Advertencia: Escribí este relato, que se sale de la temática «aliapiedesca» del blog, en la Semana Santa del 2020, en plena pandemia, cuando lo de ir «a piedi», «en familia», por la capital (¡y más allá!) no sólo estaba absolutamente prohibido sino parecía una empresa casi imposible de realizar en un futuro cercano… 366 días después, me permito compartir aquí esta historia real, que se publicó hace un año en la sección «La mirada de Aliapiedi» del periódico digital «InfoBarajas», para que no olvidemos lo que sufrimos, nos alegremos de los progresos alcanzados y nunca perdamos la esperanza:
«¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”.
Buona lettura a tutti!
Hoy me he atrevido: hoy he salido de mi refugio.
Después de casi un mes de confinamiento, sin ir al trabajo, al colegio o al supermercado –siempre va él: mi marido–, hoy me he atrevido a salir de mi refugio para alcanzar, a unos cincuenta metros de mi piso, el socorrido contenedor del vidrio. Hacía un día demasiado bonito para dejar escapar esta ocasión, demasiado soleado para renunciar una vez más en favor de mi hijo, actual encargado de tirar papel, cartón y cristal, demasiado luminoso para renunciar a una dosis, gratis, de Vitamina D natural.
Así que, egoístamente, hoy he salido de mi refugio, dejando atrás las agotadoras, pero también catárticas y liberadoras, tareas cotidianas de orden, limpieza y desinfección del hogar, abandonando a los demás, entretenidos con whatsapp, recetas o videojuegos, pasando por alto la doméstica seguridad familiar.
Y con los guantes de látex en las manos, el gel desinfectante en un bolsillo, una mascarilla quirúrgica en el otro y el miedo en el cuerpo, por si acaso, me enfrenté a la soleada realidad de un día pascual del todo especial, acompañada por el inquietante recuerdo de mi última salida –hace un par de semanas, cuando, a piedi, de prisa y corriendo, fui a la farmacia para comprar unas socorridas mascarillas y, después de los consejos de la amable empleada, volví, agobiada y aterrada, con una bolsa repleta de alcohol y agua oxigenada, guantes y cuatro mascarillas para toda la familia–.
Bajé entonces la escaleras, evitando contagiarme con las teclas y las cuatro paredes del ascensor, abrí con el codo, a pesar de mi protección y gracias a un peculiar esfuerzo de contorsión, las puertas interior y exterior de la urbanización, y, respirando hondo, sin filtros o tejidos que tapasen mis labios y empañasen mis gafas de sol, me dirigí de puntillas hacia mi objetivo, llevando botellas y botellines de vino y cervezas, compañeras vacías, y vaciadas, de charlas virtuales de fines de semana con amigos y familiares.
Miré a mi alrededor con terror y circunspección, intentando pasar desapercibida, queriendo ocultar mi presencia, pero no la de mis botellas, sintiéndome vigilada como un ladrón con un botín de cristal por decenas de ventanas indiscretas. Y así, en total soledad, reina-ladrona de un pueblo casi sin voluntad, saboreé esos cinco minutos de libertad, cruzando la macrourbanización como si fuera de mi propiedad.
Luché contra la tentación no sólo de sentarme en un seductor banco de madera, al estilo de “Los lunes al sol”, sino también, unos pocos metros más allá, de fotografiar una parra rebosante de glicinias trepadoras que, como sirenas cautivadoras, seducían mi olfato y mi vista con sus colores primaverales y sus flores de breve duración, entre el rosa y el violeta. Pero resistí, resistí con todas mis fuerzas y, apartados esos deseos prohibidos por la ley general y por mi moral particular, conseguí centrarme en mi única misión: la de reciclar, y nada más.
Esquivado entonces embarazosamente a un hombre que venía de frente, cambiándome de acera, no sin un cierto sentido de culpabilidad por ese ostentoso gesto de respetuosa mala educación, después de haber tirado esos cristales rotos y, con ellos, el recuerdo y los sueños de cenas y aperitivos con amigos, juntos y revueltos, en bares o restaurantes concurridos, a veces apretados, a veces agobiados, compartiendo codo con codo comida al centro y lágrimas y sonrisas al lado, sin pantallas de por medio, reina triste y afligida, volví hacia mi casa, allí donde, increíblemente, me había dado cuenta de que había mucha más gente y más vida.
Ya estaba casi de recogida cuando de repente escuché una voz amiga. Era la de un individuo que, saliendo de un edificio, con el chándal de rigor y el móvil en la mano, iba a la panadería, declarándolo en voz alta, sin preocuparse de ser oído, como si él también fuera el rey, sin reino y sin corona, más bien sin sentido, de la misma macrourbanización.
Una bombilla en mi cabeza se encendió, un renovado anhelito de atrevimiento apareció y un deseo apartado se despertó. Decidí seguirlo sigilosamente, escuchando sin querer su conversación para saber dónde estaba ese local, pero él, despreocupado, se alejaba de mí a pasos agigantados, sin dejar de hablar al aparato, adentrándose cada vez más en el parque que se extiende detrás de mi portal.
No sabía si continuar mi persecución, si alejarme tanto de la seguridad de mi hogar –estaba a unos cien metros de distancia– si, al fin al cabo, yendo tras él, iba por fin a realizar mi renovado sueño italiano, frustrado dos días atrás en un gran supermercado, de conseguir, en ese día tan señalado, el Domingo de Resurrección, uno, dos, tres o cuatro huevos, de chocolate, por supuesto.
Pero el miedo pudo más.
Renuncié a mi intento pascual de celebrar una normal fiesta familiar, a pesar de la situación del todo excepcional, y volví sobre mis pasos, cruzando nuevamente ese parque que, bajo el mando de una reina de verdad, su majestad la Naturaleza, seguía expandiendo su verde poder sin piedad, convirtiéndose en un bosque de setos descontrolados, altas hierbas y árboles despeinados.
Pero en el horizonte de esa creciente jungla urbana se materializó de repente un nuevo individuo, de aspecto desaliñado, que, desorientado, no sé por qué motivo, parecía querer acercarse a mi persona. El corazón empezó a latir fuerte en mi pecho, el sudor a hacer estragos en mis manos, envueltas en el látex despiadado, y, esforzándome para guardar la distancia de seguridad –unos diez metros, o algo más, en mi caso particular–, intenté evitar cruzarme en su camino, en ese único sendero que llevaba a mi portal.
El inquietante desconocido, sin embargo, parecía estar empeñado en hablar conmigo: quería saber si había visto corretear a su perro, quería comprobar que su mascota/animal –Argo, la/le llamaré– no se había escapado, que no se había alejado para siempre de él y de la humanidad. E improvisamente, de la nada, Argo se personó, entre él y yo, acercándose afectuosamente a su padrón.
“Ya está aquí” –me dijo, más bien me gritó, el individuo, cubriendo el espacio entre nosotros –“¡Hasta luego y que vaya todo bien!”–. Y, escoltado por su fiel amigo, se fue, como si nunca hubiera aparecido.
Al oír esa expresión inesperada –“que vaya todo bien”–, me quedé paralizada, como si esas cuatro mágicas palabras hubiesen golpeado, más bien roto, mi antivírica coraza, y, arrepentida, volví a mi casa, como una reina ya no desconsolada sino esplendorosa y luminosa –más bien por dentro que por fuera–.
“Irá todo bien” –pensé reconfortada mientras subía las escaleras que llevaban a mi refugio, a ese refugio dorado donde estamos todos, en familia, sanos y salvos, donde, día tras día, a pesar de la lejanía, mi marido y yo seguimos manteniendo nuestros trabajos y nuestros hijos sus clases de colegio, donde, para el ocio cotidiano, podemos elegir entre libros, tabletas, series o juegos de mesas, donde, al fin y al cabo, soy, somos, unos privilegiados–.
“Irá todo bien”–pensé con una sonrisa en los labios, después de haber dejado fuera de la puerta mis zapatos–, mientras que sigamos y persigamos la esperanza, a pesar de tener que protegernos y guardar las distancias.
“Irá todo bien” –pensé aliviada mientras vaporizaba de lejía la superficie del felpudo y, de paso, todas las del descansillo–, si continuamos a ser humanos y solidarios como somos, animándonos los unos a los otros, con aplausos colectivos, himnos de resistencia emotivos, saludos, besos y felicitaciones lanzados desde terrazas y balcones, llamando sin descanso a nuestros seres ahora más queridos, los mayores, contactando con amigos olvidados y reencontrados, hasta con conocidos que creíamos perdidos, compartiendo consejos en la red sobre comercios que siguen abiertos, trucos para limpiar a fondo la casa o manualidades para cubrir las canas, seguir en forma y sentirnos especiales, o, más sencillamente, gritándonos entre desconocidos deseos desinteresados, cerrados y liberados a través de una simple y alentadora exclamación: “¡Que vaya todo bien!”.
Entré así en mi piso, perfectamente desinfectada, tiré los guantes donde era debido, lavé a conciencia mis manos y, sin pan, sin huevos de chocolate y sin celebración pascual a la italiana, me alegré más que nunca de haber vuelto a mi dulce hogar para quedarme con mi familia todo el tiempo que haga falta, sin la obligación, a menudo la vocación, de enfrentarme heroica y anónimamente al peligro cotidiano de un virus enfurecido sino, más simplemente, a aquel, mensual, de un ilustre desconocido deseándome desinteresadamente a mí, cobarde involuntaria, “que vaya todo bien”.
“¡Claro que todo irá bien, pero bien de verdad!”
Ahora, gracias a ti, ya lo sé.
Nos vemos en un mes, querido amigo, yo con mi vidrio y tú con tu compañero fiel.