»

El héroe con la máscara, enjaulado en una de las dos extremidades circulares, la guiaba sin aparente dificultad, haciéndola parar, ir adelante o atrás. Pero todo eso no era suficiente: el hombre, o puede que fuera un diablo, quería más, y, a los pocos minutos, se puso a voltear, a saltar, a volar dentro de esa rueda infernal que, mientras se amoldaba a sus impulsos musculares, iba progresivamente adquiriendo velocidad.

El número era verdaderamente impactante, asombroso, apabullante, de modo que a la pareja no le quedó otra que guardar silencio y, conteniendo el aliento, limitarse a contemplar con el terror en los ojos a ese personaje de casi una tonelada de fibras y músculos que, increíblemente, se sobreponía, luchaba y vencía a un artilugio siete veces más pesado que él.

Pero, una vez más, la empresa se tenía que complicar.

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El baile mortal de David vs. Goliat

Un segundo individuo, un nuevo diablo, un nuevo héroe disfrazado, salido de las rojas tinieblas del escenario, entró en la otra jaula circular y, sin pestañear, empezó a dar rienda suelta a una nueva danza, en pareja, aún más peligrosa.

Y así, a ritmo de rock duro, de heavy metal, los dos se exhibieron en equipo, uno controlando con sus fuerzas la dinámica actividad de la criatura mortal, y el otro, al compás, haciendo alarde de unos malabarismos desafiantes, al límite de la gravedad. Sin embargo, de repente, en una fracción de segundo, uno de los dos zorros endemoniados se lanzó fuera de su rueda, montando encima de la jaula circular que, hasta aquel momento, había limitado con su circunferencia su rápido deambular, y, atrevido, demasiado atrevido, estrenó un nuevo baile con la muerte.

Asustada, Aliapiedi dejó escapar un grito, malamente contenido, mientras que su marido, rígido en su asiento, apelaba a su proverbial racionalidad para no unirse a los sofocados sonidos guturales de su mujer.

Pero allí arriba, encima de esa rueda, a una altura vertiginosa, nada era racional, nada era natural, nada era normal.

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Los dos héroes disfrazados en plena acción (Foto: Circo del Sol)

No era propio de un ser racional ponerse a correr y saltar en el exterior de la jaula; no era natural lanzarse allí fuera como un intrépido hombre-araña desprovisto de una socorrida tela; no era normal jugar tan descaradamente con la gravedad, con el equilibrio, con la velocidad y, al fin y al cabo, con la vida. A pesar de todo ello, la diabólica pareja seguía con la rítmica sucesión de acrobacias, acompañadas por las, también rítmicas, exclamaciones colectivas de terror de todos los asistentes, hasta que, finalmente, con un increíble salto mortal, nunca mejor dicho, sobre la propia rueda de la muerte, el infierno de ese juego se apagó por completo.

Un aplauso catártico y devastador cayó sobre las cabezas enmascaradas de esa pareja (casi) insensata que había derrotado la muerte con una rueda y, con el miedo aún en el cuerpo, Aliapiedi y su marido volvieron a saludar con alegría, casi con euforia, la vuelta al escenario de los simpáticos payasos que, nuevamente, arrastraban en sus absurdas aventuras a un nuevo espectador llamado Pedro.

Los dos se reían cada vez más con sus insólitas ocurrencias, con sus ligeras bromas pesadas, con sus burlas disparatadas y, apartadas definitivamente todas sus resistencias hacia esos bufones, no pudieron evitar admirar y valorar su difícil y cómico papel, el de convertir las debilidades humanas en diversión, rompiendo todas las reglas, como si fueran unos anarquistas. 

Pero después de ese momento de relajación, ambos eran perfectamente conscientes de que les aguardaba una nueva tortura, un nuevo sufrimiento…

Dicho y hecho hizo acto de presencia un habilidoso malabarista que se entretenía con su yo-yo chino, conocido como diábolo.

El artista, sin ninguna aparente dificultad, hacía bailar esa bobina, lanzándola en el aire, volteando con ella, enredándola alrededor de su cuerpo, como si fuera capaz de dar vida, con la agilidad de sus brazos, de sus manos y de sus piernas a ese peculiar objeto sin alma. Tras unas increíbles coreografías, como era de esperar, a la bobina inicial se unió una segunda, luego una tercera y después una cuarta. El aparente pasatiempo se complicaba progresivamente; el enredo, literalmente, se hacía imposible, y lo que parecía la antítesis de un juego de niños se convirtió en un grandioso compendio de arte, ingenio y destreza. Un único, mínimo e imperceptible error hubiera sido fatal, hubiera provocado la caída, como las piezas de un dominó, de toda la estudiada y perfecta composición de ese número, y mientras Aliapiedi y su acompañante contenían el aliento por temor que el solo hecho de respirar pudiera estropear los precisos vuelos de esos objetos, el artista, con sus dos palos, su cuerda y sus cuatro bobinas, conseguía terminar gloriosamente su ejercicio, volviendo sonriente al cálido refugio de la Bataclán.

Lo presenciado parecía ser ya más que suficiente, gracias también a los increíbles efectos de las luces y sonidos –obras, respectivamente, de los diseñadores Martin Labrecque y Jonathan Deans y Leon Rothenberg–, pero cuando todos ya creían, casi esperaban, que el dulce sufrimiento de las peligrosas acrobacias se había acabado, se materializaron unas cuantas sillas en el profundo y azul horizonte del Vacío. Entonces, a ella le vino a la mente lo que había leído en la nota de prensa pero, por respeto a su marido, para no estropearle la dulce pero amarga sorpresa, guardó un estoico silencio.

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…de un atípico hombre araña… (Foto: Circo del Sol)

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Las acrobacias in crescendo… (Foto: Circo del Sol)

El acróbata empezó así su hazaña, tejiendo pacientemente, como una araña, una atípica tela, hecha de un pedestal, de unos asientos y de unos respaldos que encajaban entre ellos.

Colgando de esa extraña pared hueca vertical in fieri, un paso tras otro, sin prisa pero sin pausa, el hombre, el atleta, el campeón de la gimnasia iba representando con su espléndido cuerpo musculoso unas increíbles figuras.

Gracias a la potencia y al control de sus bíceps, sus abdominales, sus aductores y, al fin y al cabo, de todos sus músculos voluntarios, se sustentaba sobre su cabeza, se doblaba sobre sus brazos, se inclinaba de un lado o del otro, y, poco a poco, fue apilando, una tras otra, las ocho sillas, formando una delicada y frágil pero recta, y por ello atípica, torre de Pisa.

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…en un Torre de Pisa… (Foto: Circo del Sol)

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… de ocho sillas! (Foto: Circo del Sol)

El silencio dominaba en el oscuro espacio infinito, sólo iluminado por el resplandor de esos ejercicios cada vez más elaborados, cada vez más complicados; la misma orquesta se había callado mientras que el flexuoso equilibrista, concentrado, tras haber colocado una última silla en diagonal, suspendida a siete metros de altura, por fin se enganchaba a una cuerda de seguridad, para afrontar su última exhibición.

Con la sola ayuda de las leyes físicas, de la estática y de la dinámica, y de su equilibrio, al nostálgico son de los recuperados acordes de un teclado y de un saxofón, después de haber controlado la frágil solidez de esa estructura, se sentó sobre la última silla oblicua, se levantó sobre ella, se puso cabeza abajo, se torció de un lado y, finalmente, como si la cuerda de seguridad le estuviera levantando invisiblemente desde arriba, como si estuviera en un lugar huérfano de gravedad, con increíble ligereza se extendió horizontalmente sobre esa torre vertical, tendido y tenso como una veleta, apoyándose con un solo brazo sobre la silla colocada en diagonal.

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El gran final del flexuoso equilibrista (Foto: Circo del Sol)

Nadie sin embargo le aplaudió, nadie le ovacionó, nadie le aclamó: las palmas cayeron con toda su potencia sobre su cuerpo y su alma sólo cuando devolvió sus pies a la tierra. 

Aliapiedi y su binomio ya no podían más con tantas emociones, con todos esos sentimientos diferentes –alegría, miedo, nostalgia, euforia…– que  recorrían sus respectivos cuerpos por culpa de ese mundo kooziano, retorcidamente creado y dirigido por un Truquista malvado y despiadado, capaz de divertirse, entretenerse y jugar despreocupada y descaradamente no sólo con el estado de ánimo del Inocente sino también con el de toda la gente. Y éste, en efecto, conforme a su voluble actitud, después de haberles regalado otro momento de pseudo-relajación con el atronador solo de un batería que, a lo grande, se desahogaba golpeando con maestría cajas, bombos y platillos, a la vez que movía los pies y los brazos a un ritmo infernal, casi desesperado, decidió obligarles a aguantar una última exhibición.

Y así, con el poder de su varita electrizante, convocó a unos nuevos personajes.

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La llegada de los nuevos personajes bajo la batuta del Truquista

Estos, obedientes como si de soldados perfectamente entrenados se tratara, aparecieron a su lado con unos llamativos trajes blancos y de metales, cargando un colchón y un inquietante trampolín.

Lo colocaron a un lado de la pista y, sin pensárselo dos veces, empezaron a saltar sobre él, volando literalmente por los aires mientras dibujaban escenográficas piruetas, volteretas o pirámides humanas acompañadas por dobles, triples, cuádruples y hasta quíntuples saltos mortales. Parecían unas peonzas fuera de control o, mejor dicho, perfectamente controladas que, desde el Vacío de las alturas, a diez metros de distancia de la tierra, caían perfectamente encima de las palmas o de los hombros de sus compañeros de aventura.

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El asombroso salto final y mortal con zancos de metal (Foto: Circo del Sol)

Cualquiera hubiera dicho que esos cándidos guerreros estaban divirtiéndose de verdad, como si aquellas proezas fueran para ellos actos muy sencillos, como si esos lanzamientos no llevasen ningún riesgo y mientras que el público, paulatinamente, se iba acostumbrando a sus saltos fabulosos, acompañándolos con las palmas, unos autoritarios y altos zancos de metal mandaron nuevamente a callar a todo el mundo.

Al borde de un ataque de nervios, intuyendo lo que podía pasar, Aliapiedi prefirió no mirar, no asistir a la enésima locura aérea, no sufrir más con el último e impresionante lanzamiento de un hombre con las piernas atadas a un inquietante artilugio… Pero éste, dejándose impulsar por sus compañeros en lo alto de los cielos, y más allá, después de unas volteretas espectaculares aterrizó con elegancia sobre una oportuna colchoneta, de pie, recto y erguido sobre sus dos largas piernas adicionales.

Ella se lo había perdido.

Esos hombres voladores lo habían conseguido y por fin Aliapiedi y su marido podían desatarse en un aplauso infinito, en unos gritos liberadores, en una impresionante standing ovation que, con toda su fuerza y poderío, caía impetuosa sobre todos los artistas koozianos, incluyendo también al Truquista que, en el fondo, no era tan malvado, a los simpáticos lacayos, al incontrolable Perro Malo y al rey tan insano que, dejando a una lado su orgullo, decidió por fin ceder su corona a un Inocente que había demostrado ser muy valiente.

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La gran familia «kooziana» (Foto: Circo del Sol)

Y éste, tímidamente, mientras todos esos personajes se arrodillaban a sus pies, aceptó ese regalo, ese merecido reconocimiento de su pureza, ese premio por el complicado camino de autodescubrimiento recién recorrido que, desde la madurez, le devolvía nuevamente a su infancia despreocupada y al sencillo y poético vuelo de una cometa entre las estrellas de un Vacío que ahora, gracias a la fuerza, la fragilidad, la risa, la sonrisa, la confusión y la armonía de un tesoro llamado KOOZA, resplandecía más que nunca, a pesar también del apagón final provocado por el extraño Heimloss.

Aliapiedi y su marido, satisfechos, casi exaltados, aún no daban crédito a todo lo que acababan de sentir en sus propias carnes, durante esas dos horas abundantes de espectáculo; les parecía haber estado en otro lugar, en un mundo diferente donde, felizmente perdidos y desorientados, se habían olvidado por completo de las preocupaciones, o alegrías, cotidianas, de los obstáculos, o satisfacciones, que surgían en el día a día. Y, mientras paseaban felices por los múltiples senderos de una somnolienta Casa de Campo, dejado atrás KOOZA y todo lo demás, entre la infinidad de las estrellas que, por fin, habían cobrado protagonismo en un cielo despejado por completo, vieron vislumbrar entre ellas la más bella, la de un Sol infinito que nunca iba a ponerse en el horizonte, y la de un Circo que, como aquel de la vida, con su fantasía, puro reflejo de la realidad, siempre, y a pesar de todo, iba a seguir adelante.

Ella sonrió, vio a su marido feliz y, en su corazón, dio las gracias al Circo del Sol.

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El nocturno resplandor de un (Circo del) Sol infinito…

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