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Disneyland Paris: En el nombre del abu (Introducción)

Érase una vez…

¡Un abuelo! O, mejor dicho, un abu, que vivía en Jerez.

Una mañana cualquiera, de vuelta a casa de su habitual paseo matutino, más satisfecho que de costumbre, y con una prometedora y pícara sonrisa en los labios, le comentó a su mujer, la abuela o, mejor dicho, “la nona” –tal y como ella, tan joven y tan coqueta, deseaba que le llamaran sus nietos, españolizando el término italiano de “nonna”– que quería organizar un viaje en familia a Disneyland Paris con sus nietos y respectivos progenitores. Ella, obviamente, acogió la propuesta de modo entusiasta y, mágicamente, el deseo revelado de ese día echó a volar, libre por el aire, en lo más alto de los cielos, hasta el infinito y más allá, a la espera de ser realizado…

Y pasaron los años, uno, dos, tres, casi cuatro; los nietos crecieron y aumentaron de número –los italo-españoles, que vivían en Madrid, ya tenían once y ocho años y el jerezano, que ya tenía una hermanita pequeña, ya había cumplido su primer quinquenio–, hasta que, a las puertas de un nuevo verano, los hijos del abu y de la nona, y sus mujeres, lograron por fin encajar sus vacaciones para disfrutar de unos días “juntos y revueltos” entre París y el mágico parque.

Fue un viaje familiar intenso y divertido, repleto de fuertes sensaciones y dulces emociones, desenfrenadas alegrías y desatadas bizarrías, increíbles pasiones e inolvidables satisfacciones, a la vuelta del cual, una vez instalados todos juntos en la morada familiar estival de El Puerto de Santa María, los dos nietos madrileños y el jerezano –su hermanita, de sólo dos añitos, se había quedado en España por motivos logísticos–, se pusieron de acuerdo para redactar un diario secreto sobre sus aventuras parisinas. Los chicos, un poco por caballerosidad y un poco por pereza, encomendaron entonces la responsabilidad de escribirlo materialmente a la única niña del trío, y así fue como los tres primos, sin prisa pero sin pausa, a escondidas de todo el mundo, empezaron a citarse todas las tardes en una habitación de la casa, en la hora de la siesta, para recordar, discutir y anotar los hechos recién transcurridos, componiendo un relato cada vez más extenso, de hojas de papel rebosantes de palabras, dibujos y grabados, unidas entre ellas con el indisoluble pegamento de la compartida fantasía.

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El «cuento-collage» de los tres primos

Pero una noche, una emblemática noche de verano, o puede que durante el “sueño de una noche de verano”, Aliapiedi, la madre de los hermanos madrileños, mientras colocaba unas pulseras en el cajón de la mesilla de su hija, encontró por casualidad el elaborado y cuidado “cuento-collage”; curiosa como siempre, no pudo evitar leerlo de inmediato y, al amparo de la oscuridad, sentada en la terraza del salón, mientras que todos los demás dormían profundamente, acompañada por el mecedor sonido de las olas y por las luces al horizonte del flamante Puente de la Constitución gaditano, empezó la tan inesperada como placentera lectura veraniega…

“Querido abu:

Mi primo, mi hermano y yo hemos decidido recordar aquí la parte más entretenida del viaje familiar parisino que la nona y tú nos habéis regalado, para que sea siempre y para siempre más inolvidable de lo que ya ha sido.

Como bien sabes, ya que nos has acompañado de la mano por esos lugares, un paso tras otro, a piedi, caminando con nosotros, como tanto te gusta a ti, al igual que a mis padres, la tarde que llegamos desde mi ciudad favorita, París, al hotel reservado en Serris, nada más asignarnos las habitaciones, los mayores decidieron coger la primera lanzadera disponible para, según sus textuales y casi incomprensibles explicaciones, “adelantar trámites” y “tomar contacto” con el territorio disneylandiano –dicho entre tú y yo, querido abu, pienso que ellos tenían muchas más ganas que nosotros, los llamados “pequeños”, de ver el parque de atracciones, aunque fuera desde lejos–.

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El rótulo «orejero» de los «Walt Disney Studios»

Así que diez minutos después, una vez superados los oportunos controles de seguridad, nos encontramos cara a cara, o vis-à-vis, como dirían los franceses, con el paraíso: a un lado, los “Walt Disney Studios, con su rótulo ubicado encima de un clásico depósito de agua estadounidense encabezado por unas inconfundibles orejas negras, y, al otro, el romántico vestíbulo de acceso al “Disneyland Park”.

Por unánime decisión nos decantamos por este último, y no sólo porque allí teníamos que recoger las entradas, sino, sobre todo, porque desde la lejanía divisábamos un cautivador palacio real, o algo parecido. En realidad, se trataba de un hotel, el “Disneyland Hotel”, el único que está dentro del parque, y, a pesar de mi fama de eterna soñadora, cual digna hija de mi madre, me apercibí complacida de que, conforme nos acercábamos a él, todos, incluidos mi tío y mi padre que siempre “se hacen los duros”, tenían la expresión de estar soñando despiertos.

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El palacio real del «Disneyland Hotel»

Un pintoresco lago central, con sus fuentes en plena actividad y rodeado por centenares de flores de todo tipo y colores componiendo la cara del ratón más famoso del mundo mundial, se materializó ante nosotros. Al cabo de unos segundos, grandes y pequeños empezamos a tomar, y a tomarnos, fotos desde todas las perspectivas, desde todos los ángulos posibles, como si fuéramos víctimas de una locura colectiva, asaltados por el miedo de que el escenográfico panorama pudiera desaparecer por algún inexplicable motivo. El atractivo de ese palacio de pálidos tonos rosas y pináculos de tejas rojas era tan fuerte que, después de haber retirado nuestras entradas en las taquillas, mi madre, fisgona como siempre, y mi padre, que a gusto se deja contagiar por sus irrefrenables ganas de curiosear, nos propusieron entrar allí para descubrir también su interior –¡No esperaba otra cosa!, querido abu–.

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El salón-recepción o recepción-salón de estilo victoriano

Atravesamos la puerta giratoria, siguiendo a mis progenitores, y entramos en una amplísima “recepción-salón” de estilo victoriano, rodeada por unas sugerentes balconadas, decorada con famosos personajes de Disney y dominada por una majestuosa escalera que nada tenía que envidiar a la del Titanic.

Una vez más, nos quedamos todos boquiabiertos y, después del momento de asombro infinito, las mujeres y los más pequeños comenzamos a emitir un animado concierto fonético-gutural, a base de gemidos y acompañado de todo tipo de aspavientos, gestos y muecas –¿Qué puedo decirte, querido abu? Todavía no habíamos entrado en el parque y todo aquello ya me parecía sensacional, digno de todos esos cuentos que me habían contado mis padres cuando era pequeña, pero pequeña de verdad–.

Y, como si todo eso no fuera suficiente, mis padres, atrevidos y animados, nos convencieron para subir a las plantas superiores en busca de quién sabe qué otros tesoros. Lo hicimos de puntillas, por si acaso, y una vez arriba, como ellos bien suponían, nos topamos con una auténtica maravilla: una fantástica tienda, la primera de muchas, la mayoría de ellas temáticas, esparcidas a lo largo y a lo ancho de los dos parques, repleta, sobre todo, de ropa y accesorios de princesas.

¡Ese era mi reino! ¡Ese era “mi tesoro”!

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La valiosa corona-diadema de rubíes y brillantes

Me hubiera encerrado horas y horas en esa lujosa “Galerie Mickey” para probarme todos esos vestidos de lentejuelas, todos esos zapatos de tacones vertiginosos y todas esas joyas de cristal y piedras preciosas, pero, a pesar de mis súplicas, mis padres “sólo” me dejaron apropiarme de una corona-diadema de oro, rubíes y brillantes –eso sí, querido abu, la más bonita y valiosa de todas– y de un collar-llavero de rubíes que, desde aquel momento, no se separaron de mi regia cabeza y de mi noble cuello.

Convertida así en una auténtica princesa, aunque vestida de paisana para que mis súbditos no me reconocieran, me desplazaba libremente por mi casa palaciega, y dejándome llevar por una alegre melodía, alcancé el “Café Fantasía”, un piano-bar inspirado en la homónima película. Allí, con el resto de la familia, acompañados por las notas de un habilidoso pianista, nos disponíamos a tomar un aperitivo, ¡y unos cuantos caramelos con los que nos obsequiaron los agradables empleados!, cuando mamá, presa de sus instintos “aliapiedescos”, se levantó repentinamente y, sin proferir palabra, se dirigió con paso seguro hacia el jefe de sala del limítrofe “Californian Grill”. Pude ver cómo ella le murmuraba algo al oído en su oxidado francés forzando al máximo su acento italiano –me ha confesado, querido abu, que en sus viajes con mi padre a menudo utiliza esta herramienta lingüística para seducir a sus interlocutores y poder así acceder a lugares a veces reservados, a veces prohibidos o a veces cerrados y que casi siempre lo consigue– y, acto seguido, entró sigilosamente en ese elegante restaurante…

Unos instantes después ya estaba de vuelta con una sonrisa dibujada en sus labios y, tras cruzar una cómplice mirada con la autoridad, a quien ya había convertido en secuaz, empezó a hacernos gestos, como sólo sus compatriotas saben hacer, para que la siguiéramos hasta ese espacio (teóricamente) reservado para los comensales. Aunque no entendíamos el porqué de tanto fervor y entusiasmo, secundamos su petición y, una vez llegados al comedor, lo entendimos todo…

Allí estaba él, en todo su esplendor, estratégicamente posicionado en el centro de una ventana, escenográficamente enmarcado por unas cortinas de rosas rojas que parecían el telón de un teatro; no era un apuesto príncipe a lomos de un corcel blanco o un “pedrusco” de descomunal dimensión lo que hacía vibrar mi alma y mi corazón, sino, más bien, un encantador, sensacional y seductor… ¡castillo!, el castillo que tantas veces había visto en los anuncios de la tele, en las presentaciones de las pelis en los cines, en las páginas de revistas infantiles: ¡el “Castillo de la Bella Durmiente”, el “Château de la Belle au Bois Dormant”, el “Sleeping Beauty Castle”!

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Una «discreta ventana indiscreta»

Su aparición inesperada, desde aquella posición privilegiada, desde esa “discreta ventana indiscreta”, me pareció auténtica magia. No podía parar de mirar, remirar y admirar esa cautivadora construcción, tan cercana, y al mismo tiempo tan lejana, intentando cogerla entre mis manos, aprovechando la engañosa perspectiva, para esconderla en mi bolsillo y sacarla cuando más me apeteciera, como hacen los magos con los conejos de su chistera…

Pero, desafortunadamente, tuve que conformarme con grabar a fuego en mi memoria el “Castello della Bella Addormentata” y despedirme de él hasta la mañana del día siguiente…

¡Tenía que esperar casi dieciséis horas para poder alcanzarlo de verdad!

Y así fue como empezó la interminable cuenta atrás…

[Continuará… ]

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La cuenta atrás: tic-tac, tic-tac…

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