La Catedral de Justo: La fe y la montaña

“La fe mueve montañas”.

A menudo había oído pronunciar esta frase y muchas veces, demasiadas, no la había entendido.

Cuando un día, por casualidad, leí una noticia sobre un hombre llamado Justo Gallego Martínez que, con la sola fuerza de su fe, y de sus manos, estaba intentando levantar una catedral “de la nada”, y en el medio de la nada, pensé que esa era la ocasión ideal para, primero, comprobar in situ lo que parecía una exageración periodística, y, luego, a lo mejor, poder dar sentido a esta aseveración que para mí se había convertido en un dogma… ¡de fe!

Por lo tanto un sábado por la mañana, los cuatro más uno de Aliapiedienfamilia, ya que nos acompañaba también mi suegra, nos pusimos camino de Mejorada del Campo, un lugar del que sólo tenía conocimiento por su ubicación en la provincia de Madrid. Durante el trayecto en coche por cambiantes escenarios, desde escuálidos polígonos industriales con naves en cuyos techos de acero se reflejaban los cálidos rayos de un sol otoñal, pasando debajo de puentes de modernas carreteras y vías de tren de alta velocidad, hasta cruzar exterminados “campos”, nunca mejor dicho, ocupados por centenares de vacas, viveros y alguna esporádica huerta, llegamos finalmente a nuestro destino.

Mientras salíamos de la carretera provincial, en una pronunciada curva vimos de repente aparecer la impactante silueta de esta supuesta catedral y al unísono, cual improvisado coro familiar, emitimos espontáneamente una exclamación de sorpresa.

Nos fuimos entonces acercando a aquella increíble construcción con prudencia, temiendo que la fugaz imagen de antes fuera un cruel espejismo, pero una vez nos encontramos a sus pies, y tras comprobar que seguía ahí, nuestro estupor fue aún mayor: ¡“eso” era real!

La

La «gaudiniana» Catedral de Justo: una Sagrada Familia «mejoreña»

A primera vista, desde el exterior, las pintorescas semiesferas, ubicadas encima de unas torres de diferentes tamaños y alturas, me recordaron el estilo de Gaudí, y luego, más en detalle, como si la comparación fuera obligada, o dictada por alguna señal trascendental, me vino a la mente la inacabada Sagrada Familia barcelonesa. Era un pensamiento atrevido por mi parte, lo sabía, pero si había un lugar donde atreverse estaba decididamente permitido, era precisamente ese.

Con un cierto temor en el cuerpo, ya que el edificio carece de toda licencia para su “habitabilidad”, accedimos al mismo por un portal lateral, cuya fachada dibujaba un arcoiris de cristales combinando múltiples formas geométricas.

El acceso principal... lateral

El acceso lateral bajo un arcoiris de cristales

Una vez dentro, nos encontramos justo debajo de la impresionante estructura en hierro de una (futura) enorme cúpula entre cuyos alambres curvos se entreveía un luminoso cielo de rayas azules y negras, sólo roto por el cercano vuelo de algún que otro avión: ¿podían esos movimientos del aire hacer vacilar las bases de ese templo?

La cúpula

Una atrevida telaraña «cupular»

Nos quedamos sin aliento.

Ese espacio grandioso, formado por arcos, columnas y vidrieras a medio hacer parecía el escenario perfecto para la famosa novela de Ken Follet, “Los pilares de la tierra”. Estábamos rodeados de pilares, los imponentes pilares de un hombre que, sentado en una esquina, acompañado por su fiel ayudante, puede que su personalizado y humanizado “Ángel de la guarda”, intentaba ir más allá de la tierra, superando los límites de lo humanamente posible.

Un futuro altar

Un futuro altar entre los «Pilares de la Tierra»

La imagen de esos dos amigos –“Justo”, el uno, y “Ángel”, el otro– compañeros de una fantástica e increíble aventura, brazo y mente de un proyecto, quizás, infinito y eterno, despertó en mi imaginación otra extraña comparación literaria: la de un don Quijote, de Mejorada del Campo, escoltado por su Sancho Panza. E, inevitablemente, me vinieron también a la cabeza los célebres molinos de viento: ¿era esa potencial catedral un gigante imaginario fruto de un sueño irrealizable? No, no se trataba de un sueño, ni de algo irrealizable. Todo estaba allí, en parte proyectado y en parte llevado a cabo: todo era real, todo era posible.

Un arrugado cartel, cubierto de polvo y de los años

Un cartel cubierto de polvo y arrugado por los años

Como si fuera un reflejo inanimado de ese hombre, un cartel en la entrada, más bien un humilde papel, cubierto de polvo y arrugado por la humedad y los años, explicaba al visitante, en español ¡y en inglés!, la causa y el fin de todo aquello. Eran unas pocas líneas, directas y concisas, donde se relataba la historia de este san Francisco de Mejorada del Campo que, después de caer enfermo de tuberculosis y ser expulsado del monasterio en el que había ingresado por miedo al contagio del resto de la comunidad, una vez recuperada su salud, decidió, como agradecimiento al Señor, levantar una catedral en un terreno de labranza de propiedad familiar, disponiendo sólo de su patrimonio personal.

Y así fue como empezó esa historia, esa leyenda o ese mito, año tras otro, lustro tras lustro, decenio tras decenio… La historia de un hombre que va camino de los noventa, que sin ningún conocimiento de ingeniería o de arquitectura, basándose solo en sus lecturas sobre castillos, catedrales o edificios emblemáticos, empezó, gracias a su fe, a “mover una montaña” de cristales rotos, hierros picados y ladrillos reciclados.

Aparatosos escombros, cables colgantes y tubos a ras de suelo

Aparatosos escombros, cables colgantes y tubos a ras del suelo

Como no queríamos molestarle, ya que estaba hablando con una pareja de visitantes, nos adentramos en el interior del templo, abriéndonos camino como podíamos entre aparatosos escombros, cables colgantes y tubos a ras del suelo –tened mucho cuidado donde pisáis porque la obra se extiende a lo largo de todo el pintoresco recinto– y llegamos por fin a un claustro in fieri, un hermoso y silencioso claustro, dominado por un alto y esbelto ciprés –¿tendría algún significado simbólico esta planta?– donde se podía imaginar un cuidado jardín de rosas blancas, rodeado de bancos de granito y embellecido por el rítmico sonido del fluir de las aguas de una fuente central.

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Un hermoso (y futuro) claustro silencioso

Reconozco que había que echarle un poco, o un bastante, de imaginación para verlo así, decorado de esta forma, pero la estructura, el esqueleto, de este espacio, compuesto por dos niveles de arcos, cada uno de ellos solapados por rosetones y ventanas de diferentes colores en función del vidrio utilizado –¿quién sabe de dónde lo habrá sacado?– ya estaba allí, a medio cumplir, esperando pacíficamente su finalización.

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Arcos y rosetones a la pacífica espera de su finalización

Paseando, o mejor dicho, sorteando objetos, la mayoría de ellos reciclados, de diferente índole y factura, y armándonos de valor, empujados por la curiosidad, nos atrevimos a subir a la “terraza” a través de una escalera lateral, oculta en una esquina, cuyos peldaños de metal crujían fuertemente a cada una de nuestras temblorosas pisadas. Con el miedo en el cuerpo trataba de autoimponerme una falsa actitud de seguridad –si Justo había tenido la fe de levantar todo aquel conjunto, me parecía “justo” que yo, amparada en la mía, hiciera un mínimo esfuerzo para apreciarlo–, finalmente llegamos a ese lugar “de altura”, desprovisto de barandilla de protección alguna.

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Las «hermanas» cúpulas inacabadas de la terraza

Estrechando, casi apretando, las manos de mis hijos para que no se alejaran de mí mientras que mi marido tomaba atrevidas fotos, pudimos contemplar los curiosos detalles de una cercana cúpula, también inacabada, una de las hermanas pequeñas de la principal, y de las altas torres de ladrillo “a vista” en forma de chimenea que se levantaban desafiantes en el aire y cuya cima se había convertido en el hogar de unas cuantas cigüeñas: esos nidos, cuales atípicos sombreros, se integraban armónicamente en la esperpéntica construcción…

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Torres de «ladrillo a vista»…

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… ¡entre aves naturales y artificiales!

El espectáculo parecía un auténtico carnaval, de colores contrastantes, de líneas indefinidas, de materiales diferentes.

No podía, y no quería, quedarme largo rato allí con mi familia para admirar incrédula el fruto del ingenio y de la fe humana, así que, pasados unos minutos, y el enésimo (peligroso) avión, volvimos por donde habíamos venido.

Pero aún nos faltaba por visitar otra parte de la catedral: la cripta.

Y si antes la idea de subir a una «terraza» nos producía vértigo, ahora, la de bajar al subsuelo, sólo separado por unos pocos centímetros de espesor de la planta superior, parecía ser una auténtica osadía.

Una vez más, no quise que los demás me siguieran hasta esas peligrosas profundidades terrestres pero, como siempre, mis palabras de súplicas fueron alejadas por un viento polvoriento…

El precario acceso a la cripta

El precario acceso a la cripta

Conteniendo el aliento, no fuera que el simple hecho de respirar hiciera temblar todo el conjunto, bajamos despacio por una escalera ubicada a los pies de una supuesta capilla, protegida por una virgen cuya imagen pintada sobresalía de una pared de verde chillón –no sé porque pero esa santa figura que se erguía prepotentemente sobre ese fondo de un color tan llamativo me trajo a la memoria los iconos de muchas iglesias o monasterios rusos visitados años atrás–.

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Un posible altar «esférico»

Allí abajo nos encontramos con lo que podía ser el altar central (¿?), ubicado sobre una superficie de forma circular y ocupado por una enorme esfera, que a su vez sostenía una mesa redonda –¿acaso todos esos círculos ocultaban un nuevo significado trascendental?– y, un poco más allá, las siluetas rectangulares de unos objetos, todos del mismo tamaño, que no lográbamos identificar, cubiertos como estaban por unas amplias lonas de plástico. Los observé largo rato junto a mi suegra sin entender su función y, echándole una buena dosis de imaginación, concluimos que quizás tales «cosas» estuvieran destinadas al descanso eterno de Justo y de sus familiares o seguidores…*.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, convencida de que nuestra macabra, pero verosímil, hipótesis casaba perfectamente con el perfil del justo hombre.

Él lo había pensado todo, desde el principio hasta el final, sin saber cuál, ni cuándo iba ser el fin, pero teniendo bien claro el “cómo”…

Enmudecida y sorprendida decidí que había llegado el momento de volver a la superficie.

Deambulando entonces por la nave central, me percaté de la presencia de una nueva escalera de caracol, la más peligrosa de todas, la más atrevida y, por ende, la más espectacular: la que llevaba a lo más alto…

En fila india, los cuatro más uno de Aliapiedienfamilia –tras mis infructuosos intentos de disuadir a mis acompañantes– empezamos el ascenso, a ras de la fina pared y de sus pintorescas ventanas con forma de ojo de buey, uno detrás del otro, siempre mirando hacia adelante y nunca hacia atrás. La curiosidad, y algo de inconsciencia, dirigían nuestros pasos por aquel camino vertical que parecía no acabar nunca. Pero de repente acabó, en una hipotética tribuna increíblemente suspendida sobre la amplia planta de tres naves.

Una foto

Un detalle «de altura»

Nos movimos con circunspección, o mejor dicho, no nos movimos, paralizados a unos cuantos metros de altura.

Mi marido fue el que tomó la iniciativa y, armándose de un inconsciente coraje, se fue deslizando levemente por aquella fine capa de hormigón que, flotando milagrosamente en el aire, desafiaba valiente, casi mágicamente, la despiadada ley de la gravedad.

Y mientras implorábamos al padre de familia que no se alejase demasiado, que no se asomase demasiado, que no trepase demasiado, éste, con un humilde smartphone en la mano, ajeno a su tan impávida como comprometida situación, empezó un reportaje al filo del imposible, intentando inmortalizar el increíble panorama del que se gozaba desde aquella posición tan “privilegiada” como arriesgada. Así que, no queriendo dejarle solo ante el peligro, considerado además que su gesto era totalmente altruista, dedicado como era a mi blog, me acerqué a él hasta llegar “a su altura”, bajo la mirada preocupada de unos hijos y de una suegra petrificados y angustiados.

La señal de la nave central

Una «respectuosa» e insólita señal…

En mi interior empecé a rezar para que no pasara nada, y, afortunadamente, nada pasó. Sin embargo, mis plegarias recibieron una señal, clara y contundente, pues desde allí pudimos avistar un cartel en el que estaba inscrita: “Respect” (¿¡!?).

Se trataba de uno de esos carteles que normalmente decoran los estadios de fútbol que, insólita e inexplicablemente, descansaba sobre el suelo de ese templo y cuyo mensaje interpreté con referencia a la situación contingente, poniendo así el colofón final a nuestra aventura aérea de Ícaros potenciales: nosotros, comunes mortales, teníamos que respetar nuestros límites, sin querer volar más alto con nuestras ali ai piedi.

La escalada tenía que finalizar allí y en ese preciso instante. Y así fue.

Alcanzamos a nuestros familiares, volvimos a bajar todos juntos y escuchamos nuevamente la voz de Justo que seguía conversando animadamente con los mismos señores de antes, contándoles anécdotas sobre las visitas que recibía a diario.

Me fui acercando a él, con respeto y una pizca de rubor: no sé porqué pero no tuve el valor de hablarle, de expresarle mis sentimientos y sensaciones ni tampoco de sacarme una foto en su compañía. No fui capaz de hacer ni de decir nada, sólo de escucharle, en silencio, sin poder mirarle en los ojos, un poco por vergüenza, un poco por reverencia.

Le vi enseñar un periódico danés donde se relataba su increíble hazaña, que le había dejado uno de los muchos visitantes extranjeros –por absurdo que parezca, según comentó, son más numerosos que los españoles: de hecho también aquel día se oía hablar más en inglés que en castellano… ¡y un poco en italiano!–; le oí recordar las personas, sobre todo mujeres, que de vez en cuando le “echan una mano”, a él y a su fiel escudero; y, finalmente, le vi levantarse, doblado por los años pero no roto, y dirigirse con paso rápido, impropio de su edad, hacia su despacho, una especie de antro robado a los escombros que hace también las funciones de oficina de información y venta.

Y allí, entre las frágiles y sutiles paredes de esa atípica casa, de ese extraño hogar, de ese refugio material y espiritual, él desapareció, puede que tragado por sus ideas e ideales sobre futuros elementos arquitectónicos, originales figuras decorativas y nuevos trabajos que ofrecer a su Señor “en gratitud por la vida que me ha otorgado y en penitencia para quienes no siguen su camino”.

¿Tocará?

¿Tocará?

Los cinco, aturdidos por el encuentro con aquel personaje, improvisado albañil y determinado creyente, protagonista, entre otros, diez años atrás, de un anuncio de una conocida bebida energética, no pudimos hacer otra cosa que poner nuestro granito de arena comprando unos cuantos billetes de la lotería de Navidad –¡ojalá toque, por el bien de todos!– y escribiendo mensajes de apoyo en un curioso “libro de visitas”, cubierto de cenizas y de firmas, que aguardaba al visitante a la salida de aquella catedral.

Tomadas después unas últimas fotos del exterior del edificio donde sobresalía el curvilíneo y futuro baptisterio, gris como el cemento que lo cubría y azul como las rejas que lo sustentaban, dejamos finalmente atrás aquel templo (no) consagrado a la madre de Dios, Nuestra Señora del Pilar, sin fecha de finalización, y menos aún de aprobación oficial, cuyos pilares, desde un punto de vista económico, se apoyan frágilmente en la voluntad de unos cuantos visitantes o simpatizantes, y, desde un punto de vista material, se sustentan firmemente en la inmensa fuerza espiritual, que sustituye exponencial y progresivamente a la física, de Justo Gallego.

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El curvilíneo futuro baptisterio

He oído de todo sobre este hombre: hay quienes le tachan de loco, como él mismo contaba; hay quienes le admiran como visionario; hay quienes le menosprecian como “friki” y quienes le exaltan como un santo. Cada uno es libre de juzgarle a él, y a su obra, como quiera, pero lo que sí es irrefutable es que este templo, para bien o para mal, se ha convertido en un inesperado reclamo turístico para un pueblo desconocido de la provincia de Madrid, vivo testimonio de una fe que mueve montañas… ¡o levanta catedrales!

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La fábrica de los sueños… realizables: ¡la Catedral de Justo!

El famoso dogma del principio ahora, y más que nunca, tiene sentido para mí: ¡querer, y creer, es poder!

Basta con tener fe, siempre, en uno mismo, en los seres queridos, amigos o familiares, o en el Dios que más apetezca.

«Sin fe no somos nadie, con fe lo somos todo».

*Una nota final: A posteriori, observando con mayor detenimiento las fotos de este relato, y después de haberlo investigando por la red, me enteré de que esos extraños e inquietantes objetos rectangulares eran unos pacíficos bancos de madera, donados a Ángel por una escuela de ebanistería. Me ha parecido “justo” y honesto dejar constancia de este “fatal” error, en todos los sentidos, como ejemplo de una compartida y familiar imaginación “aliapiedesca” surgida espontáneamente entre dos de los componentes, reales y virtuales, de Aliapiedienfamilia. Mientras que estemos con los pies en el suelo… “¡que las alas de la fantasía vuelen libremente!”.

Categorías: EDIFICIOS | Etiquetas: , , | 5 comentarios

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5 pensamientos en “La Catedral de Justo: La fe y la montaña

  1. Maria del Carmen Gómez

    Bonito relato y muy bien descrito

    Me gusta

  2. Pingback: Toledo y sus campus universitarios: En nombre del padre (Segunda parte) | Aliapiedi... por Madrid en familia

  3. Pingback: La Catedral de Justo - Guía del Turista Friki

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